Habían marchado a un cómodo medio galope, rodeando a bastante distancia el campamento turco y hecho una pausa para reagruparse en la cabecera del valle que desembocaba en la llanura. Ahora que volvían a cabalgar cuesta abajo, acercándose, empezaron a ganar velocidad, aunque sin llegar al galope tendido. La forma del terreno, que se iba estrechando, los obligaba a juntarse, una falange de hombres y caballos. Cuando acabó el valle y salieron a la tierra llana, los hombres se abrieron a ambos lados de Vlad, en columnas de doscientos hombres y diez en fondo.
Los más cercanos a él eran sus vitesji, los cincuenta que quedaban de los cien originales, y más cercanos aún eran los abanderados: el Negro Ilie, el Risueño Gregor y Stoica el Callado. Los cincuenta, como su líder, iban armados con el mejor acero de Núremberg, el más liviano y resistente que se podía comprar. Detrás de cada uno de ellos iba un escudero, también con armadura, aunque no de tan buena calidad. Cada uno de esos hombres más jóvenes llevaba una antorcha alquitranada, encendida antes de iniciar la bajada, y las llamas se alargaban hacia atrás a causa de su velocidad.
Todos habían visto el cometa de dos colas que había atravesado los cielos de Valaquia el año en que el hijo del Dragón había recuperado el trono de su padre. Se decía entonces que Vlad había ido montado en él a su victoria. Para quienes lo seguían ahora, era como si pasara de nuevo el cometa, con Vlad montado de nuevo a horcajadas.
El suelo del valle estaba tan reseco como el resto del país, con unas pocas matas aferradas al polvo que se levantaba y los seguía formando una enorme y turbia nube. Fue eso lo primero que vio el enemigo, y pensó que era una nube de tormenta, los fuegos que iban dentro, los primeros destellos de los relámpagos y el ruido de cascos, el gruñido del trueno. Al verlo, hasta el Dragón se podía explicar, porque aquellos nómadas tártaros sabían que los dragones habitaban en los picos de sus montañas y bajaban a chupar los huesos de los hombres. Ni siquiera empuñaron las armas, porque ninguna espada de mortal podía matar semejante bestia. Lo más seguro era quedarse inmóvil junto a los caballos y esperar que la bestia eligiera a otro para saciar su hambre. Algunos murieron esperando, víctimas no de una garra de dragón sino de las flechas que los compañeros de Vlad disparaban. No muchos. Por delante había blancos más importantes.
Fue un yaya de las llanuras de Anatolia, un pobre granjero que acababa de despertar de un sueño de cultivos y de agua fresca en su propio pozo, el primero en darse cuenta de la verdad. Su hermano había desaparecido en las mazmorras de Tokat y no había vuelto nunca más, y desde entonces él vivía con terror a los castigos practicados en aquel lugar. Así que cuando vio la bandera del Dragón supo que no era un animal ni una tormenta sino algo mucho peor.
—Kaziklu Bey —gritó, dando el título de Vlad en su propia lengua.
«Príncipe Empalador».
Habían entrado por el lado porque en el extremo exterior del camino había más guardias. Pero ya habían traspasado las primeras líneas, los akincis, que dormían junto a sus caballos al aire libre, y a los yaya, que dormían en enormes tiendas fáciles de esquivar. Sin embargo, las tiendas eran cada vez más pequeñas y más apretadas, y las cuerdas, una trampa para los veloces cascos.
El Negro Ilie lo miraba con atención, pegado detrás de él, de modo que cuando Vlad giró a la derecha la bandera del Dragón viró al mismo tiempo y la falange de hombres lo siguió rumbo al camino.
Había llegado el momento. Vlad no necesitaba buscar a Stoica. El hombrecito cabalgaba del otro lado, con su robusto tarpán casi al galope para seguir el ritmo de Kalafat. Hacia donde mirara ahora Vlad, las llamas subían hacia los codos de sus vitesjis, que lo imitaban, se quitaban del hombro los arcos, buscaban en el carcaj las flechas con cabeza de trapo mojado en aceite, las sacaban y con un solo movimiento pasaban la cabeza por el fuego y después las cargaban y tiraban enseguida de la cuerda. No hacía falta apuntar mucho. Todas las flechas daban en el blanco: los pabellones de los jinetes sipahis. Un instante más tarde, las lonas calafateadas con brea se incendiaban.
—¡Kaziklu Bey!
El grito salió ahora de muchas bocas en medio de un evidente terror.
—¿Me oyes llegar, Mehmet? —susurró Vlad.
Llevaba la visera todavía levantada y sus ojos se movían constantemente, buscando objetivos para sus flechas normales, de punta de hueso; buscando sobre todo el cambio de tiendas que le permitiría saber dónde estaba.
Apareció. Detrás de los pabellones más pequeños de los sipahis había hileras de conos de pelo de camello que llevaban a un pabellón solitario y más grande. Delante de él había un asta y a la luz de la luna Vlad vio la bandera que tenía en la punta, el elefante que se destacaba contra el fondo amarillo y verde. Hasta recordó —porque cuando era estudiante había venerado a esos hombres— a qué orta representaba la bandera.
«La 79», pensó, y recordó la última vez que había visto el elefante, delante de la taberna de Edirne donde había robado a Ilona. El pensamiento estuvo allí y desapareció al gritar «¡Jenízaros!», y poner una flecha y disparar, poner otra y disparar. Recibió una, la primera que le había acertado jamás y que le rebotó en los planos estriados del peto. Bajó la visera. Su montura llevaba poca armadura, porque Vlad no quería limitar la agilidad de Kalafat. Pero tenía puesta una gruesa manta de piel acolchada, tachonada de pequeñas piezas metálicas y un protector de acero para la cabeza y la nariz. Eso y la estaca afilada del largo del antebrazo de un hombre, sujeta encima de los ojos, la transformaba. Lo que veían los turcos era un unicornio con un demonio negro en la espalda, galopando bajo un dragón plateado.
Olas de hombres chillones habían huido de la tormenta, derribando palos de tiendas, arrancando cuerdas. Vlad los vio chocar contra hombres que trataban de reorganizarse y vio como esos jenízaros rebanaban a los desertores. Alguien aporreaba el enorme tambor kos; los soldados, algunos con yelmo, algunos con peto, la mayoría con ninguna de las dos cosas pero todos armados, se abrían paso como podían hacia el estandarte del elefante.
Su deseo era combatir y matar sólo a un hombre esa noche. Pero esos jenízaros eran el corazón del ejército enemigo. Y se interponían entre él y el camino a Mehmet.
—A mí —gritó, aunque no hacía falta, porque sus hombres lo seguían rodeando muy de cerca, sobre todo los compañeros de armadura negra. Hubo tiempo para una última descarga de flechas. Después echaron los arcos al hombro y un instante más tarde habían desenvainado las espadas.
—Drácula —chillaron, y arremetieron contra los jenízaros concentrados.
Había quizá trescientos jenízaros, quizá más. Los segaron como si fueran trigo. Los vitesjis hundían y sacaban las espadas, cosechando sangre.
Y Vlad logró atravesar aquello, acompañado por la mayoría de sus hombres, y el camino era de ellos, suficientemente ancho para admitir de a veinte en fondo. Después de algunos empujones los caballos y los jinetes se organizaron y empezaron a avanzar con creciente rapidez, una espada llameante que iba clavando en el corazón de los enemigos de Dios.
El fuego que ellos llevaban no era el único. La avenida estaba bordeada por ambos lados con faroles, en los que ardían trapos empapados en aceite. La velocidad de Vlad le hacía pensar que también se movían las luces, bolas de fuego que corrían hacia el final del camino: el pabellón de Mehmet.
A lo largo del frente cabrían cien hombres acostados tocando pies con cabeza. Veía las paredes que había ayudado a coser el día anterior, la entrada de dos escalones que era la puerta. Estaba lo bastante lejos para ver sólo el mástil pero no lo que había en la punta, pero sabía que el tug tenía seis colas de caballo, la media luna de oro de Cibeles y un millar de sonoras campanas de plata. Y veía a los hombres que se habían reunido al pie de ella. Quizás uno era el que buscaban.
Dos, trató de no olvidar, mientras las flechas volaban desde ese lado y se agachaba contra la cabeza de Kalafat como había hecho al jugar al jerid. Donde estuviera Mehmet estaría Radu, el hermano que no había podido rescatar. Otra oleada de gente, el espacio consumido por la velocidad de Kalafat, y habría llegado adonde estaban ellos.
Entonces cambió de opinión. Donde sólo había antes unas pocas figuras interpuestas entre él y el tug, ahora había una barrera de jinetes. Veía como la luz de la luna centelleaba en petos y yelmos, hombres que habían sido advertidos con tiempo suficiente para armarse aunque fuera parcialmente. No distinguía el color de su estandarte, pero sabía que sería amarillo: la oriflama de seda de la guardia real de Anatolia.
Había contado a sus hombres que esos soldados estaban descontentos, resentidos con su comandante, quizá borrachos. No había necesitado decirles que igual eran excelentes guerreros, entre lo más selecto de la guardia de Mehmet. Y detrás de ellos, formando también una piña, vio a la infantería con alabardas en la mano: los sin bazo, los peyks.
No había tiempo para detenerse, para desmoralizarse. Vlad colocó la espada de manera horizontal junto a la cabeza de Kalafat, ofreciendo al enemigo estocadas paralelas de cuerno de unicornio y Garra del Dragón.
Fue hacia un hombre, un oficial con yelmo de cresta y pluma. Su enemigo tenía una lanza y por lo tanto más alcance que él, pero había maneras de eludir eso, sobre todo porque el hombre estaba empezando a ponerse en movimiento y Vlad ya iba a gran velocidad. Cuando se acercaron, Vlad hizo una finta hacia la derecha para obligar a rebotar la punta de la lanza en su escudo; de repente viró a la izquierda, dejando que el arma se le metiera por debajo del brazo que empuñaba el escudo; entonces lo bajó e hizo frenar de golpe a Kalafat, paralizando el arma y haciendo perder el equilibrio al turco. Bajó el pomo de la espada, con la punta hacia arriba. La clavó entre la cota de malla y la barbilla y empujó.
Un movimiento giratorio de hoja y un enemigo que caía mientras buscaba otro en medio del alboroto. A su lado, Stoica metió la antorcha todavía encendida en la cara de un enorme turco que chilló y cayó con la barba en llamas. Detrás vio la risa de Gregor mientras aplastaba el turbante metálico de un guerrero con la maza. El Dragón avanzó aprovechando la punta de lanza del estandarte que llevaba Ilie; otro infiel muerto que alegraba el corazón de Dios. Y entonces llegó la siguiente ola de valacos, que barrió a los anatolianos del ala izquierda.
Hombres montados en enormes caballos de guerra se adelantaron a Vlad. Una presión de los talones y Kalafat empezó a alcanzar a sus hermanos más grandes y más lentos. Pero aunque no estaba en la primera ola que chocó contra los peyks, Vlad vio los destrozos provocados por las alabardas con cabeza de hacha: los garfios laterales que arrancaban a los hombres de las sillas de montar, los martillos posteriores que aplastaban yelmos, las puntas que atravesaban visores.
Pero las tropas enemigas pronto se desorganizaron y terminaron en una serie de combates individuales, y los vitesjis de Vlad no lo habían perdido de vista. Ellos y muchos más seguían ahora al hijo del Dragón y la bandera del Dragón abriéndose paso entre los combatientes.
Hasta el espacio abierto y la luz de la luna. Ahora Vlad estaba lo bastante cerca para ver las colas de caballo del tug, a los hombres concentrados delante. Reconoció allí a los solaks, los arqueros jenízaros de la guardia, entre sipahis montados y desmontados. En cuanto Vlad y sus hombres salieron del remolino se encontraron con mil puntas de acero en flechas, lanzas y espadas dirigidas hacia ellos.
Miró más allá y en ese sitio, por fin, estaban los dos hombres que buscaba, el sentido de toda esa muerte. Mehmet, con una bata de noche violeta, adornada con brocado de oro y plata y el enorme yelmo dorado con un remate de pluma de avestruz, blandía una espada. A su lado, vestido, como él, empuñando un arco, estaba un hombre que en el último encuentro Vlad había considerado un niño. Su hermano Radu.
Le acudieron lágrimas a los ojos. Levantó la visera para secárselas y miró a derecha e izquierda buscando a sus hombres. Algunos todavía estaban ocupados en diversos puntos del camino. Algunos habían huido. Muchos estaban muertos. De los dos mil que habían iniciado aquel descabellado viaje quedaban quizá doscientos a su lado. Pero por algún sitio, más allá del pabellón del sultán, Ion debía de estar llegando con otros dos mil.
No podía esperar a averiguarlo. Miró a los hombres que había buscado y a los hombres que tenían delante. No reinaba el silencio; la lucha y el miedo lo impedían. Pero el ritmo de la matanza había aflojado lo suficiente para que Vlad distinguiera algo más: el repique de campanas de plata.
Sólo duró un momento, y entonces llegó el potente grito.
—Allah-u-akbar —rugieron los turcos, desafiando a los cristianos.
La respuesta no se hizo esperar en hombres que habían visto el efecto que producía en el enemigo.
—Kaziklu Bey —gritaron los hombres de Valaquia, y siguieron al Príncipe Empalador en el ataque.
Pero Vlad y sus vitesjis habían envainado las espadas. Volvían a tener los arcos en la mano. Mientras recibían una lluvia de flechas de punta de hueso, respondieron con otra descarga. Pero las flechas de ellos llevaban de nuevo fuego en la punta y se metían en el pabellón del sultán achicharrando en un instante las suntuosas sedas que decoraban las paredes, ríos de fuego que corrían por cuerdas impregnadas en alquitrán. En cuanto disparó, Vlad se colgó el arco y sacó la espada, bajó la cabeza y arremetió como si saliera a una tormenta de agua y no de huesos. Bajo la lluvia de flechas, su única esperanza era que la armadura más cara de su país le alejase la muerte de la carne.
Un golpe en el pecho lo echó hacia atrás en la silla de montar. Recuperó el equilibrio y Kalafat tropezó pero siguió avanzando. Se metieron en la tormenta, atravesando las filas enemigas, sin espacio suficiente para que volaran las flechas. Era hora de matar de otras maneras.
El ataque lo había llevado a internarse entre el enemigo. Hizo que Kalafat se levantara sobre las patas traseras y agitara las delanteras. Sentía la cercanía de sus hombres y de repente empezó a sentir poco más que los golpes, que desviaba o devolvía.
Mataba. Era algo en lo que siempre había sido bueno.
Entonces, perdido en la niebla sangrienta en la que se había hundido, recordó para qué estaba allí, y miró por encima del alboroto y vio a Mehmet una docena de pasos detrás de él, rodeado de arqueros solaks y algunos alabarderos. Tenía la barba más larga y de un rojo más oscuro. Los ojos más hundidos, los labios aún más carnosos. Pero era el mismo jactancioso que había conocido en su juventud, el mismo matón. El hombre que había ido a su país a matarlo. Que quizás había destruido al hermano de Vlad. Volvió a sentir furia, pero esta vez no lo cegó. En vez de eso recordó cómo lo había vencido una vez, en el campo del jerid. Así que cuando dos de sus vitesjis rompieron el cerco y atacaron, él los siguió, usándolos de pantalla como había hecho una vez con Ion y Radu.
Cayeron dos cuerpos, uno a cada lado. Dos caballos, a izquierda y a derecha, se asustaron y huyeron de las flechas y las espadas. Pero Vlad se metió por el medio y se enfrentó con violencia al enemigo. Las filas implosionaron y los arqueros sin armadura huyeron de las patas del caballo y de los golpes del acero. Los que no se dispersaron murieron, mientras sus hombres, viendo que se rompían las filas, lo siguieron en el ataque.
Vlad había perdido de vista sus objetivos. Entonces los vio: el sultán lo desafiaba a gritos mientras el último de sus guardaespaldas lo arrastraba alejándolo de allí, acompañado de Radu.
—Mehmet —gritó Vlad con alegría, tocando con los pies los flancos de Kalafat.
Cinco trancos y lo tendría a su alcance, así como Kara Khan atrapaba su presa con cinco golpes de ala y un planeo.
Pero Kalafat no se movió. Sus patas delanteras parecieron hundirse en el suelo. Se arrodilló de repente, tosiendo sangre entre dientes descubiertos. Vlad bajó de la silla y vio lo que no había visto antes: la manta de piel acribillada de flechas. La mayoría no había penetrado. Tres se habían clavado más y la última le había traspasado el corazón. Mientras Vlad daba un paso atrás, Kalafat rodó sobre un costado y cerró los ojos.
No había tiempo para duelos ni para pensar. Sólo para reaccionar ante los dos hombres que corrían hacia él con sables curvos mamelucos. Apoyando la mano izquierda en la mitad de la hoja de su espada, Vlad se agachó y saltó entre los brazos levantados del primer hombre, pinchándole la garganta con la punta, apenas lo necesario. El hombre gritó mientras caía pero Vlad no se apartó, salió al encuentro del otro hombre que lo atacó por encima del compañero caído, pero erró el blanco. Mientras levantaba el arma para atacar de nuevo, Vlad agarró la espada con las dos manos por la cara de la hoja y la descargó como si fuera un hacha, clavándole el turbante al hombre en la cabeza con el pesado pomo. Una vez había matado así a un príncipe de Valaquia. Con los esclavos daba el mismo resultado.
Antes de que ninguno de los hombres llegara al suelo, Vlad siguió adelante, hacia el furioso enemigo que arrastraban hacia su pabellón. Aquello estaba en llamas, pero no la lona principal. Mientras lo metían por la puerta de dos escalones, Vlad vio que los guardaespaldas no tenían intención de detenerse allí. La entrada trasera, menor, estaba abierta, y el grupo buscaba precipitadamente la seguridad.
«¿Dónde está Gales?», se preguntó Vlad por un momento. Entonces tuvo dos de sus hombres a su lado, el pequeño Stoica y el Risueño Gregor, y los tres alcanzaron con rapidez al grupo que iba delante. Había ocho guardias, armados con espadas y picas, y los enfrentaron en el centro del pabellón, delante de la cama elevada, mientras alrededor caían cuerdas ardientes empapadas en alquitrán. Eran ocho contra tres, pero los tres llevaban armadura y los ocho estaban medio atentos al furioso y agresivo sultán que tenían en el medio.
El Risueño Gregor murió sin dejar de reír, con la maza tan clavada en un cráneo que no la pudo sacar para detener la estocada que acabó con él. Stoica cayó, golpeado por el mango de una pica, y mientras caía mató al hombre que lo había atacado. Vlad tenía a otros dos guardias delante, y blandiendo la espada bastarda con ambas manos embistió a uno por arriba y al otro por abajo.
Y entonces quedaron sólo dos.
Lo miraron, uno valaco y el otro turco, ambos vestidos como griegos con túnicas de color púrpura, oro y plata. No había visto a su hermano desde que tenía once años. La cara de ángel había madurado transformándose en cara mitológica, en héroe ateniense. Lo llamaban Cel Frumos («el Hermoso»), y lo era, con aquellos ojos turquesa del Bósforo, aquel cuidado y espeso pelo castaño que le caía sobre los hombros y aquella barba exquisitamente recortada. A su lado, Mehmet, con la nariz marcadamente curva, los labios carnosos y la barba espesa parecía tan tosco y cruel como su reputación. Los dos blandían las espadas curvas de los turcos en posición de lucha, las hojas detrás, las manos extendidas.
Del otro lado de la tienda en llamas y llena de humo llegaban los ruidos de una feroz batalla. Volvía a sonar el gran tambor kos. Después sonó una trompeta —valaca—, instando a la retirada. Ninguna trompeta anunciaba otro ataque. Gales no había llegado. Pero no importaba. No importaba teniendo a su mayor enemigo a una estocada de distancia.
Vlad levantó la visera y avanzó un paso. Los hombres que tenía delante retrocedieron.
—Hermano —dijo Vlad con la voz empañada por una repentina pena ante todos esos años perdidos—, por fin eres libre.
Permite que los hijos de Drácul aún vivos se unan y maten juntos al tirano.
Radu tragó saliva y miró.
Quien habló fue Mehmet.
—Ahora es hermano mío, Vlad Drácula. Tuyo no lo será nunca más. Y le voy a dar el trono de Valaquia.
—No lo puedes dar porque no es tuyo, Mehmet Celebi —dijo Vlad, volviéndose hacia él, usando un viejo nombre—. Y mi hermano todavía tiene sangre de Dragón, por mucho que lo hayas corrompido. —Se le quebró la voz—. Sé lo que has sido —prosiguió—. Así que no le pido que te mate. Sólo que se —aparte mientras yo lo hago.
Al oír eso, Radu se apartó. Mehmet lo miró, volvió a mirarlo y lanzó un gruñido.
—Mientras lo intentas, Kaziklu Bey. Porque yo soy tan guerrero como tú.
—Eso está por verse —dijo Vlad, poniendo la visera, bajando la espada delante y dando un paso.
Estaba tan concentrado en el hombre que odiaba que no vio el destello de la espada hasta que casi fue demasiado tarde. Saltó hacia atrás, levantando su propia espada… pero tenía doblado un guardamanos, que nunca había enderezado en memoria de su triunfo sobre Vladislav. Así que no estaba allí para detener el acero damasceno de Radu que le atravesó el guantelete, cortándole el dedo meñique de la mano izquierda.
El dedo cayó al suelo alfombrado. Los tres hombres lo miraron.
—Radu… —dijo Vlad con un jadeo.
—¡No! —gritó su hermano—. Nunca viniste a buscarme. Me abandonaste… a ellos. Bueno, ahora les pertenezco. Y el trono de mi padre será mío.
Mehmet se le iba acercando con una sonrisa. Vlad todavía tenía la espada en la mano derecha. La levantó, aunque parecía pesar el doble que antes.
—Radu… —tosió, y entonces un enorme trozo de lona ardiente se descolgó del techo y bajó entre ellos, llameando allí un instante antes de caer al suelo.
El humo y el incendio le impedían ver. Había figuras en movimiento, voces que gritaban, hombres que entraban. Era imposible avanzar, o retroceder. Empuñando la espada, resbaladiza ahora a causa de su propia sangre, fue tropezando hasta el lado de la tienda que ardía pero aún sin llamas. No podía respirar; su mente, ya paralizada, estaba a punto de perder la consciencia. Entonces vio un remiendo mal cosido en un panel; lo reconoció como obra suya. Asfixiándose, lo pateó hasta que cedió y pudo salir por allí gateando.
Con la vista borrosa a causa del humo y de las lágrimas, levantó la mirada y encontró a sus vitesjis todavía luchando. La trompeta valaca sonó una vez más, para pedir la retirada de la bandera del Dragón que todavía ondeaba. Vlad fue tropezando hacia allí. Pero los turcos también se estaban concentrando y algunos se volvieron hacia él, que trató de levantar la espada.
A su derecha se oyó un grito detrás de lo que quedaba de la tienda del sultán. Vlad miró hacia donde deberían estar entrando dos mil guerreros y vio uno, cabalgando entre dos ortas de jenízaros.
—Ion —gritó Vlad, y de algún modo su amigo lo vio y lo oyó e hizo girar el caballo para ir hacia él.
—Vlad —exclamó Ion.
Pero los jenízaros se estaban acercando y no podían esperar más. Agarrando la mano tendida desde el caballo, con un grito de dolor, Vlad saltó y se instaló detrás de Ion.
Ion miró la mano que había apretado.
—Mi príncipe. ¡Estás sangrando!
—No te detengas —susurró Vlad, apoyando la cabeza en la armadura fresca de su amigo.
—¿Lograste…?
—No te detengas —dijo de nuevo Vlad, con los ojos cerrados.
Ion espoleó los flancos del caballo, que arrancó metiéndose de cabeza en el conflicto. En el centro, el Negro Ilie blandía una espada con las dos manos. Para hacerlo había clavado en la tierra la bandera del Dragón. Ion la arrancó y gritó:
—¡Valacos! ¡A mí!
Pocos lo podían haber oído. Pero la imagen de la bandera alejándose era muy clara, y los que pudieron fueron detrás. Una falange mucho más pequeña empezó a desandar el camino por donde había llegado. Como la mayoría había huido ante su llegada, pocos intentaron detenerlos ahora.