30
Gritos nocturnos

Fue el grito lo que lo despertó. Al principio Hamza no supo si el chillido del halcón había venido de dentro o de fuera del sueño. Si venía de dentro significaba que lo oía en el lugar de los sueños, las dunas al pie de los muros de Laz. Entonces, si venía de dentro, quizá podía regresar allí, a su lugar de nacimiento a orillas del mar Muerto, en el corto tiempo que le quedaba antes de que el muecín convocara a la oración. Unos instantes de calor, de luminosidad, antes de que se levantara al aire helado y al aburrimiento del castillo Guirgui, donde las pilas de pieles de carnero que lo cubrían no lograban impedir que el frío del río se le metiera en los huesos.

Si el grito venía de fuera, lo más probable era que se tratara del sacre que tenía con él. Aunque el título de cakircibas —halconero principal— era ahora en gran medida honorífico, debido a su participación en múltiples asuntos de estado y al cumplimiento de órdenes del sultán, todo hombre tenía que practicar su oficio cuando podía para estar preparado por si llegaban malos tiempos. Al propio Mehmet se lo encontraba en los huertos, con la pala en la mano. Con mucha frecuencia, hay que decirlo, porque todo lo que crecía le encantaba. Sus emisarios tenían la orden de buscar las plantas más raras en los países que visitaban.

Esa embajada le daba a Hamza una buena oportunidad de preparar un ave de caza para la primavera y el puño de Mehmet. Pero era un polluelo, robado del nido demasiado pronto y por lo tanto nervioso y de mal genio. Hasta ese momento su trato bondadoso había fracasado. Pronto habría que usar el rigor.

Ahora estaba despierto, soñando con un mar cálido fuera de su alcance. En unos instantes se vería obligado a ponerse de rodillas, y la alfombrilla de rezo lo protegería muy poco de las losas. Aunque ahora estaba en manos turcas, Guirgui había sido construido por los francos unos años antes y a esa gente no parecía importarle el frío.

Otro grito, pero esta vez más parecido a una risita y cerca. Hamza giró en la cama y vio el perfil de una cabeza sobre la almohada, rodeada por la aureola roja de aquel pelo tan valioso y cuidado. Adivinaba qué tipo de sueño tenía el hombre acostado a su lado. Un sueño en el que habría dolor causado por alguien.

Thomas Catavolinos. Aunque después de la caída de su ciudad, Constantinopla, se había convertido al islamismo para servir al sultán, y adoptado el nombre de Yunus Bey, Hamza todavía pensaba en él por su antiguo nombre. Catavolinos había hecho pocas concesiones más a la fe, seguía con la misma ropa, el pelo descubierto y el placer griego por todo lo tortuoso. Y había llegado muy alto porque tenía ciertas habilidades…

Hamza suspiró. Sabía por qué Mehmet había puesto a los dos en el yugo de esa embajada. Como halconero, él había usado a menudo una rata ciega atada cerca del nido de un sacre para atrapar un ave adulta. Él era esa rata, para atraer a aquél con quien querían encontrarse. El hombre que tenía al lado había sido enviado por su talento especial. Las órdenes del sultán habían sido claras: una vez que hicieran prisionero al príncipe de Valaquia había que quebrarlo. Como con el halcón, Mehmet no tenía tiempo de inculcar personalmente obediencia en el enemigo. Sólo quería disfrutar de los resultados. Y nadie era más experto en quebrar hombres que ese griego.

Hamza se estremeció. No era algo en lo que él estaría implicado, alabado sea Alá, el Más Misericordioso. Recordaba lo que había costado quebrar al joven. ¿Cuánto más esfuerzo habría que aplicar ahora que era un hombre? Un hombre que había gobernado y de quien ahora… se contaban historias inquietantes. Una parte suya esperaba que el príncipe no acudiera, que no bastara el señuelo de su presencia tranquilizadora. Pero ¿qué opción le quedaba a Vlad? Hamza tenía espías en todas las cortes de Europa. Todos le contaban lo mismo. Que aunque Vlad rabiara por enfrentar al enemigo, todos los demás monarcas miraban para otro lado. Sólo Hungría había empezado a moverse. Pero Corvino había aceptado tanto oro papal que necesitaba montar un espectáculo. Hamza estaba seguro de que no tenía intenciones de ir a la guerra.

Vlad debía de saber eso. De hecho, su espía en Targoviste, un boyardo llamado Dobrita, le había hablado de lo aislado que estaba el príncipe, incluso en su propio país. El príncipe tendría que acudir, traer un tributo en monedas y niños y doblar la cerviz. Y no le serviría para nada. Mehmet había decidido que el trono de Valaquia necesitaba otro ocupante más sumiso: su amante, el hermano de Vlad, Radu cel Frumos («el Hermoso»), más hermoso ahora que cuando era un muchacho bonito y del que todavía estaba enamorado. Con el que aún compartía con frecuencia el diván.

Otro ruido, un gemido esta vez. Hamza miró de nuevo, indignado. No había sido capaz de negar a su coembajador la comodidad y el calor de la única cama de Guirgui, ya que tenían el mismo estatus. Suponía que podía haber decidido dormir en los establos. Pero el invierno estaba resultando duro.

La primera noche en Guirgui había sospechado que el griego intentaría seducirlo, y había estado tenso en la cama, preparado para rechazarlo. Pero en la semana que llevaban en la fortaleza había llegado a la conclusión de que no le interesaban ni los hombres ni las mujeres… en ese sentido. Sólo le interesaba el sentido del dolor. Y Hamza sabía que su propio apetito por los hombres nunca había sido fuerte. En su vida sólo había… amado. A sus cuatro mujeres, sobre todo la primera, Karima; a Murad, el viejo sultán, cuando era su escanciador. Durante un tiempo, al que le habían enviado allí para su servicio. Y el único hombre en el que a veces pensaba todavía, por la noche, era el joven de ojos verdes.

Hamza se estremeció. «Quizá no venga», pensó.

Y entonces llegó de nuevo, el grito que lo había despertado y que le hizo salir de la cama en un instante, a pesar del aire escarchado y de las piedras heladas. ¡Porque el ave que gritaba no podía estar allí! Sólo una garza real o un águila ratonera podía andar cazando en el delta del Danubio en diciembre. No un azor. Ese pájaro debería estar caliente y cómodo en los bosques del norte, esperando la primavera.

Alguien debía de haberlo traído.

Encontró babuchas, una túnica, y subió por la escalera que llevaba de la habitación a la plataforma del torreón, allá arriba. A la última luz de una luna menguante, el Danubio tenía un resplandor plateado en los tres lados de la isla —los que podía ver— sobre la que estaba construida la fortaleza. Pero Hamza no miró hacia el agua sino hacia la tierra, hacia la llanura aluvial que subía suavemente bordeada de espadañas hasta una hilera de sauces blancos a unos doscientos pasos del estrecho puente que unía la isla con la orilla. La luz de la luna grababa los árboles en plata alrededor de núcleos de oscuridad.

Y entonces una sombra se separó de los sauces, de manera que su silueta se recortaba contra el incipiente amanecer. Cuando la silueta levantó un brazo, Hamza supo que no estaba mirando a un animal sino a un hombre, tan negro como la oscuridad de la que salía. Se oyó un grito, el mismo que lo había despertado; un poco diferente, porque ése salía de una garganta humana.

Cri-ak, cri-ak.

Fue sólo porque la luna brillaba todavía y su vista era buena y miraba con tanta concentración que descubrió la figura rápida bajando en picado y vio que el hombre se inclinaba para absorber la velocidad del aterrizaje del azor. El hombre se enderezó y por un instante todo se detuvo. Después desapareció entre los árboles y Hamza, que había estado conteniendo el aliento, lo soltó formando una sola y lenta palabra.

—Drácula.

—¿Voivoda? ¿Dónde estás?

El duro susurro de Ion se perdió bajo los sauces. Su príncipe había estado con él unos minutos antes. Y de repente, silenciosamente, había desaparecido, y el primer ruido que había oído era el grito de caza de aquel maldito halcón que Vlad había insistido en llevar. Ion compartía la pasión de su amigo por la cetrería. Pero ¿era ése el momento y el lugar para hacerlo?

Voivoda —volvió a susurrar.

—Aquí estoy.

Vlad apareció al lado de Ion tan silencioso como había desaparecido.

—¿Qué has estado haciendo?

—Cazando. —Vlad levantó el puño izquierdo—. Pero mi hermosa Kara Khan no ha tenido éxito.

—Por supuesto —dijo Ion, exasperado—. ¿A qué tonto se le ocurre cazar con halcones por la noche?

Vlad sonrió y le brillaron los dientes.

—A un tonto como yo. —Lanzó un débil silbido y de inmediato su halconero sirviente, Stoica el Callado, salió de las sombras, reflejando la luna con la cabeza calva.

»Tómala —dijo Vlad, y el hombre asintió, el único tipo de respuesta que podía dar ya que los sacerdotes le habían cortado la lengua por blasfemia.

Apretó su guante contra el de Vlad, atrayendo al ave con carne de una bolsa, y después se retiró de nuevo a las sombras.

Ion no estaba satisfecho.

—¿No te preocupa que te hayan visto?

—¿Por la noche, a esta distancia del castillo?

—Alguien te puede haber visto. Incluso te puede haber reconocido. E ir a contárselo al pachá Hamza.

—Ya sabe que vengo. No es un secreto.

—Pero quizá le preocupe que ninguno de sus hombres le haya advertido de nuestra cercanía.

—Quizá. —Vlad volvió a sonreír—. ¿Tienes la ropa?

Ion dijo que no con la cabeza.

—La tiene allí Stoica.

Vlad silbó de nuevo.

—Te preocupas demasiado, amigo —dijo mientras su sirviente, sin el pájaro, aparecía llevando ropa y armadura. Vlad agarró el peto y se lo apoyó en el pecho—. Muy bien —dijo—. Me preocupaba que no encontráramos uno del tamaño adecuado. ¿Será posible que los turcos hayan crecido?

Empezó a quitarse la ropa negra y a entregársela a Ion, mientras Stoica le entregaba lo que se iba a poner.

—Se la sacamos a uno de los que matamos anoche —dijo Ion, mirando cómo su príncipe se transformaba en guerrero turco. Se quitó el taparrabos y se puso dos túnicas de algodón, y encima un capinat de lana hasta la rodilla. Sobre todo eso se colocó la cota de malla que lo cubría de los hombros a la espinilla y a continuación, el peto y el espaldar. Mientras Stoica le ataba las correas, Vlad miró a Ion—. Vamos, bey Ion, antes de que te hernies. Di lo que estás pensando.

—Bueno, ya que estamos usando títulos turcos… Hospodar —dijo bruscamente—. Creo que esto es una locura.

—Yo lo he dicho muchas veces. Aunque nunca delante de los hombres. —Miró a Stoica, que seguía atando correas—. Ni siquiera de los mudos. Pero ya te lo he explicado: necesito asegurarme del castillo. Será mi base para todo lo que vendrá después.

—Eso lo entiendo. Lo que no veo es por qué no puedo ir yo a tomarlo.

—¿Y que yo me quede en la seguridad del campamento? —Vlad hizo un movimiento negativo con la cabeza mientras Stoica se arrodillaba y empezaba a ponerle las espinilleras—. Después de todo este tiempo, ¿aún no te has dado cuenta? Yo no conduzco ni conduciré nunca desde atrás. Mi kismet ya está escrito. Si tengo que morir hoy, nada puedo hacer para impedirlo.

—Quizá no mueras. Quizá te reconozcan y te tomen prisionero —gruñó Ion.

—¿Qué? ¿Con este ingenioso disfraz? —Mientras hablaba, Stoica le ató un pañuelo de seda alrededor de la cara y después le ofreció el yelmo turbante. Cuando Vlad se lo hubo puesto en la cabeza y extendido sobre los hombros la malla metálica que llevaba incorporada, sólo le brillaban los ojos, un verdor pálido a la luz del temprano amanecer. Los señaló con dos dedos—. Además, si alguno se fija en éstos, que para Ilona son lo mejor que tengo, espero que use los suyos para miraros a vosotros.

Ion suspiró.

—Se te ve alegre, mi príncipe.

—Claro que sí. A punto de empezar a matar turcos. —Dio un paso atrás—. ¿Qué tal estoy?

Ion pensó un poco.

—Como un burro sodomita —dijo al fin.

—Excelente —exclamó Vlad—. Voy a pasar inadvertido.

Stoica había vuelto a los arbustos. Regresó con un montón de armas.

—¡Ah! —dijo Vlad, apoyando la mano un instante en la Garra del Dragón.

—Príncipe… —advirtió Ion.

—Tienes razón, amigo. Quizá no me reconozcan los ojos, pero un yaya con una espada de mano y media con la marca del Dragón… —Suspiró y miró a los cielos—. Pronto, padre —murmuró, y dejó el arma y cogió el sable mameluco con la hoja y el puño ligeramente curvos y lo descargó con fuerza, cortando el aire—. Buen equilibrio, pero… no —dijo—, porque adonde vamos creo que conviene esta maza —sopesó la pesada porra con cabeza de hierro estriado— y una daga.

Se metió la daga de hoja larga y la porra bajo el cinturón, dio media vuelta y empezó a avanzar entre los árboles, aplastando con los pies la delgada capa de hielo sobre el agua. Ion lo siguió y pronto llegaron a una charca cóncava rodeada de sauces y con apretados juncos en las orillas. Sentados entre los árboles había veinte hombres vestidos como Vlad. De las ramas colgaba el mismo número de hombres, desnudos y con las lenguas negras asomando entre labios hinchados.

Los soldados se levantaron cuando Vlad e Ion entraron en el círculo. Su líder se tomó su tiempo para mirar a cada uno a los ojos y hacer una seña con la cabeza. Esos hombres elegidos, esos vitesji, lo habían acompañado durante un tiempo y le habían ayudado a recuperar el trono y conservarlo. Treinta de sus compañeros quedaban en Targoviste, controlando a los boyardos. Los que estaban en ese lugar, casi todos valacos, habían sido elegidos porque habían pasado algún tiempo entre los turcos —como soldados y como esclavos— y hablaban su idioma.

Vlad llamó a uno por señas.

—Ilie —dijo al hombre que estaba a su lado y que parecía tener el doble de su estatura y era desmesuradamente oscuro—, ¿lo has dominado ya?

—No, voivoda. —La voz del hombre era tan oscura como su cara. Ofreció lo que tenía en la mano—. Algo no funciona. No se puede tensar al máximo.

—¿De veras?

Ilie apretó la cuerda, aspiró y tiró. Pero no la pudo hacer pasar de la barbilla. Después de temblar un instante, la aflojó.

—¿Ves? —gruñó—. Está roto. —Miró alrededor—. Todo el mundo ha probado. —Al dar la vuelta, su mirada se encontró con la de Vlad—. Menos tú.

Después de clavar la mirada en los ojos negros del hombre, Vlad hizo lo mismo con el resto; ahora todos tan callados como Stoica, con ojos atentos. Sólo Gregor sonreía, como siempre. Ion hizo un leve gesto negativo con la cabeza. Él también había probado el arco y fracasado, y le estaba recordando a Vlad que el arco turco era un arma muy especial. Para usarlo hacía falta una habilidad que pocos hombres tenían si no practicaban desde la infancia. Porque no exigía sólo fuerza sino fuerza atenta. Y el movimiento de cabeza también había sido para recordarle a Vlad otra cosa: que los soldados siempre buscan señales favorables antes de entrar en batalla. El líder que no puede estirar la cuerda de un arco, aunque antes todos hayan fracasado…

Ion negó con la cabeza. No, dijeron sus ojos.

Vlad cogió el arco. Enseguida vio que uno de los hombres colgados allí detrás debía de haber sido rico porque el arma era de la mejor calidad. La madera seguramente de arce, y el tendón que se extendía encima seguramente de búfalo. Parecía viejo, aunque con un arco turco no se podía saber bien. Se decía que los mejores podían durar doscientos años.

Sin volverse, Vlad aceptó el arma. Stoica le puso el anillo para flechas en la mano. Lo tenía desde Edirne, cuando un fabricante de arcos se lo había ajustado en un dedo con lacre. Después de ponérselo, cogió una de las flechas largas de pino que le ofrecía el sirviente y pasó el dedo por la pluma de cisne. Volvió a mirar los ojos negros de Ilie. Después colocó la flecha, tiró de la cuerda, hizo una pausa donde había parado Ilie, con la mano en la barbilla, aspiró hondo… y después siguió tirando hasta llegar con la mano a la oreja; la dejó allí un momento antes de soltar la vara. La flecha susurró entre los sauces volando hacia el río.

Vlad bajó el arco.

—Me quedo con él si se me permite.

—Es tuyo, voivoda.

El Negro Ilie sonrió, hizo una reverencia y dio un paso atrás.

—Sigamos la flecha —dijo Vlad, y cuando los hombres se inclinaron para recoger sus armas él se volvió hacia otro hombre, vestido con la ropa y la armadura de un valaco, su comandante de caballería—. Tú, Buriu, conoces la señal. Ten a Stoica delante de los árboles para verlo bien. —Hizo una seña con la cabeza al mudo—. Y cuando vengas, hazlo rápido.

Voivoda —respondió Buriu.

Después los dos hombres hicieron una reverencia antes de desaparecer entre los juncos para sumarse al segundo grupo de hombres, mucho más numeroso, oculto en un pequeño valle.

Los vitesji de Vlad formaban dos filas. Dio un paso hacia el frente.

La mano de Ion lo retuvo.

—Príncipe… —dijo.

Vlad apoyó su mano sobre la de su amigo.

—Dentro de una hora, Ion. En el castillo que construyó mi abuelo. Esto comienza.

Y se puso en marcha, seguido por las filas de sus combatientes. El hueco entre dos sauces era estrecho, y los hombros de los soldados hacían girar en direcciones diferentes a los dos hombres que colgaban allí. Cuando hubo pasado el último, Ion levantó la mano, agarró los pies desnudos y los detuvo.

—Id con Dios —murmuró.

Después siguió con su tarea.