39
El banquete nupcial

Cuando acabó de cortar a Ilona, Vlad se puso de pie y arrancó el paño blanco del altar, la cubrió con él e inmediatamente la sangre formó un crucifijo. Lo observó durante un instante y después se volvió con lentitud, con el puñal aún en la mano, y contempló los rostros horrorizados de los boyardos apiñados junto al altar.

—A mí —exclamó, como exclamaría en medio de la batalla, y los nobles fueron empujados a un lado cuando sus veinte compañeros corrieron hacia él. Se inclinó sobre Stoica, susurrando. Asintió con la cabeza y el hombrecillo se inclinó, alzó el paño empapado en sangre y el cuerpo y lo llevó hasta la habitación del sacerdote detrás del altar.

»Bien —exclamó Vlad—, ¿acaso no estamos aquí para presenciar una boda?

Doscientas caras se alzaron y lo contemplaron con espanto. No todos habían visto, pero todos habían oído los alaridos, y los testigos tambaleándose hacia atrás, pálidos y vomitando.

—¡Venga! —Vlad dio un paso adelante—. Busco una novia. ¿Acaso no es lo que todos queríais? ¿Que me case con una de las vuestras? ¡Bien, pues aquí estoy! —dijo abriendo los brazos y soltando una carcajada—. ¿Quién se casará conmigo?

Todos intercambiaron miradas. Vlad descendió a la nave.

—¿Señora? —dijo, señalando a una de las mujeres con el puñal ensangrentado—. No. Ya estás casada. Y sin embargo… ¿es ése tu esposo, mi visitante, Iova, que se acurruca a vuestras espaldas? ¿Qué, te convertiré primero en viuda y después en novia? ¿Dudas? Muy bien. —Avanzó a lo largo de la nave—. ¿Tú? No, demasiado vieja. Necesito hijos, para que los Draculesti reinen en Valaquia para siempre. ¿Tú? —La hija de un boyardo, aullando de miedo, hundió el rostro en el hombro de su padre—. ¡No! Demasiado joven. Tengo ciertos… gustos y no tengo tiempo de enseñarlos.

Se detuvo, giró en círculo hasta que su mirada se fijó en un hombre.

Jupan Turcul. ¿Así que conseguiste lo que querías, eh? No me he casado con mi amante. Debes estar contento. ¿Cómo puedo aumentar tu contento? —dijo, acercándose al boyardo—. ¿A quién proteges con tu cuerpo? ¿Podría ser…? —Pasó detrás del hombre—. ¡Elisabeta, claro! La criada de Ilona, que siempre la aborreció. ¡Perfecto! —dijo, aferrándola del brazo y arrastrándola hacia delante.

—¡Príncipe! ¡Por favor! —Turcul agarró el otro brazo de su hija—. ¡Por favor!, no puedes…

—Te he mostrado lo que puedo hacer, jupan —dijo Vlad en tono helado—. Has presenciado mi sacrificio a Moloch. Ahora el amor ha muerto y sólo queda el deber. El tuyo conmigo. El mío con Dios. ¿Acaso te interpondrás entre Él y yo?

—Príncipe… —dijo Turcul con voz quebrada.

Pero soltó a su hija y Vlad arrastró a la mujer llorosa hacia delante y la arrojó al suelo delante del altar, a los pies del metropolitano.

—Cásanos —dijo.

—No… no puedo. —El anciano alzó el crucifijo como si rechazara al Demonio—. ¡Tras este… sacrilegio! —exclamó, indicando el altar y el hilillo de sangre que manchaba la alfombra de rojo.

—¿Qué? —gritó Vlad—. ¿Te preocupa un poco de sangre? ¿Y la sangre de Cristo? ¿Y Su sufrimiento, Su sacrificio? Cristo lo sabía todo acerca de Moloch. —Se arrodilló y arrastró a Elisabeta junto a él—. Y ahora tú también lo sabes.

—¡Príncipe! No… no debo…

—Cásanos —contestó Vlad en voz baja, pero se lo oía en todos los rincones de la iglesia—, o quemaré la catedral con todos vosotros dentro. Abandonaré a Dios y me convertiré en quien decís que soy para siempre… ¡el hijo del Diablo! —Su voz se convirtió en un grito—. ¡Cásanos!

No llevó mucho tiempo. Vlad descartó toda pompa, redujo la oración y la bendición y sólo permitió lo mínimo necesario. Hizo los votos y confirmó que los sollozos entrecortados de Elisabeta fueran los suyos. En cuanto el metropolitano colocó la corona dorada de hojas de roble y hiedra en su cabeza, el príncipe se puso de pie y se dirigió a la multitud.

—El turco se encuentra a un día de Targoviste, he de detenerlo. No… nosotros hemos de detenerlo, puesto que ahora todos estamos unidos. ¿Verdad, suegro?

Turcul asintió lentamente.

—Así que poneos las armaduras, reunid a vuestros criados… —Se oyó un murmullo—. Pero no temáis. No pienso conduciros a otro ataque nocturno. Mis planes han cambiado. ¡Moloch me ha inspirado! —Se volvió hacia la sollozante Elisabeta aún acurrucada en el suelo y le rozó los cabellos manchados de sangre—. Hemos de celebrar un banquete nupcial. —Sus ojos brillaban—. Cinco mil regalos. ¿Ion? —gritó.

Nadie se movió. Nadie acudió. Por fin el Negro Ilie dio un paso adelante.

Voivoda —dijo en voz baja—, el vornic se ha marchado.

Vlad se tambaleó y Elisabeta soltó un grito cuando su mano aferró sus cabellos. Después se puso derecho.

—Has de hacerlo, Ilie. Es una orden. Reúne las tropas. Vacía las cárceles. Todos los turcos prisioneros. Todos los desertores, todos los criminales, hombres o mujeres. Todos.

—¿Y adónde los llevamos?

—Al Campo de los Cuervos —dijo Vlad.

—Príncipe. —El Negro Ilie hizo una reverencia, se volvió, indicó a la mitad de los vitesjis que lo siguieran y abandonó la iglesia.

Vlad rodeó a Elisabeta con el brazo y la sostuvo, le sonrió y después volvió a dirigirse a la multitud.

—¡Venid, todos! —exclamó—. ¡Venid al banquete nupcial!

Las mesas fueron llevadas al Campo de los Cuervos, ante las puertas de Targoviste. Vlad hizo que las dispusieran con la precisión de un campamento turco, pero en forma de crucifijo, no en círculo. La mesa principal se colocó en el centro, donde hubiera estado el altar si fuera una iglesia. Los espacios que la rodeaban quedaron desocupados.

La comida no era lo que se dice suntuosa. Los invitados, todos quienes habían ocupado la catedral, comieron lo que come el ejército: todas las partes del cerdo, carne hervida, asada, picada y colocada en pinchos. La cabeza de cerdo más grande había sido asada para poder cortar rodajas de las grasientas mejillas. La exquisitez estaba en el centro del crucifijo, clavada en una estaca.

Sólo era la primera.

La escasez del banquete apenas tenía importancia, porque los únicos que comían eran el novio y sus soldados, con el apetito de hombres en campaña que habían ingerido escasos alimentos durante semanas. Los demás invitados permanecían casi inmóviles, aferrando cubiertos que no utilizaban, con la mirada fija como si la salvación sólo se encontrara en el rostro que tenían enfrente.

Permanecieron así hasta que empezaron los alaridos.

Llegaron los prisioneros. Primero los turcos, en su mayoría soldados, hechos prisioneros a partir de la caída de Guirgui y cuando había tiempo durante la guerra de ataques y emboscadas que le siguió. Estos hombres orgullosos, guerreros de la Media Luna, intentaron marchar, para injuriar a sus guardias… hasta que vieron hacia dónde avanzaban. Entonces las plegarias reemplazaron a las maldiciones.

Les siguieron los valacos: hombres y mujeres, siervos y gitanos, criminales que habían permanecido en sus celdas, sufriendo seguramente, pero albergando un poco de esperanza. Porque a partir del día de la coronación de Drácula, la justicia siempre había sido rápida y los delincuentes eran ejecutados el mismo día que eran condenados. Pero nadie había sido ajusticiado durante los siete meses de la guerra, así que ahora sus ruegos eran los habituales: comida que pudieran oler, agua que ansiaban.

Sus gritos cambiaron al ver las estacas, que estaban dispuestas en hileras y las bases tocaban los agujeros excavados justo detrás de las mesas y recorrían todo el crucifijo en tres filas, una detrás de la otra.

Aunque los invitados a la boda podían cerrar los ojos, no podían cerrar sus oídos. A los gritos. A las palabras de Drácula, que se puso de pie con un pincho de carne en la mano.

—Hay dos clases de empalamiento —declaró—, y difunden la mentira de que yo sólo utilizo uno de éstos. Me conviene que mis enemigos lo crean, pero la realidad es que el verdadero empalamiento, el trussus in anum… —dijo agitando el pincho—, al igual que cualquier destreza difícil, requiere tiempo, mano de obra y experiencia. Está destinado a los ratos de ocio. Y como los turcos están a menos de un día de marcha…

Alzó el pincho, miró a lo largo del crucifijo y a los hombres situados detrás de las mesas. Formaban grupos de cuatro, dos aferraban los brazos del prisionero, dos lo alzaban entre la estaca afilada con las miradas dirigidas al príncipe. Detrás de ellos, otros soldados con picas controlaban a los desgraciados que lloraban y rezaban, esperando su turno.

—Bien —dijo Vlad—, tendremos que arreglárnoslas como podamos.

Bajó el brazo y entonces a lo largo de todo el crucifijo, parejas de hombres corrieron hacia delante y clavaron las estacas en los cuerpos de los prisioneros.

—El problema con este método es doble —dijo Vlad, alzando la voz por encima de los alaridos, los vómitos y los aullidos de los prisioneros y los invitados—. El primero es que la mayoría muere de inmediato, como todos podéis ver. El segundo es que una vez que las estacas están clavadas en sus agujeros… sí, como esa de allí, una botella de vino para ti y tus hombres, Negro Ilie, ¡por ser el primero!… los cuerpos empiezan a deslizarse hacia abajo. Si la estaca es lisa, un cadáver podría caer al suelo junto con las entrañas tras una hora, lo que estropearía el efecto. —Vlad alzó la copa, bebió y después continuó—. Pero nuestros carpinteros resolvieron el problema cortando todas las ramas, pero sólo hasta la altura de un hombre. ¿Ves como el pecador se atasca en ellas? Mira, esposa, cómo se retuerce aquél, que se retuerce pero sólo hasta cierta altura. No, no, ¡te ruego que mires!

Drácula se inclinó, apartó las manos del rostro de Elisabeta y la obligó a volver la cabeza. Ella miró, sollozando, y después se apartó, vomitando.

No era la única. A lo largo de las hileras, los hombres y las mujeres la imitaban.

—Sí. —Drácula asintió con la cabeza, mirando a derecha e izquierda—. Todos estáis tan agradecidos de que haya restaurado la ley en Valaquia. De que los caminos estén limpios de bandidos y mendigos, de que podáis cabalgar seguros desde las montañas de Faragas hasta la llanura del Danubio. Pero ninguno de vosotros tuvo en cuenta el precio. Hasta ahora.

Otra oleada de prisioneros fue arrastrada hacia delante y despachada, y después una tercera. En el campo crecía un bosque de madera, sangre y carne. Vlad permanecía sentado en silencio con la mirada clavada en el vacío mientras los alaridos aumentaban de volumen, bajaban y finalmente cesaban. Aún se oían llantos, aún había algunos que vomitaban, pero algo parecido al silencio se produjo para cuando el Negro Ilie se colocó junto a su príncipe, se inclinó y le susurró al oído.

Drácula asintió, se puso de pie y siguió hablando como si no se hubiera interrumpido.

—¿Cómo podría haberos negado la visión de aquello que me ha vuelto tan… famoso? El motivo por el cual me llamáis Tepes, el motivo por el que el turco me llama Kaziklu Bey —dijo, sonriendo—. Así que he reservado tres prisioneros especiales que serán colocados aquí, en el centro del cruce y de la cruz.

Hizo una señal y los criados se llevaron las mesas y las sillas, todos se vieron obligados a ponerse de pie y tambalearse hacia atrás, aunque el cerco de estacas les impedía alejarse. Los asistentes al banquete permanecieron más cerca, rodeados por el círculo de vitesjis. Sólo Drácula se quedó en su sitio con la cabeza gacha.

En la base de la cruz había un hueco. Ahora lo atravesaba un hombre, arrastrado y arrojado a los pies de Drácula, que se inclinó y le levantó el rostro para que todos vieran quién era.

Era Gales, el boyardo.

—Sí, tu hermano, jupan Turcul. Ése del que dijiste que no sabías dónde estaba. Alguien lo sabía y lo extrajo de un agujero… para llevarlo hasta otro —dijo, indicando a tres criados que excavaban con rapidez.

—Príncipe, te lo ruego… ten piedad —lloriqueó el hombre arrodillado.

Drácula hizo caso omiso de él.

—Este hombre me abandonó en el campo de batalla. Cuando la victoria estaba a mi alcance, me la quitó. No sólo traicionó a su país y a su voivoda, sino al mismísimo Dios, cuyo ungido soy, cuya cruz cargo contra el Infiel —dijo, mirando en torno a los boyardos y a sus familias, a la larga fila que se extendía a lo largo del crucifijo hecho de madera y carne—. Algunos de vosotros visteis el destino de Albu, que se llamaba a sí mismo «el Grande». Al parecer no aprendisteis la lección, así que habrá que repetirla.

Gales sollozaba. Su hermano avanzó un paso y se arrodilló.

—Príncipe, te lo ruego…

—¿Qué? ¿Un lugar junto a él, suegro? Por supuesto. Allí está, si tanto lo ansías…

Turcul se puso de pie, trastabilló y arrancó su manto de la mano desesperada de su hermano. Drácula le hizo una señal a Ilie. Seis hombres avanzaron, todos cubiertos por una armadura negra. Eran hombres diestros. Llevaban una estaca más grande, cuerdas y poleas. Uno conducía un caballo con anteojeras.

Tuvo que alzar la voz para que lo oyeran por encima de los gritos de Gales.

—¿Veis cuánto tiempo lleva? ¿Cuánto esfuerzo? —Vlad miró en torno, a todos los rostros apartados, y después rugió:

»Os ordeno que observéis. Que observéis y aprendáis el precio de la justicia.

Una a una, las caras blancas y húmedas se alzaron para mirarlo. Vlad gesticuló e indicó que miraran al prisionero.

—Bien. —Drácula asintió y también lo miró. Sólo cuando levantaron la punta de la estaca y la metieron en el agujero, cuando los clavos atravesaron los pies, dio un paso adelante y alzó la vista.

—Muerto —murmuró—, ocurre. —Se volvió y en tono más suave dijo:

»Ilie, procura tener más cuidado la próxima vez.

—Príncipe.

Arrastraron a un segundo hombre ante Drácula. El exquisito cabello rojo de Thomas Catavolinos estaba cubierto de la mugre de la celda en la que había yacido durante los últimos siete meses. Sus finas ropas estaban hechas andrajos, pero en su rostro manchado de suciedad, su mirada era desafiante.

Drácula lo miró.

—¿Tienes algo que decir, embajador?

—Sólo esto, Empalador. —El griego se inclinó hacia delante y olisqueó exageradamente—. Aquí hay un pestazo espantoso, y creo que emana de ti.

Los demás respiraron entrecortadamente. Drácula se limitó a asentir.

—Debe de ser difícil para ti, acostumbrado como estás a los perfumes de Oriente —dijo, bizqueando a la luz del sol—. Estoy seguro de que allí arriba el aire es más dulce.

Se volvió a los hombres que esperaban.

—Buscad una estaca más larga.

Le obedecieron. Los hombres procedieron con mayor cuidado y los ojos de Thomas estaban abiertos cuando elevaron la estaca, pero el único que podía decir si allí el aire era más puro a través de la estaca que le atravesaba la boca era él.

—Y ahora —dijo Drácula, volviéndose lentamente—, por fin.

Hamza había recibido un trato mejor que los otros prisioneros. Vlad lo había ordenado e Ion se había encargado de ello, de vez en cuando visitó a su antiguo agha, se quedaba a charlar con él, le llevaba mejores alimentos y agua más pura. Las ropas que llevaba cuando cayó prisionero en Giurgiu estaban hechas jirones pero relativamente limpias; llevaba la barba recortada y sus ojos azul pálido eran límpidos. Miró en torno y los valacos le devolvieron la mirada, pero no los miles de muertos. También alzó la mirada y contempló a su compatriota embajador y por fin a su antiguo discípulo.

—¿Ha llegado la hora, Vlad?

Un susurro espantado recorrió a los observadores. El príncipe sólo asintió con la cabeza.

—Es hora, agha Hamza.

—Y sin embargo —dijo Hamza, lamiéndose los labios—, no quisiera morir hoy. —Volvió a mirar a Thomas Catavolinos y rápidamente apartó la mirada—. Ya sabes cómo van estas cosas. ¿De qué sirve este… ejemplo… si no informan de ello? Deja que regrese junto a mi amo. Él me escucha. Puedo persuadirlo… ¿quizá de acabar con esta guerra? ¿De que te deje en paz? Él me escucha —repitió y su voz se volvió más débil—. Por favor. Déjame ir junto a Mehmet.

Hubo un silencio. Soplaba una brisa, pero no refrescaba. Agitaba las ropas empapadas de sangre, levantaba el pelo mojado. Por fin un cuervo lo interrumpió y se posó en la estaca de Thomas antes de soltar un graznido ronco.

Vlad alzó la vista y contempló al cuervo. Después dijo:

—No, amigo mío. Es mejor que Mehmet venga a ti.

Sus hombres avanzaron, le arrancaron la ropa y lo arrojaron boca abajo delante de Drácula. Hamza exclamó:

—¡Allí, príncipe! ¡Dentro de mi cinturón! ¡Allí!

Vlad levantó una mano y sus hombres se detuvieron de inmediato. Se agachó, tanteó las ropas y se enderezó.

En la mano sostenía el guante de un halconero.

—¿Recuerdas cuando lo hiciste para mí? —dijo Hamza, tratando de mirarlo a los ojos.

—Sí. —Vlad hizo girar el guante—. Era diestro en mi tarea, ¿verdad?

—Lo eras. ¿Y recuerdas el verso?

Vlad asintió y lo leyó en voz alta.

—«Estoy atrapado. Encerrado en esta jaula de carne. Sin embargo, afirmo que soy un halcón que vuela». —Vlad sonrió y se arrodilló junto al hombre tumbado—. Celaleddin era nuestro predilecto, ¿verdad? El poeta de los místicos y los halconeros.

—Como nosotros. —Los hombres habían soltado a Hamza para que pudiera darse la vuelta y contemplar los ojos verdes de su antiguo alumno—. No me mates, Vlad —rogó.

Cuando el príncipe no se movió ni parpadeó, susurró:

—Antaño dijiste que me amabas.

Vlad siguió mirándolo unos instantes más, y después dijo:

—Te amaba. Te amo. Que tengas una buena muerte.

Después se inclinó hacia atrás y deslizó el guante por encima de la punta roma de la estaca.