Después de despachar a los boyardos para que fueran a animar a sus seguidores y al metropolitano para que fuera a buscar oro, Vlad e Ion se sentaron en la Gran Sala pero cerca de una chimenea ahora encendida. Planificaron, estudiaron mapas y listas. Llamaban y mandaban mensajeros. Sólo muy entrada la noche pudieron hacer una pausa y hablar de otras cosas.
Ion sirvió vino en las dos copas.
—Nunca me dijiste ante qué representante ilustre de Mehmet nos tendremos que arrastrar.
Vlad tenía en la mano la copa de vino. La dejó sin haber empezado a tomar.
—El pachá Hamza.
Ion soltó un silbido.
—¿Nuestro viejo maestro? ¿El halconero? ¿Y ahora es pachá? Cómo ha ascendido.
Vlad clavó la mirada en el fuego.
—Siempre fue mucho más que un halconero, aunque tenía para eso grandes habilidades. Mehmet lo nombró alto almirante en Constantinopla durante el sitio. Desde entonces se ha hecho cargo de una docena de embajadas para la Sublime Porte. Se ha convertido en pachá. Se rumorea que un día será gran visir. Sólo un grado por debajo del sultán.
—Un hombre eminente. ¡Qué honor para la pequeña Valaquia!
Vlad negó con la cabeza.
—Es una jugada en el tablero de ajedrez. Mehmet envía a alguien que yo… recuerdo.
Ion levantó la mirada. Había algo en la voz de Vlad que no entendía. Pero su príncipe y amigo seguía mirando las llamas.
—Por supuesto. Tú fuiste algo más que alumno suyo, ¿verdad?
Vlad le clavó la mirada, donde seguían ardiendo las llamas.
—¿Qué quieres decir?
Ion se estremeció.
—No… no quiero decir nada. Sólo recuerdo que no hablabas con él como hablaban los demás. ¿No le hiciste algo?
—Un guante para cetrería.
La mirada de Vlad volvió al fuego.
—Eso. ¿Y no te rescató de Tokat?
—No —masculló Vlad, tomando por fin un trago—. Fue a buscarme. No es lo mismo.
Había algo que su amigo no decía, pero eso no era nada raro.
—¿Crees que Hamza viene planeando una traición?
—No lo sé. Quizá Mehmet espere que yo bese los pies de su embajador y que entregue todo lo que me pidan. Es lo que harían en mi posición la mayoría de las personas.
—Es posible que todavía tenga la marca de tu jerid en la espalda. Estoy seguro de que recuerda tu carácter.
—Cierto. Y aunque no planee matarme, ¿por qué no hacer lo mismo que hizo su padre con el mío en Gallípoli? Atar al Dragón a la rueda de un carro durante un mes. Llevarse a sus hijos como rehenes.
—Tú no tienes hijos que pueda llevarse.
—No. Claro que no.
Vlad lo miró un instante y después se levantó de repente.
—Ilona Le prometí visitarla esta noche.
—Príncipe —dijo Ion, siguiéndolo hasta la escalera—, debes descansar un poco si quieres salir al amanecer.
Vlad abrió la puerta de su aposento. Se volvió ya sin la oscuridad en la cara.
—Después de todo este tiempo, ¿todavía sigues tratando de separarnos?
Ion bajó la mirada y masculló algo.
—No, claro que no. Yo…
—Hace trece años que es mi amante. ¿Tú todavía sigues enamorado de ella?
Ion lo miró.
—Me casaría con ella mañana —dijo sin levantar la voz.
—Ah. —Vlad cogió la capa de montar—. ¿El hecho de que ya estés casado no te afecta en ese sentido?
—Conseguiría la anulación.
—¿Por qué motivo?
Ion frunció el ceño.
—No consumación.
—Entiendo. ¿Y tus tres hijas?
—Todas de alumbramiento virginal. Ya sabes cuánto reza mi María a su tocaya.
Los dos hombres se echaron a reír y Vlad apoyó una mano en el brazo de Ion. Cuando cesó la risa la mano siguió allí.
—Sabes, a veces desearía que no fuera mía sino tuya. Creo que sería más feliz.
—No. —Ion negó con la cabeza—. Desde aquella primera mirada en el muelle de Edirne sólo hubo para ella una persona en el mundo: tú.
Vlad apretó el brazo del amigo.
—Si todo… si todo fracasa en Guirgui. Después. ¿Cuidarás a Ilona? Los boyardos la odian. Creen que mi amor por ella me impide casarme con una de sus hijas con cara de yegua. —Sonrió—. Quizá tengan razón.
—Mataré a cualquiera que le haga daño. Sea quien sea. —Ion apoyó su mano en la de Vlad—. Te lo juro, mi príncipe.
—Muy bien. —Vlad se puso en marcha—. Esté en el cielo o en el infierno, me encargaré de que cumplas ese juramento.
La luz de las velas la hechizaba. Había algo en la danza de las llamas que la tranquilizaba, dejándola ir adonde quería alrededor del halo amarillo, el núcleo azul. Su vida andaba por allí, como había sido y como podría haber sido. Como era.
Su vida era eso. Esperarlo, esperar sus visitas cada vez menos frecuentes. Había perdido la cuenta de las veces que le había prometido ir y no lo había hecho. Sabía que estaba ocupado, sabía también que no puramente en cosas de estado. Tenía otra amante, quizá más.
Cómo podría haber sido su vida. Conocer a alguien como… Ion, que la amaría, quizás incluso a ella sola. Habría tenido sus hijos y los habría criado en algún tranquilo rincón del reino…
Parpadeó para disolver la visión. No, nunca habría conocido al hijo de un boyardo. Criada en una aldea remota, hija de un curtidor, se habría casado con un aprendiz de curtidor a los catorce años y habría dado al bruto una docena de hijos. Si hubiera logrado sobrevivir a ellos ahora tendría la espalda torcida, pelo canoso y sería gorda. No estaría en su propia casa, todavía bastante bonita, el pelo todavía color avellana, vestida con un lujoso damasco. Aunque ya tenía treinta años, no los aparentaba. Eso le pasaba por no tener hijos. No tener hijos y llevar una vida fácil.
Movió la mano y vio que la llama se alargaba de lado, cambiando la historia. Nunca habría conocido al aprendiz de curtidor. Como era bonita la habrían esclavizado y la habrían preparado para una vida de concubina. Mehmet, entre sus muchas otras esposas, sus otras amantes y sus chicos, la habría visitado aún menos que Vlad. Habría vivido su vida en la indolencia del saray, primero en Edirne, después en Constantinopla, hasta que tuviera algún hijo o la dieran como mujer a algún funcionario o soldado provincial.
La llama volvió a estirarse. Quizás en algún sitio de la casa alguien había abierto una puerta. Se estremeció y se envolvió en una alfombra; después se inclinó hacia delante y apagó la vela. Él ya no vendría. La había olvidado… o había decidido ir a otro sitio. Había elegido a alguna otra.
Entonces se abrió la puerta y allí estaba él. No le veía la cara con la vela apagada y el fuego mortecino, pero la antorcha de juncos alumbraba el pasillo que había más allá y se veía con claridad su silueta.
—Ilona.
—Príncipe.
Vlad se quedó en la puerta, detenido por la frialdad del título.
—Lo siento —murmuró—. Es que…
—Deja que busque una luz —dijo Ilona, cogiendo una vela de la mesa y yendo hacia el pasillo, detrás de Vlad.
Pero él la agarró del brazo y la retuvo. Le dio un poco de luz en la cara y ella enseguida se arrepintió de la frialdad.
—Quedémonos en la oscuridad —susurró Vlad.
—Pero tengo comida para ti, vino…
—Nada —dijo Vlad, atrayéndola contra su cuerpo—. Nada más que tú.
Mientras la llevaba hacia la cama, volvió a sentir rabia. ¿Acaso no tenía prostitutas para usarlas de esa manera? Pero cuando la acostó y él se acostó al lado comprendió que lo había malinterpretado.
—Ah —gimió Vlad—, alabado sea Dios por la suavidad del plumón de ganso.
—¿Mi príncipe no necesita más que plumas para la espalda? —preguntó Ilona, divertida.
—¿Qué te parece una almohada? —Cuando ella intentó coger una, él le detuvo la mano—. No. Aquí —dijo, levantando la cabeza. Ella se metió debajo y él bajó su cuerpo con un suspiro—. Y alabado sea Dios por la suavidad de los muslos de una mujer.
—¿De cualquier mujer? —preguntó ella, levantando los dedos que acariciaban la frente de Vlad y descargándolos con fuerza.
—¡Ay! —chilló él—. No, de tus muslos. Sólo los tuyos, Ilona.
Ella decidió no señalarle que quizá no era cierto. Pero quizás él sentía que la almohada se iba endureciendo.
—Amor mío, sólo aquí, tendido de este modo, tengo paz. La única paz en este ancho mundo.
—Adulador —dijo ella, volviendo a meterle los dedos entre el pelo espeso.
—Digo la verdad —susurró él.
Mientras lo acariciaba, Ilona oyó que la respiración de Vlad era cada vez más pausada, que aflojaba el cuerpo sobre ella. Después de un rato pensó que se había dormido. Entonces vio que abría despacio los ojos.
—Sabes que me voy mañana. Hoy. Dentro de unas horas.
—¿Entonces va a haber guerra?
—Va a haber una cruzada. —A Vlad le temblaba la voz—. El triunfo de la Única Cruz ante la Media Luna. El Dragón encaramado en la cola de caballo. Mehmet doblegado ante mi espada.
—De todos ellos, ¿este último no es el más poderoso?
—Quizá. —Vlad sonrió—. Como guerrero de Cristo sé que sólo debería ser un conducto para su gloria. Pero busco la mía. La busco con pasión. Conquistar al Conquistador.
—¿Y podrás? —dijo ella con suavidad, apartándole el pelo hacia un lado—. ¿No son muy poderosos los turcos?
—¿Poderosos? Sí. ¿Invencibles? No. Lo que Hunyadi hizo en Belgrado y en Nis, lo que Skanderbeg hace una y otra vez en Albania lo puedo hacer yo aquí. Con un poco de ayuda.
—¿De los húngaros?
—Sí. Yo puedo empezar la guerra y prosperar durante un tiempo. Pero si Corvino no empieza a usar todo el oro que el Papa le ha dado para luchar…
—¿Qué pasaría entonces?
—Estaríamos perdidos. —Vlad levantó la mirada—. ¿Entiendes que sólo a ti, aquí, te puedo decir eso?
—Sí.
Ilona lo acarició. Después de un rato ella dijo «¿Vlad?», pero él no se movió. Le quitó las botas y un rato más tarde ella se quitó el vestido, dejándose sólo el viso. Después echó encima de los dos una alfombra de Oltenia y se acurrucó contra él.
Ella creía que no había dormido. Pero al abrir los ojos vio que había un débil resplandor detrás de los postigos. Despacio, se apartó de él y los abrió un poco. Había de veras luz hacia el este.
—¿Es el amanecer? —preguntó él con voz de sueño.
—No, mi amor —dijo ella cerrando los postigos, volviendo a su lado—, es Targoviste en llamas. Sigue durmiendo.
—Bien. —Vlad respiró otra vez y dijo—: Es broma, ¿verdad?
—Sí. Sigue durmiendo.
Un rato más tarde preguntó:
—¿No podrías tener los pies más fríos?
—Son brasas calientes comparados con mis manos. ¡Siente!
Ilona deslizó una mano dentro del shalvari y le cogió la polla.
—¡Jesús! —chilló él, incorporándose y volviendo a acostarse—. ¿Qué me haces?
—Esto —dijo ella, moviendo la mano—. Bueno, parece que no te importa.
—Ilona —gruñó Vlad, volviéndose hacia ella, metiéndole también una mano por debajo del viso.
—Ahora, ¿quién tiene las manos más frías? —dijo ella riendo, apretando más.
—¿Te molesta?
—No me molesta nada de lo que me has hecho. Nada me molestará nunca.
—¿De veras?
—De veras —respondió ella—. Soy tuya de todas las maneras que desees. Aquí. Ahora. Para siempre.
—Con el aquí y ahora basta —dijo Vlad, arrancándole el viso.
Él la había poseído de muchas maneras. Habían hecho el amor de muchas formas. Pero ésta era la que más le gustaba a ella: perdidos en un arrebato, sobre todo él. Él nunca estaba en otra parte, con ninguna otra, y ella lo sabía. Él siempre necesitaba mostrar una cara al mundo, pero no aquí, con ella. Que se perdiera en ella la excitaba a más no poder. Porque si él se descontrolaba también ella podía hacerlo.
Se movieron, arriba, abajo, frío contra caliente, calentándose más. La débil luz exterior aumentó del otro lado de los postigos e Ilona soñó que Targoviste estaba en llamas, llamas devoradoras que los consumirían a los dos. Entonces sintió que él se ponía tenso mientras trataba de retirarse, como hacía desde que había jurado a un sacerdote que no tendría más bastardos si ella seguía con vida. Y también sabía que ahora, cuando quizá no volvería a verlo, no podía dejar que se fuera.
—No, mi príncipe, quédate —susurró, envolviéndolo con los muslos.
—Ilona… —gruñó Vlad.
—Es seguro, mi amor. Es seguro. Conozco mis tiempos.
—¿Es verdad?
—Nunca te mentiría.
—No, claro que no. Eres la única persona que no lo haría. Por eso eres mi refugio. —Vlad sonrió—. Gracias a Dios —exclamó, aflojándose de nuevo.
La pausa les dio un momento que se alargó. Después hubo gritos mientras la carne se aunaba y se mezclaba.
Se quedaron unidos, apretados, sintiendo que los corazones se iban tranquilizando y la respiración se hacía más reposada. Vlad tenía otra vez los ojos cerrados y el rostro tranquilo. Los ojos de Ilona estaban abiertos para observarlo. Casi parecía el muchacho que era cuando se había quitado el velo de monedas y lo había visto adecuadamente por primera vez.
Conocía las historias. Había habido mucha gente en la corte dispuesta a relatar sus hazañas: la más dispuesta, hasta que ella se lo había impedido, había sido su dama, Elisabeta, hija del jupan Turcul. Pero las que conocía —de crueldad o de espantosos castigos— no encajaban con el hombre que tenía entre los brazos. Él no hablaba allí de esas cosas ni de nada parecido; nunca le había revelado la fuente de la oscuridad que le podía inundar los ojos en un instante. Esas palabras no eran para ella sino para el confesor al que supuestamente acudía, y para Dios. Vlad decía que ella era su refugio. Entonces, dijeran lo que dijesen sobre cosas que él había hecho, no violaría el único sitio donde él se sentía seguro.
Por la calle se acercó un caballo. «Sigue —rogó Ilona—, no te detengas». Pero el caballo se detuvo. Se oyó una voz del otro lado de los postigos.
—¿Príncipe?
Ilona le tapó los oídos con las manos pero él oyó de todos modos.
—Ya voy —dijo.
El caballo se alejó. No mucho. Vlad trató de levantarse y ella lo retuvo.
—Amor mío —dijo él, apoyando las manos sobre las manos de ella.
—Quédate.
—No puedo —dijo él con firmeza—. Dios me llama.
—Qué raro que Dios use la voz de Ion.
Vlad se rió, se soltó de ella, se levantó y se vistió rápido mientras ella lo observaba, estudiando cada curva de cada músculo, notando cada cicatriz. No había ninguna nueva que pudiera añadir al mapa que tenía en la cabeza.
Al ver la intensidad de aquella mirada, Vlad se volvió con una bota puesta.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Vuelve aquí —susurró Ilona.
Vlad se puso la otra bota y se sentó en la cama.
—Volveré —dijo—, y si no lo hago, Ion ha jurado…
Ilona le puso un dedo en los labios.
—Ya lo sé. Pero sospecho que si tú no vuelves Ion tampoco volverá, porque no lo veo con vida si tú mueres. —Él trató de interrumpirla pero no pudo—. Estaré segura. Me vestiré de nuevo como un muchacho e iré a recluirme con las monjas de Clejani, cuyos claustros has dotado de manera tan generosa. ¿Acaso no es el sitio donde terminan todas las amantes reales?
Vlad sonrió ante esa demostración de carácter, le apartó los dedos, se los besó.
—No te imagino usando un griñón.
Ilona no sonrió.
—Si no vuelves me afeitaré la cabeza y usaré uno hasta que muera.
Vlad le tocó el pelo y se lo levantó de los hombros.
—Vendré aunque sólo sea por eso —dijo. Ella le apoyó la cabeza en la palma de la mano. Vlad se inclinó y le besó los ojos cerrados—. Quédate así —susurró—. Cuando los abras estaré aquí de nuevo.
Como siempre, ella obedeció. Oyó que abrían la puerta de la habitación y después la de la calle, donde hubo un intercambio de voces. Mientras los caballos se alejaban, siguió con los ojos cerrados, tratando de contener las lágrimas. Vlad jamás había roto con ella una promesa, y mientras pudiera creería que no lo haría nunca.