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Promesas

Vlad también los vio.

—Eminencia —dijo, arrodillándose para besar el anillo del metropolitano—, ¿qué te trae desde Targoviste?

El sacerdote era alto y delgado, y tomaba con más seriedad su papel espiritual de representante de Dios que muchos de los que habían engordado con los beneficios de su posición. Su rostro serio estaba ahora preocupado.

—Tengo noticias, príncipe. Y no pude confiar en nadie para que te las trajera.

—Entiendo. Un momento. —Se volvió hacia el otro hombre, metido en una abollada armadura incrustada de polvo y con el rostro tan sucio que casi no se lo reconocía—. ¿Y tú, Buriu, el más leal de los boyardos? ¿Tampoco pudiste confiar en nadie para enviar tus noticias?

—Ay, príncipe —respondió el hombre—, no me quedaba nadie vivo en quien confiar.

Ion se estremeció. Vlad se había visto obligado a enviar a Buriu al este con la mitad de su ejército para defender la fortaleza clave de Chilia. No de los turcos. De su propio primo, su antiguo compañero de fuga, Stephen de Moldavia, que había elegido ese momento para traicionarlo y, por amor de Dios, tratar de apoderarse de lo que más quería. Que Buriu estuviera allí de nuevo, solo…

Vlad debía de haber percibido lo mismo.

—Entremos, amigos. Y hablemos tranquilos, os lo ruego.

Las noticias del viejo boyardo fueron transmitidas con discreción y rapidez. No había mucho que contar.

—Los hombres que envié a hacer un reconocimiento no volvieron. Sabía que tenía que actuar con rapidez, para que el maldito moldavo no se apoderara de la fortaleza. Pero debe de haber sido él quien avisó a los turcos… —La voz de Buriu se quebró—. Nos esperaron entre los juncos a los dos lados de un puente. Dejaron pasar a la mitad de mis hombres y entonces atacaron desde ambos lados. Nos superaban en proporción de cinco a uno. Yo… estaba en la retaguardia. Todavía no sé cómo escapé, por qué se me perdonó…

El viejo se echó a llorar. Vlad se sentó a su lado y le puso una mano en el hombro.

—No moriste, spatar, porque te necesitaba a mi lado, como amigo más antiguo de Drácul.

El viejo levantó la mirada y se secó las lágrimas.

—¿Es cierto lo que he oído? ¿Que marchas esta noche contra el campamento de Mehmet?

—Sí, es cierto.

El viejo boyardo se levantó; le crujían todas las articulaciones.

—Entonces tengo que ir a que me quiten las abolladuras de la armadura.

—Mi señor. —Vlad se levantó también—. Has hecho lo suficiente. Descansa esta noche.

—¿Cuando la bandera del Dragón flamee contra el enemigo? —Ensayó una pequeña sonrisa—. Tu padre no me lo perdonaría nunca.

Se agachó para salir por la puerta de la tienda. Stoica entró cargado de pan, carne y vino. Vlad dio media vuelta.

—¿Me disculpas, Eminencia, si…?

El sacerdote hizo un ademán hacia el queso.

—Necesitarás sustento, príncipe, para el intento de esta noche. Y también, lo siento, para lo que tengo que decirte.

Vlad se sentó y se puso a beber y a masticar.

—Te escucho.

—Sabes que cuando subiste al trono yo no estaba seguro de tus intenciones. Pensaba que quizá no eras más que otro de los tantos voivodas que buscan el poder nada más que para su propia gloria.

—¿Y ahora?

—He visto lo que has logrado. Puedo haber cuestionado alguno de tus métodos… —El prelado tragó saliva—. Pero he visto los resultados. Un país libre de bandidos, donde los hombres y las mujeres pueden vivir sin miedo a que otro hombre les robe lo poco que tienen. Un país donde la Iglesia prospera, porque has sido un entusiasta benefactor. Y lo que vas a emprender, esta cruzada…

Con un suspiro, Vlad lo interrumpió.

—Eminencia, me alegro de que me apruebes. Siempre he tratado de seguir los dictados de la Iglesia, haciendo algunas adaptaciones personales. —Echó una mirada a Ion—. Pero dentro de unas horas me enfrentaré a mi mayor enemigo, y si no triunfo se perderá toda mi obra. Y la mirada que tienes me llena de miedo. No la necesito. Por favor, dime por qué viniste.

El sacerdote asintió.

—Entonces escucha esto: los boyardos conspiran contra ti.

Vlad sonrió.

—Podrías haberte ahorrado el viaje desde Targoviste. Cada vez que grazna un cuervo en el bosque me canta la misma canción.

—Pero ahora creen que tienen un arma con la que pueden atacarte.

—¿Qué arma?

—La mujer, Ilona Ferenc.

Ion dio un paso adelante. Vlad se levantó.

—¿Está bien?

—Mi señor, está encinta.

Vlad cerró los ojos. Por un momento no estuvo allí, y dejó de ser un príncipe que se preparaba para una batalla. Por un momento estuvo de vuelta en la casa de Ilona, en su cama, sólo un amante, e Ilona le prometía alivio, sin consecuencias.

«Es seguro, mi amor. Es seguro. Conozco mis tiempos».

Había mentido. La única persona que no le mentiría nunca lo había hecho.

El sacerdote miró los temblorosos párpados del príncipe.

Echó una ojeada a Ion y siguió hablando.

—Y los boyardos, que siempre la han odiado por la influencia que tiene sobre ti, por el hecho de que no te casarás nunca con ninguna de sus hijas mientras ella viva, ven esto como una oportunidad para hacerte daño.

Vlad cerró los ojos y asintió.

—Por mi juramento.

—Sí. Tu juramento de que no tendrás más hijos bastardos, pronunciado ante tu confesor y reafirmado ante mí en el altar de Bisierica Domnesca. Siguen creyendo que no te casarás con ella. Que romperás la promesa y te deshonrarás y la deshonrarás a ella. Y que sobre todo romperás tu pacto con Dios cuando Valaquia más lo necesita.

—Entiendo. —Vlad levantó la cabeza y escuchó. Detrás de la lona un ejército se preparaba para la batalla. El silbido del acero rozado por la piedra de afilar. Los golpes de martillo en las armaduras para quitar las abolladuras. Cerca, en algún sitio, un hombre cantaba una doina, un triste lamento de pastor por un amor perdido. Vlad escuchó un instante la lastimera melodía, esperó la armonía… que llegó, perfecta, de una voz más aguda y juvenil. Después asintió, aceptó la voluntad divina y gritó—: ¡Stoica!

Su sirviente apareció. Llevaba un gambesón. Vlad empezó a quitarse el atuendo turco.

—Eminencia, cuando nos reunamos bendecirás la hostia y besarás la bandera de la Santa Cruz. Después regresarás a Targoviste y te encargarás de los preparativos de nuestra boda. —Reducida ahora su ropa a un blusón, Vlad abrió los brazos y Stoica le puso encima el gambesón y de inmediato empezó a cinchar las correas de cuero—. Dentro de una semana, al mediodía, en la Fiesta de los santos Juan y Simeón, iré a la Bisierica Domnesca. Iré en el ataúd o a pie. Si ocurre lo primero, quiero que se cante una misa por mi alma, porque habré muerto como príncipe guerrero de Valaquia. Si ocurre lo segundo… bueno, que suenen las campanas nupciales.

Stoica, habiendo terminado la primera tarea, recogió las piezas de acero, los escarpes y las canilleras para la parte inferior de las piernas. Vlad miró la armadura negra apilada a su lado. Por ella habían pagado una fortuna a los artesanos de Núremberg. Muy diferente de las cosas prestadas que se había puesto para subir al trono.

«Qué largo ha sido el camino desde entonces —pensó—. Tantos pecados».

Detuvo las manos tendidas de Stoica.

—Eminencia, ¿escucharías mi confesión? —preguntó, arrodillándose—. Aunque no sé si tendré tiempo para cumplir alguna penitencia.

Por primera vez el metropolitano sonrió.

—Trae la cabeza de Mehmet Fatih a la fiesta de tu boda, príncipe Drácula, y habrás hecho penitencia para toda una vida.

—No estoy tan seguro. Tengo mucho que expiar. Y habrá más todavía. —Vlad se persignó—. Pero lo intentaré. Por amor a Dios, por todos mis pecados, lo intentaré.

Se reunieron bajo las copas de los árboles, en la larga cresta donde el bosque daba paso al declive del prado. En el cielo despejado una luna llena plateaba los contornos del paisaje y lo rayaba de negro. Parecía como si allá abajo, lejos, cien mil estrellas se reflejaran en el centro de la llanura. Pero era el campamento turco, con los cuatro caminos formando una cruz negra dentro del círculo.

Vlad hacía avanzar a Kalafat, seguido por Ion y Gales.

—Nos llevará dos horas dar la vuelta por el lado sur. Después, con la luna detrás, atacaremos por ese camino. Jupan Gales, sigue hasta el cruce del roble herido por un rayo. En cuanto oigas que empieza la batalla, de lo que supongo se encargarán los aullidos del enemigo, ataca por el camino norte. Con la gracia de Dios, nos encontraremos bajo el tug de Mehmet.

Voivoda, ¿cómo reconoceremos a tus hombres en el fragor de la lucha, en la oscuridad? —dijo Gales—. Tu excelente armadura es, por supuesto, muy característica. Pero muchos de nuestros hombres han recogido armaduras del enemigo por el camino.

—Me he preparado para eso. —Vlad levantó la voz, que circuló con claridad por el linde del bosque—. Que cada hombre desmonte ahora y, arrodillado, pida perdón por sus pecados, pagados con sangre infiel. Y que cada hombre ate al yelmo una cinta blanca, símbolo de la pureza de María, la Santa Madre.

La orden fue llegando a quienes no la habían oído. Los soldados desmontaron, salieron de debajo de los árboles y se arrodillaron en las laderas. Sacerdotes con altas mitras, llevando el báculo de la fe, caminaban entre ellos impartiendo bendiciones, repartiendo pañuelos blancos de seda que los hombres se ataban a los yelmos.

Vlad e Ion, arrodillados juntos, recibieron la bendición del metropolitano, se levantaron y volvieron juntos a sus monturas. Los dos se pusieron a controlar correas y armas.

—¿Sabes quién es probable que esté allí, bajo el tug del sultán? —preguntó Ion en voz baja.

Vlad asintió.

—Hace años que sueño con liberar a mi hermano del abrazo de Mehmet. Sólo espero que, cuando volvamos a vernos, Radu recuerde que también es hijo del Dragón. —Cogió el arco turco, el que llevaba consigo desde Guirgui y que ningún otro hombre podía tensar, se pasó la cuerda por encima de la cabeza y se aseguró de que el arma fuera cómodamente apoyada en la espalda. Después volvió la cabeza—. Ion, te veré allí.

La respuesta de Ion fue en voz baja, para que sólo la oyera un hombre.

—En el centro de la lucha, Vlad. Como siempre.

Su príncipe sonrió y después vio como la bandera blanca con la cruz roja ondeaba una última vez antes de llevarla de nuevo al bosque. Vlad esperó a que le llegara el momento a Cristo. Entonces se volvió hacia la izquierda, hacia el hombre enorme y oscuro.

—Ahora —dijo.

El Negro Ilie inclinó la cabeza y después espoleó el caballo antes de detenerse veinte pasos delante del bosque. A la vista de todos los que estaban dentro, se levantó sobre los estribos y empezó a hacer girar el alto mástil desenrollando la tela que llevaba sujeta. Cuando estuvo toda desplegada se inclinó hacia atrás y echó hacia delante la bandera. Iluminado por la luz de la luna, el dragón plateado empezó a volar.

—¡Drácula! —gritó Ilie con aquella voz potente y grave.

—¡Drácula! —repitieron cuatro mil gargantas.

Y tras el grito, con el Dragón volando delante, la hueste de Valaquia bajó corriendo por la ladera.