Encima de la torre de entrada cada almena estaba ahora ocupada por un valaco, todos con los arcos estirados al máximo, los más bajos subidos, para ganar altura, a los cuerpos de los turcos cuyas gargantas habían cortado.
Vlad había arrojado su banco escalón al patio. Saltó al hueco, se quedó allí haciendo equilibrio y disparó. El alabardero que estaba a la derecha de Hamza trató de arrancarse una flecha del pecho mientras caía de espalda.
No hacía falta dar órdenes. Cada vitesji sabía con exactitud qué hacer. Ion rodeó la garganta de Hamza con un brazo.
—Si te mueves, te mueres —siseó, apoyándole la punta de la daga en la oreja.
Paralizado, Hamza miró lo que estaba pasando. Otras flechas que derribaban el resto de los guardias. Los valacos del patio que corrían a los dos carruajes, arrancaban las fundas y sacaban espadas y escudos. Los escudos que se levantaban sobre sus cabezas y alrededor, y él y Thomas en el centro de una barricada creciente de madera rodeada de metal, la espalda apretada contra el palanquín. Para agarrar un escudo, Ion tuvo que soltar la garganta de Hamza. Y el turco vio que, si lo capturaban —si Drácula capturaba Giurgiu, porque eso era sin duda lo que estaba sucediendo—, era hombre muerto. De eso se encargaría el príncipe o el sultán. Así que un instante antes de que el escudo de Ion llegara para impedir ver y oír el mundo, gritó:
—¡A ellos!
El extraño silencio que había durado unos instantes después de la caída de Hosnick, que sólo había sido ocupado por los crujidos y los zumbidos de las cuerdas y los arcos y las flechas y los gemidos de los hombres de repente heridos de muerte, se hizo añicos ante ese grito.
Todos los ocupantes del castillo se pusieron a gritar al mismo tiempo, todos menos el príncipe de Valaquia y sus hombres, que disparaban una flecha tras otra mientras tenían oportunidad. Muchos caían. Pero Vlad sabía que era una guarnición de trescientos, y que eran turcos, los conquistadores del mundo. Sabía que sus oficiales habrían reconocido la vieja táctica romana del testudo, que temporalmente protegía a Ion y a su trofeo. Que muchos habrían también reconocido una historia más antigua: la del Caballo de Troya. Veinte hombres no tomaban una fortaleza. Pero podían tomar y conservar una torre de entrada hasta que llegara un ejército.
Cuando la primera flecha turca rebotó en la almena que tenía delante, Vlad retrocedió y fue a un costado de la torre; desde allí vio lo que esperaba: los oficiales ya estaban apostando hombres en la torre oeste, a lo largo de las almenas. Quizás hacían lo mismo en la torre este.
—¡Espadas, a mí! —gritó. La mitad de los hombres se sumó a él—. ¡Allí!
Vlad señaló y sus hombres dispararon flecha tras flecha a los turcos que empezaban a correr por las almenas hacia ellos. Muchos caían, otros tropezaban en los cuerpos. Pero la mayoría levantaba los escudos. Y Vlad también vio que algunos llevaban un ariete en el medio.
Por el otro lado, otra salva de flechas, otra carga dañada pero no detenida. Había llegado el momento. Después de disparar una última flecha, ni siquiera se detuvo a ver si había dado en el blanco.
—¡Ahora! —gritó, y sus hombres lo siguieron, dejando sólo a los «arcos», los seis mejores arqueros, para hostigarlos.
Había mirado una vez hacia tierra. Kara Khan debía de haber encontrado la mano de Stoica porque estaban saliendo atacantes de la línea de vegetación y avanzando despacio como debían para no torcerse una pierna en los arroyos y charcos ocultos entre los juncos. Tardarían algunos minutos en llegar a una zona de galope. Minutos en los que había que mantenerse bajo el puente levadizo.
Los cuatro hombres dejados en la sala de máquinas habían hecho todo lo posible. Barriles, cajas y cuerdas estaban apiladas contra las puertas de madera enrejadas, al este y al oeste. Ahora siete hombres se enfrentaban a cada una de las puertas, y Vlad se dirigió a aquella de donde se había oído el primer porrazo. De la correa de transporte del cinturón sacó la maza. De la vaina, la daga larga. No se había equivocado al elegir las armas, porque en esos sitios pequeños no había espacio alrededor del enorme cabrestante que levantaría el puente. Su espada bastarda habría resultado difícil de manejar.
Miró a sus hombres al oír el segundo porrazo. La mayoría había tomado la misma decisión: habían dejado las espadas turcas que eran parte del disfraz y habían agarrado hachas, espadas cortas y dagas. Sólo el enorme Negro Ilie llevaba un arma acorde con su tamaño: el hacha de asta, con su afilada hoja, su punta de lanza y su púa de tope. Sonrió a Vlad y saludó inclinando la punta. Y entonces fue derribada la puerta este. Había resistido durante un rato a causa de los barriles amontonados contra ella. Entonces la levantaron y la arrojaron dentro. Vlad y sus hombres se apartaron para esquivarla mientras entraba el primer turco. El turco tropezó en un rollo de cuerda y Vlad, con un rápido movimiento de maza, le clavó el yelmo en la cabeza.
Detrás esperaban muchos más.
—Allah-u-akbar —gritaban los turcos antes de arremeter.
—San Gheorghe —chillaban los valacos, yendo a su encuentro.
Vlad estaba en el centro. Siempre era igual. La batalla simplificaba todo, reduciendo el mundo a unos pocos sonidos nítidos: el roce de acero contra acero, el ruido seco de un hueso roto, los gritos de rabia, dolor, terror. No sentía ni rabia ni miedo, sólo ganas de quitarle la vida a otro enemigo. Uno o un ciento, le daba igual. Alguien que intentaba demostrar que era más fuerte y no lo lograba.
Como hacían esos hombres, llegando uno tras otro, muriendo uno tras otro. Pero el éxito valaco —sus hombres mataban tantos como él— también les estaba creando un problema. El montón de cuerpos crecía, pero era una barrera móvil que iba acorralando a los defensores. Y entonces un enorme turco, rugiendo de furia, corrió sobre los cuerpos de sus compañeros y derribó a Ilie con el escudo y descargó la espada con un incontenible golpe hacia la cabeza de Vlad. No había más remedio que retroceder. Su pie tocó la plataforma del cabrestante y la hoja de la espada le pasó rozando la cara y se clavó en el suelo, y la madera la retuvo el tiempo necesario para que Vlad le clavara la daga en el cuello.
Pero la puerta que tenía delante estaba abierta y por donde había entrado uno entraron ahora tres.
—¡Conmigo! —gritó Vlad, enfundando la daga y arrebatando el escudo del hombre. Lo arrojó a la cara de otro, esquivó el golpe de un segundo y descargó la maza en la rodilla de un tercero. Por los dos lados pasaban espadas haciendo retroceder a los turcos.
—Voivoda —gritó alguien detrás.
Vlad se volvió y descubrió que en la otra puerta, la occidental, los dos hombres que había dejado allí se apartaban al ver que las hachas, cuyo ruido sordo había sentido en medio del alboroto, terminaban de reducirla a astillas y rompían el travesaño por la mitad. Sus dos hombres mataron a los dos primeros enemigos que entraron. Pero había más esperando en la puerta. Muchos más.
—¡A resistir aquí! —ordenó Vlad—. ¡Gregor! ¡Ilie! ¡Gheorghe! ¡Conmigo!
De un vistazo supo que sus catorce hombres se habían reducido a diez. Cinco para cada puerta. «¿Se habrá acabado esto?», pensó Vlad con la misma claridad, la misma falta de pasión. Arrancó otro escudo y miró por encima al primero de los enemigos, un bruto barbudo que vacilaba en la puerta oeste. No faltaba mucho. Los turcos nunca vacilaban tanto tiempo.
Y entonces los labios del hombre se separaron y sus ojos se abrieron, espantado, sin duda, por la punta de la flecha que le salía tanto como una mano de la garganta. Por un momento miró hacia abajo para ver qué era lo que asomaba allí. Entonces cayó y los hombres que tenía a los lados saltaron alejándose de su cuerpo, arrojándose desde las almenas delante de la puerta, prefiriendo caer antes que arriesgarse a las flechas que venían desde la pasarela de atrás. Vlad vio una flecha que pasaba por el sitio donde había tenido la cabeza, que se salvó por un pelo. Al darse la vuelta vio a un enemigo que intentaba sacarse una del ojo, se rendía y caía. Más allá venía Ion con su testudo, escudos juntos para aporrear a los turcos desde la pasarela.
Vlad se sentía cansado. Se arrodilló lo mismo que los hombres que tenía alrededor.
—¿Estás herido, mi príncipe?
Ion se puso en cuclillas a su lado. Vlad negó con la cabeza.
—¿El castillo?
—Casi es nuestro. Algunos grupos resisten; la mayoría huye. Buriu los está matando.
—¿Hamza?
—Seguro. Lo tiene Stoica, lo mismo que al otro, el griego.
—¿Y mi Príncipe Negro?
—De vuelta en la percha.
Ofreció un brazo y Vlad se fue levantando.
—Muy bien —dijo—. Va a tener hambre.