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Una única lágrima

Castillo Poenari, 1481

—¡Basta! ¡Ya basta! —gritó Petru poniéndose de pie de un brinco.

Ello hizo que el conde de Pecs regresara, de repente y con intensidad, al castillo Poenari, a los tres confesionarios cubiertos por una cortina y a la historia del hombre que surgía de ellos. Hacía tiempo que no estaba allí, perdido, perdido como todos ellos en la última confesión de Drácula relatada por las tres personas que mejor lo habían conocido. Incluso había olvidado los motivos que lo llevaban a escuchar esos horrores… hasta que este último horror resultó imposible de superar para un joven quien, como ahora recordaba Horvathy, tenía una joven esposa en el piso de arriba embarazada de su primer hijo.

—Paz, spatar —dijo, levantándose de la silla y aferrando el brazo del hombre más joven. El toque silenció al caballero, aunque Horvathy percibía cuánto le costaba guardar silencio a través del temblor que lo agitaba—. Todos sentimos tu misma repugnancia, pero a fin de cuentas no estamos aquí para sentir. Estamos aquí para reflexionar, para juzgar, ¿no es así?

Horvathy dirigió sus palabras al spatar, pero también estaban dirigidas al otro hombre presente, el que aún estaba sentado. Porque quien debía de encargarse de emitir un juicio era el cardenal Grimani, el legado papal; y después de aconsejar al Papa si debía permitir que el Cruzado de Cristo emergiera de estas historias y así permitir que la Orden del Dragón volviera a surgir, uniendo a los Balcanes bajo el estandarte de la Guerra Santa. Y si así lo juzgaba, si los pecados de Drácula habrían de ser perdonados, entonces… tal vez Horvathy podría perdonarse a sí mismo.

El conde se dirigió a Grimani y, del mismo modo que lo había intentado de tanto en tanto a medida que la historia transcurría, trató una vez más de vislumbrar una decisión en el rostro del italiano, pero como siempre, la expresión del cardenal resultaba indescifrable. Se habían descrito horrores, pero incluso tras este último, este sacrilegio, la expresión de Grimani apenas cambió. Sus labios esbozaron lo que quizá fuera una sonrisa, sus párpados estaban entrecerrados, como si durmiera, pero por debajo sus ojos brillaban como siempre y se movían de un lado a otro.

—¿Juzgar? —exclamó Petru, desprendiéndose de la mano del conde—. ¡Tras esto sólo puede haber un único juicio! Era el mismísimo demonio, no sólo su hijo. ¿Ante el altar mayor? ¡Fue una blasfemia!

—Quizá. —El tono bajo del cardenal resultaba tan chocante como si hubiera gritado.

—¿Quizá? —barbotó Petru—. ¿Un hombre de Dios puede decir semejante cosa?

—Soy un hombre de Dios —contestó el cardenal—. Y a mi manera, también soy un guerrero de Cristo y sé lo que significa que el Infiel propine patadas a mi puerta. Pero ¿que esté a punto de atravesarla? —dijo, sacudiendo la cabeza.

—¿Acaso consideras que esta obscenidad es una necesidad? —dijo Petru—. Conde Horvathy, apelo a ti.

El conde había estado observando al italiano y albergando esperanzas.

—Lo dicho, comparto tu disgusto, spatar —dijo—, pero Su Eminencia tiene razón. Ten en cuenta la amenaza a la que Drácula se enfrentaba. ¿Alguna vez has visto lo que ocurre cuando el turco saquea una ciudad? —Se estremeció—. Esta obscenidad, como tú la llamas, desaparecería entre las miles que le seguirían.

—Eso no justifica…

Horvathy alzó una mano.

—Drácula era un propagandista, spatar. Necesitaba que los boyardos reunieran sus fuerzas y lo siguieran. Los hombres no suelen hacer eso por amor y a veces ni siquiera por Dios —dijo, cerrando su único ojo—. Pero a menudo he sido testigo de que lo hacen por terror.

—Pero ¿no se nos está escapando algo, señoría? —dijo el cardenal—. En muchas partes de Italia celebramos la Fiesta de los Necios, en la que los locos reciben el permiso de comportarse según su locura durante un día. ¿Acaso no celebráis algo parecido en Valaquia? Según nos han comentado, Drácula estaba loco, al menos entonces. ¿No deberíamos otorgarle el permiso?

—Ambas cosas son incompatibles, señorías —gimoteó Petru—. Un pragmático demente no parece una combinación probable.

—Al contrario, muchacho. La mayoría de los príncipes de Italia que conozco suponen exactamente esa combinación. —Grimani rió y prosiguió—. Pero hay algo que despierta mi curiosidad. Al igual que algunos de esos otros horrores, he oído una versión anterior de éste. Pero hablaba del asesinato de una amante —dijo y se volvió hacia el confesionario del medio—. Sin embargo, aquí está, y lo relata ella misma. ¿Qué hemos de creer?

Entonces todos se volvieron hacia el confesionario. En su interior, en realidad Ilona no había estado escuchando sus palabras sino más bien las lágrimas de Ion que caían en el que él ocupaba. Al oírlas, recordó otras. Las suyas propias, aquel día, debido al dolor, a la pena. Las dos veces que había llorado desde entonces. La primera tras el corte, de camino al convento, cuando comprendió exactamente lo que él había hecho y por qué, y que nunca le permitirían volver a verlo. Y la segunda vez, cuando resultó que se había equivocado y lo vio. Al menos una parte de él.

No obstante, el cardenal había hecho una pregunta que sólo ella podía contestar. Así que contestó.

—Creed esto, así lo sabréis todo —dijo en voz baja—. Me hizo un corte de un pecho al otro y después completó el crucifijo haciéndome un corte desde la garganta hasta abajo, hasta abajo del todo…

—¡Blasfemia sobre blasfemia! —Petru se acercó al confesionario ocupado por Ilona con los brazos estirados a ambos lados, como para detener sus palabras—. ¡Basta! ¿Qué más podrías decirnos?

—Sólo esto. —La voz de Ilona subió de volumen, puesto que lo que tenía que contarles la había sostenido durante todas las noches de oscuridad—. Cuando, apoyó su cuchillo… aquí, cuando me cortó ahí, el dolor fue… —Lanzó un suspiro—. Pero al final no fue el cuchillo que me devastó, fue la única lágrima que cayó en mi piel. La única que jamás le vi derramar.

Silencio, el susurro de una llama era el único sonido, incluso las plumas del escriba se acallaron. Tras unos instantes, ella siguió hablando pero en voz tan baja que todos tuvieron que inclinarse hacia delante para oírla.

—Dijo que yo era su refugio. En esa única lágrima estaban todos sus adioses. Un adiós a la única paz que había conocido.

—¿Le perdonas?

—¿Es que no es eso lo que todos los hijos de Dios han de hacer, Ilustrísimo?

—Pero… ¿perdonarle?

«¿Cómo hacerlos comprender? ¿Acaso al final no era tan sencillo?».

—Lo amaba —dijo—, y jamás he dejado de amarlo.

—Es imposible —musitó Petru—. Nadie que haya sufrido semejantes heridas podría sobrevivir.

Entonces se oyó otra voz: la de Ion, rota por el dolor.

—Sólo él pudo infligirlas y dejar que alguien viva. Aprendió la lección de Tokat demasiado bien. Conocía, mejor que nadie, el límite entre la vida y la muerte. Vivía a horcajadas de aquél. Que Dios me perdone, le ayudé a hacerlo bastante a menudo.

Hubo otro silencio, más prolongado que el anterior. Y el grito que acabó por interrumpirlo no provenía del interior de la habitación sino del exterior.

Cri-ak, cri-ak.

Cuantos fueron capaces de hacerlo alzaron la vista hacia el graznido del halcón. A través de la tela encerada y opaca que cubría la aspillera se filtraba un tenue rayo de luz. Habían hablado durante un día ay media noche, pero ninguno sentía cansancio.

El conde señaló las mesas. Petru reprimió su repugnancia, se volvió y les dijo a sus criados que llevaran comida y bebida a los confesionarios. Horvathy atravesó la habitación y se sirvió vino. Grimani se aproximó silenciosamente. El ojo no afectado del húngaro no contemplaba al italiano, que observó el otro cuenco arrugado antes de hablar.

—Señoría —dijo cuando Pecs se sobresaltó y se volvió—. Antes de que prosigamos, hay algo que quiero preguntarte.

El conde bebió un sorbo.

—Pregunta —dijo.

Grimani echó un vistazo por encima del hombro; no había nadie cerca, pero bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.

—Has dejado claro que deseas que vuestra Orden del Dragón recupere la gloria. Juzgas que semejante resultado resulta vital para el éxito de la cruzada que esperamos emprender contra el turco: líderes de todos los Balcanes unidos bajo el estandarte del Dragón. Puede que tengas razón —dijo, inclinándose hacia él—. Pero yo imagino algo diferente, conde Horvathy. Lo oigo en lo que dices y en cómo lo dices. Puede que sobre todo en lo que no dices.

El conde guardó silencio. Grimani prosiguió.

—Albergas un ansia que va más allá del sueño de una hermandad restaurada y que incluso puede que sea mayor que tu amor a Dios. Y veo que dicha ansia está arraigada en el dolor. —El cardenal oprimió el brazo del conde con suavidad—. ¿Acaso no tengo razón?

El ojo único lo observaba fijamente, reflejando la rojiza luz de la antorcha.

—Tal vez.

El cardenal apoyó la mano en el brazo del hombre de mayor estatura.

—Hijo mío, además de sacerdote soy juez. Y tú eres el leal hijo de la Santa Iglesia. —Su voz era acaramelada—. Antes de que procedamos con la confesión de Drácula, ¿deseas que oiga la tuya? ¿Que te alivie de la carga que llevas? —dijo, indicando los confesionarios—. Podemos decirles a todos que abandonen la habitación y sentarnos en uno de ellos, sin necesidad de que quede escrito en un papel.

Horvathy se desprendió del brazo del otro.

—Hablaré de ello llegado el momento. No falta mucho. Y hablaré de ello en público, para que todos puedan escucharme y juzgarme por mis pecados. Tú, cardenal. El Santo Padre. Estas personas.

—Muy bien. —La voz de Grimani se endureció—. En ese caso, por Jesús misericordioso, procedamos con rapidez, porque permanecer sentado me afecta el trasero.

Horvathy asintió con la cabeza y bebió otro sorbo de vino. Dejó la copa en la mesa y se dirigió a la tarima. Grimani lo siguió, la media sonrisa se había borrado y tomó asiento soltando un gruñido. El conde aguardó que Petru se sentara y después habló.

—Bien. ¿Quién procederá a contar esta historia? Mi joven amigo ha dicho lo que todos debemos de sentir: que lo que acabas de describir es una blasfemia además de una crueldad. ¿Hay algo peor? ¿O es que esto es lo máximo?

Entonces se oyó una voz menos frecuente.

—No es lo máximo, señoría —dijo el ermitaño—. Ni por asomo.

Horvathy asintió con la cabeza.

—Habla, pues.

—Lo haré.