Drácula estaba solo. Estaba sentado en un extremo de una mesa corta y rectangular. Cuando Ion entró, no alzó la vista y la mantuvo clavada en la llama de las velas. Sólo alzó los ojos verdes cuando Ion tomó asiento en el extremo opuesto de la mesa, aunque no parecía reconocerlo, tanto a él como a su presencia. Desconcertado, Ion aceptó la copa de vino caliente que le tendió el criado antes de retirarse, pero no bebió.
Para escapar de la mirada fija, contempló la mesa. En ella reposaban escasos objetos: dos ollas humeantes, una contenía vino perfumado con el aroma del enebro, la otra olía a guiso, probablemente de caza, delatado por el ligero olor a podrido de una liebre o un conejo correctamente manidos. Había cuencos de metal, cuchillos, cucharas, dos candelabros y un soporte metálico en forma de roble en invierno cuya corteza resquebrajada y cuyas ramas desprovistas de hojas estaban diestramente labradas. La luz de las velas acariciaba las lenguas de serpiente colgadas de él.
Por fin Ion alzó la vista y la fijó en aquellos ojos inexpresivos. Señaló el soporte y habló en voz muy alta, para poner fin al silencio.
—¿Así que aún temes que te envenenen?
Drácula se removió.
—No le temo a nada —contestó en voz baja—, pero no creo que mi destino sea morir asesinado de esa manera. Así que recurrí a la serpiente para que detectara los venenos. Y al unicornio —añadió, alzando la copa y haciéndola girar bajo la luz—. Éste es un trozo de su cuerno, al igual que el de tu copa.
Ion vio las estrías del cuerno clavado en la copa de plata.
—Caro —dijo.
—Es de mi mujer.
—¿No se unirán a nosotros? ¿Ella y tu hijo?
—Mi hijo se ha ido de juerga a Pest con sus amigos y para jactarse de su última cicatriz. Me dicen que hace años que no compra una jarra de vino, porque todos pagan por ver las marcas de la Garra del Dragón en su piel. Eso es mucho vino, porque el muchacho se distrae con facilidad, como habrás observado.
Drácula alzó la copa y bebió.
—Y mi mujer nos visitará, pero no comerá. Uno de los otros chicos está enfermo y no lo dejará solo mucho tiempo… y aquí está. —Vlad se puso de pie con una sonrisa—. Pasa, querida mía, te presento a un viejo… amigo, Ion Tremblac. Ion… ésta es Ilona.
¡Ese nombre! Apenas había dejado de pensar en él desde que partió, como si la sintiera a su lado a cada paso, con sus heridas clamando una venganza que él no podía cobrar. Así que no logró evitar un ligero tambaleo al ponerse de pie y volverse hacia lo imposible.
Mas allí no había ningún fantasma, sólo una mujer. Su semblante era tan blanco como la nieve más allá de las paredes, sus ojos oscuros brillaban, su nariz era alargada y sus pómulos, angulosos. No tenía cejas, como era costumbre en la corte de Buda, y su frente era elevada bajo una cofia debajo de la cual se adivinaba un mechón de cabellos oscuros. El contraste con la otra Ilona, la que siempre ocupaba sus pensamientos, era notable. Pero aunque no era bella, cuando avanzó hacia la luz de las velas Ion vio que su mirada era bondadosa.
Le tendió una mano e Ion se inclinó para besarla.
—Sé bienvenido, señor —dijo en húngaro y en tono cálido—. He oído hablar mucho de ti.
Ion estaba desconcertado. ¿Qué le había dicho su marido de él? Ion le había hablado muy poco a su mujer acerca del hombre que antaño amó, y a menudo surgía como un grito tras beber en exceso, o tras despertar de un sueño profundo, vil y torturado por el odio.
—Ojalá… ojalá llegara a conoceros mejor, señora.
—Yo también lo espero. Quizá pronto. Pero tengo un niño enfermo y uno… —dijo, tendió la mano hacia atrás y de pronto surgió un rostro junto a su cadera, con el pelo y los grandes ojos del mismo color que los de su madre, el color de la noche, un niño de unos cuatro años. Se asomó con la vista fija en el extraño, antes de dirigir la mirada a la mesa, las lenguas de serpiente y su padre.
—¿Puedo tocarlas, padre? —susurró.
—Sí —dijo Drácula—, pero ten cuidado: ¡aún pican!
Su hijo estiró el brazo, tocó una lengua y rió. Su padre estiró la mano y soltó un grito.
—¡Ay! —chilló, retirando la mano—. ¡Mira! ¡Me ha comido un dedo!
Estiró la mano con el muñón hacia delante y el niño chilló encantado cuando su padre le revolvió el cabello; después corrió a refugiarse detrás de su madre.
Ella lo abrazó, sonriendo.
—¿Vendrás a ver a Mircea?
Vlad asintió.
—Iré, más tarde. Cuando haya acabado con mis asuntos.
—Asuntos —repitió Ilona, frunciendo el ceño—. No… —se interrumpió y se volvió hacia Ion—. No entretengas a mi marido durante demasiado tiempo, señor.
—No lo haré, ya que me lo pides, señora. —Dijo, y se inclinó.
Ella inclinó la cabeza y abandonó la habitación, empujando a su hijo, reacio a marcharse.
Vlad la siguió con la mirada. Cuando habló, lo hizo en la lengua de su país.
—Es una mujer sabia. Sus palabras, las no dichas, suponen una advertencia.
Indicó la olla con la sopa y un criado se acercó, llenó dos cuencos y le tendió uno a cada hombre. Drácula señaló la puerta y el criado se marchó. Después se sentó y empezó a comer inmediatamente.
—¿Frente a qué te advierte? —preguntó Ion, tomando asiento.
—Me indica que sea cauto contigo, y con aquello de lo cual quizá me persuadas que haga.
Ion cogió la cuchara pero no comió.
—¿Y cómo sabría qué es?
Drácula soltó un bufido y comió otro bocado.
—Es la prima del rey. Una Szilagi de la misma familia de Corvino. Así que es mi mujer, y también una Cuervo. Y sabe lo que hacen los cuervos: dejar que otros maten por ellos para después presentarse al banquete y devorar los restos. —Miró por encima de la cuchara llena e hizo una pausa—. ¿Acaso no estás aquí para pedirme que proporcione una cena a Corvino?
Ion todavía no comía. Ahora depositó su cuchara en la mesa.
—No sirvo al rey Matías, sino a Esteban de Moldavia.
Drácula sorbió la sopa.
—A quien Matías aborrece y ama, contra quien lucha y abraza según sople el viento de Constantinopla. Y ahora el Grande y el Cuervo vuelven a necesitarse mutuamente, y entre ambos han decidido que también necesitan al Empalador.
—No creo que comprendas…
—Lo comprendo todo —gritó Drácula; sus ojos verdes brillaban entre los mechones de pelo blanco como la nieve—. Recuerda que he sido el prisionero de Corvino durante trece años, desde que me traicionó, traicionó a la cruzada negándose a marchar en mi ayuda; desde que mandó falsificar cartas donde afirmaba que yo era el traidor. Y usó a un hombre a quien creía un hermano para cometer esa traición.
Arrojó la cuchara dentro del cuenco.
—Durante cuatro años permanecí en Visegrad, donde suponía un bochorno, esperando que llegaran mis asesinos. Pero entonces el viento cambió de dirección. El Cuervo luchó contra el Grande, contra el Turco, y el Empalador volvía a ser útil. No para hacer uso de su «especialidad» —dijo, sonriendo a medias—, sólo para usarla como amenaza contra quienquiera que eligiera Corvino. Mi prisión cambió. Incluso me proporcionó un compañero de celda. Me mantuvo cerca, pero no demasiado cerca, al otro lado del río, para ser exhibido como un monstruo, una grotesca figura de feria campestre.
Vlad se levantó, se acercó a un arcón, lo abrió y rebuscó en su interior.
—Te mostraré una cosa —dijo, regresó a la mesa y arrojó encima un paquete de papeles—. Panfletos. Confeccionado primero por mis enemigos en Brasov y Sibiu tras mi caída. Esos sajones tienen buenos motivos para odiarme después del modo en que evité que dominaran el comercio valaco. Y los húngaros, algunos de ellos incluso eran mis hermanos Dragones, ayudaron a difundir estos panfletos por todo el mundo, para justificar su traición. —Recogió un panfleto y lo sostuvo bajo la nariz de Ion—. ¿Has leído alguno?
Ion apartó el papel.
—Los encuentras en la corte del príncipe Esteban, y también en otras partes.
—Así que sabes lo que dicen acerca de lo que hicimos, lo que nosotros hicimos, Ion —dijo, arrojando un panfleto en la mesa—. Éste habla de los treinta mil que empalé en Brasov.
—¿Recuerdas cuánto se tarda en empalar a un hombre?
—Lo recuer…
—¡Treinta mil! Todavía estaría allí, cargando con estacas. —¡Zas!, otro panfleto aterrizó en la mesa—. Éste habla de las madres cuyos pechos cercené y de las cabezas de sus bebés introducidas en los agujeros. ¿Lo recuerdas?
—No, yo…
¡Zas!
—Y éste habla de cómo corté las cabezas de los boyardos y las utilicé para cultivar coles. ¡Coles! —gritó—. Ni siquiera me gustan las coles.
Se inclinaba por encima de Ion, jadeando. Después se apoyó en la mesa y regresó a su silla. No se sentó, sólo se apoyó en los nudillos antes de continuar en voz baja.
—Sé que hice muchas cosas… dudosas. También sé que muchas cosas fueron hechas en mi nombre, porque lo único que tenía que hacer era soltarle la correa a la bestia.
—¿La bestia?
—«¿Quién es como la bestia? ¿Quién es capaz de hacerle la guerra?» —dijo Drácula—. El Apocalipsis. Lo leo constantemente, porque nos dice que si el Diablo queda en libertad, miles le seguirán, lo imitarán, incluso procurarán superarlo. El Diablo… o el hijo del Diablo. Y todos los que me condenaron en estos escritos con fines propios —añadió, señalando los panfletos—, también saben que lo siguiente es verdad: cuando la Cruz de la Cruzada se eleva por encima de la hostia, la bestia acude y se cobija por debajo. Y entonces todos hacen cosas que otros quizá… cuestionen.
Soltó una dura carcajada.
—Así que me he convertido en una historia para divertir a burgueses gordos durante la cena, y para acallar a sus hijos y asustarlos cuando se niegan a dormir. —Alzó su copa, bebió, y la dejó en la mesa—. Todo lo que hice, todas las medidas que tomé por Valaquia contra los ladrones, los traidores y los Infieles, se reduce a esto. —Señaló los panfletos—. Yo, reducido a ser un monstruo chupasangre.
Por fin se sentó con la vista clavada en la mesa. Ion lo observaba, inquieto. Éste no era el hombre que recordaba, ni siquiera el que odiaba. Pese a sus miles de pecados, Drácula era un hombre que no se justificaba por nada de lo que hacía y jamás les echaba la culpa a otros que actuaban en su nombre. ¿Quién era este… este despojo de cabellos blancos que clamaba contra un mundo que no lo comprendía?
Cuando estaba a punto de hablar de provocar, de comprobar si aún le quedaba fibra, Drácula volvió a hablar.
—Y ahora te han enviado a pedir lo que mi primo el Grande y el Cuervo ya me han pedido y yo he rechazado: que el monstruo sea liberado de sus cadenas. Otra vez. —Cogió la cuchara y empezó a sorber la sopa ruidosamente—. ¿Con qué fin? ¿Para que puedan escribir más mentiras sobre mí para asustar a sus hijos?
Alzó las cejas blancas.
—Éste es todo el reino que ahora necesito. Leo, pienso, veo crecer a mis hijos. Tengo cinco criados, dos caballos y un hermoso azor, quien nos proporciona la cena de esta noche. Controlo todo lo que quiero. Allí fuera… no controlo nada. Así que dime: ¿por qué habría de renunciar a ello?
Ion había sido advertido por Esteban antes de partir, por Matías al llegar. El Empalador estaba viejo y cansado de la sangre. Miró el montón de panfletos. En general, eran lo que Drácula había dicho: exageraciones sensacionales. Pero estaban basadas en la verdad, la verdad de innumerables pecados. Y, como ambos sabían, los pecados pueden ser perdonados, si eran expiados. Sobre todo uno.
Ion se inclinó hacia delante y habló en voz baja.
—Te diré, Vlad Drácula, por qué lo harás. Lo harás por Ilona.
Drácula, que había abierto los ojos al hacer sus preguntas, los entrecerró.
—¿Ilona? —murmuró.
—No me refiero a… —Ion señaló la puerta.
—Sé a quién te refieres —dijo Drácula en tono airado.
Reinó el silencio entre ambos mientras los embargaban los recuerdos y acabó cuando la lengua de una serpiente, demasiado próxima a la llama, se quemó y cayó de su rama metálica.
Después Ion retomó la palabra.
—¿Aún te confiesas?
—Mi confesor está aquí. Lo mantengo… cerca de mí. Pero sólo hablo. No puedo confesarme. ¿Qué penitencia podría hacer? ¿Caminar descalzo hasta Jerusalén? No avanzaría ni un kilómetro antes de que alguien me clavara un cuchillo. No, no hay nada, no hay perdón para mis pecados —dijo, mirando a Ion—. Por ése ni por ningún otro.
Ion sacudió la cabeza.
—Te equivocas en cuanto a la penitencia. Hay una, siempre la hubo.
Algo titiló en la mirada verde de Drácula, en su voz.
—¿Cuál?
—Emprender una cruzada.
—Oh —dijo Drácula, dejándose caer hacia atrás en la silla—. Lo he intentado. No funciona. Emprender una cruzada no basta. Has de vencer o morir y yo no logré hacer ninguna de ambas.
—Pero esta vez sí podemos ganar —dijo Ion, estirando una mano—. Moldavia y Hungría nunca han estado tan unidas y esta vez Corvino vendrá. Es más, la encabezará, y Valaquia volverá a prosperar bajo el estandarte del Dragón.
Vlad negó con la cabeza.
—Olvidas que ya lo hace, porque mi hermano gobierna y él también es el hijo de un Dragón.
—Pero te traigo noticias, príncipe —dijo, usando el título por primera vez y con deliberación—. Tu hermano ya no gobierna. Tu hermano está muerto.
Drácula parpadeó.
—¿Quién lo mató?
—Dios —dijo Ion, encogiéndose de hombros—. Había perdido casi todas las tierras que gobernaste. Se las quitaron los boyardos, los turcos, los pretendientes. Sólo le quedaba Guirgui, la fortaleza que tomaste mediante el sigilo y el valor. Izó el puente levadizo, a salvo de sus enemigos. Pero no de Dios. La enfermedad que le afectó hace años devoró sus carnes, destruyó la belleza que antaño sedujo a un sultán. Un castigo adecuado por los pecados de la carne cometidos con Mehmet. Al final, Radu, el Hermoso no tenía nariz, orejas ni mandíbula…
Drácula alzó la mano.
—¡Basta! Sé que tú ves a un pecador castigado, pero yo sólo veo a un hermano amado, muerto. Horriblemente muerto. —Se llevó la mano mutilada a los labios, besó el muñón y susurró—: Radu.
Después volvió a alzar la vista.
—¿Quién gobierna Targoviste ahora?
—Otro de tus primos, Basarab Laiota. Esteban quería que ocupara el trono y que tu hermano desapareciera. Pero ahora que ha ocurrido, el títere se niega a bailar para el titiritero. Ha firmado un tratado con Mehmet, que le envía oro, muchachos…
Drácula inclinó la cabeza hacia atrás y miró el cielo raso.
—Así continúa eternamente, la Danse macabre. Los muertos cogen de la mano a los vivos y retozan encima de la tumba del Dragón. ¿Y tú quieres que vuelva a unirme a la danza? ¿Qué corra la misma suerte que toda mi familia: Drácul, decapitado; Mircea, enterrado vivo, Radu… putrefacto?
—No, príncipe —contestó Ion casi sin titubear—. Esta vez, gracias a esta alianza podemos tomar y conservar las tierras del Dragón, expulsar al usurpador, acabar lo que empezamos para que Valaquia vuelva a ser segura y poderosa.
—¿Nosotros, Ion? —dijo Drácula y acercó su rostro a las velas—. ¿Tú, que me odias más que nadie, volverías a ponerte a mi lado? ¿Por qué?
Ion no aguantó la mirada fija de los ojos verdes y bajó la vista, contemplando las lenguas de serpiente y la sopa que se enfriaba. Después habló en voz baja.
—Lo haría por mi tierra, que se merece algo mejor que ser gobernada por embaucadores y tiranos. Lo haría por la cruz de Jesús, elevada en triunfo por encima de Sus enemigos. Y lo haría para expiar innumerables pecados. Los míos… y también los tuyos. Y si Dios puede perdonar tantos… entonces a lo mejor… puede perdonar uno.
—Perdonarme por Ilona —dijo Drácula en voz alta y clara.
—Sí —contestó Ion, volviendo a mirarlo a los ojos—. Por Ilona.
Durante un largo momento, ambos hombres se miraron fijamente. Después Drácula se dejó caer hacia atrás, cogió la copa y bebió, y por fin habló en voz baja.
—Bien, lo que ofreces es mucho. Más de lo que me ha ofrecido cualquier príncipe. Pero ¿perdón? No estoy seguro de que pueda haber un perdón para nosotros, Ion, a este lado del infierno —dijo, y se restregó los ojos—. Y te diré lo siguiente: incluso si quisiera hacerlo, ¿cómo podría hacer lo que me pides? No soy el hombre que era —dijo, y agitó la cabeza hasta que los cabellos casi le cubrieron el rostro—. ¡Mírame! Un anciano debiera conformarse con vivir en su propio y pequeño reino. Satisfecho con lo que puede controlar. Me temo que el Dragón ha estado dormido durante demasiado tiempo para despertar.
—Tienes mi misma edad, príncipe —protestó Ion—, cuarenta y cuatro años. Pero si tu padre…
Vlad se quitó el pelo de la cara.
—Anciano —interrumpió, volviendo a coger la cuchara y a sorber la sopa—. Emprender cruzadas es para los jóvenes.
Ion lo miró fijamente. Quería hablar, insistir, emplear algún argumento final e imposible de rebatir. Pero si Drácula no estaba dispuesto a hacerlo por su país, por Dios e incluso en última instancia por Ilona…
Silencio. Otra lengua de serpiente se quemó y cayó. Y entonces el silencio se vio interrumpido por sonoros golpes de metal contra madera y por gritos. Aún en silencio, ambos hombres se pusieron de pie y desenvainaron las espadas.