Julio de 1462, siete meses más tarde
El crepúsculo estaba afectando los ojos de Ion.
Cada vez que miraba a uno de los compañeros, la cara cambiaba, los rasgos se convertían en otros rasgos. Al Negro Ilie, allí sentado con aquella cara oscura, se le alargaba la nariz, se le hundían los ojos, se le aclaraba el pelo… y en su lugar aparecía Gheorghe. Gheorghe, a quien una flecha había atravesado los dos pulmones mientras trataba de detener al enemigo en el vado sobre el Dambovnic. Había pasado tres noches tosiendo sangre pero lo habían llevado con ellos mientras retrocedían ante el avance del enemigo, dejando su recuperación en manos de Dios. Pero cuando al cuarto día no hubo signos de mejoría, Ion recibió la bendición ahogada en sangre de su compañero y le cortó el cuello. No podía seguir. Y no dejaban a nadie a los turcos.
Por eso no debería estar allí. Porque Ion creía que Gheorghe se había transformado en un varcolaci, uno de los muertos vivientes, a quien el abrigo de Dragón negro se le estaba convirtiendo en piel de lobo, y que mostraba un deseo evidente en aquel rostro tan pálido: que lo vengaran en quien lo había matado. Porque cuando Ion llevó la mano al cinturón no fue para sentir el consuelo de la espada sino del crucifijo.
Miró: los rasgos se realinearon. Era Ilie a quien tenía de nuevo enfrente, Ilie que decía:
—¿Estás bien, vornic?
Ion asintió, apoyó la cabeza en las rodillas y cerró los ojos. ¿Cuándo había dormido por última vez, dormido de verdad? ¿Cuándo había dormido alguno de ellos? Pasaban la mayoría de las noches haciendo todo lo posible para retrasar al enemigo. Quemando todas las cosechas que había en los campos ya en julio. Vaciando las granjas, tanto las pequeñas propiedades de campesinos como las haciendas de los boyardos, de todo lo que se pudiera comer o beber. Empujando a la gente delante de ellos con lo poco que pudiera llevarse, matando a los animales que no se podía trasladar, tirando los cadáveres en pozos o usándolos para taponar arroyos y envenenar toda el agua. Si no dormían, al menos comían bien y bebían antes de envenenar. Los turcos, en el verano más caliente que se recordaba, mataban a sus perros y camellos, así como a los caballos que morían de sed, y asaban la carne sin necesidad de fuego sobre los ardientes petos.
Y durante el día luchaban. No librando batallas, desde que, tratando de detener al enemigo, habían matado a tantos soldados que el Danubio se había teñido de rojo. Los valacos combatían por asalto, saliendo de debajo de hayas y robles para atacar a cualquiera que se apartara de la columna buscando desesperadamente agua potable. Tendían emboscadas en los barrancos, echando a rodar troncos para aplastar las tropas, usando arcabuces para disparar, aterrorizando a hombres y animales con las explosiones de la pólvora. Atacaban con enfermedades, enviando a los enfermos vestidos de turcos hacia el campamento enemigo, ofreciéndoles como premio el martirio si morían y oro si lograban regresar con vida. Y a todos esos hombres y mujeres que tosían, Vlad los besaba con fuerza en los labios y los bendecía. Cuando Ion intentó disuadirlo, el príncipe sólo dijo una palabra:
—Kismet.
Pero por mucho que combatieran, por muchos que mataran, los turcos seguían llegando. Se rumoreaba que habían atravesado el Danubio noventa mil. Los valacos nunca sumaban más de veinte mil. Y aunque el enemigo estuviera diezmado por las batallas, las enfermedades, el hambre y el terror, al menos la mitad seguía avanzando de manera implacable hacia Targoviste. Ion sabía que el ejército valaco en retirada no llegaba a cinco mil combatientes.
Ion volvió a levantar la mirada; si no lo hiciera se quedaría dormido. Vio a los oficiales de aquel ejército menguante sentados en círculos concéntricos alrededor de la cuenca de un pequeño claro. En los bordes, el resto del ejército estaba fuertemente unido, siguiendo las órdenes de Vlad antes de partir tres días antes.
—Regresaré antes de la puesta de sol del tercer día, Ion. Que no se muevan de aquí —había dicho antes de irse, vestido de turco y acompañado nada más que por Stoica.
Y de algún modo Ion había logrado retenerlos no cerrando los ojos, con amenazas, con promesas, con llamados a la lealtad a su príncipe y a la Verdadera Cruz. Pero si Vlad no regresaba esa noche sólo quedaría Dios. Y Él no bastaría para mantenerlos unidos.
Una voz le hizo levantar la cabeza.
—Vornic —dijo un hombre que tenía enfrente—, se está poniendo el sol. No vendrá.
El hombre había hablado en voz baja. Pero todos los sonidos se propagaban en el cuenco del claro y los doscientos oficiales levantaron la mirada.
—Todavía hay luz en el cielo, jupan Gales. Nuestro voivoda se merece un poco de respiro.
—No mucho —masculló Gales en voz lo bastante alta para que todos lo oyeran.
Ion lo observó con atención. Era un hombre bajo y redondo, de una gordura que las privaciones y la campaña poco habían podido reducir. Uno de sus ojos era de madera, pintado. Aseguraba que lo había perdido luchando por Drácula unos años antes, aunque la mayoría creía en el rumor de que lo había perdido al caer borracho sobre una estaca de una cerca. Muchas veces Ion se preguntaba por qué Gales se había quedado. Era uno de los dos únicos boyardos que seguían en el ejército; el otro era Cazan, canciller de Drácul y tan leal al hijo como al padre. Los otros cinco habían desertado de inmediato, discretamente, dejando papeles donde detallaban diversos pretextos, llevándose a sus hombres. Pero Gales era el hermano de Stepan Turcul, y Stepan, el Turco, llamado así por el tiempo que había sido prisionero de guerra, era el más grande de los boyardos, el segundo hombre del reino. Ion suponía que mientras no derrotaran por completo a Vlad, o lo mataran, sobre todo, ninguno de ellos se atrevería a desobedecerle.
Ahora parecía que Gales se preparaba para esa desobediencia. E Ion sabía que si no lo paraba ya, al menos la mitad de los oficiales que estaban allí sentados se iría con él. Pero el agotamiento le ataba la lengua. ¿Qué palabras podría usar?
Sin embargo, no fueron necesarias. El Negro Ilie, sentado a la derecha del boyardo, alargó el brazo, apoyó la enorme mano en el suyo y lo apretó. Gales soltó un chillido y el único ojo se le encendió en señal de dolor y protesta. Pero no siguió hablando, e Ion sonrió. Unos años antes, cualquier campesino que osara siquiera tocar a un boyardo colgaría pronto de la rama más cercana. Pero Ilie estaba vestido de negro y llevaba el dragón de plata; era uno de los vitesji de Vlad, uno de sus elegidos. Hacían todo lo que su voivoda les ordenaba. Gales había visto lo que eso significaba, y se calmó.
Ion miró hacia el oeste y fue la primera vez que no necesitó protegerse los ojos con la mano. El sol se estaba metiendo por detrás del borde del cuenco. Pronto sería de noche. Vlad no había regresado.
Entonces, con los últimos destellos del sol, algo se movió. Ion vio una silueta conocida, un turbante enemigo. Iba a gritar que habían sido sorprendidos por el adversario cuando la figura salió del destello e Ion vio quién era.
—Todos en pie por el príncipe —gritó.
Los hombres se levantaron de un salto, cepillándose el polvo de la ropa, mirando en todas direcciones, tratando de ver entre todo aquel movimiento uno en especial. El hombre que avanzaba entre ellos no llamaba especialmente la atención y la mayoría buscaba a su voivoda vestido de negro. Pero todos vieron finalmente a alguien vestido con la ropa turca más sencilla. No un guerrero sipahi, ni siquiera un akinci reconociendo el terreno. Un artesano que llevaba un turbante gris, una túnica amarilla manchada, shalvari anchos y alpargatas. Pero detrás de él, vestido con uniforme negro, iba una sombra, Stoica el Callado, llevando la Garra del Dragón. Los hombres reconocieron al amo por el hombre… y por el arma.
Ion, como todos, hizo una profunda reverencia al reconocerlo. Agarró la mano que le tendían y Vlad lo atrajo hacia él.
—¿Todavía estáis aquí? —susurró, aceptando el odre de agua que Ion le ofrecía antes de tomar un largo trago.
—Por poco —respondió Ion.
—Muy bien —dijo Vlad, apartándose. Levantó la mano, se quitó el turbante y el largo pelo negro le cayó sobre la espalda. Después, con los brazos abiertos dio una vuelta completa, mostrándose—. Compatriotas —gritó—, os traigo buenas noticias del campamento turco. Todos quieren volver a casa.
Gritos de asombro, de alegría.
—Sólo tenemos que darles un pequeño empujón —añadió Vlad.
—¿Pequeño? ¿De qué tamaño, voivoda? —resonó un grito desde las laderas.
—No muy grande —respondió Vlad—. Lo único que tenemos que hacer es matarles al sultán.
Gritos ahogados de asombro, algunas carcajadas. Se oyó de nuevo aquella voz.
—¿Podemos entonces hacer que venga aquí? Mi caballo tiene diarrea.
Risas más fuertes.
—Entonces tendrás que conseguir otro, Gregor. Porque tendremos que ir a buscarlo.
—¿Qué plan has concebido, voivoda?
No había humor en la voz de Gales.
En vez de contestar, Vlad dio media vuelta, entregó el turbante a Stoica y sacó la espada que llevaba en la vaina su sirviente y la levantó en el aire. Gales retrocedió tropezando, pero Vlad no fue hacia él.
—Acercaos —gritó—, para que todos podáis ver.
Entonces, con la punta de la espada, en la arena del lecho seco del arroyo, dibujó la circunferencia de una rueda, con un diámetro del doble de la altura de un hombre. Después empezó a hacer los cuatro rayos.
Cuando sus hombres terminaron de reunirse en tres apretados círculos, el primero y más apretado formado por los vitesji y los dos boyardos, Vlad había terminado la figura. Entonces se colocó en el centro.
—Mehmet —dijo sin levantar la voz, clavando la espada en la tierra.
Se apartó y la luz crepuscular proyectó un crucifijo móvil en el suelo.
—La espada es el tug del sultán. Se levanta delante de su pabellón en el centro del enorme campamento que se monta cada noche. Aquí se sienta Mehmet, rodeado por su ejército. Aquí toma sus sorbetes mientras sus hombres se mueren de sed. Aquí entretiene a sus… amigos. Aquí tiene cuarenta mil razones para creer que está seguro. —Vlad levantó la mirada—. Pero no está seguro.
Fue hasta el borde del círculo, se inclinó y cogió un puñado de guijarros.
—Estas líneas —dijo— son los cuatro principales caminos para llegar. Aunque alrededor hay una telaraña de cuerdas que sostienen una ciudad de lonas, esos caminos siempre tienen que estar despejados. Para los mensajeros. Para Mehmet, que puede de repente decidir salir a caballo y cazar o practicar la cetrería. Esos caminos son su vía de salida. —Sonrió—. También son nuestra vía de entrada.
Empezó a caminar alrededor de la circunferencia, dejando caer guijarros.
—En el borde exterior están las masas de reclutas, la infantería yaya de Anatolia. También sus akincis, los exploradores e invasores que vienen de las montañas de Tartaria y los sueltan delante del ejército. —Vlad sonrió—. Los hemos matado a millares. —Echó a andar hacia el centro, esparciendo guijarros—. Aquí los belerbeys de las provincias instalan sus pabellones, rodeados por los guerreros sipahis que han traído… de Anatolia, de Rumelia, de Egipto y de las orillas del mar Rojo.
A medida que los nombraba iba cayendo una piedra en cada cuadrante. Ion, al ver que el príncipe tenía las manos vacías, buscó más guijarros. Vlad los cogió y siguió tirando y nombrando.
—Aquí, más cerca, están las ortas de los jenízaros, y aquí los que son aún más selectos. A la derecha del tug, la derecha de Mehmet porque su tienda mira hacia La Meca, está plantada la oriflama roja del ala derecha de la caballería familiar. A su izquierda, el estandarte amarillo del ala izquierda.
Vlad se apoyó en los guardamanos de la Garra del Dragón, el izquierdo doblado para siempre, recordatorio del triunfo sobre su primo Vladislav en combate singular. Fue dejando caer los últimos guijarros.
—Aquí, en el corazón del campamento, rodeando los dos pabellones que usa el sultán, uno para dormir, el otro para su Consejo, están los hombres más cercanos al sultán. —Un guijarro—. Los muteferrikas con sus alabardas. —Otro guijarro—. Sus guardias peyks, los que no tienen bazo. —Guijarro—. Aquí, los solaks, que usan el arco con la mano derecha, y aquí los que lo usan con la izquierda, de manera que siempre está protegido. —Guijarro. Guijarro—. Y aquí, en el centro de todo, está Mehmet. —Vlad apoyó el último guijarro en el metal y dejó que se deslizara por la hoja hasta el suelo—. Un hombre.
Vlad dio un paso atrás y señaló con la mano el camino sur.
—Marcharemos por allí con la luna a nuestra espalda. Sé que los akincis hacen aquí su trabajo de mala gana. Los sipahis, que están más allá y vienen del este, sufrieron la mayor parte de la guerra del año pasado contra los uzbecos de la Oveja Blanca. No todo está bien debajo de la oriflama amarilla del ala izquierda. Mehmet hizo que estrangularan a su veterano comandante con una cuerda de arco de seda el año pasado, y su sucesor ha tratado de comprar amor con raki, que beben ahora en vez del agua que deben guardar para los caballos.
Ante sus palabras iba creciendo un murmullo, un zumbido de asombro. Vlad levantó una mano para hacerlos callar.
—Y aquí están los peyks. La extirpación del bazo quizá les haya dado un temperamento más conciliador. Quizá les haya quitado también ferocidad. Y al final sólo ellos se interpondrán entre Mehmet y yo. Un hombre. —Vlad se enderezó—. ¿Alguien quiere hacer preguntas?
Gales, el boyardo, dio un paso adelante. Pero fue la voz grave del Negro Ilie la que resonó primero.
—Voivoda, algunos hemos visitado campamentos turcos. Algunos hemos vivido en ellos. Pero ¿cómo, por las gigantescas pelotas de Sansón, sabes todo esto?
Cuando cesó la risa, Vlad sonrió.
—Eso tiene respuesta fácil. Había un desgarrón en la pared de la tienda de Mehmet. Yo la reparé.
Vlad dejó que las expresiones de asombro duraran más que la risa y después prosiguió.
—Todos sabéis que los turcos tienen dos campamentos, uno que están construyendo y otro desmontando, y van saltando uno sobre el otro de manera que el ejército pueda avanzar con facilidad. Esta mañana entré en el que estaban construyendo. Pasé el día recorriéndolo, hablando con los sirvientes y los esclavos. Entonces se me pidió que cosiera el rasgón de la pared de Mehmet. —Se volvió hacia Ion—. Parece que no he olvidado todas las habilidades aprendidas en Edirne por si llegan malos tiempos. Aunque no hice bien el trabajo. Uno nunca sabe si va a querer salir de un campamento por las paredes en vez de usar la puerta. —Miró alrededor—. ¿Más preguntas?
Fue Gales quien habló.
—No estoy seguro de entender bien. ¿Cuántos hombres hay en su campamento?
—Tienen gente dispersa por todas partes. Hay fuerzas empleadas para capturar diferentes lugares. Calculo que habrá cerca de treinta mil personas alrededor del tug. Más o menos.
—Más o… —El boyardo quedó boquiabierto—. ¿Y planeas entrar allí con los cuatro mil que quedamos?
—No —dijo Vlad—. Irán dos mil conmigo desde el sur. Un poco después tú llevarás los otros dos mil desde el norte.
—Yo… yo… —farfulló Gales—. Pero aunque el acceso al sultán esté bloqueado por hombres incapaces, borrachos… sin bazo, todavía quedarán cerca de diez mil sólo en esa zona. —Pensar en eso le quitó el miedo—. ¿Has perdido el juicio?
Los hombres empezaron a cuchichear. Vlad no se sumó a ellos.
—¿Y tú has perdido el ánimo? —dijo, acercándose a él. Eran de la misma estatura, y se miraron fijamente—. Has visto lo que Mehmet hizo a nuestro país. Sabes lo que hará todavía si no se lo detiene. No podemos vencerlo a campo abierto. Sólo podemos retrasar su avance con ataques y destrucción. —Le brillaron los ojos—. Pero lo podemos detener con una sola estocada. En el terror de la noche, en el caos de su campamento, un puñado de hombres que saben exactamente qué hacer pueden acabar la guerra. Pueden salvar su país. Pueden quizá salvar el cristianismo.
Había hablado con el boyardo pero todos los hombres que estaban allí lo oyeron. Se volvió hacia ellos.
—Cruzados —gritó, con una voz que resonó más allá del claro, subiendo por las laderas hasta los soldados que se habían reunido del otro lado al circular la noticia de su regreso—, nuestro destino está en la punta de nuestras espadas, levantadas al pie de la cruz de Cristo. Si morimos en esta Guerra Santa, morimos como mártires y vamos al cielo y nos sentamos a la diestra de Dios y se nos perdonan todos los pecados. Si vencemos, vengamos Constantinopla. Conquistamos al Conquistador. —Sacó la espada y la sostuvo en alto, elevando la voz—. ¿Seguiréis al hijo del Dragón hasta la victoria o hasta el Paraíso?
El grito había volado hacia el otro lado del claro. Entonces hubo un ruido de voces que brotaban de los oficiales que estaban dentro y de los hombres que estaban más allá del borde.
—¡Victoria!
Vlad dejó que las voces retumbaran durante un rato y después levantó una mano pidiendo silencio.
—Acercaos a vuestras fogatas, afilad vuestras hojas. Alimentad a vuestros caballos, comed lo que podáis, dormid si podéis. Haced las paces con Dios y con el prójimo. Reuníos en el linde oriental del bosque dos horas después de medianoche. Y preparaos para marchar hacia la gloria, en este mundo o en el otro.
Las voces volvieron a resonar:
—¡Victoria!
Los oficiales dieron media vuelta y empezaron a salir del claro.
Uno se quedó, con el único ojo desorbitado.
—¿Esta noche? ¿Atacas esta noche?
—Atacamos, jupan. ¿O acaso tendrá que comandar otro las fuerzas de Amlas y Fagaras?
Aquel ojo único se centró.
—Yo las comandaré, príncipe. Como siempre.
Después dio media vuelta y siguió a los demás por la ladera. Vlad e Ion miraron cómo se iba.
—No intervendrá —dijo Ion.
—Creo que sí. Sabe lo que le pasará a su familia y a él mismo si yo triunfo y él me ha fallado. Pero si no lo hace… —Se volvió y entregó su espada a Stoica, que la metió en la vaina, inclinó la cabeza y se marchó corriendo. Vlad empezó a seguirlo, subiendo despacio por la ladera hacia su propio campamento. Ion veía lo cansado que estaba su amigo, ahora que había trazado el rumbo—. Si no lo hace, tú estarás allí para matarlo y conducir a sus hombres.
Ion se detuvo.
—¿Yo? Yo estaré a tu lado para protegerte, como siempre.
Vlad se detuvo también y miró hacia atrás.
—Esta vez no, viejo amigo. Necesito tu espada en la espalda o la garganta de Gales. Necesito que ocurra el segundo ataque.
—¿Entonces por qué no me dejas que yo lo comande?
—Lo harás, en los hechos. Pero Gales tiene que aparecer al frente. Los otros boyardos están dudando. Sobre todo en Targoviste. Si el jupan Turcul ve que su hermano sigue luchando a mi lado, quizá se mantengan firmes un poco más. Entonces sí tendré la espalda cubierta.
Habían llegado a la cresta. Los senderos surcaban la tierra dentro del espeso bosque de robles y hayas de Vlasia, ocultando el ejército valaco a los ojos turcos. Uno llevaba, a pocos pasos de distancia, a la tienda de Vlad.
Y a los dos hombres que había delante. Al principio Ion no les vio la cara, tan rápido había oscurecido entre los árboles. Se dio prisa, preparándose para ahuyentarlos sin importar qué noticias tuvieran, porque el príncipe debía descansar para poder conducir su ejército a la batalla en unas pocas horas. Pero entonces vio quiénes eran y no pudo decir nada.