Ion lloraba mientras montaba. Por su país devastado. Por su príncipe, ido al infierno. Por sí mismo. Sobre todo, por Ilona.
Aún lloraba cuando los akincis lo encontraron. Eran tártaros montados en sus ponis peludos y sin herrar. Aparecieron de pronto y lo rodearon. Debatieron si lo asarían en su hoguera; al final, asaron a su caballo porque los grandes caballos de guerra que montaban los Infieles no les servían. Pero la orden era transportar a todos los prisioneros con vida al campamento del sultán. A lo mejor hubieran desobedecido la orden si no fuera porque temían al Ojo que Todo lo Ve que, según contaban, Mehmet había tomado prestado de un célebre genio. Y si no fuera por la moneda de oro que ofrecían a cambio de los prisioneros más valiosos. Ion lo parecía, a juzgar por la armadura que le quitaron. Les gustaba el oro; se podía cambiar por buenos caballos, a diferencia de éste, cuyos huesos chuparon antes de atarle a Ion los pulgares a los dedos de los pies con cuero crudo y cargarlo a espaldas de un burro.
Ion estaba tumbado, con la vista fija en la belleza de una orquídea que formaba parte del motivo de una alfombra de Izmiri. Le habían desatado los pulgares, así que aún podía moverlos, pero no sentirlos, sólo las nuevas ligaduras que le sujetaban las muñecas a los tobillos.
En la tienda del sultán reinaba el silencio. Los hombres que se lo habían comprado a los tártaros no creían que hablara turco, ni les importaba, porque hablaban abiertamente de que su amo había salido con los halcones, no tanto por deporte sino para conseguir una presa que meter en la olla. Puede que Kaziklu Bey haya devastado la tierra y el agua de Valaquia ante el enemigo que avanzaba, dejando poco para meter en la olla —incluida la del sultán—, pero ni siquiera el hijo del Diablo podía devastar el aire, y Mehmet intentaba cazar perdices y palomas con sus halcones.
Quizás Ion dormía, quizá no, pero contemplaba la orquídea y las aclamaciones subían de volumen. Después se oyó el tintineo de los arreos de un caballo, risas en la entrada rápidamente interrumpidas y entonces se vio rodeado de zapatillas y las bocamangas de los shalvari cubiertos de polvo. Ion cerró los ojos.
—¿Lo conoces, alma mía?
Ion jamás había olvidado el sonido de la voz de Mehmet; era curiosamente aguda para ser la de un hombre tan robusto, y extrañamente suave para ser la de uno tan cruel. Pero desde la última vez que se vieron, la voz de Radu había dejado de ser la de un muchacho y era la de un hombre.
—Se llama Ion Tremblac —dijo Radu—, y es la mano derecha del Empalador.
—Hoy necesita una entera, desde que le quitaste un dedo —rió Mehmet—. Que también haya perdido esto… —dijo y se inclinó para examinarlo—. Recuerdo a éste, ¿sabes? Estudiaba en el enderun kolej. Compitió contigo en un jerid.
—Así es, amado.
—¡Espera! —Mehmet se arrodilló y quitó los cabellos sudados de la frente de Ion—. ¡Ya me parecía que era el mismo! ¿Lo ves? Todavía lleva mi tugra. —Dejó que el pelo volviera a cubrir la marca hecha a fuego, se puso de pie y se limpió la mano en el shalvari—. ¿Qué hace aquí?
Ion levantó la cabeza para mirar al sultán.
—He venido para ofrecerme a Drácula… a Radu Drácula. ¿Me desatarás para que pueda arrodillarme ante él?
Radu soltó un gruñido de sorpresa. Mehmet sonrió.
—Mi tatarabuelo, Murad el Primero, que su recuerdo siempre sea alabado, fue asesinado por un serbio en su tienda tras la primera batalla de Kosovo. Estoy convencido de que hay valacos dispuestos a hacer lo mismo. Sin embargo, te trajeron unos tártaros que te habrán quitado cualquier objeto punzante. Que le corten las ligaduras.
Lo obedecieron. Tras diversos intentos, Ion logró ponerse de rodillas. Mehmet ocupaba un ornamentado diván de color púrpura. Radu estaba de pie junto a éste. Con la vista baja, Ion empezó a hablar.
—Te ofrezco todo, príncipe Radu. Guiaré a tu ejército a través de los pantanos que el Empalador ha creado en tu camino. Te mostraré los fosos excavados para que tus caballos no caigan en ellos. Te llevaré más allá de las fuentes envenenadas, hasta las ocultas donde el agua es pura. Te llevaré hasta las puertas de Targoviste. Él no tiene planeado defenderla y tampoco la corte principesca en su interior. Ninguna de las dos resistiría un asedio. Pero si cierran las puertas las abriré y te conduciré hasta el sótano donde él ha ocultado el trono de tus padres para que puedas ser coronado en él.
Radu lo contempló durante un buen rato antes de hablar.
—¿Y por qué harás todo eso, Ion Tremblac? Tú, que permaneciste junto a él mientras cometía los peores pecados…
»Quien los cometió a su lado, y con alegría.
»Entonces, ¿por qué? ¿Por qué ahora? ¿Porque está vencido?
Ion sacudió la cabeza.
—No lo está. Y si lo estuviera, hubiera permanecido a su lado como siempre, le hubiera cuidado las espaldas como siempre, hubiera aceptado la muerte destinada a él.
—Bien —dijo Radu, avanzando e inclinándose hacia abajo—, ¿qué ha hecho mi hermano para perder semejante lealtad?
Por fin, Ion alzó la vista.
—Asesinó a la mujer que amo.
La mujer asesinada soltó un gemido.
Un rostro se inclinaba por encima de ella, un rostro de sus pesadillas. Calvo, mudo, carraspeó y fue reemplazado por otro horror: la mujer gitana con el vistoso pañuelo que la había cuidado cuando perdió el primer hijo de Vlad. La cogió del cuello, la levantó y le apoyó una botella de agua en los labios. El líquido se derramó cuando el carro pasó por encima de un bache. Un poco se vertió en su garganta. Ilona soltó un gemido y la gitana, creyendo que gritaba de dolor, la obligó a tragar un poco más del líquido reparador antes de tenderla cuidadosamente en el fondo del carro.
Pero no era el dolor, disminuido gracias al elixir, lo que la hizo gemir. Ni la hemorragia, que se había detenido poco después de los cortes, puesto que él no los había hecho muy profundos.
No, su pena provenía del recuerdo de una lágrima y una palabra.
—Adiós —había dicho él, justo antes de que la lágrima cayera, antes de asestarle la puñalada.
Volvió a gemir. A través de las lágrimas vio al mudo, Stoica, golpear el hombro de la gitana, suplicando con las manos, y vio que ésta se encogía de hombros como toda respuesta. Habían hecho todo lo que podían hacer. Le habían vendado las heridas, la habían hecho desaparecer de la ciudad de la muerte y la trasladaban a un destino ignoto.
Su amante había desaparecido. Se había despedido con una lágrima, con una palabra, con sangre. Y ahora lloraba, pero no de dolor, sino porque sabía que jamás volvería a verlo.
Habían visto la forma de la cruz desde la cresta. El perímetro había sido marcado por antorchas cada doce pasos, pero la oscuridad de la medianoche ocultaba todo lo demás, hasta que se aproximaron.
Los exploradores akincis habían informado de la presencia del bosque de muertos ante las puertas abiertas de la ciudad desierta. Pero dado que en tales circunstancias tendían a hablar en el lenguaje de los mitos, de demonios y fantasmas, resultaba difícil entenderlos. Veteranos oficiales habían cabalgado hasta la cruz y regresado, pálidos y temblorosos, procurando diferenciar entre los hechos y el horror. Impaciente como siempre, Mehmet había ignorado sus murmullos, espoleó a su caballo con Ion y Radu a su lado, rodeado de los arqueros solaks. Más allá de la luz proyectada por las antorchas, la guardia del ejército del sultán, cinco hileras formadas por cinco mil de sus guerreros más feroces rodearon el crucifijo de espaldas a éste, con los sables desenvainados. A partir del ataque nocturno y el choque causado por la proximidad del enemigo, a Mehmet le había costado conciliar el sueño y se rodeó de hombres que rara vez dormían.
Las filas se separaron para dar paso a los tres y a un arquero a cada lado. Entraron al pie de la cruz. El costado estaba formado por tres hileras de muertos. Casi todos estaban empalados a través del pecho y ahora permanecían inclinados con los brazos y las piernas colgando. A algunos la estaca les atravesaba la espalda y colgaban del revés.
Las antorchas estaban situadas dentro de la cruz y la luz se reflejaba en los ojos sin vida… en los de quienes aún los poseían. Sólo los cuervos se movían lentamente, hinchados tras el festín. Algunos graznaron al paso de los jinetes, sus protestas tan lánguidas como sus movimientos.
En su mayoría, los que colgaban de las estacas eran turcos, y tanto Mehmet como Radu soltaron un gemido al reconocer a algunos. Pero también había valacos: traidores, ladrones, desafortunados… y entre ellos algunas mujeres.
Tras mirar a derecha e izquierda, Mehmet dirigió la vista al frente, hacia el centro más iluminado de la cruz. Ion miró, contó, y dejó de contar. Si la cifra de muertos era idéntica a ambos lados de la cruz, al menos cinco mil habían sido empalados en el Campo de los Cuervos.
En el centro la densidad de los cadáveres era menor. Sólo había tres estacas. Ion reconoció al hombre de la derecha: era Gales, el boyardo desertor. A la izquierda vio los harapos de un manto griego. Por fin contempló la última estaca y a quien la ocupaba: estaba empalado a la manera tradicional, como los que lo flanqueaban.
Los ojos del jefe de los halconeros estaban abiertos, los cuervos no los habían devorado. No parecían muertos, parecían fijos en lo que emergía de su boca. A diferencia de los hombres a su lado, lo que sobresalía no era el habitual trozo de madera ensangrentada, sino una mano que la sangre había vuelto rígida. Como si alguien hubiera atravesado el cuerpo del turco y empujado sus entrañas hacia fuera.
Ion se volvió hacia el sultán. Sabía que era un hombre acostumbrado a la crueldad, que a menudo había matado con sus propias manos, pero ahora vio que la expresión habitualmente tranquila de Mehmet se crispaba. Y cuando habló, su voz parecía un graznido.
—Pachá Hamza —exclamó Mehmet.
Tras el grito, el cuerpo se agitó. Todos alzaron la vista y vieron la sangre coagulada que recorría la estaca, vieron los ojos de mirada fija. De la garganta no podía surgir ningún sonido, ninguno era necesario.
—¡No! —chilló Mehmet, asustando a su caballo que avanzó hacia las estacas hasta que el sultán lo refrenó—. ¡No! No puedo… Me niego…
Se volvió hacia Radu.
—Esto no sólo es una blasfemia contra tu Dios —aulló—. Es una blasfemia contra la humanidad. No puedo… Me niego Regresaré a mi palacio, a mi sarayi, mis jardines… —ahora estaba enfurecido—. Y si quieres quedarte con este lugar espantoso, pues quédatelo.
—Amado…
—¡No! —exclamó, espoleando a su corcel y galopando a lo largo de la avenida de los muertos, Mehmet desapareció.
Sus arqueros lo siguieron dejando solos a ambos valacos, cuyas miradas siguieron a Mehmet y después se cruzaron entre sí. No alzaron la vista. Ambos guardaron silencio. Por fin, Ion sólo logró alzar la mano e indicar las puertas de Targoviste, más allá de las estacas, abiertas de par en par.
Cuando cabalgaron hacia las puertas dejando el crucifijo de carne a sus espaldas, un cuervo soltó un graznido.