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El Dragón dormido

Pest, Hungría, febrero de 1475,

trece años después del arresto de Drácula

Anochecía cuando Ion llegó a la mansión en las afueras de la ciudad. Hubiera querido llegar más temprano, para transmitir su mensaje y regresar al palacio del rey en Buda antes de que oscureciera. Nadie viajaba de noche a solas en los alrededores de la ciudad.

El viaje, iniciado un mes antes con los pasos de los Alpes transilvanos bloqueados, había resultado frustrante hasta el final. El puente que atravesaba el río que separaba Buda de Pest se había quemado hacía poco. Eso no hubiera supuesto un problema porque, en general, el hielo era lo bastante espeso para soportar el peso de un hombre a caballo. Pero un deshielo repentino y temprano lo había vuelto delgado y peligroso, y sin embargo demasiado grueso para dejar pasar una barca. Tuvo que dirigirse río abajo, hasta un punto donde era más estrecho y donde habían abierto un paso, tuvo que pagar el doble por el ferry y remontar la orilla opuesta a caballo. Este último retraso supuso pasar la noche en una posada de Pest, porque se negaba a pasarla bajo el techo del hombre que había ido a ver.

Ese techo era idéntico a los situados a derecha e izquierda, abrupto y de pizarra gris y sólidos gabletes de madera. Las casas eran cuadradas y cada una disponía de una puerta de entrada en forma de arco lo bastante ancha para permitir el paso de un carruaje; las persianas se elevaban a lo largo de paredes pintadas de color ocre, todas cerradas para evitar la entrada del gélido aire invernal. Las moradas no tenían nada de particular. Seguramente algún mercader o burgués ocupaba las que la flanqueaban.

Le había llevado un mes llegar hasta aquí y ahora Ion tenía pocas ganas de desmontar pese a la niebla que introducía sus helados dedos debajo de sus pieles y pellizcaba sus innumerables cicatrices y huesos fracturados. Cada invierno era más duro que el anterior, estaba menos flexible, sus cabellos se volvían más grises aunque aún eran espesos y ocultaban la marca a fuego que Mehmet le había grabado en la frente hacía casi treinta años; ahora los bordes habían adoptado un color violeta y se confundían con las arrugas de su rostro.

Alzó la mano y recorrió la cicatriz con los dedos. ¿Por qué titubeaba justo ahora, cuando no se había detenido durante todo el viaje, excepto cuando no le quedó más remedio, el viaje que empezó hacía cuatro semanas en la corte de Esteban cel Mare, en Suceava?

Bajó la mano. Sabía por qué. No había visto al hombre que moraba dentro de estas paredes en trece años. Desde un día muy diferente, uno terriblemente caluroso, en Targoviste. Si por él fuera, nunca hubiera vuelto a verlo, pero un rey y un príncipe deseaban lo contrario, y creía que Dios también. Tenía que creerlo. De lo contrario sería incapaz de cabalgar hasta esas puertas de madera, desmontar, hacer girar el gran anillo de hierro, levantarlo…

Nunca lo dejó caer, porque detrás de la puerta oyó unos sonidos familiares: metal golpeando contra metal; hombres que gritaban. Alguien luchaba allí dentro, luchaba con dureza. Con el instinto de un soldado, Ion ató el caballo y desenvainó la espada. Apretó la oreja contra la rejilla y oyó pasos apresurados, un chillido de terror.

Ion no había recorrido todo ese camino para hablar con un muerto, por más que lo aborreciera. Quizás uno de sus numerosos enemigos lo había descubierto. Hizo girar el anillo de hierro del pomo y se sorprendió cuando la puerta se abrió. La abrió de par en par porque ignoraba cuán rápido tendría que salir, y penetró en un túnel corto y oscuro en el que resonaban los gritos. En el otro extremo brillaba una luz que lo deslumbró: provenía del patio iluminado por antorchas. Se protegió los ojos y vio dos figuras que corrían a través del patio. Ambas sostenían espadas de mano y media. Una trataba desesperadamente de parar los golpes, la otra arremetía alto, bajo, cerca, lejos.

Ion avanzó con cautela, dejando que sus ojos se acostumbraran a la luz, con la espada en alto. Ahora los hombres luchaban en otra parte del patio y sus golpes y gritos rebotaban contra las piedras. Apoyó la mano en la pared del pasadizo, tomó aliento y se inclinó hacia delante…

Observado por Ion, uno de los hombres se colocó debajo de un saliente con la espada en alto. El acero chocó contra el acero y ambos se enzarzaron, forcejeando y casi permanecieron inmóviles mientras luchaban por dominar al adversario, e Ion los vio con claridad. Uno llevaba un jubón de cuero negro y un casco le cubría la cara. Su adversario, de espaldas a Ion, estaba desnudo hasta la cintura y sus largos cabellos negros caían sobre una espalda musculosa de la cual se desprendía el vapor en medio del aire gélido.

No sabía qué hacer. ¿Quiénes luchaban, y por qué? Estaba a punto de gritar, intervenir, distraer… cuando dejaron de forcejear, el hombre del casco dobló las rodillas, se estiró con rapidez y arrojó al otro hacia atrás. El del torso desnudo trastabilló alrededor de una mesa y después se volvió levantando la espada…

Era Drácula.

Ion soltó un grito ahogado. ¡Era imposible! Porque éste era el príncipe que él recordaba, el cuerpo de toro, el pelo y el bigote negros como la medianoche. A la luz de las antorchas se veía cada cicatriz e Ion pudiera haber nombrado el arma que la causó, la callejuela o el campo de batalla donde la había sufrido.

Mas el hombre que veía no era más viejo que el que había visto por última vez en Targoviste. ¡Y lo peor es que parecía todavía más joven!

Ion se persignó una y otra vez, murmurando una plegaria. Muchos decían que el príncipe era familiar de otro, que eso de hijo del Diablo no era sólo un mote. Nunca lo había creído… hasta ahora. La prueba estaba ante sus ojos: Drácula había firmado un pacto con Satanás, había cambiado su alma por la inmortalidad.

—¡Santo Padre, protégeme! —exclamó.

Los luchadores, que se habían embestido como toros y volvían a forcejear, lo oyeron. Con las espadas aún en alto, se volvieron al mismo tiempo. Entonces Drácula soltó la mano de su adversario, bajó la espada y dio un paso atrás. Y el otro, cuya cabeza cubierta por el casco también se había vuelto, volvió a girarse. Bajó la espada, flexionó la muñeca y se interpuso entre Ion y Drácula, que soltó un alarido de dolor y entonces Ion vio el motivo: una delgada línea roja le atravesaba el estómago, la sangre manó de inmediato.

Drácula soltó otro grito, dejó caer la espada, se llevó las manos al estómago, se tambaleó hacia atrás y cayó sobre un banco de madera. El del casco se inclinó sobre él y empezó a desatar las correas que sujetaban el casco. Habló en voz baja pero clara.

—¿Es que nunca aprenderás? No has de detener la lucha, sea cual sea la distracción, cuando un acero está cerca de tu garganta.

—¡Me has herido! —chilló Drácula.

—Así es —dijo el otro, quitándose el casco—, y la cicatriz hará que lo recuerdes y a lo mejor te salva la vida en otra ocasión.

Cuando el casco reveló el rostro del hombre, la pesadilla de Ion aumentó, porque era idéntico al de Drácula, aunque sólo si un rayo repentino la hubiera iluminado en una noche oscura. Todo lo que era negro en uno de los hombres era blanco en el otro: el bigote, las cejas, el espeso cabello que le cubría la espalda, blancos como una calavera. Y entonces, cuando Ion volvió a soltar un grito y los miró más minuciosamente, vio que no eran idénticos, que los rasgos del mayor eran una caricatura de los del menor: los ojos hundidos en las cuencas, la nariz más delgada, las carnes más flojas. Y lo reconoció incluso antes de que hablara.

—Bienvenido, Ion —dijo el auténtico Drácula—. Te estaba esperando.

Tras una breve presentación, el hombre más joven fue enviado a buscar al ama de llaves. Ambos vieron que el corte no significaba nada para un hombre al que le habían clavado un acero. Era como si un trozo de pergamino le hubiera rasgado la piel.

Los otros dos observaron cómo se marchaba.

—Quería que fuera sacerdote —dijo Vlad—, pero él insiste en ser un guerrero, así que le enseño a luchar… y siempre le recuerdo el coste.

—Tu hijo —dijo Ion. No era una pregunta—. No sabía que tuvieras uno de esa edad. ¿Cuántos años tiene?

—Veintiséis. Un regalo de Arefu. Vino a mí la noche que abandoné el castillo, cuando tu flecha no dio en el blanco, Ion.

—No sé de qué hablas.

—¿Ah, no? —Vlad lo miró durante unos segundos y después desvió la mirada—. Tengo otros hijos, dos más pequeños. ¿Y tú, cuántos hijos tienes?

—Ninguno, tengo cinco hijas.

—¿Cinco? Tu hogar ha de ser muy ruidoso.

—Tanto como el tuyo es silencioso.

Vlad asintió con la cabeza.

—Los chicos andan por ahí. Mi mujer los esconde cuando entrenamos. Suele haber sangre, a veces incluso la mía, porque empiezo a volverme lento —dijo, cogiendo a Ion del brazo—. ¿Te quedarás a cenar?

Ion bajó la vista y contempló la mano que lo cogía. Tres dedos y un muñón.

—No. Me han ordenado que transmita un mensaje, pero como donde elijo comer. Y con quién… señoría.

La mano mutilada le apretó el brazo.

—¿Señoría? Aún soy un príncipe, Ion Tremblac.

—Pero no el mío. Ahora sirvo a otro.

Vlad no se movió, pero su rostro pálido se ruborizó.

—Lo sé. Mi primo Esteban de Moldavia, al que ahora llaman «el Grande», debido a sus victorias sobre el Turco y el Húngaro. Esteban cel Mare —susurró—. Mientras que mis victorias permanecen olvidadas y me llaman Vlad Tepes («el Empalador»). Sólo recordado por una herramienta para hacer justicia que antaño empleé.

—Te recuerdan por muchas cosas, señoría —dijo Ion, desprendiéndose de la mano.

Vlad percibió la amargura en la voz del hombre más alto, en su mirada. Después asintió y habló en tono enérgico.

—Bien, no recibo embajadas con el cuerpo sudoroso y la garganta seca como el desierto. Así que te quedarás a comer o regresarás otro día… spatar.

Tras una pausa, Ion dijo:

—Me quedaré.

—Bien. —Vlad batió las palmas—. ¿Recuerdas a Stoica?

Un hombre emergió de debajo del balcón. A diferencia de su amo, el pequeño y calvo criado no parecía haber envejecido mucho e Ion sólo vio las finas arrugas que le rodeaban los ojos cuando lo iluminó la luz de las antorchas.

—Desde luego. ¿Cómo estás?

El mudo se encogió de hombros y aguardó.

Vlad prosiguió.

—Reconocerás más caras en Pest. Media docena de mis vitesjis viven en los alrededores. El Negro Ilie vive aquí, todavía es mi guardaespaldas, aunque tiene mujer y familia en la ciudad. —Se dirigió a Stoica—. Lleva su caballo a las caballerizas y sus cosas, a la habitación de huéspedes.

—Dije que comería contigo —protestó Ion—, no que pernoctaría aquí.

—No querrás recorrer las calles a solas de noche. Esto no es Targoviste en 1462. Pero puedes decidirlo después de cenar.

—Asintió con la cabeza y Stoica hizo una reverencia y se retiró.

Vlad ya se alejaba entre las sombras.

—Irán a buscarte cuando la campana dé las ocho —dijo y desapareció.

Vino otro criado y lo llamó con la mano. Ion envainó la espada —había olvidado que aún la sostenía—, se estremeció y lo siguió.