31
Troya

Para Hamza, el paisaje alrededor de Guirgui era tan aburrido a la luz del sol como lo había sido a la luz de la luna. Las interminables matas de juncos todavía ondeaban empujadas por el austru, el glacial viento sureste. Entre ellas aún se movía el Danubio, perezoso y gris. En la cresta de la pequeña colina, los sauces y los álamos eran esqueléticos, aún más pelados ahora que las ramas habían perdido las hojas.

Al menos en ese momento había algo de vida, algo de movimiento. En el agua, las barcas partían sin cesar de la costa tracia llevando provisiones y hombres. Había visto al menos dos barcas cargadas de soldados. Aunque apenas estaba empezando el invierno, Mehmet ya se preparaba para la guerra y había que reforzar esa frontera.

«Una guerra que podría no tener lugar si Vlad Drácula forma parte del otro movimiento, el que tiene lugar en el país», pensó, y notó que le producía diferentes sensaciones.

—¿Es él?

La voz lo sobresaltó, porque el griego, calzado con babuchas, había subido por los escalones de piedra hasta las almenas. Después de mesarse la barba tres veces, un gesto que —había descubierto con fastidio— se había convertido en hábito, Hamza miró un instante a Thomas Catavolinos y después al grupo de hombres que empezaban a bajar entre los árboles, los doce jinetes y tres carruajes, el último un palanquín cubierto de negro.

—Quizá —dijo— el tributo viene en los dos carruajes. Y el príncipe comunicó que estaba enfermo, ¿te acuerdas? Así que a lo mejor está en el último carruaje.

—Pero ¿dónde están los niños? —dijo Thomas, apoyándose en una de las almenas.

—Vendrán detrás. Nuestros espías dicen que el príncipe Drácula los ha andado buscando pueblo por pueblo.

Hamza miró con atención al hombre que tenía al lado. Se había estado arreglando, porque su pelo volvía a caerle manso en espirales rojas sobre los hombros. Y los ojos con los que miró a Hamza tenían una sombra carmesí.

—Debes de estar muy excitado, enishte. Volverás a ver a tu viejo amante.

Hamza soltó un gruñido y miró hacia el otro lado, a las barcas ahora amarradas y vaciando su cargamento de soldados. Detestaba que otros supieran cosas de su vida, sobre todo el hombre que tenía al lado. Por supuesto, no había ocultado al viejo sultán la domesticación final de Drácula. Murad se lo había contado a su hijo y Mehmet lo había contado a los griegos. Desde la caída de Constantinopla, el sultán había ido incorporando cada vez más nobles conquistados a su círculo íntimo. Costaba ya encontrar a alguien en el Diván que hablara osmanlica con fluidez.

—¿Es verdad que este Drácula estudió un tiempo en Tokat?

Hamza asintió.

—Sí. De mala gana.

—Yo también estudié. Pero no de mala gana. —Batió palmas con alegría—. Estoy seguro de que hemos añadido algunos refinamientos desde que él pasó por allí. Me encantará hacerle una demostración. Sobre su cuerpo.

Se rió de nuevo y Hamza se estremeció. Sabía que las órdenes del sultán debían ser cumplidas sin discusión. Había visto lo que les pasaba a quienes desobedecían a Mehmet. Pero no tenía por qué gustarle su papel. Y todavía estaba preocupado por su cumplimiento. El Vlad que recordaba era cualquier cosa menos estúpido. Sabría lo que Mehmet todavía pensaba de él. Y los había sorprendido en el pasado. Radu había contado la asombrosa historia del rapto de una concubina en las calles de Edirne.

Quizá los sorprendiera ahora. Quizás iba, sí, en el palanquín cubierto de negro, con la fiebre anunciada. Y si acaso iba… Hamza echó un último vistazo al patio. Había, naturalmente, hombres por todas partes, realizando sus tareas. Pero muchos —sus hombres—, estaban quietos; mirando y esperando. Eso era cierto sobre todo en relación con la torre principal de la entrada, casi una fortaleza aparte dentro de la mayor. Miró hacia sus almenas. En cada una había un soldado. Pero Hosnick, su comandante, había sin duda decidido poner a trabajar incluso a los recién llegados, porque un grupo de hombres nuevos se acercaba a la torre desde el lado del muelle.

Todo estaba preparado. Ahora le tocaba a Drácula sorprenderlos o defraudarlos. Hamza se mesó tres veces la barba. No sabía qué prefería.

Miró hacia el camino. El grupo valaco había pasado entre las chozas agrupadas alrededor de la vía de acceso y estaba ahora preparándose para cruzar el estrecho puente que llevaba a la fortaleza de la isla. Aunque no era Vlad, su alto comandante tenía un aire familiar.

—¿Vamos a saludar a nuestros invitados? —dijo.

Bajaron por la escalera, precedidos y seguidos por su guardia ceremonial de seis alabarderos. Llegaron al patio del castillo cuando el primer jinete entraba por la puerta. Hamza no tuvo que mirar para descubrir que sus hombres estaban preparados. Oía el leve crujido de decenas de arcos al tensar las cuerdas. Entonces, de repente, se oyó un ruido más fuerte, alguien a quien se le caía la armadura en lo alto de la torre. Asustado, miró hacia arriba… pero allí estaba Hosnick, asomando la cabeza por un hueco entre las piedras, con una mano levantada.

El grupo que estaba delante se había detenido. Todos estaban desmontando o bajando de los carruajes. Hamza se adelantó.

—Que Alá, el Más Elevado, sea alabado por vuestra llegada sanos y salvos —dijo.

El líder de los valacos entregó las riendas a uno de sus hombres. Se quitó el yelmo, dio media vuelta y habló.

—Y que el Muy Santo Padre bendiga esta reunión de amigos.

Hamza se detuvo a media docena de pasos.

—¡Por las barbas! ¿Ion? ¿Ion Tremblac?

—El mismo, pachá Hamza. Tu estudiante más estúpido —respondió Ion.

Los dos se saludaron tocándose la cabeza, la boca, el corazón con las manos abiertas en señal de bienvenida.

—No es cierto, Ion. A veces el árbol más fuerte sale de un árbol joven poco prometedor. Y mírate, un buen roble valaco. —Hamza, que no se consideraba de baja estatura, se encontró mirando hacia arriba los ojos de Ion. Buscó la tugra del sultán debajo del flequillo de pelo largo y rubio, pero la marca estaba oculta—. Perdóname. Mi coembajador, Yunus Bey.

El griego hizo el mismo saludo y después se acercó más.

—Antes de que el muy glorioso Mehmet Fatih me quitara las escamas de los ojos y me condujera a Alá, el más misericordioso —dijo—, me llamaba Thomas Catavolinos. Y acostumbraba saludar de este modo a los otros cristianos. —Tendió la mano—. ¿Es así?

—Desde luego, señor. —Thomas le estrechó la mano y le sorprendió la fuerza que había en su apretón de hombre femenino—. Es para mí un honor.

—Para mí también.

Las manos bajaron. Los tres se miraron durante un rato en silencio.

—¿Y mi otro estudiante? —dijo finalmente Hamza—. Tu príncipe, Drácula. ¿Está bien?

—Por desgracia, enishte —dijo Ion, dando un paso atrás—, todavía está debilitado por el ataque. Pero no quería dejar de venir.

—¿Está aquí?

—Sí. —Ion tragó saliva, levantando la mirada. Entonces echó a andar, y los otros lo siguieron. Los llevó siguiendo la hilera de carruajes cubiertos, pasando junto a los soldados desmontados que, advirtió Hamza, estaban armados nada más que con dagas, como se había acordado en las cartas preliminares. Mientras caminaban, Ion fue hablando—. Estos dos carruajes contienen no sólo las diez mil coronas de oro sino algunos regalos para vosotros y, por supuesto, para el sultán.

—Qué agradable —murmuró Hamza.

—El devsirme viene más atrás. Ya sabes lo despacio que caminan los niños. Mil quinientos de nuestros mejores jóvenes.

—Muy gratificante —dijo el griego.

Habían llegado a la altura del palanquín. Ion empezó a desatar las correas que sostenían la tela negra. De inmediato llegó un ruido de dentro, un susurro.

—Tranquilo, príncipe, tranquilo —murmuró Ion. Los dedos le temblaban mientras deshacía nudos.

Hamza frunció el ceño al oír el tono apaciguador de la voz. ¿Tendría aquello que ver con la enfermedad que había contraído el príncipe? Las historias que llegaban de la corte de Vlad eran cada vez más extrañas. Se decía que durante sus ataques hacía las cosas más terribles. Muchos hablaban sin tapujos de un hombre que había perdido la razón. Sin embargo, en la Morada de Paz, a los locos se los trataba con respeto porque, al haber perdido contacto con este mundo, se creía que estaban un paso más cerca del paraíso. Así que mientras Ion conseguía desatar las últimas correas, mientras empezaba a levantar la tela, Hamza se preparó para una visión. No la de un viejo amor sino la de alguien amado por Dios y ahora perdido.

Y vio un halcón. En el centro del carruaje por lo demás vacío había una percha. Atado a ella había un azor, un tiercel, por el tamaño. El ave levantó las alas de color azul pálido, ahuecó las plumas blancas y negras del pecho y soltó un chillido de indignación —«¡Cra! ¡Cra! ¡Cra!»— ante esa repentina exposición a la luz.

Ion se había puesto el guante que había dentro. Después, haciendo ruidos tranquilizadores con la garganta, sacó el pestillo de la pared con celosía, abrió una pequeña puerta, metió la mano, sacó las pihuelas y pasó con suavidad el ave al puño. El tiercel bajó la cabeza y picoteó con fuerza el cuero grueso del pulgar. A pesar de la sorpresa, se sosegó con rapidez. Muy bien adiestrado, vio Hamza en el acto.

Thomas, que obviamente no era halconero, se había alejado rápidamente del pájaro chillón. Ahora miraba a Hamza.

—¿Qué es esto? —dijo.

—Un azor. Una belleza. —Alargó una mano y el halcón la miró, buscando carne. Hamza la retiró sonriendo. Había decidido no mostrar ninguna sorpresa—. ¿Sin duda un regalo de Drácula para mí?

Ion no respondió. Pero lo hizo otra voz, desde arriba.

—No, enishte. El Príncipe Negro es mío.

El turco miró hacia arriba y vio dos cosas. La primera fue a Hosnick, echando sangre por la garganta, cayendo cabeza abajo en el patio. La segunda fue el hombre que hablaba, el rostro oculto por un pañuelo, sacando un puño con guante.

Ion se apartó del carruaje y abrió el brazo. Kara Khan, el Príncipe Negro, salió volando con rapidez. Sólo tuvo que batir cuatro veces las alas para llegar a la otra mano. Pero sólo se quedó allí un instante, antes de ser lanzado de nuevo al aire.

—Buena caza —gritó Drácula, mientras el mundo enloquecía.