37
Moloch

—Vlad —dijo ella, tratando de levantarse al oír que se abría la puerta.

—No, Ilona. Sólo soy yo. —Ion se acercó a ella, le puso una mano en el hombro—. Descansa.

Ilona trató de resistir incluso aquella débil presión.

—Debe de ser la hora. Yo tendría…

—No es la hora. Y tendrás que quedarte allí de pie. El calor es terrible en la iglesia. Aquí se está más fresco, y tú no tienes fuerzas. Descansa.

—Estoy mejor —mintió Ilona, hundiéndose—. Dentro de un rato tengo que… —Puso una mano encima de la que tenía todavía en el hombro—. Me buscará en cuanto llegue, como siempre. No quisiera defraudarlo.

—Si viene —dijo Ion, sentándose, apoyándose en la mesa para hundir la cabeza entre las manos.

Hacía meses que estaba cansado. Desde que los turcos habían atravesado el Danubio.

—¿Si viene? ¿Has oído algo más?

Ion miró el temor de Ilona.

—No. Sólo los mismos rumores.

Ella apartó la mirada.

—Los que afirman que ya está muerto. —Como Ion no dijo nada, cerró los ojos—. Cuéntame de nuevo.

—Ilona…

—Cuéntame. De la última vez que lo viste vivo, hace una semana. Cuando hablas de eso, lo veo aquí. —Se pasó la mano por los párpados cerrados—. Y entonces sigue vivo, aquí.

Ion suspiró. Ojalá pudiera mentirle. Pero durante todos los años que se habían conocido, durante todo el tiempo que habían pasado juntos —tiempo que Vlad no podía permitirse—, no había podido contarle ni una sola mentira reconfortante.

—Nos persiguieron los turcos. Caballeros sipahis. Invasores akincis. Tuvimos que combatir para poder regresar al bosque de Vlasia. Durante un tiempo, a pesar de todo, pensé que Vlad se había quedado dormido, tan callado iba sobre mi espalda. Pero al llegar al borde del bosque, a cinco pasos de la seguridad, uno de sus vitesjis, Nicolae, recibió una flecha en la garganta y cayó muerto del caballo a nuestro lado. Y Vlad despertó y saltó sobre aquel caballo. Se había sacado el guantelete de la mano derecha y se lo había puesto invertido en la mano izquierda para intentar restañar la sangre. Pero yo veía que goteaba… —Ion se calló. Debía de ser el cansancio. No contar mentiras no significaba contar todo—. Me gritó: «Vete a Targoviste». Y después dio media vuelta para luchar, para matar, para hacer entrar en el bosque al resto de los hombres. Y le obedecí. —Tragó saliva—. Y lo dejé allí.

Ilona seguía con los ojos cerrados. Era como si estuviera estudiando algo dentro de ellos, levemente inclinada hacia delante, manteniendo vivo a Vlad con su visión.

—«Vete a Targoviste» —repitió en voz baja. Entonces abrió los ojos—. Y siguen combatiendo. Eso dicen los rumores.

Ion asintió.

—Ha regresado el Infiel, pero ahora viene mucho más despacio. El ataque nocturno los ha crispado. Si alguien está matando turcos, creo que ese alguien es nuestro príncipe.

—Yo también lo creo. ¿Y el ataque nocturno? ¿Casi tuvo éxito?

—Casi. Si hubiera ido Gales en vez de esconderse en algún agujero… Si yo hubiera podido detenerlo… —Movió negativamente la cabeza mirando hacia la puerta—. Pero —casi no es suficiente. Sobre todo para esos chacales. Para ellos, «casi» equivale a una derrota.

Ilona alargó el brazo y le apretó la mano.

—Por eso te mandó a Targoviste. Por eso tuviste que obedecerle y abandonarlo. Para garantizar la lealtad de los boyardos.

Ion puso la otra mano encima de la de Ilona.

—También me mandó para la boda. —Sonrió—. Vlad entiende una de las principales lecciones del arte de gobernar: para unir a un pueblo un príncipe sólo necesita una guerra… o una boda. Y mira… ¡tenemos las dos!

Debía de ser el cansancio. De repente se echaron a reír con ganas. La risa duró cinco latidos del corazón, y se fue con la misma rapidez con que había llegado. Alarmado por la oscuridad que había en aquellos ojos, Ion trató de retenerle las manos, pero ella las apartó.

—Fue una orden de Vlad —dijo—, porque te ama.

—Oh, Ion. —La risa de Ilona era ahora amarga—. La orden fue por el juramento que le hizo a Dios, no a mí. A Dios, que ahora necesita más que nunca. El voivoda de Valaquia jamás abandonaría su cruzada para casarse con una plebeya si no fuera por ese juramento. —Señaló con la mano hacia la iglesia—. Y todavía les haría abrigar la esperanza de que elegiría a una de sus hijas y acercaría a una de sus familias al trono.

Ion se encogió de hombros. Nunca había podido mentirle y no podía empezar a hacerlo ahora. Se habían esforzado tanto por tenerla alejada de la partida de ajedrez que cada voivoda jugaba con los boyardos. No lo habían conseguido. E Ion sabía que, aunque ocurriera un milagro y Vlad apareciera para casarse con ella ese día, ella nunca sería reina sino apenas un peón.

Ilona cerró los ojos.

—A esta hora ya habría venido. No vendrá.

Ion no supo si en ese susurro había esperanza o terror.

—Desde que lo conozco, Vlad nunca ha llegado en hora a ninguna cosa. Siempre llega a su hora propia. —Volvió a sonreír—. Me vuelve loco.

Ilona lo miró. Había evidente esperanza y temor en su rostro, más blanco que el vestido que tenía puesto, más blanco que el de cualquier estatua. Y entonces sonó una campana. Tres veces.

—Las doce menos cuarto —dijo—. Tengo que irme…

—Ilona…

—No —dijo ella, tratando de levantarse—. Dame el brazo o apártate, Ion, porque tengo que ir a saludar a mi príncipe.

Ilona se tambaleó. De nuevo, la mano de Ion la sostuvo hasta que recuperó el equilibrio.

—Te voy a traer un taburete —le dijo en voz baja—. Todos comprenderán.

Ella no aceptó. No podía aceptarlo. Si se sentaba, sabía que no se volvería a levantar ese día. Si se sentaba, temía que la sangre, que ahora salía por gotas, se transformara en un río. Que por muchas capas de lino blanco que tuviera su vestido, la mancha las atravesaría. Insignia de su pena, color de su vergüenza.

«No debe ver eso. No aquí delante del altar de la Bisierica Domnesca. No en el día de la boda».

Cerró los ojos y aspiró hondo para combatir la náusea, agradecida por la presión de la mano de Ion en el brazo. Pasó la sensación. Los abrió de nuevo, entornándolos para soportar el brillo de las llamas en los candelabros y el sol que atravesaba los enormes vitrales que la moteaban de azul, rojo, verde, amarillo, como si su vestido fuera un arco iris y no de un blanco inmaculado.

Ojalá pudiera también entornar la nariz y tratar de respirar sólo por la boca. La catedral era el sitio más fresco de Targoviste, y a pesar de eso el calor allí era casi agobiante. Hombres sudorosos con ropa de corte, mujeres sudorosas con la suya, el hedor moderado por pociones y la fragancia del sándalo, la mirra y la lavanda metida en el humo que echaban los oscilantes incensarios de los sacerdotes. Pero eso no disipaba el olor pestilente. En realidad, por contraste, lo realzaba.

La luz cegadora le obligó a apartar la mirada; a Ion, a su lado, siempre fiel, sosteniéndola. Detrás de él estaban todos los miembros de su familia que habían viajado desde Curtea de Arges. Tíos, primos, todos artesanos, todos sudando tanto como cualquier noble; más, quizá, porque estaban poco acostumbrados a usar ropa tan lujosa. Pero su príncipe los había sacado de la pobreza y tenían que lucir sus favores.

Ilona miró hacia donde se agrupaban. Los boyardos. Todos evitaban observarla, todos evitaban fijarse en aquella dirección porque temían que su mirada de campesina los mancillara.

Cómo la odiaban. Aunque no había hecho nada y no quería ni sus títulos ni su posición social. Lo único que quería era que la dejaran en paz, para esperar esos raros momentos en los que su amor iba a visitarla.

¡Vaya! Uno le devolvió la mirada. Jupan Turcul. El segundo hombre de Valaquia. Su hermano, jupan Gales, que había vuelto de la guerra con las peores noticias, no estaba presente. Gales había abandonado a su señor en el campo de batalla y sin duda Vlad lo mataría sin previo aviso, fuera o no el día de su boda. Pero su príncipe todavía necesitaba a los otros boyardos, y sobre todo a Turcul, el más rico. Y de todos los nobles, quien más la odiaba era Turcul, aunque había dado a su hija, Elisabeta, para que fuera su doncella. Ahora la tenía al lado, y ella le susurraba algo en la peluda oreja. Y mientras Ilona miraba hacia allí, Elisabeta echó un vistazo en su dirección. No a su cara. Más abajo.

A pesar del calor, Ilona sentía escalofríos. Notó que la sangre le subía a las mejillas, como si ellos la llamaran con la mirada. Se apoyó más en Ion y cerró los ojos ante el resplandor irisado.

«Quizá no venga. Sagrado Jesús, que no venga. Sagrada María, que no venga».

Y entonces llegó.

No sabía qué metal había oído primero, si el tañido de la gran campana de la torre o los golpes de las herraduras en el empedrado de la plaza. Desde entonces se alternaron, hierro tras hierro, hasta que uno de ellos cesó, dejando que sólo la duodécima y última campanada rompiera el silencio.

El eco se perdió entre las enormes columnas de piedra de la catedral. Volvió a sonar el metal, el pomo de una espada golpeando madera. Tres veces, separadas por el tiempo que se tarda en respirar una vez. Los sacerdotes empezaron a corretear. Las dos enormes puertas de la iglesia se abrieron.

Se había apoyado en la puerta antes de golpear. La docena de escalones lo había agotado, y sacar la espada parecía imposible. A menos que fuera a usarla para matar. Era el único momento en el que se sentía despierto, cuando el Infiel estaba al alcance de su acero. El resto era un sueño de vida por el que pasaba tambaleándose.

¿Cuándo había dormido por última vez? No lo recordaba. Se había olvidado de cómo se hacía. Cerraba los ojos… pero eso no bastaba. Porque detrás de los párpados seguía siendo de día. Y venían todos.

Kalafat, su querida yegua, que cerraba los suaves ojos marrones mientras se iba arrodillando despacio para que él pudiera bajar de su lomo antes de que ella muriera; Hamza, atado a una silla de montar, tropezando en el polvo del camino; casi el mismo hombre: Mehmet tan cerca que Vlad olía el jengibre y el almizcle, y Radu, el hermoso Radu, la belleza retorcida por el odio. Radu descargando la espada desde lo alto.

Sus ojos se abrían y veían sangre, sangre de verdad, su propia sangre. La herida donde había tenido el dedo no se restañaba. Le habían dicho que esa mano debía descansar. Él se había reído. Mataba con la Garra del Dragón y para eso necesitaba las dos manos.

Pero no era su sangre ni la sangre de los demás lo que lo atormentaba de verdad. Ni siquiera el corte más cruel, el de un hermano a otro. Era el momento anterior. Cuando Mehmet el Conquistador estuvo a una espada de distancia y sus destinos se cruzaron. Había hablado toda su vida de kismet, de su destino. El destino había sido ese momento. Pero entonces… en vez de embestir, golpear, matar… se había detenido. Otro había dado el golpe.

Seguía combatiendo, seguía matando. Pero ahora lo que buscaba no era la muerte de los demás. Era la suya. Y kismet le negaba incluso eso.

Vlad abrió los ojos, pasando de aquel momento a una puerta de madera. Oyó que un caballo resoplaba allí detrás y miró. Sus hombres, sus vitesjis, junto a la cabeza de sus monturas, lo miraban en silencio. Stoica, que había logrado huir de la tienda incendiada del sultán y volvía a estar con él; el Negro Ilie; el resto. Ahora sólo quedaban veinte, y sus armaduras estaban tan abolladas y sucias como la suya, tan manchadas de sangre.

Buscó una respuesta en aquellos ojos. ¿Por qué estaba allí? ¿No quedaban turcos que matar? ¿Qué puerta era aquélla?

Entonces recordó. Estaba allí para una boda. Su boda. Y entre todas las traiciones, otra. En algunos sentidos, la peor.

Ella le había mentido. Pero él había hecho un juramento. Sacó la espada.

Se quedó allí, recortado contra la luz del sol, con la Garra del Dragón extendida hacia un lado.

Drácula. Su príncipe.

No era el hombre más alto. Pero era ancho y fuerte, y su armadura azabache producía la sensación de que había un gigante negro en la entrada de la Bisierica. Y cuando lo vio, su corazón, como cada vez que se separaban por un tiempo, se aceleró, y se quedó sin respiración. Y, como siempre, recordó la primera vez que lo había visto: moteado por el sol turco, entre las tablillas de una litera. Lo había vuelto a ver detrás de una ristra de monedas de oro cuando la rescató; pero por último y con toda claridad sólo cuando la barca se alejaba del muelle. Y esa última mirada había fijado el rumbo de su vida. Él lo llamaba kismet.

Sus hombres se le acercaron por detrás, haciendo tiesas reverencias, persignándose antes de dispersarse al final de la nave.

El silencio duró un largo momento. Se rompió cuando Drácula enfundó la enorme espada y echó a andar por el pasillo central. Caminaba despacio, mirando fijo hacia delante, sin prestar atención a los campesinos y boyardos que se postraban a su paso. A medida que se acercaba, ella fue viendo el cansancio que había en él, los cardenales negros debajo de los ojos, llamativos en aquella cara tan pálida, tan oscuros como la armadura cubierta de polvo. Se iba acercando cada vez más. A su lado, Ion le apretaba el brazo y ella levantó la mirada y vio que él sonreía porque su príncipe estaba vivo. Ilona se sentía contenta de que fuera su padrino de boda, porque no tenía padre. Lo único que la mantenía en pie era su único amigo y su único amor. Diez pasos y Drácula estaría a su lado. Sólo diez…

Nunca los dio. Un hombre se interpuso entre él y su amor.

—Has venido, voivoda —dijo el jupan Turcul—. No creíamos que lo hicieras.

La respuesta tardó un rato. Nunca levantaba la voz, y esta vez llegó entre el polvo del camino y los estragos del agotamiento.

—¿Acaso un hombre no debe ir a su boda?

Las palabras eran para el boyardo. Pero sus ojos, aquellos enormes ojos verdes, eran sólo para ella.

—Pero ¿puede realizarse esa boda? ¿Con ella?

Todo el desprecio se concentró en la última palabra.

Los ojos cambiaron. El frío que podía disipar todo calor se apoderó de ellos y por primera y única vez en la vida, Ilona sintió lástima por el jupan.

—¿Con ella? —Ahora no había cansancio en la voz—. Por supuesto. Sólo con ella.

El boyardo tragó saliva. Era un hombre poderoso, sólo por detrás del propio Drácula en todo el reino. Pero estaba detrás de Drácula.

—Mi príncipe —masculló—, sólo quiero proteger tu honor.

—Ojalá fuera verdad. —Las palabras salieron como un susurro, pero se oyeron con claridad—. Explícame qué quieres decir, jupan. Ahora.

El boyardo vaciló. Pero había llegado demasiado lejos. Y viendo hasta dónde estaba dispuesto ese hombre a arriesgarse, Ilona comprendió, por primera vez, el grado de peligro que corría, y en medio de aquel calor sintió un escalofrío.

—Te ha traído aquí con falsedades, mi príncipe. Te ha engañado para que aceptaras esta boda.

—¿Engañado? Nadie me engaña. —Un grito repentino—. ¡Nadie!

—Sin embargo…

Hubo un movimiento borroso, una sombra que pasaba entre los rayos de sol, una mano con guantelete que apretaba una garganta. Turcul le llevaba una cabeza, pero se agachó como un muñeco para que Drácula pudiera mirarlo desde arriba.

Otros nobles se movieron incómodos. Cada uno tenía una espada al lado. Ninguno la empuñó. Quizá fue por el ruido de hombres con armadura negra poniendo flechas en los arcos.

Otra vez el susurro.

—Explícame qué quieres decir.

Un gorgoteo. Los dedos cubiertos de polvo se aflojaron lo suficiente para permitir algún sonido.

—Mintió. Porque no está encinta.

—¿Mintió? —La palabra resonó entre las piedras—. Ilona nunca miente. —Vlad miró alrededor—. El único que… que…

Todos lo vieron, cómo vacilaba, tropezando hacia delante, soltando al hombre.

—Entonces pregúntaselo, príncipe. —Turcul resollaba en el suelo—. Pregúntaselo.

La mirada volvió a posarse en ella, con una oscuridad en los ojos que había visto ofrecer a otros pero no a ella. Nunca a ella.

Sintió que se quedaba sin aliento, como si se hubiera olvidado de cómo respirar.

—Una palabra, Ilona. Termina esto con una palabra. —Bajó de nuevo la voz—. ¿Esperas un hijo mío?

Entonces ella estuvo a punto de desmayarse a causa del calor, de la repentina oleada de sangre allí abajo, de la terrible oscuridad en aquellos ojos.

—Mi príncipe…

—¡Una palabra! —gritó ahora Vlad—. ¿Esperas un hijo mío?

Ilona lo sintió. El vacío dentro. En la mirada que le había dirigido la hija de Turcul. En la ropa sucia sobre el vientre. En el pequeño cambio de presión de los dedos de Ion sobre el brazo. Estaba en un arco iris y de repente caía en la oscuridad. Pero no podía ir allí hasta que le hubiera respondido. Había pedido una palabra. Siempre le obedecía.

—No.

La palabra quedó allí flotando, como una mota de polvo en un colorido rayo de sol. Y todos vieron el efecto que producía en Drácula, que se encorvó como si dentro de la armadura su carne se hubiera encogido, retrayéndose del contacto con el metal.

—No —repitió él. Después cerró los ojos y susurró—: Otra mentira.

Turcul se levantó como pudo y fue a reunirse con los otros nobles, rodeado por una falange.

—¿Y cómo solucionarás esto, mi señor?

La oscuridad seguía allí. «¿Mi señor?», quería gritar Ilona. Es tu príncipe. Pero sabía qué era lo que estaba haciendo Turcul. Le estaba recordando a Drácula que él no era más que primus inter pares, el primero entre iguales, y que les debía la corona.

—¿Solucionar? —El cansancio volvía a estar en su voz, en su cuerpo—. ¿Me preguntas eso ahora, con los turcos a un día de Targoviste? —Ante esas palabras se produjo un murmullo—. ¿Me preguntas eso tú, que deberías estar en este momento reuniendo a tus hombres y poniéndote la armadura para seguirme?

Otra voz, otro noble.

—¿Cómo podemos seguir a alguien que tolera esta traición? ¿Quién es el que no hace lo debido?

Se sumaron otras voces, con el coraje de la jauría.

Vlad los hizo callar levantando un puño. E Ilona notó entonces cómo el dedo meñique estaba vendado con el de al lado.

Brillaba a la luz de las antorchas y la venda estaba empapada en sangre.

Las palabras de Vlad tardaron en salir.

—¿El que no hace lo debido?

Era un eco, infinitamente fatigado. Pero no era una pregunta.

Y entonces Drácula se movió con la misma rapidez que cuando enfrentó a Turcul. Más rápido. Y cogió a Ilona por el brazo.

—¡No! —Ion la había soltado y se había adelantado tratando de interponerse entre el hombre de la armadura negra y la mujer del vestido blanco—. ¡Príncipe! ¡Vlad! ¡No! Ella…

La mano que había aplastado la garganta de un noble se estrelló contra la cara de Ion, que cayó hacia atrás, desplomándose sobre las piedras. Entonces Vlad arrastró a Ilona, la metió por la puerta mosquitera y le hizo subir los dos escalones hasta el altar. Delante, la arrojó al suelo. Nadie entró en el espacio al lado de la puerta, ni el metropolitano, a pesar de que estaba en su esfera, ni el jupan Turcul ni los otros nobles. Se agolparon allí pero no cruzaron el umbral.

Por un momento, Drácula miró el crucifijo sobre la mesa elevada, con la figura del Salvador torturado encima. Por un momento se detuvo. Después cerró los ojos… y sacó un estilete.

Esa arma de hoja estrecha tenía grabada la misma imagen del Dragón que la espada, y el mismo filo. La levantó a la altura de la cruz que tenía delante y gritó:

—¡Moloch!

El grito resonó en la gran bóveda de piedra de la catedral. Todos sabían lo que significaba: los hombres agolpados junto a la puerta mosquitera, los feligreses en la nave, el hombre que escupía dientes y sangre donde había sido arrojado por el golpe de Vlad.

Eran los cananeos arrojando a sus hijos al fuego.

Era el sacrificio de lo que más se amaba.

La daga cayó. No sobre la carne. No todavía. Se hundió en la ropa blanca, cortándola, con un rápido y único movimiento, del cuello al ruedo. La ropa se abrió como una Biblia.

Tenían las caras tan cerca que ella lo podría haber besado. Ella se quedó allí, sin forcejear, paralizada por los ojos del hombre que amaba. En ellos había algo que nunca había visto antes. No, no algo. Una ausencia de algo. De vida.

Estaba tan cerca que sólo ella podía oírlo.

—No te muevas —susurró él—. Ni un pelo.

Y entonces le clavó la punta del estilete en el pecho.