—¿Viene Corvino?
Era la pregunta que planteó por primera vez en junio, junto a las orillas del Danubio mientras observaba las barcas del gran ejército turco buscando un lugar para amarrar. Volvió a hacerla muchas veces mientras se retiraba a través de su país, retrasando al enemigo cuanto podía: con fuego, peste, hambre, sed, pólvora, flechas y espadas. Con terror. El turco había pagado por cada kilómetro de tierra valaca quemada y cada kilómetro mantenido fuera de su control equivalía a diez kilómetros que el ejército húngaro podía conquistar mientras cabalgaba para socorrer a sus compañeros cruzados.
Ahora Vlad volvió a hacerla, a finales de agosto, en la sala principal de la fortaleza en la cima de la montaña llamada Poenari, situada al otro lado de su reino. Desde el castillo podía observar su tierra a lo largo del valle del río Arges. También veía las montañas Fagaras al norte. Más allá se encontraba otra provincia: Transilvania, su tierra natal.
Vlad miró a los veinte hombres sentados alrededor de la larga mesa, ante los restos de una sencilla comida. La primera vez que hizo la pregunta comandaba a veinte mil hombres. Hoy le quedaban estos veinte, algunos de los cuales aún llevaban las últimas piezas de armadura negra. Éstos, y treinta soldados patrullando las murallas, era todo lo que le quedaba. Había construido el castillo Poenari para que pudiera ser defendido por cincuenta hombres. Ahora lo demostraría.
Si Corvino acudía.
Todos los rostros contemplados por Vlad eran un reflejo del suyo. Él apenas había dormido en los últimos meses, y sus vitesjis tampoco: lo demostraban los ojos hundidos en sus cuencas, en las carnes grises quemadas por el sol aún intenso del verano.
Pero sabía que seguirían luchando junto a él a condición de que les diera un poco de esperanza. Por eso hizo la pregunta en voz alta, una pregunta que sólo solía hacerse a sí mismo. No quería consejos. En realidad ya no era una pregunta, pero estos hombres, estos últimos y escasos situados en un extremo de su país y casi al final de sus fuerzas, debían ser animados a luchar una última batalla, debía pedirles que le creyeran una última vez.
Había construido Poenari para que cincuenta hombres pudieran defenderlo, pero tenían que luchar.
La pregunta, que no era una pregunta, flotaba como el humo de un hogar. Vlad se inclinó, apoyando los puños en la mesa.
—Ha de venir. Tiene que venir. Alzó el estandarte de la cruzada al igual que nosotros, y sería un deshonor si la plegara sin luchar. El último informe que recibí situaba al rey en Szeged hace tres semanas. Aún en su propio reino, es verdad. Pero mis mensajeros deben de haberle informado del peligro que corremos. Si hubiera actuado de inmediato, puede que un caballo ya hubiera atravesado Transilvania y se aproximara a Fagaras. Puede que llegue antes de una semana.
Hubo un silencio momentáneo. Después surgió la pregunta.
—¿Y lo hará, voivoda?
Ahora Vlad mantenía la vista clavada en la mesa, como si su mirada la atravesara hasta lo profundo de la montaña. Hubo otro silencio, que se prolongó. Los hombres empezaron a removerse y a intercambiar miradas. Todos habían visto a su príncipe con la vista fija, a veces durante minutos. A veces, más.
—¿Voivoda?
—¿Sí, Ion?
El hombre alto y moreno miró en torno con inquietud.
—Soy Ilie, príncipe. Ion… se ha marchado.
Vlad enfocó al hombre de pie ante él.
—Sí, Ilie. Corvino vendrá.
—A la salud del Cuervo, Corvino —bramó Turcul—, y sus alas cortadas.
Resonó una ovación, se alzaron una docena de copas. Ion bebió junto con los demás y rió con ellos.
—¿Dónde estaba, voivoda, cuando recibisteis la última información? —prosiguió Turcul.
Todos dirigieron la mirada hacia Radu, príncipe de Valaquia, sentado en la cabecera de la mesa. Éste sonrió.
—Todavía está en cuclillas en la frontera de Hungría, jupan. De su lado de la frontera.
—¿Así que si tenía la intención de luchar, ya es demasiado tarde?
—Jamás la tuvo —dijo Ion, y todos los hombres lo miraron fijamente—. Usará el oro del Papa, pero no para la cruzada sino para comprarle la corona de san Esteban al emperador y asegurarse el trono de Hungría.
—¿Entonces qué hará ahora, Ion Tremblac? —preguntó Radu.
—Cruzará a Transilvania. Es su feudo y lo reforzará en caso de que decidamos avanzar hacia el norte. Si no avanzamos, regresará a casa, a Buda y contará cómo Vlad lo traicionó, a él y a Dios.
Radu se inclinó hacia delante…
—¿Cómo sabes que hará eso?
—¿Acaso no lo harías tú, príncipe? ¿No es lo que hacen todos los hombres cuando una causa está perdida? ¿Distanciarse del perdedor?
—¿Como lo has hecho tú? —Radu sonrió e Ion se ruborizó antes de que prosiguiera—. ¿Y qué crees que hará el Cuervo?
—Hacer las paces con el vencedor. Contigo, voivoda. En cuanto hayas devuelto el ejército que te prestó el sultán para conquistar tu propio país.
Radu frunció el ceno.
—Mi ejército también es valaco, spatar.
Ion asintió en silencio.
Otro hombre tomó la palabra: era Mihailoglu Ali Bey, el comandante turco.
—Y Mehmet Fatih, alabado sea el nombre del Conquistador, sólo nos mantiene aquí para que realicemos la obra de Dios, para liberar a la sufriente tierra de nuestros hermanos de la bestia.
Turcul golpeó la copa contra la mesa.
—¿Y qué haremos si cogemos a la bestia con vida? —dijo con mirada ardiente.
—Su cabeza ha de ser entregada al sultán. —Dijo el turco.
—Por supuesto —contestó el jupan con una sonrisa—, pero no es necesario separarla del cuerpo de inmediato.
—¡Ha de ser clavada en una estaca! —gritó otro boyardo.
Todos asintieron y añadieron otros refinamientos sugeridos a gritos. En medio del griterío, Ion examinó el rostro del otro Drácula. Su belleza no revelaba nada. Radu escuchaba la descripción de cada mutilación a la que sería sometido el cuerpo vivo de su hermano o su cadáver despedazado, y ni siquiera parpadeó.
Finalmente puso fin a la discusión alzando una mano.
—Todavía hemos de capturarlo —dijo Radu—, y es hora de revelar cómo lo haremos, incluso mañana.
—Con toda seguridad, nuestros aliados se lanzarán contra las murallas y formarán un puente con sus cuerpos, como lo hicieron en Constantinopla —se burló Turcul—. ¿Acaso todos ellos no ansían morir como mártires?
—Sí —dijo Mihailoglu Ali Bey, poniéndose de pie—, pero no morir como necios. —Tendió el brazo, cogió la copa de Turcul y derramó el contenido en la mesa, manchando su jubón—. Y tú has bebido demasiado si crees que puedes burlarte de nosotros y nuestra fe.
Turcul palideció y miró a Radu.
—Príncipe… me opongo…
—Calla, Turcul, antes de que confirmes la opinión que Bey tiene de ti. —Cuando el jupan volvió a sentarse, Radu continuó—: Y el martirio no resulta necesario cuando disponemos de la traición. —Echó un vistazo a Ion, que desvió la mirada—. Cuando mi hermano eligió Poenari, eligió bien, construyó bien. Las laderas son demasiado abruptas, las murallas demasiado altas para ser tomadas mediante un mero ataque. Pero hay un punto débil, cuya existencia sólo compartió con un hombre. Dinos, Ion Tremblac, cuál es.
Ello formaba parte del castigo por su traición: admitirlo en público. Ion lo aceptó y habló.
—Junto a Poenari sólo existe la cima de una colina que predomina sobre el castillo. Sólo hay un sendero que llega a la cima y la entrada está oculta por espinos. El sendero es tan empinado que sólo lo recorren las cabras, el bosque que lo rodea es tan espeso que llevaría un ejército para ensancharlo —suspiró—. Pero allí donde puede ir una cabra, puede ir un hombre y si van los suficientes y no te importa perder algunos, pueden arrastrar un cañón. En caso de que un ejército le abra el paso.
Y entonces se oyó el ruido de una única hacha golpeando madera. Después otro golpe, y otro más hasta que resultó evidente que allí fuera había un ejército blandiendo hachas.
—Trabajamos a la luz de las antorchas, quemando algunos árboles y talando otros —dijo Radu—. Para la madrugada, habremos abierto un sendero y un campo de fuego para mediodía. Entonces empezará el bombardeo. Las murallas son altas y gruesas, pero a fin de cuentas sólo son de ladrillo y tierra. Sólo la torre del homenaje es de granito, y una vez que las murallas exteriores han caído, pues…
Radu se interrumpió, sonriendo. Quien acabó la oración fue Mihailoglu Ali Bey.
—Amontonaremos toda la leña cortada alrededor de las paredes de la torre y lo asaremos vivo. —El turco se puso de pie y alzó su copa—. Para mañana por la noche a esta hora, estaremos contemplando su cuerpo achicharrado o clavándolo en una estaca. Tal vez ambas cosas.
Los hombres se pusieron de pie, los brindis continuaron.
Ion era uno de ellos, pero no pudo hablar: la emoción le atenazaba la garganta. Le lanzó una mirada a Radu, que ahora sonreía ampliamente. Ion levantó la copa y brindó por él e incluso sonrió antes de cerrar los ojos.
Las ovaciones, las risas y los brindis continuaron, y los hombres abandonaron la mesa formando un grupo. Ion se unió a las ovaciones y rió. Pero se le revolvía el estómago pese al vino que bebió para convencerse de que se encontraba donde debía encontrarse, junto al Drácula correcto. Cuando se aseguró de que ninguno de los borrachos lo observaba, abandonó la tienda.
Se dirigió a la orilla del río, se inclinó y vomitó hasta vaciar el estómago, tenía la boca llena de bilis. Era amarga, el sabor de su traición al parecer, así que no se la quitó de los labios.
Aborrecía a Vlad. Lo aborrecía tan absolutamente como se aborrece a alguien antes amado. Y el odio había reemplazado el amor en un instante, en ese único instante mientras estaba tendido en las losas de la Bisierica Domenesca y oyó el grito de muerte de Ilona, el horror de lo que ocurría detrás de la cortina. Daba igual que nunca hubiera sido suya, que nunca lo sería. La había amado. Si ahora Vlad estuviera frente a él lo apuñalaría en un instante, con alegría.
Y sin embargo… esos traidores de rostros rubicundos, esos turcos que todo lo conquistaban, ese bello hermano, todos dispuestos a torturar a su príncipe hasta la muerte… A su Vlad, cuya vida había salvado en callejones y campos de batalla, que a su vez lo había salvado a él y llevaba las cicatrices que lo demostraban. Habían luchado el uno por el otro innumerables veces.
Alzó la vista. Desde el río, el bosque y las montañas ocultaban la cima. Pero Vlad estaba allí arriba, junto con los demás antiguos camaradas de Ion.
Por fin Ion se quitó la bilis de los labios. Aborrecía al hombre que esperaba allí en la cima. Si podía, sería el primero en superar la muralla y matarlo, pero no podía quedarse al margen y observar cómo lo despedazaban unos chacales.
Se dirigió a su tienda y escribió. Después agarró un arco turco y se dispuso a remontar la montaña.