42
Una flecha en la noche

Era un sonido normal: un hacha clavada en la madera. Un ejército requería leña, como combustible, para defenderse, sobre todo si construía líneas de asedio. Cortar leña de noche era menos habitual. Después, cuando las hachas eran dos, diez, cincuenta, innumerables, se acercó a la aspillera, miró hacia fuera y trató de calcular dónde caían y por qué.

Debió de haber dormitado. Un gemido lo despertó y se volvió abruptamente, con la mano en el puñal. Pero sólo era la mujer tendida en el lecho que sufría una pesadilla… lo contempló un segundo y después volvió a escuchar las hachas turcas en la ladera de la montaña.

Volvió a girarse al oír un golpe en la puerta, se acercó y preguntó:

—¿Quién va?

—Ilie.

Vlad levantó la pesada tranca y la apartó, desenfundó el puñal y retrocedió.

—Pasa.

La puerta se abrió con un crujido. Ilie estaba allí. Vlad estaba a punto de decirle que oía el ruido de las hachas, que no había nada que temer, cuando notó las sombras detrás de Ilie.

—¿Quién te acompaña? —dijo, blandiendo el puñal.

—Hombres —dijo Ilie—. Aldeanos de Arefu.

—¿Cómo lograron…? —empezó a decir Vlad, y se detuvo.

Los aldeanos de Arefu eran compatriotas suyos, lo más próximo a partidarios que tenía. Habían amado al Dragón. Amaban a su hijo; era uno de los motivos por los cuales había construido el castillo donde lo había construido. Así que resultaba innecesario preguntarse cómo se habían abierto paso a través del ejército invasor. Ésta era su montaña.

—¿Los han registrado? —El otro asintió—. Entonces hazlos pasar y ponte a mi lado con la espada desenvainada.

Tres hombres entraron a empujones. Los dos primeros eran obviamente hermanos, quizá mellizos. Pastores, una vida dedicada al trabajo duro, podrían haber tenido entre treinta y setenta años.

Detrás de ellos, una sombra entre las sombras, había otra figura que llevaba el hábito sencillo de color marrón de un monje; la capucha ocultaba su rostro. Pero mientras Drácula lo observaba fijamente, la capucha se levantó… y las rodillas del príncipe cedieron. Soltó un grito, se tambaleó y chocó contra Ilie, que lo sostuvo.

Drácula jadeaba. Trató de controlar su respiración cerrando los ojos. Cuando pudo, volvió a alzar la vista, pero ahora la capucha volvía a estar baja, la cara, oculta. Pero él sabía lo que había visto: los ojos de su padre, del mismo verde Draculesti que los suyos.

De vez en cuando lo había visto, durante las noches de insomnio de la constante guerra, en el dolor de las heridas y en las pociones ingeridas para procurar aliviarlas. Incluso había hablado con él, como lo hizo en la celda de Tokat. Pero jamás había visto al Dragón en compañía de otros. Hasta ahora.

Ilie aún lo sostenía con la mano. Murmuró unas palabras y Drácula contempló los rostros sorprendidos de los pastores.

Inspirando profundamente, y asegurándose de mirarlos sólo a ellos y no a su sombra, dijo:

—Salud, padres. ¿Qué queréis de mí?

Los dos hombres avanzaron, se arrodillaron, besaron el anillo del Dragón y apoyaron la frente sobre los pies calzados con zapatillas de Vlad. La figura cubierta por la capucha permaneció inmóvil.

—No venimos a pedir sino a ofrecer, príncipe Vlad —dijo uno de los hombres con el deje gutural de la región—. A ofrecerte la salvación.

—Para eso dispongo de un confesor —contestó Vlad—, aunque al parecer se me ha perdido por el camino.

—No es tu alma la que intentamos salvar, voivoda, sino tu cuerpo —dijo el segundo hermano en el mismo tono—. Podemos sacarte del castillo del mismo modo que entramos. Hay un sendero que sólo nosotros conocemos. Corre desde una cueva debajo de las murallas hasta el río.

Vlad tragó saliva. Trató de mantener la mirada fija en los pastores, no en la silenciosa figura a sus espaldas.

—Conozco esta montaña, no hay tal sendero.

El segundo hombre se pasó la lengua por los labios y miró al primero.

—Perdona, señoría, mi pecado al contradecirte. Pero… sí lo hay. Has de confiar en nosotros y en que te acompañaremos hasta el pie de la montaña y en que disponemos de una docena de caballos que esperan junto a otros guías para llevarte a Fagaras y ponerte a salvo.

—Aquí estoy a salvo.

—Quizá no durante mucho tiempo.

—No necesito mucho tiempo. Corvino está a punto de llegar… —entonces vio la mirada que intercambiaron—. ¿Sabes algo más?

—Nada con c-c-certeza, príncipe —tartamudeó el primero—, sólo hemos oído que su llegada está en duda.

—Pues no lo está —dijo Vlad alzando la voz para que lo oyeran más allá de la habitación.

—Dios quiera que sea así, señoría —dijo el segundo hombre en tono más calmo—. Pero lo que sí es cierto es que podemos sacarte de aquí esta noche. Después de esta noche… —Se encogió de hombros y echó un vistazo a través de la aspillera.

Durante un momento, Vlad los miró fijamente.

—¿Por qué me lo ofrecéis? Es peligroso.

—Siempre hemos amado a tu familia, príncipe. Y…

—¿Y?

—Y tu familia nos ha amado a nosotros. Tu padre nos concedió derechos sobre diez cimas de montañas de los alrededores, prados donde pastan nuestras ovejas en verano. El… murió antes de que pudiera autorizarlo. Y ahora jupan Turcul afirma que nunca nos lo prometió. Si tú… —dijo, echando un vistazo al anillo del Dragón en la mano de Vlad—… entonces nosotros…

Dejó la promesa flotando en el aire. Vlad miró en torno, a través de la aspillera en dirección a las hogueras de los turcos y el sonido de las hachas, a las vigas por encima de su cabeza. Y otra vez a los hombres. Por fin, cuando se aseguró de estar preparado, más allá de los hombres. Entonces desenvainó el puñal, atravesó la habitación en tres pasos, agarró a la figura envuelta en el hábito, retiró la capucha y alzó el puñal dispuesto a atacar…

Elisabeta, tendida en la cama, soltó un chillido. Ambos pastores retrocedieron. Todos se limitaron a mirar a Drácula… y a un joven inclinado ante él, gimoteando ante el puñal alzado.

Entonces tanto Ilie como Elisabeta soltaron un grito ahogado.

—¿Quién eres? —susurró Vlad.

Uno de los hombres avanzó medio paso, recordó a Ilie y se detuvo.

—Éste es… tu hijo, príncipe.

Elisabeta volvió a gritar y se incorporó para mirarlo. El muchacho, que había cerrado los ojos anticipando la puñalada, los abrió ante la suavidad de la voz de Drácula.

—¿Quién era su madre?

—Se llamaba Maria Stanctu. Murió cuando él nació.

—No la recuerdo.

—No, príncipe.

Lentamente, Drácula bajó el arma, la envainó y alzó la barbilla del muchacho con suavidad. Era el rostro de un joven, no el de un hombre, con la suavidad de la juventud, pero también era un espejo… y un regreso al pasado. Los mismos pómulos, la misma frente alta, la misma nariz alargada, el mismo cabello y cejas oscuras. Sólo los ojos eran diferentes, las cuencas no eran profundas pero el color era el mismo verde; y al verlos, Vlad asintió con la cabeza.

—Ahora la recuerdo —dijo, y la recordaba. Había acudido aquí durante su primer breve reinado en 1448, hacía catorce años, para visitar el pueblo del Dragón y la torre del homenaje construida por su abuelo. Una bonita pastora, un joven solitario, una noche.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, sin soltar la barbilla.

—Mi madre pidió que me bautizaran con el nombre de Nicolae, que era el de su padre —dijo el muchacho. Entonces su mirada cambió y su voz se volvió más profunda—. Pero yo siempre me he llamado Vlad, que es el nombre del mío.

Silencio. Todos volvieron a oír los golpes de las hachas, el grito de los hacheros. Y después un sonido diferente, agudo, repentino y acabado en un grito.

Una flecha atravesó la aspillera y se clavó en el cabezal de la cama, a un palmo del rostro de Elisabeta.

Ion se restregó los ojos y bajó el arco. Siempre había sido un buen arquero, casi tan bueno como Vlad. No soplaba el viento. Pero era un disparo nocturno a doscientos pasos de distancia, de cima a cima, y él apuntaba al titilar de una vela a través de una aspillera. Sabía que las dos primeras veces había errado y sólo había escrito la nota tres veces, el número de la Santísima Trinidad, el de la salvación.

«Una para Dios, una para el Hombre… y una para el Diablo», pensó al volver a levantar el arco por última vez y apuntó. Pensó en esta última flecha con el papel envuelto alrededor, que llevaba el destino de Drácula. Espiró, disparó… y casi de inmediato oyó el chillido de una mujer. Había dado en un blanco. El destino había decidido cuál.

No oyó más gritos y lo agradeció. Le recordarían los gritos de otra y ya había olvidado lo que era dormir.

Vlad reconoció la letra. Él e Ion aprendieron a escribir juntos a los siete años.

—¿Qué pone? —susurró Elisabeta con voz temblorosa.

—Léela —dijo Vlad, pasándosela—. En voz alta.

—«El cuervo está sentado en su nido. Las hachas despejan un prado que será sembrado de cañones que florecerán bajo el sol. Están afilando una estaca para ti. Si puedes, vete». —Elisabeta alzó la vista.

»¿Qué harás?

Todos lo miraron fijamente, y él les devolvió la mirada a cada uno: a los pastores, a Ilie, a su hijo, pero no miró a la princesa.

—Me iré.

Ilie había agarrado la nota.

—Es la letra del vornic, voivoda.

—Sí.

—Entonces… —El hombre fornido titubeó. Los otros vitesjis sabían que era mejor no mencionar a Ion y su traición. Sin embargo…

—¿Y si se tratara de un truco? —dijo, mirando a los pastores—, ¿si todo formara parte de una misma trampa?

Drácula reflexionó un momento y después sacudió la cabeza.

—Si pudiera, Ion Tremblac me arrancaría el corazón, y tal vez lo intente algún día. Pero no se quedaría observando cómo otros lo hacen. Lo sé. —Se acercó a ambos ancianos—. ¿Una docena de caballos, dices?

Ellos asintieron y Vlad se dirigió a Ilie.

—Tú, Stoica y ocho más me acompañaréis. Que los otros vitesjis lo jueguen a suertes. Y me llevaré a mi hijo —añadió, volviéndose.

El muchacho soltó un grito ahogado.

Ilie asintió con la cabeza.

—¿Y los demás?

—Han de ocupar las murallas hasta que hayamos escapado, y después tendrán que vérselas con el turco.

—¿Y yo? —Elisabeta avanzó y, con voz aguda, dijo—: ¿Acaso yo también?

Vlad les indicó a todos que se marcharan. Su hijo se resistía a marchar pero Ilie lo empujó fuera de la habitación. Cuando todos se hubieron ido, Vlad volvió a colocar la pesada tranca y empezó a reunir lo esencial, hablando sin alzar la mirada.

—Tu padre está allí fuera, señora, esperando para disfrutar de mi derrota. Mis hombres aguardarán un rato y después tratarán de huir o se rendirán. Si tienes suerte y el enemigo ofrece un trato, estoy seguro de que el jupan se alegrará de recuperarte. Porque como ambos sabemos, vuestra virginidad todavía está en venta.

—Si tengo suerte… —dijo ella en tono asombrado—. ¿Acaso me odias tanto que te arriesgarías a verme violada por los Infieles?

Vlad seguía sin mirarla.

—¿Odiarte? No he pensado en ti lo bastante como para odiarte.

—Eres el auténtico diablo —exclamó ella. Después echó a correr hacia las escaleras que conducían a la torre y las remontó. Vlad siguió empacando… hasta que empezaron los gritos.

Después subió las escaleras a toda carrera.

»¡Padre! —gritó Elisabeta—. ¡Jupan Turcul! ¡Ayúdame! —Los hachazos cesaron y en el silencio subsiguiente su voz se oía con claridad—. Padre. El diablo intenta escapar. ¡Ayúdame! ¡Ayuda…!

Una mano le cubrió la boca.

—Silencio, señora. Mi huida ya será bastante difícil sin…

Pero no pudo sofocar un aullido de dolor. Elisabeta le había aferrado la otra mano y tironeó de ella. Sólo tenía tres dedos y siempre le dolía. Jadeando, Vlad la soltó.

Ella se soltó y corrió al otro lado de la torre. Bajo la tenue luz que se filtraba a través del techo de madera, brillaba un puñal.

—Creo que es la primera vez que me tocas —dijo Elisabeta en tono amargo y empezó a gritar en dirección a la luz de las antorchas turcas—. Ayúdame, padre. Él viene esta noche. Drácula huye…

Él se abalanzó sobre ella y ella se arrojó hacia atrás con demasiada violencia; sus pies se enredaron en su largo vestido haciéndola trastabillar y cayó en el hueco entre dos contrafuertes de piedra.

Vlad aferró el borde de su vestido… pero no logró sostenerla con tres dedos y un pulgar. Elisabeta cayó. La torre del homenaje tenía la altura de seis hombres pero estaba construida al borde del precipicio más abrupto de la montaña, y ella no se golpeó contra las rocas ni dejó de gritar hasta recorrer la mitad de la altura.

Vlad mantuvo la vista clavada en la oscuridad durante los instantes entre el cese del grito y el renovado ruido de los hachazos. Después se volvió y descendió la escalera con rapidez.

Sólo le llevó un momento acabar de empacar. Recordó que un fugitivo necesitaba muy pocas cosas y guardó lo realmente importante junto a su cuerpo: la Garra del Dragón colgaba de su hombro, el anillo del Dragón rodeaba el único dedo meñique que le quedaba. Abajo, en su alforja, Ilie ya habría plegado el estandarte del Dragón.

Una puerta posterior daba a la ladera de la montaña que miraba al norte, una ladera tan abrupta que ninguna torre había sido construida para protegerla. Quizás un hombre podía escalarla aferrándose con las manos, o descender por ella. Mucho más abajo, el río Arges se ondulaba como una cinta plateada.

Vlad miró hacia abajo y después hacia arriba. Los que no lo acompañarían se asomaban a las almenas. Cumplían sus órdenes… por temor, por amor, por todos los motivos entre ambos. Comprendían por qué sólo los diez que ahora lo rodeaban podían marchar. Y Vlad sabía que su juramento de lealtad acababa cuando los fugitivos alcanzaran el valle; que tomarían sus propias disposiciones. Algunos, tal vez la mayoría, vivirían. Los turcos apreciaban a los esclavos y los cuidaban bien, al igual que a sus manadas, aunque Vlad no estaba seguro de que lo mismo sería cierto en el caso de los valacos que también esperaban más allá, ávidos de venganza.

Miró en torno a los elegidos, a los pastores que los guiarían y por último a su hijo. Sus ojos brillaban en medio del espejo que suponía su rostro, y en éste Vlad se vio a sí mismo de muchacho, cabalgando orgullosamente junto a su padre para encontrarse con el sultán. Como su hijo antes que él, Vlad en aquel entonces no huía sino que cabalgaba hacia un destino ignoto. Hacia su kismet. Y en aquel espejo comprendió que aún lo hacía.

Acompañados por el ruido de las hachas y el graznido de los cuervos, el hombre y el muchacho se deslizaron ladera abajo. La parte más abrupta acababa en una cueva y desde allí un pequeño sendero serpenteaba hasta el río. Había caballos amarrados en la orilla. No eran caballos de guerra sino duros tarpan de las montañas cuyas pezuñas estaban envueltas en paños para que no hicieran ruido al pisar los guijarros del lecho del río, conducidos por los hombres de Arefu.

En cierto punto, el río trazaba una curva. Ante ellos, otras montañas ocultaban el valle. Por detrás, se apreciaba un último panorama del castillo. Vlad refrenó su caballo y dejó avanzar a los demás; después alzó la vista. La luna formaba una media luna turca y un extremo se apoyaba en las almenas. Cuando no era mucho mayor que el muchacho que acababa de pasar junto a él, ocupó el trono por primera vez y después lo perdió por primera vez. En aquel entonces había jurado que regresaría. El juramento de un joven. Ahora que era mayor, no se prometió nada a sí mismo, y tampoco a Dios.

Espoleó a su caballo —que no era Kalafat— y se internó en la oscuridad junto a los demás.