28
La copa

Targoviste, diciembre de 1461, cuatro años más tarde

Habían caminado horas por los callejones y las vías públicas de Targoviste, salido de la ciudad por la puerta este, atravesado el pequeño puente sobre el río Lalomita y parado a calentarse un rato en el caravasar instalado allí para viajeros y mercaderes que no habían podido o no habían querido entrar en la ciudad antes de que cerraran las puertas por la noche. El posadero casi no se había fijado en ellos, fuera del lujo de su ropa debajo de las capas; eso convenía para hacer mejores negocios, servir mejor vino y cobrar precios más altos. No eran gente fuera de lo normal, porque esa posada tenía buena reputación y muchos mercaderes ricos paraban allí. Esa noche, aunque era una helada noche de invierno, estaba casi llena. La bendición de la paz, la prosperidad que traía, lo había hecho tan rico como muchas de las personas que servía. Recordando agradecer tanto a Cristo como a san Nicolae, patrono de los prestamistas —porque eran las ganancias de ese oficio, que había ejercido en los malos tiempos antes de la llegada del príncipe Drácula, las que le habían permitido invertir en la taberna—, el posadero guardó en el bolsillo la moneda de oro que dejaron y los bendijo a los dos.

Si hubiera sabido que los dos hombres habían estado hablando de la mejor manera de acabar con esa paz, podría haber rezado fervientemente a la Virgen.

Vlad e Ion regresaron a la ciudad, y las puertas se les abrieron como no se abrirían para ningún otro. Mientras atravesaban la plaza delante de la catedral, la Bisierica Domnesca, la puerta de una de las grandes tabernas se abrió de golpe, golpeando la pared del edificio. Siguieron ruidos y gritos de personas borrachas, pasos tambaleantes. Vlad arrastró a Ion a las sombras del gran pozo.

—Los boyardos, príncipe —advirtió Ion.

—Nos han esperado todo este tiempo. Un poco más los hará aún más… receptivos. Además, me gusta oír lo que dice la gente.

En cuclillas a la manera turca, el muslo contra la pantorrilla, la espalda contra la pared, los dos hombres escucharon.

La primera voz les llegó pastosa a causa del vino y del timbre gutural típico del país de quien hablaba; un búlgaro, sin duda.

—Boñigas —exclamó el hombre—. Otra de las muchas mentiras que se cuentan sobre él.

—Es verdad, mi amo —dijo un segundo hombre, no tan borracho, con voz más aguda y en el acento del pueblo—. Hace un año que la pusieron aquí y aquí sigue.

—Boñigas —repitió el primer hombre, y escupió en el suelo—. ¿Dónde?

—Allí.

Un momento de silencio, un titubeo.

—¡Cristo a caballo! —exclamó el búlgaro.

—¿No la ves, amo?

—Perfectamente, a la luz de la luna… —El hombre soltó un silbido—. ¿Dices que es de oro puro?

—Sí.

—¿Y éstas qué son…? ¿Perlas? Ja. ¿Y estas otras? No entiendo qué son.

—Hay rubíes, zafiros, una esmeralda…

—¡La copa de un emperador! Y la deja aquí para que la usen los campesinos. —El hombre jadeó—. Qué pesada es. Y no está encadenada.

—Bebe de ella, amo. El agua de la fuente es más dulce que el vino que hemos tomado esta noche.

—Lo voy a hacer.

Los hombres que escuchaban oyeron que alguien sorbía ruidosamente. Ion hizo una seña proponiendo irse. Con la mano, Vlad le pidió que esperara.

La voz volvió, menos estridente, menos pastosa.

—Por el valor de esta cosa me podría comprar un palacio en Sofía —gruñó el hombre—. ¿Dices que nunca la robaron?

—Dije que nunca se la quedó nadie. La robaron dos veces. La primera, un día después de que el voivoda la pusiera aquí. Una semana más tarde volvía a estar en la pared del pozo… con el ladrón y toda su familia al lado, clavados en una docena de estacas. La segunda vez se recuperó en un día. El propio padre entregó al ladrón, de manera que sólo hizo falta una estaca.

La voz se transformó en un susurro.

—Pero ¿cómo se entera? Yo podría desaparecer mañana, en cuanto abran las puertas.

—Agítala, amo.

—¿Qué?

—Agítala.

El hombre hizo lo que le pedían. Se oyó una débil campanada.

—¿Qué es eso?

—Mira. En el pie. Una campana de plata en una jaula de oro. Se dice que nuestro voivoda la oye cada vez que se la levanta. Que podría seguir el sonido hasta donde fuera. Y que le clavaría una estaca a quien delatara la campana.

El hombre la agitó de nuevo.

—¿Tanto le gusta empalar? —dijo con asombro.

—Es posible, amo. Pero de lo que no hay duda es de que detesta el delito. Que se ha acabado en nuestro país. Todo el mundo circula con libertad y seguridad. El comercio y todos sus beneficios han vuelto a Valaquia. Es una época aún mejor que cuando gobernaba su padre, el Dragón. Por eso estás aquí, ¿verdad?

El asombro seguía en la cara del hombre. El oro brilló al ponerlo bajo un rayo de luna.

—¿Quién hizo esto?

—El gremio de los orfebres de Brasov. Fue parte del tributo que enviaron los pueblos sajones cuando nuestro voivoda les impuso la paz. Liberaron a los mercaderes valacos que tenían en prisión y ahora los dejan circular en libertad. Pagaron una fortuna para que un ejército vigilara las rutas comerciales. Y le enviaron esto para la mesa.

—Y él se la regaló al pueblo. —El hombre escupió de nuevo—. ¿Qué recibieron los sajones a cambio?

El otro hombre soltó una carcajada.

—Dejaron de empalarlos por millares.

Ion volvió a sugerir por señas que debían irse. De nuevo, Vlad lo contuvo con la mano.

—¿Qué pasaría si me la metiera debajo de la capa —dijo el búlgaro— y me fuera al amanecer?

—La estarías mirando desde una estaca al mediodía. —El hombre rió de nuevo—. Tómate un buen trago, amigo, con la copa del emperador. Después déjala ahí para los campesinos.

Los hombres que esperaban oyeron el tintineo del metal al tocar la piedra.

—No quiero más agua sucia. ¡Dame más vino!

Su voz sonaba ahora enfadada, como si de algún modo lo hubieran humillado.

—Por supuesto, amo —dijo el hombre de Targoviste—. Y mientras bebemos quizá podamos seguir buscando la manera de ayudarte en el asunto de las minas de cobre. Los dueños tienen fama de…

La voz se fue apagando. Se abrió una puerta y por ella salió el ruido de la taberna, que cesó al cerrarse.

Vlad e Ion se levantaron y caminaron alrededor de la fuente. Ion levantó la copa, la llenó y se la ofreció a Vlad.

—Un leal hijo de Valaquia. ¿O habrá sabido que alguien lo escuchaba? —dijo.

—Claro que lo sabía. —Vlad vació la copa y la agitó. Se oyó el débil tintineo—. Porque siempre escucho. —La dejó sobre la piedra—. Ahora, Ion, iremos a ver a otros hijos de nuestro país. Quizá menos leales.

Caminando con rapidez, los dos hombres atravesaron la plaza y se dirigieron al palacio principesco.

En la Gran Sala no habían encendido los fuegos. El aliento de los boyardos formaba nubes en el aire. A pesar de las pieles y de las botas forradas de lana, todos los miembros del Sfatul Domnesca estaban sentados en sus sillas de respaldo alto, congelándose.

—Quizá tendría que haber calentado la sala —dijo Vlad mirando por la malla de la rejilla—. No puedo hablar con bloques de hielo.

—Si estuvieran calientes —razonó Ion— quizá discutirían más. Así aprobarán todo lo que digas para volver a sentarse delante de sus chimeneas.

Vlad se apartó un poco para que también su amigo pudiera mirar.

—¿Quiénes serán los más dispuestos a discutir?

Ion bizqueó.

—Los tres grandes jupans: Turcul, su hermano Gales y Dobrita son los que más tienen que perder si la guerra se pone fea. Son dueños de más propiedades que nadie.

—También son los que más tienen que ganar si la guerra va bien. ¿Y los otros ciudadanos superiores?

—Buriu, como spatar, manda la caballería, ¿y qué es un caballero sin batallas? Cazan, tu canciller, se preocupará pensando en quién pagará todo…

—Se tranquilizará cuando le hable de mis planes de saqueo. ¿Y el resto?

—Todos son hombres tuyos, todos han jurado.

—¿Y él?

Vlad señaló con la mano.

—¿El metropolitano? —Ion suspiró—. Le prometes lo que más debe desear un eclesiástico: la Guerra Santa. Pero tiene aún más propiedades que el jupan Turcul, y monasterios que serían saqueados si la guerra se volviera contra nosotros. —Ion se encogió de hombros—. Sin embargo, es un hombre devoto que odia al Infiel. Podría inclinarse en una u otra dirección.

—Bueno —dijo Vlad, dando un paso atrás—, obispo o señor, todos son hombres. Y los llevaré a cumplir mi voluntad con los medios habituales.

Ion levantó la capa corta de Vlad y se la echó sobre los hombros.

—¿Cuáles son?

—La codicia y el terror. —Vlad abrió los brazos—. ¿Qué aspecto tengo?

Vlad llevaba un jubón de seda negra debajo de la capa; sobre las piernas, un liviano shalvari turco. Ion se estremeció.

—De sólo mirarte me da frío.

Vlad sonrió.

—Excelente.

Esa vez, a diferencia de cierta Pascua, Vlad no entró callado en la sala, sino que abrió ruidosamente la puerta. Ion entró detrás. Abajo, los hombres se sobresaltaron y se apresuraron a levantarse mientras su voivoda bajaba la escalera y caminaba con rapidez hasta su silla en la cabecera de la mesa.

—Mis señores, leales boyardos, Santo Padre…, pido perdón por haberlos hecho esperar. Llegaron algunos mensajeros con noticias calientes que necesitaba saber y que vosotros también debéis oír. Por favor, sentaos.

Los hombres obedecieron.

—¿Qué noticias, príncipe? —El que habló, en tono un poco irritado, fue Turcul—. Espero que sean lo bastante calientes como para encoger las hemorroides que me han salido desde que estoy sentado en esta silla.

—Quizá te sirvan. —Vlad asintió con la cabeza—. Se ha encendido un fuego para que nos calentemos todos. —Se inclinó hacia delante—. El Cuervo vuela hacia el sur en primavera.

Los hombres se quedaron boquiabiertos, mirándolo, mirándose entre ellos. Ion estudió sus reacciones, una mezcla de deseo y terror. Si el rey de Hungría acudía en su ayuda, atravesando con un ejército los pasos al producirse el primer deshielo, no tendrían más remedio que luchar. De hecho, como ya les había pedido su voivoda, tendrían que empezar ya a combatir.

Pero Ion también sabía que Corvino no había ofrecido eso.

—Ésta es la noticia que estábamos esperando, ¿verdad, señores? —prosiguió Vlad—. Mientras otros príncipes en Alemania, Polonia, Venecia, Génova e Italia vacilan, Hungría se pone en marcha. Con esa fuerza detrás, podemos vencer a los turcos.

«Muy detrás de nosotros», pensó Ion. Estacionada en Buda y esperando a que Vlad alimentara la chispa hasta convertirla en llama. Sólo entonces Matías Corvino, el astuto Cuervo, decidiría si salir del nido.

—Por eso, señores, repito con urgencia: llegó el momento de la guerra. —Vlad, que no se había sentado, se inclinó hacia delante y apoyó las puntas de los dedos en la mesa—. Mehmet Fatih acaba de hacer un trato con los uzbecos de la Oveja Blanca en el este. Fue su sublevación lo que lo obligó a firmar un tratado con nosotros hace dos años, un tratado que no tiene intención de cumplir. Ahora exige lo que acordamos: el tributo en oro que debemos pagar como vasallos. —El tono era burlón—. Peor aún, ha vuelto a emplear el devsirme. Debemos enviar desde nuestras tierras a mil quinientos de nuestros mejores, más fuertes y más talentosos niños para ser adiestrados como guerreros del sultán, para vivir como esclavos del sultán. Yo preferiría que fueran guerreros valacos… ¡y libres!

Hubo un murmullo de aprobación. La leva de niños que la mayoría de los estados vasallos enviaban a la Sublime Porte chupaba la sangre vital del país.

—Nunca los he enviado. Sé lo que se aprende bajo su… tutela —prosiguió Vlad en voz baja—. La mayoría sucumbe. Algunos, muy pocos, no.

—Y tú, príncipe, fuiste el Drácula que no sucumbió, ¿verdad? —Quien hablaba era otro boyardo, Dobrita—. Mientras que tu hermano menor, Radu, se arrodilló y ofreció el culo al sultán.

Se oyó una risa suave. Vlad se enderezó.

—Mi hermano sigue siendo príncipe de este reino, Dobrita. Y cualquiera con sangre Draculesti debe ser tratado con respeto.

El boyardo se sonrojó.

—No… no… no quise ofenderte, príncipe… Es que…

Vlad lo interrumpió.

—No tiene importancia. Mi hermano cabalgará al lado de Mehmet. Muchos de los enemigos no serán turcos, pero ¿qué importa? Se han sometido a la Media Luna y quieren clavar sus estandartes con colas de caballo en nuestros muros y levantar un minarete sobre la cúpula de la Bisierica Domnesca como ya hicieron con la Hagia Sophia. Así que debemos ser los primeros en acudir al llamamiento a la cruzada. Por nuestro país, nuestro pueblo, nuestra fe.

—¿Qué fe, voivoda? —Quien hablaba ahora era el metropolitano, con voz ahuecada por toda una vida cantando su fe—. Esta cruzada fue pedida por el obispo de Roma. —Dijo el título con desdén—. Y nosotros, los de la Iglesia ortodoxa, ¿qué tenemos que ver con él? ¿Qué tienes tú que ver?

La atención de todos, centrada en el prelado, pasó al príncipe. Era una pregunta que todos se habían hecho. Pero sólo el metropolitano, que no había sido nombrado por Vlad, que controlaba casi tanta riqueza y recursos como él, se atrevía a hacerla en voz alta. Siempre habían circulado rumores acerca de las creencias de Vlad.

—Sabes que creo lo mismo que tú, Eminencia —dijo Vlad sin levantar la voz—. Que mientras no reconozcan sus errores, las dos religiones deben seguir separadas. Creo que los romanos están aprendiendo de manera lenta. —Asintió—. Pero el llamado del pontífice en Mantua no puede tener una respuesta lenta. Oíd lo que dijo. —Vlad levantó un papel que tenía delante—. «Mehmet amas depondrá sus armas a menos que logre la victoria o la derrota total. Cada victoria será para él un trampolín a la siguiente hasta que, sometidos todos los príncipes de Occidente, haya destruido el Evangelio de Cristo e impuesto en el mundo entero la ley de su falso profeta».

Dejó el papel y levantó la mirada.

—Por mucho que se equivoque en cuanto a la doctrina, el obispo de Roma tiene razón cuando habla del peligro que corre el cristianismo. Lo que Mehmet quiere destruir es el Evangelio de Cristo, no importa cómo lo interpretemos. Hará flamear la Media Luna en nuestro sagrado Monte Athos y en Roma. Cada país intermedio no es más que un escalón para llegar al siguiente. Y lo primero que pisaría es la pequeña Valaquia.

Vlad salió de la mesa y fue hasta la apagada chimenea. Sobre la repisa estaba todavía el crucifijo, como aquel domingo de Pascua casi cinco años antes, con las marcas del suplicio bien visibles en el cuerpo de Cristo.

—Tenemos que elegir, señores —dijo Vlad, mirando hacia arriba—. ¿Nos llamamos mahometanos o combatimos? —Se volvió hacia los hombres reunidos—. Mehmet me ha convocado a una reunión con sus embajadores en su fortaleza de Guirgui, sobre el Danubio, la fortaleza que construyó mi abuelo Mircea. Quiere que le lleve el tributo en niños y oro. Mi idea es responderle con hombres y acero. Y después pasar Giurgiu, hasta las tierras búlgaras que los turcos gobiernan y empezar allí a destruir a mis enemigos. No darles oro sino quitárselo. Matar a sus niños antes de que esclavice a los nuestros.

Levantó el crucifijo de la repisa.

—¿Quién me seguirá por la gloria de Cristo? Por la redención de todos los pecados. Por Valaquia.

La mitad de los hombres se levantó y lo vitoreó, aunque sus vítores no fueron muy animados. Vlad dejó entonces la cruz, fue al otro lado de la chimenea y levantó algo que había allí: un sólido palo de fresno de la altura de un hombre y medio. Estaba manchado de rojo y de marrón. Tenía la punta desafilada.

Levantando al mismo tiempo la cruz y la estaca, gritó:

—¿Quién no seguirá a su príncipe hasta la gloria?

Aparentemente ninguno, porque el resto de los hombres se levantó y los tres jupanes lo ovacionaron con tanto entusiasmo como el mejor. Los gritos pronto se redujeron a una palabra, que se transformó en un canto.

—¡Cruzada! ¡Cruzada! ¡Cruzada!