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Mensajes

Vlad supo que era mediodía porque, para su sorpresa, el muecín había empezado a convocar a la oración. Eso a sus hombres les había parecido inoportuno en lo que ahora era un castillo cristiano y durante un rato habían utilizado al imán para hacer prácticas de tiro. Mártir que tenía asegurado el paraíso, debía de haber muerto feliz, a pesar de la intromisión de las flechas.

Vlad había acabado de impartir sus órdenes. Cuántos matarían y de qué manera; cuántos mutilarían y enviarían al mundo. Los prisioneros más fuertes serían llevados a Targoviste porque sobrevivirían más tiempo y, si todo salía bien, podrían ser canjeados por los pocos que Mehmet estaría dispuesto a ofrecer. Si todo salía mal… bueno, ya se vería.

Voivoda —dijo Ion, entrando en la sala principal de Guirgui, después de esquivar el andamiaje que cubría la entrada; los turcos habían estado haciendo trabajos de reconstrucción y había herramientas de obreros dispersas por todas partes—, ¿los quieres ahora?

Vlad bajó la mirada y pensó un instante. En circunstancias normales se procedía con decoro ante esas embajadas, se seguía un protocolo. Por lo general no se saludaba a los embajadores con el jubón manchado de sangre y sesos de sus servidores. Pero aquéllas eran, por supuesto, circunstancias anormales.

—Sí, mi amigo. Tráelos.

Los cuatro estaban sujetos por sus hombres armados de flechas y espadas, vestidos de nuevo con sus uniformes negros. Los subieron al estrado y quedaron junto a la mesa cubierta de mapas, listas, sobras de pan y de carne. Vlad los miró con atención y vio el cardenal que tenía Hamza en la cara; la extraordinaria abundancia de pelo rojo del griego. No lo contenía un turbante y Vlad sospechó que, a pesar de su conversión al islamismo, un pelo tan glorioso rara vez estaba oculto. A Hamza se le había caído el turbante, quizá por obra del golpe que le había provocado el cardenal. Vlad se sorprendió al ver lo canoso que tenía ahora el pelo. Los otros dos embajadores seguían con los turbantes puestos, aunque un poco ladeados.

Miró la mesa que tenía delante. Como entraba una brisa por uno de los grandes arcos de piedra, Vlad había sujetado los papeles con una maza y con clavos abandonados por algún obrero en fuga. Sacó uno de los papeles que había debajo y estudió los nombres que figuraban allí. A Abdulaziz lo recordaba a medias: era un funcionario menor de Murad que había ascendido. A Abdulmunsif, el más joven de los dos, no lo conocía. Cogió la pluma, la mojó en la tinta y vaciló un instante antes de tachar uno de los nombres. Después, sin levantar la mirada, dijo en voz baja:

—Lo normal, ¿no es descubrirse en presencia de un príncipe?

Levantó los ojos. Los cuatro hombres lo miraban, preguntándose a quién se había dirigido. Vlad decidió especificarlo.

—Abdulmunsif. Significa «Servidor del Justo», ¿verdad?

El hombre tragó saliva y asintió.

—Sí, señor.

—Y sin duda emulas a tu amo. Por lo tanto, trátame con justicia. ¿No se descubre uno en presencia de un príncipe?

El hombre pestañeó. Quien respondió fue Hamza, con voz ronca de tanto gritar.

—Tú sabes por qué no, príncipe Drácula.

—Por el ejemplo del Profeta en presencia de Alá, el más misericordioso. —Vlad bajó del estrado y se quedó delante de él con las manos juntas—. Pero así como tenemos la certeza de que el príncipe está aquí, ¿qué certeza tenemos de que esté Dios? Aquí y ahora.

Hamza se humedeció los labios.

—Blasfemas. Lo que dices es pecado en tu religión y en la nuestra.

—No estoy seguro. Quizá Dios, con el nombre que le queramos poner, está en otro sitio en este momento. Ocupado con otros pecadores. —Se acercó a Abdulmunsif—. Justo, ¿me harás justicia? ¿Te descubrirás?

El turco empezó a estremecerse, buscando a Hamza, que había vuelto a bajar la mirada.

¡Effendi! ¡Señor príncipe! No… no puedo hacerlo. Lo prohíbe Alá.

Vlad asintió y sonrió.

—Eres tan valiente como justo.

Abdulmunsif no era un hombre pequeño. Pero Vlad lo levantó con facilidad por el cuello de la ropa hasta el estrado, delante de la mesa. Hizo una seña a sus hombres y dos de ellos se adelantaron y sujetaron al turco por los brazos. Vlad cogió uno de los clavos largos.

—Admiro el valor —dijo—, así que te ayudaré a mantenerte firme en tu fe.

Levantó el mazo, apoyó una rodilla en la nuca del turco, lo obligó a poner la cabeza en la mesa y de un golpe, a través del turbante, le metió el clavo en el cráneo. El grito del hombre fue corto. Las piernas se le agitaron un rato más mientras los hombres lo sostenían. Cuando finalmente se aquietó, Vlad cogió otros tres clavos y se los metió también de un solo golpe. Después se apartó.

—Abdulaziz —dijo.

—¡No, señor, no! ¿Ves? ¿Ves? —El hombre, más pequeño y más viejo, estaba de rodillas, sin el turbante, mostrando la calvicie—. Te suplico. Te ruego…

Vlad asintió y dos de sus hombres llevaron al hombre hasta la mesa y lo arrojaron encima. Vlad se inclinó.

—¿Abdulaziz? —dijo con suavidad.

El hombre, los ojos cerrados y balbuceando oraciones, no reaccionó. Vlad, entonces, lo golpeó un poco en la sien con el martillo. El lloriqueo cesó.

—Muy bien —dijo Vlad—. Ahora escucha. No es tu kismet morir este día, sino el día que Dios decida… si haces exactamente lo que yo te diga. Te acompañarán para cruzar el río y otro poco por el camino. Después continuarás hasta llegar a tu amo. No irás solo, porque tu compañero, el justo servidor, irá contigo, exactamente como está ahora. —Vlad se agachó y apoyó el martillo contra el cráneo del hombre—. Pero escúchame bien. No, Abdulaziz, abre los ojos y los oídos y escúchame. —El hombre levantó la mirada—. Si no entregas a Abdulmunsif a Mehmet exactamente como está, me enteraré y entonces… —Dio un sonoro golpe con el martillo—. Entonces te encontraré. Y esa vez rezarás para que haya clavos. ¿Entiendes?

—Sí, effendi. Sí, príncipe. ¡Gracias! Sí… sí…

Vlad levantó el martillo, cortando el flujo de las palabras.

—Llevadlo —gritó.

Dos hombres levantaron al turco y lo arrastraron sacándolo de la sala. Vlad esperó a que se cerraran las puertas antes de volver a hablar.

—¿Thomas Catavolinos?

Tragando saliva, el griego miró cómo se le acercaba Vlad.

—Tengo la cabeza descubierta, príncipe Drácula.

—Claro que sí. —Vlad sonrió—. Y además, un chiste como ése sólo es divertido la primera vez. —Se detuvo delante del hombre arrodillado—. He oído que estuviste en Tokat.

—Otro graduado.

—Sí. Aunque estoy seguro de que tú estuviste allí por voluntad propia. —Echó una ojeada a Hamza, que seguía arrodillado, mirando hacia abajo desde el golpe de martillo—. Me gustaría tu opinión sobre el empalamiento. Creo que he hecho algunas mejoras. He logrado acelerar el proceso. Práctica, quizá. —Volvió a sonreír—. Ion, lleva a nuestro guapo amigo al patio. Asegúrate de que esté en un buen sitio para verlo todo.

Ion se adelantó, agarró al griego por el pelo y lo levantó.

—¿Y ése? —dijo, señalando a Hamza con la cabeza.

—Déjamelo a mí. El resto podéis iros.

Ion frunció el ceño.

—Dejaré dos guardias…

Vlad negó con la cabeza.

—No, amigo. Mi viejo maestro y yo tenemos mucho de que hablar. Mejor que lo hagamos a solas. Y pachá Hamza no es de los que matan. —Vlad miró hacia abajo—. Miente. Corrompe. Pero se encarga de que sean otros los que asesinan. Vete.

Los hombres se fueron. La sala quedó vacía, salvo por los dos hombres, uno arrodillado y el otro de pie. Vlad volvió a la mesa y cogió un jarro que había allí.

—¿Un poco de vino, Hamza? ¡No, por supuesto! Tú eras uno de los pocos hombres en la corte de Murad que no bebían.

Hamza levantó la cabeza y carraspeó.

—Los hombres cambian.

Se puso de pie y se acercó.

—Vaya si cambian.

Vlad llenó dos copas y ofreció una.

Hamza esperó antes de tomar, mirando la mano de Vlad.

—Ni siquiera te tiembla. ¿Se ha vuelto tan fácil para ti matar a un hombre que ya ni vacilas?

Vlad le entregó la copa y con un ademán lo invitó a sentarse; Hamza aceptó.

—¿Por qué habría de vacilar? Si alguna vez me ocurrió eso fue hace mucho tiempo. Antes de que empezaran las lecciones. Y tú fuiste uno de mis primeros y mejores maestros, agha Hamza.

—Yo no te enseñé eso. Traté de enseñarte otras cosas.

—¿Por ejemplo?

—Las filosofías del amor. De la compasión. Tal como las expresa nuestro sagrado Corán y tu propia Biblia. En los versos de Celaleddin y Hakim Omar Jayyam. ¿No los recuerdas?

—No —dijo Vlad, acercándose, hablando con suavidad—. Lo único que recuerdo ahora es la lección que me enseñaste cuando me hiciste inclinar sobre los cojines…

—Basta —dijo Hamza, apartando la cabeza—. No fue así, Vlad. Nosotros… compartimos…

—¿Cómo está mi hermano?

La interrupción, el repentino cambio de conversación, hizo pestañear a Hamza.

—Radu… prospera. El sultán tiene por él una gran estima.

—No lo dudo. ¿Son todavía amantes?

—Me… me parece que no.

—No. Radu tiene ahora veinticinco años. Mehmet buscará la compañía de alguien más joven. —Vlad llenó de nuevo la copa de Hamza, que ya estaba vacía—. ¿Y cómo está mi viejo compañero de clase? Ahora, después de Constantinopla, lo llaman Conquistador. Mehmet Fatih. Pero la necesidad de conquistar se puede volver tan compulsiva como la necesidad de vino. —Levantó la copa—. ¿Saciará alguna vez su deseo?

—Creo que…

—He oído que se hace llamar Alejandro. Que no se detendrá hasta tener un imperio tan extenso. Y aquí estoy yo. Yo y mi pequeño país. En su camino.

—Todavía hay tiempo, príncipe. —Hamza dejó la copa en la mesa—. No lo enfrentes en una guerra que no puedes ganar. Ríndete. Envía el tributo, el impuesto en niños. No lo provoques más.

—Creo que ya no hay vuelta atrás, maestro —respondió Vlad, doblando un pergamino para desviar un hilo de sangre de embajador que iba hacia él—. Cortaré las narices de todos estos hombres y se las mandaré en bolsas. Le quemaré las cosechas, le mataré el ganado. Empalaré a sus soldados, y si la gente se acostumbra a eso inventaré métodos nuevos y mejores de muerte lenta.

—Pero… ¿por qué? —Hamza tragó saliva—. ¿Por qué este… exceso?

—Para hacer exactamente lo que me dices que no haga: provocarlo. Para obligarlo a venir a por mí cuando aún no está preparado del todo. —Vlad asintió—. ¿Sabes qué nos hacían cantar en Tokat? «Torturas a otros para que ellos no puedan torturarte». Era el lema de aquel sitio. —Vlad sonrió—. ¿Y no era eso lo que Mehmet había planeado para mí? Le podría haber traído todo el oro de Valaquia y diez mil niños de primera, y al anochecer estaría en una jaula y el griego trataría de quebrarme camino a Constantinopla. Prepararme para que Mehmet… pudiera divertirse con mayor facilidad. ¿No es cierto?

Tenía poco sentido negarlo. Hamza asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Sabes que Mehmet y yo nos entendemos. Nos mandamos mensajes. —Vlad se inclinó sobre la mesa—. Suena tan glorioso: el Nuevo Alejandro. Pero la historia ya no nos cuenta cuántos murieron de manera horrible para que el macedonio pudiera construir su imperio. Y este Fatih… ¿cuántas personas fueron matadas brutalmente al abrir los muros de Constantinopla? ¿Cuántos niños y niñas fueron violados ese día en el altar de Santa Sofía? —Vlad se levantó—. Si fuera a seguir algún ejemplo histórico, no sería el del macedonio sino el del cartaginés.

Hamza también se levantó. Le temblaron las piernas y se apoyó en la mesa.

—¿Aníbal? ¿Por qué? ¿No fue el más cruel de todos?

—Porque fue el más cruel de todos. Atacó Roma, una nación cinco veces más grande, y la golpeó una y otra vez. Hace menos de cien años, un pastor del este, Tamerlán, hizo lo mismo, aplastando a los turcos, matando al sultán. —Los ojos de Vlad brillaban—. Yo no pretendo ser Alejandro. Pero puedo ser Aníbal. Puedo ser Tamerlán.

—No, Vlad —dijo Hamza, acercándose, cogiendo al más joven del brazo—. Tú serás lo que ya te llaman: Kaziklu Bey, «el Príncipe Empalador». ¿Es ése el nombre por el que te gusta ser recordado?

—Hamza —dijo Vlad, levantando la mano del otro y sosteniéndola—, si triunfo, sólo se me recordará como el hombre que liberó Valaquia.

Se miraron un momento y entonces Vlad le soltó la mano, volvió a la mesa y cogió la maza que estaba allí. Cuando volvió sonreía.

—¿No te parece extraño que se me conozca por una habilidad que aprendí casi sentado en tus rodillas? Pero si uno tiene reputación de algo, debe cuidarla. —Fue hacia la puerta—. Ven. Tengo algo que mostrarte.

Hamza no lo siguió.

—Ya he visto empalamientos, príncipe.

—¿Te das cuenta? Conocen a uno por algo y… —Vlad hizo un gesto de tristeza—. No, agha Hamza. Te iba a mostrar otros frutos de tus enseñanzas. Tú sigues siendo el halconero principal, ¿verdad?

—Tengo el título. Pero me queda muy poco tiempo para dedicarlo a las aves. —Hamza empezó a seguirlo—. ¿Tú coses?

—Ay, tengo el mismo problema de tiempo que tú. —Abrió la puerta—. ¿Tienes todavía el guante que te hice?

—Lo llevo conmigo. Nunca viajo sin él.

—¿De veras? —Vlad inclinó la cabeza—. Es para mí un honor, enishte.

Salieron al patio. Hamza miró alrededor. En el lado oeste, los integrantes de la guarnición que no habían muerto o no habían logrado huir estaban reunidos. Valacos con flechas preparadas los vigilaban. Otros estaban al lado de caballos. Desenrollaban cuerdas. Había manojos de estacas apoyados unos en otros como pajares de las granjas valacas. Nadie se movía. Hamza se estremeció.

Vlad no había mirado. Siguió caminando, entró por la puerta de la torre este, subió por la escalera hasta la habitación que habían ocupado recientemente Hamza y Thomas. El turco vio que sus cosas habían desaparecido. En su lugar había un baúl con un Dragón de plata repujado en la tapa.

No se detuvieron en la habitación. Siguieron hasta el torreón.

—Viste mi hermoso Príncipe Negro pero no lo conociste —dijo Vlad.

Fue hasta la percha que había allí instalada, se puso un guante, alargó la mano y desató la pihuela del ave y la hizo subir a su mano.

—Es una verdadera belleza —murmuró Hamza, admirando otra vez el azor tiercel—. ¿Polluelo o peregrino?

—Peregrino, alabado sea Dios. Capturado el año pasado. Tiene ya unos cinco años, ¿no te parece? ¿Ves el tinte rojo en los ojos?

Aquellos ojos se movían con rapidez, buscando carne. Vlad metió la mano en una bolsa que colgaba allí y le dio un bocado.

—Lo tenía un imbécil que trató de adiestrarlo. No pudo. Yo sí. —Inclinó la cabeza hacia el pájaro, arrullándolo con suavidad—. ¿Sigues adiestrando sobre todo sacres, Hamza? —preguntó, sin dejar de mirar el pájaro.

—De hecho, tengo uno…

Se interrumpió. Había algo en los ojos de Vlad, un tinte rojo casi como el del ave.

—¿Quieres ver cómo caza Kara Khan? —dijo Vlad—. Es un verdadero pájaro de cocineros. Lo he visto cazar diez conejos en un día, tres liebres, palomas…

—Las palomas son duras —dijo Hamza, incómodo, aunque no sabía por qué.

—Y raras en esta época del año. No sé qué podríamos…

Vlad soltó de repente un silbido agudo. Y en la torre de la entrada, cerca de las almenas, se abrió un postigo. Por el hueco salió un ave, y por la manera en que volaba Hamza supo de inmediato que era un sacre. Su sacre.

—Mata —dijo Vlad, levantando el puño.

No fue una persecución larga. El sacre acababa de salir de las jaulas, desorientado, volando sobre territorio nuevo, territorio que el azor ya había recorrido. Sin embargo, el sacre vio que se acercaba el otro, cinco golpes de ala y planeo. Trató de subir, de volar más rápido, de usar las alas más grandes. Pero al azor le gusta el vientre. Otros cinco golpes de ala, vuelta patas arriba, planeo. Garras extendidas clavándose.

Las dos aves bajaron en espiral. Poco antes de llegar al suelo el azor dio la vuelta para quedar encima y soltó al otro pájaro, que quizá ya estaba muerto, pero lo estuvo definitivamente cuando chocó contra el suelo helado junto al pequeño puente. El Príncipe Negro se posó, plantando una garra mientras el viento que llegaba del río le acariciaba las plumas. Miró alrededor una vez y después hundió el pico para desgarrar y arrancar.

Antes de hablar, Hamza se aseguró de que podía controlar la voz.

—Vuela bien. ¿No lo vas a llamar?

—No —dijo Vlad, quitándose el guante y dejándolo allí—. Que se alimente.

Dio media vuelta y fue hasta el lado del castillo. Todos los hombres miraban hacia arriba. Prisioneros atados. Guardias con cuerdas, poleas, estacas. Esperando.

El silencio era total. Vlad levantó un brazo…