Brasov, Transilvania, seis semanas después
—¿Qué aspecto tengo?
Stoica e Ilie se encogieron de hombros. Hablar era imposible, no osaban hacerlo, pero su gesto expresaba lo que pensaban con toda claridad: que si el voivoda de Valaquia se encontraba con los emisarios del rey Matías y con el Consejo de Brasov debía estar espléndidamente vestido, como le correspondía a un príncipe.
Ambos hombres sabían que tenía un maravilloso traje de seda negra, mandado a hacer el día que llegó a Brasov hacía cinco semanas, entregado una semana después y pagado por los habitantes de Brasov. No se atrevieron a decirle que no, teniendo en cuenta lo que les había hecho hacía sólo tres años, mediante el fuego y la leña.
Pero hoy el traje colgaba en el armario. El príncipe se había puesto su armadura. Ni siquiera le había permitido a Stoica que eliminara las abolladuras con un martillo ni lavara el barro y los restos de sangre que parecían orín.
La elocuencia de sus gestos le hizo sonreír a Vlad, pero él sabía algo que ellos ignoraban: el funcionamiento de la mente humana. Si se presentaba ante el Consejo y los embajadores de Hungría vestido como un cortesano, sólo parecería un pretendiente más, suplicando por armas y oro para recuperar un trono. Enfundado en una desgastada armadura aún era un guerrero y aún más importante: un guerrero con una guerra en curso, sólo interrumpida brevemente.
También les recordaría algo más, lo que él mejor sabía hacer: matar.
Se volvió y clavó la mirada en la puerta. Recordó otro momento, otra puerta, la que conducía a la Gran Sala de Targoviste. Había estado ante ella en Pascua, cuando estaba a punto de descender y derrocar a los boyardos. Le había preguntado a Ion qué aspecto tenía. Ion se lo había dicho y también lo hubiera hecho ahora, sin ahorrase el halago ni el insulto.
Su sonrisa se desvaneció. Ion no estaba allí. Vlad estaba solo, a excepción de estos dos, leales y críticos. Todos los demás habían desaparecido, pero en unas pocas horas debiera disponer de algo parecido a un ejército y del oro para pagar por él, puesto que la guerra sólo se había interrumpido brevemente.
—La espada —ordenó.
Stoica le trajo la Garra del Dragón y ajustó el cinto por encima del hombro del príncipe. Vlad lo detuvo con la mano, la izquierda mutilada, la alzó y recorrió el emblema del pomo, el Dragón que volaba allí, con tres dedos, pensando en el otro dragón que aguardaba en la Sala de los Orfebres, entre el Consejo de Brasov.
Janos Horvathy. Lo había conocido superficialmente, cuando Vlad era un exiliado en la corte de Corvino. Uno de las docenas de «hombres nuevos» que rodeaban al rey, porque Matías desconfiaba de la antigua nobleza, sólo quería hombres leales a él, nobles de menor rango que querían ascender. Para haber sido enviado en una embajada tan importante como ésta, debía de haber iniciado ese ascenso.
No obstante, no era el juramento prestado por Horvathy ante su rey lo que ahora hacía sonreír a Vlad. Era otro juramento, jurado ante la hermandad a la cual ambos pertenecían.
—Hermano Dragón —había dicho Horvathy hacía una semana, la primera vez que saludó a Vlad. El apretón de manos especial que el conde de Pecs le había dado fue cálido, como su beso de bienvenida y su sonrisa. Al día siguiente había negociado con dureza en nombre de su soberano. Pero Vlad sabía que tras la insistencia del húngaro en las condiciones húngaras residía una profunda lealtad. Más profunda en muchos aspectos y amarrada por el más sagrado de los juramentos.
—Hermano Dragón —murmuró Vlad.
Stoica, sin escuchar ni comprender, creyó que le daba una orden y volvió a alzar el cinto de la espada. Esta vez Vlad dejó que lo sujetara alrededor del hombro y a través del pecho. El extremo del arma gigantesca casi llegaba al suelo.
Vlad tocó la empuñadura junto a su hombro. Podría haber desenvainado en un instante, pero estaba allí sólo para completar la imagen de un guerrero dispuesto. No la necesitaría. No cuando el Dragón lo aguardaba en la Sala de los Orfebres.
—Vamos —dijo.
Janos Horvathy se restregó los ojos, pero seguía viéndolo todo borroso. Sólo lo remediaría el sueño y había dormido muy poco durante la semana de negociación con Drácula; y no había dormido ni un segundo durante los tres días desde que su amo, Matías Corvino, rey de Hungría, decidió que la negociación había acabado. Sin embargo, no eran las otras disposiciones, por más detalladas que fueran, lo que le había impedido conciliar el sueño. Era el recuerdo de un juramento.
—¿Conde? ¿Me has oído?
La voz sobresaltó a Horvathy, había olvidado que Jiskra estaba presente. Ahora su vista por fin enfocó los detalles del rostro del viejo guerrero: la nariz, torcida hacia la izquierda debido a un golpe olvidado hacía tiempo; la piel sonrosada y escamada que le manchaba la ropa como si fuera harina, la barba gris espesa y descuidada, los ojos pequeños y juntos. Los detalles acabaron con la visión borrosa.
—¿Qué has dicho?
—Dije que era hora, Horvathy. Todo está dispuesto.
—¿El Consejo?
—Los miembros han ocupado sus asientos en la cámara.
—¿Tus hombres?
—En sus puestos.
—¿Estás seguro de que son suficientes?
Jiskra bufó.
—Por la Sangre de Cristo, ¿es que todos tienen tanto miedo de este valaco? ¿Porque ha tenido ciertos éxitos con el Turco y ha usado algunos… métodos duros? —Jiskra rió—. Pues yo estaba matando turcos, ¡con dureza!, cuando Drácula chupaba la teta de su nodriza. Además, sólo lo acompañan esos dos, y yo sé lo que he de hacer.
—Claro que sí. Sólo que… —El conde hizo una pausa—. ¿No lamentas la necesidad?
—¿Lamentar la necesidad? ¿Qué tontería es ésa? —le espetó el viejo guerrero—. Un hombre actúa según lo decidido, Nuestro rey ha decidido que este Drácula supone un bochorno. ¡Y lo es! ¡Y además es un necio! ¿Exigir que el Cuervo respete sus promesas? —dijo en tono de burla—. Los reyes no respetan las promesas, a menos que les convenga. Actúan según les conviene. No resulta conveniente ir a la guerra contra el Turco en realidad, el Cuervo nunca tuvo esa intención. Tiene otros usos para sus soldados, en el norte. Y mejores maneras de gastar su oro. No ocupará el trono de Hungría sin riesgo hasta que la corona de san Esteban esté encima de su cabeza. El no tan Sacro Emperador Romano exige ochenta mil coronas por su devolución. Con esa suma, el Cuervo puede comprar una pequeña guerra, junto con todos los riesgos que supone. O puede desempeñar su corona. Además… —añadió, carraspeando y escupiendo en el hogar.
—¡Lo sé, lo sé! —Horvathy alzó la mano para interrumpir el torrente de palabras. Una vez puesto a hablar, si lo dejaban Jiskra era capaz de seguir hablando durante días enteros de las «realidades de la política»—. Sólo lamento de verdad que tenga que ser de este modo —añadió, señalando los tres rollos de pergamino encima de la mesa.
Jiskra se encogió de hombros.
—¿Qué más dan unas cuantas mentiras más? Este valaco está armando alboroto con sus peticiones al Papa y a otros soberanos. Debemos demostrar que ha traicionado la causa para poder desembarazarnos de él.
—¿Traicionado? ¿Quién es aquí el traidor? —murmuró Horvathy.
—¡Hombre! —gritó Jiskra y alzó la vista—. Se supone que eres uno de los hombres del futuro a quienes Corvino está ascendiendo. Uno de sus hombres. ¿Acaso no desempeñará tu castillo, al igual que su corona, cuando lo hayas hecho? Pues te digo lo siguiente: no durarás ni una semana en el nido de víboras de la corte de Buda si tratas de mantener limpia tu conciencia.
—Pero no es sólo al rey a quien le debo lealtad —replicó el conde en tono airado—. Porque Drácula y yo somos miembros de la misma hermandad, la Orden del Dragón. Creada para luchar contra el Infiel. Conjurados para ayudarnos mutuamente. He prestado un juramento…
—A la mierda con tu juramento —bramó Jiskra—. Yo no pertenezco a ninguna orden, sirvo a un solo Dios y a un solo hombre y sólo presto juramento a ellos, para no complicar las cosas. Así que ahora es a ellos a quienes obedezco. Su enemigo ha de ser acusado y arrestado en público, para que todos sean testigos de su traición y conozcan su vergüenza —dijo, inclinándose hacia delante—. ¿Estás dispuesto a hacer lo necesario? ¿O prefieres esconderte aquí arriba junto con tus juramentos y tu conciencia mientras yo me encargo de los asuntos sucios?
Horvathy se puso de pie y cogió su espada.
—No, Jiskra. Haré lo que debo hacer. No tengo elección.
—No la tienes. —La puerta se abrió y apareció un soldado. Jiskra se volvió—. Y Drácula está aquí.
La puerta de la Sala de los Orfebres se abrió. De inmediato, los miembros del Consejo de Brasov, sentados en hileras a ambos lados del salón, callaron y se volvieron hacia la puerta. También Horvathy, de pie en el estrado situado en un extremo de la sala, deslumbrado por el sol. Entonces la oscura figura atravesó la puerta y el conde la vio con claridad: la armadura abollada y el manto manchado. Sonrió al comprender lo que Drácula estaba diciendo, pero después recordó que lo que decía ese día no significaba nada.
Miró a derecha e izquierda, contemplando los miembros del Consejo, sus ricos mantos y sus figuras rubicundas contrastaban con la delgada y manchada figura del guerrero que ahora se acercaba a la mesa central flanqueado por sus dos guardias. La mayoría lo miró con expresión de repugnancia, de temor, puesto que hacía tres años los forzó a aceptar un trato mediante el fuego y la estaca. Ahora estaba aquí como suplicante. Horvathy comprobó que los rostros de los pocos a los que fue necesario informar expresaban un triunfo apenas oculto.
Vlad mantuvo la vista al frente. Caminó hasta el centro de la sala y se detuvo ante la mesa sobre la cual se apoyaban los pesados tomos encuadernados en cuero de las actas del Consejo. Junto a estos símbolos de la riqueza de la Liga y también ejemplos de sus proezas, reposaban dos objetos. Uno era una luna dorada envuelta en hojas de parra. El otro era un halcón cuya envergadura era de un palmo de ancho inclinada sobre una liebre, ambos exquisitamente detallados.
Durante un momento, Vlad examinó la talla, la expresión del cazador y de la presa. Después miró a los consejeros que mandaron realizar la talla y vio las sonrisas que algunos no se molestaron en ocultar; dirigió la mirada al otro lado de la mesa, al hombre sentado allí, y vio la tristeza de la mirada del conde. Vio que Horvathy echaba un vistazo a la izquierda, a Jan Jiskra. Y entonces comprendió.
La docena de hombres avanzó rápidamente a través de los rayos del sol, algunos con espadas, otros con garrotes. El Negro Ilie vio acero, trató de desenvainar el propio. Los garrotes golpearon las manos, el estómago… e Ilie cayó. Una espada se apoyaba contra la garganta de Stoica y le quitaron su puñal con rapidez. Sólo Drácula permanecía intacto, aunque los aceros le apuntaban, quizá porque había alzado los brazos en señal de rendición.
Dejó que el alboroto pasara antes de hablar.
—¿Por qué? —dijo.
El Consejo se había puesto de pie, pero Vlad no se dirigía a ellos. Su pregunta era para el húngaro, de pie a diez pasos de distancia al otro lado de la larga mesa.
Horvathy inspiró y se aseguró de hablar con tranquilidad antes de contestar. Habló con lentitud, para que los escribas ubicados alrededor del recinto pudieran apuntar lo que decía.
—Vlad Drácula, antiguo voivoda de Valaquia, hemos descubierto tu traición con gran tristeza. Tú, que pretendes ser un guerrero de Cristo y un leal vasallo del buen rey Matías, has demostrado ser un traidor de ambos.
Cuando Vlad habló, su voz tranquila contrastaba con el temblor de la del húngaro.
—¿Demostrado? ¿Cómo lo he demostrado, cuando toda mi vida ha demostrado lo contrario?
—Tenemos cartas, Drácula.
—¿Qué cartas?
—Éstas. —El conde indicó los tres rollos de pergamino encima de la mesa—. Una que le escribiste a Esteban, voivoda de Moldavia, tu primo igualmente traidor. Una segunda que enviaste a Mamoud, Gran Visir de los turcos, y la última al mismísimo sultán, el hombre que afirmaste era vuestro enemigo mortal. Las tres atestiguan vuestros planes traicioneros. Que aprovecharías las fuerzas que mi poderoso soberano os prestaría y las volverías en contra de Su Majestad. Que emplearías el oro ofrecido por Brasov para corromper a hombres leales. Y final y atrozmente —Horvathy recogió uno de los papeles—, que planeabas raptar al rey Matías y entregarlo desnudo y atado al Turco.
Ante las palabras del húngaro, los consejeros empezaron a murmurar y ahora muchos a gritar, maldiciendo al traidor. Envalentonados, algunos incluso se inclinaron hacia delante para escupirle. Vlad permaneció inmóvil, sólo miraba a un hombre.
Ése alzó la mano para detener el alboroto y después prosiguió.
—Está todo escrito aquí, firmado con vuestro nombre, sellado con vuestro sello. Será incorporado a las actas del Consejo de Brasov, y se imprimirán y distribuirán panfletos para que el mundo conozca vuestra infamia.
Al notar que su mano temblaba, Horvathy dejó el papel que sostenía encima de la mesa y, en tono más bajo dijo:
—¿Tienes algo que decir?
—Sólo esto. —Vlad se inclinó y apoyó las manos en la mesa. Aunque sus movimientos eran lentos, los soldados se aproximaron con las espadas en alto—. Sé por qué los hombres de Brasov hacen esto, puesto que hace tiempo que me aborrecen. También sé por qué lo hace el rey de Hungría, puesto que su trono no es firme y necesita el oro del Papa, que aceptó para dirigir una cruzada, para apuntalarlo. Pero ignoro por qué lo haces. O permites que se haga. Porque es imposible que ignores, hermano Dragón, que estas falsificaciones supondrán la vergüenza para la hermandad. Ésa es la verdadera traición, y condenará a todos los Dragones y tal vez despuntará la punta de la lanza de Cristo, justo cuando es más necesaria.
Horvathy sintió que sus rodillas cedían. Se inclinó por encima de la mesa y dirigió la mirada al hombre en el otro extremo, unido a él por la tabla de madera.
—Hago lo que debe hacerse, Drácula. Por el reino. Por mi rey…
—Y por ti mismo. Estoy seguro de que al entregarme de esta manera, ascenderás más, y más rápidamente, en la corte del Cuervo. Pero también te digo lo siguiente, Janos Horvathy… —Y entonces Vlad se enderezó y estiró la mano mutilada con los tres dedos y el pulgar extendidos en un gesto de advertencia—. Jamás encontraréis satisfacción en vuestro ascenso, porque mi maldición siempre os acompañará. Te maldigo. Te maldigo a ti y a vuestra familia… ¡para toda la eternidad! Y pronto comprenderéis que mi maldición es tan real como falsas son estas mentiras. ¡Que hay motivos por los que me llaman el hijo del Diablo!
La maldición se había convertido en un grito.
—¡Cogedlo! —exclamó Jan Jiskra.
Cuando un soldado se acercó, Vlad se agachó por debajo del brazo estirado, lo agarró, lo quebró y arrojó al hombre que aullaba de dolor contra el segundo que le seguía. Entonces, en un instante, Vlad agarró el halcón dorado y lo arrojó al otro extremo de la mesa. El pico dorado, dispuesto a clavarse en la carne de la liebre, se clavó en el ojo izquierdo de Horvathy, que soltó un alarido y se tambaleó hacia atrás cuando los soldados cayeron sobre Drácula, que ahora callaba, por fin desprovisto de su poder.