27
La primera confesión

—Padre, he pecado contra el cielo y delante de ti.

—Príncipe, ¡levántate!

—No. De rodillas, aquí y ahora. Al menos esta primera vez. No puedo garantizar que siempre tengamos este lujo: una capilla tranquila, una alfombra para las rodillas. Pero ahora, esta primera vez…

—Entonces yo también me arrodillaré. Para que podamos rezar juntos.

Los dos hombres estaban frente a frente en la entrada del dosel del altar. La iglesia estaba ahora vacía; los feligreses habían llegado, cantado, compartido la hostia y el misterio y se habían marchado refrescados y renovados en la fe y la esperanza. Vlad no había probado la hostia sagrada ni el vino sagrado. Había pasado tanto tiempo desde su última confesión. Y había que hablar primero de varios pecados.

Desde los frescos, en las paredes, los santos miraban en varias etapas de beatificación o de martirio. Detrás del sacerdote y del dosel, sobre el altar, colgaba Cristo en la cruz, con la agonía en la cara, representada en color y esculpida en yeso. Delante de él el humo del incienso subía en un hilo constante. Junto al incensario había un cáliz de oro que Vlad había regalado a la iglesia esa mañana.

—Príncipe —dijo el sacerdote—, antes de empezar debo preguntarte de nuevo si de veras quieres que yo sea tu confesor. ¿Está seguro el voivoda que no quiere que su confesor sea alguien como el metropolitano, la cabeza de la Iglesia valaca? Alguien que entienda de elevados asuntos de estado, el contexto de tus supuestos pecados. Yo no soy más que un hombre sencillo…

—¿Que alguna vez fue soldado?

—Sí.

—¿Pecador?

—Todos los hombres nacen pecadores.

—Pero ¿eres un hombre que ha matado?

—Sí, que Dios me perdone.

—¿Que ha amado a una mujer?

—Sí. He cometido la mayoría de los pecados comunes. Y algunos poco comunes. —Tosió—. Cacé con halcones.

—¿Crees que eso es pecado?

—Lo es cuando se lo hace de manera obsesiva. Cuando se renuncia a todo para encontrar el ave perfecta.

—Entonces nos parecemos más que nunca. Y creo que tenemos la misma edad.

—Algo así, supongo. Pero…

—Yo no necesito a un viejo que ha olvidado los impulsos y las ambiciones de la juventud. Que piensa sobre todo en la eternidad. Necesito a alguien que viva ahora. Y en cuanto al contexto de mis pecados, es sencillo. —Vlad se inclinó hacia delante—. Debo reinar.

—Sí, debes.

—No. Estoy sentado en el trono. En el centro del país más anárquico del mundo. Y me han puesto en él para cambiar esa situación. Ése es mi kismet.

—No conozco la palabra.

—Es una palabra de los turcos. Una traducción aproximada sería «destino inalterable». Dado por Dios al nacer. —Cerró los ojos—. Según un dicho de Mahoma, uno de los haditha, «Cada hombre lleva el destino atado al cuello».

—¿Quieres decir que lo que uno hace es inevitable?

—Sí.

—Eso no es lo que enseña nuestra Iglesia, nuestra fe. Cada hombre tiene la opción de obrar bien o mal.

—Quizá yo me aparte de la Iglesia ortodoxa en ese punto. Porque sé qué es lo que estoy destinado a hacer y cómo hacerlo. No puedo hacer otra cosa.

El sacerdote se lamió los labios secos. Los dos veían que discreparían en cuanto a la doctrina. Y había muchos rumores sobre Vlad y su objeto de adoración. Algunos decían que el Demonio no sólo estaba en su nombre. Otros susurraban que su madre había profesado la odiada fe romana, así que él sólo fingía ser un buen hijo de la Iglesia griega que era la fe de su tierra. Otros hablaban de una herejía aún mayor: que se había visto obligado a acudir a Alá antes de que los turcos le dieran un ejército.

Pero no estaban allí por cosas de doctrina. Y el voivoda no estaba arrodillado en una iglesia griega.

—¿Cuál es entonces tu kismet?

—Servir a Dios.

El sacerdote frunció el ceño.

—Pero ése es el kismet de todos. Todos los agricultores creen, o deberían creer lo mismo.

—Tienes razón. Pero al haber nacido como Drácula mi destino es diferente del de los agricultores. Yo no puedo alabarlo y quedarme arando los campos. Tengo que ser la espada brillante y luminosa de Dios. Y para eso tengo primero que afilar la mía.

—¿Cómo?

—En tres pasos. —Vlad se levantó y después se puso en cuclillas como los turcos—. Primero tengo que devolver la justicia a nuestro país. Y debo empezar por mi mayor amenaza: los boyardos.

—¿Fue justicia lo que recibió Albu cel Mare anoche?

—Por supuesto. Reconoció el asesinato de mi padre y de mi hermano. Merecía morir.

—¿De esa manera? —El sacerdote se estremeció—. Decidiste humillarlo, poseerlo como un hombre posee a una mujer, prolongar el sufrimiento…

—No. ¡Sí! Pero ése es sólo uno de los objetivos.

—¿Cuáles son los otros?

Vlad se inclinó hacia delante.

—Una vez, gente que conocía su oficio me enseñó una frase: «Torturas para que otros no puedan torturarte».

—¿Así que te deshaces de un enemigo de una manera horrible antes de que él se deshaga de ti de la misma manera?

Vlad asintió.

—Sí. Y al mismo tiempo ofreces a la gente una alternativa sencilla: obedeces al ungido de Dios o serás castigado. Además, castigado de tal manera que si pecas se te hace vislumbrar una serie de tormentos que te esperan para toda la eternidad.

—Pero ¿acaso nuestro Salvador no habló del amor como la única manera segura de encontrar el camino de la salvación?

Vlad cerró los ojos. Tuvo que apoyar una mano en la alfombra para no perder el equilibrio… porque la última palabra le había traído una visión de la persona que la había dicho: la única palabra pronunciada por ese hombre y entendida sólo por Vlad en el patio de Tokat, antes de que le introdujeran la estaca. Vlad tragó saliva y volvió a abrir los ojos.

—Sí. Pero yo no puedo controlar el amor de los hombres; sólo puedo controlar su miedo. El amor cambia. El miedo es tan constante como una estrella.

—¿Entonces quieres que tu pueblo viva con miedo?

—Me gusta que viva con certezas. Que sepa su sitio en el reino de Dios. Que obedezca, sin rechistar, las leyes que yo hago en Su nombre. —Vlad asintió—. Y que si deja de obedecer será castigado de tal manera que hará pensar a otros antes de pecar, o no pecar en absoluto.

—¿Por qué delitos aplicarás ese castigo?

—Por todos.

—¿Todos? ¿Y si alguien robara una vaca?

—Se lo empala. Si le cortas la mano a un ladrón, tienes un mendigo que no puede trabajar. Pero mientras esté en la estaca es un ejemplo.

—¿Rapiña?

—Empalamiento.

—¿Falsificación? ¿Timo? ¿Motín?

—Empalamiento; Empalamiento. Empalamiento.

El sacerdote se sentó y soltó un suspiro. La confesión se había perdido en alguna parte.

—¿De veras vas a hacer eso?

—Claro que sí. Valaquia fue una vez el cruce del mundo. Ahora el mundo piensa que somos todos bandidos y lleva la riqueza a otra parte, empobreciéndonos, limitando mi poder para reinar, porque ¿qué poder tiene un príncipe en bancarrota? Pero ¿ves ese cáliz de oro en el altar? Dentro de cinco años pondré uno mucho más lujoso, tachonado de piedras preciosas, en el pozo de Targoviste, para que lo use toda la gente… y nadie lo robará.

—Eso no ocurrirá.

—Te juro aquí, ante Cristo, que sí.

Durante un momento el sacerdote se quedó mirando, esperando una bravata o un destello de fanatismo en aquellos ojos verdes. Pero sólo vio certeza.

—Sin embargo —prosiguió el sacerdote—, aunque impongas orden aquí, hay cosas y personas que no puedes controlar. Por ejemplo, las que están fuera de tus fronteras y quieren que fracases. ¿Qué vas a hacer con ellas?

—Las mismas reglas. El mismo castigo. El ejemplo repetido mil veces.

—Tu intención…

—Mi intención es hacer frente a los sajones que controlan Transilvania desde sus ciudades amuralladas: Brasov, Sibiu y demás. Si siguen estrangulando nuestro comercio… empalando, por cierto, cualquier mercader valaco que encuentran en su dominio… —Vlad asintió—. Claro que sí. El empalamiento es un castigo alemán, parte de la Ley de Iglau, y aplicado allí mucho antes de que yo lo trajera a Valaquia. Los turcos lo aprendieron de cristianos como nosotros.

—No importa quién lo practique, sigue siendo una abominación.

—Cierto. Y si los sajones de Transilvania siguen dando refugio a todos los rivales de mi trono y conspiran para frustrar la realización de mi destino, les caeré encima como Aníbal sobre Roma y los asolaré con la espada, el fuego y mil estacas desafiladas.

Silencio de nuevo. Los hombres se miraron hasta que el sacerdote encontró un poco de saliva para hablar.

—¿Y después? Has pacificado tu país. Has restablecido el orden y la ley… por el medio que sea. Has sofocado a los sajones que estrangulan su comercio. Valaquia vuelve a ser un país rico. ¿Habrás realizado tu destino?

—No —respondió Vlad con luz en los ojos—. Apenas habré empezado. La espada está afilada pero sigue en la funda. La espada de Dios y la Garra del Dragón tienen la misma hoja. Pero cuando finalmente la desenvaine daré tal golpe que cualquier pecado que haya cometido será eliminado, dejando sólo redención. —Levantó una mano, adelantándose a cualquier pregunta—. ¡Ya sé! Si mi kismet es inalterable, ¿cómo es que mis acciones lo pueden alterar? Es una contradicción. Pero también yo soy contradictorio —dijo con una sonrisa.

—Pero para eliminar todos los pecados… un caballero tiene una sola manera de conseguir el perdón total.

—Sí, es cierto.

Lo dijeron al unísono:

—La cruzada.

Vlad asintió.

—La Guerra Santa. Yo volveré a colocar la cruz de Cristo en el altar de Santa Sofía de Constantinopla.

El sacerdote se quedó boquiabierto. Había esperado bravuconadas, fanatismo, en aquellos ojos verdes. ¿Cómo no había pensado en la locura?

—Es imposible.

—¿De veras? Decían que Constantinopla no caería nunca, pero Mehmet la conquistó.

—Pero esta pequeña Valaquia contra… —El sacerdote se interrumpió—. Se dice que los turcos pueden organizar ejércitos con el tamaño de toda nuestra población.

—No estoy tan seguro. Pero aunque te lo parezca, no estoy loco. Valaquia será, como siempre, la punta de la lanza. Pero el cristianismo será el asta y la fuerza.

—¿Y ése es tu destino?

—Sí. —Vlad miró por encima del sacerdote—. Lo he sabido desde mis tiempos de rehén. Desde que recibí las… bendiciones de su educación. —La oscuridad no le apagaba la luz de los ojos—. Y conozco a Mehmet, el hombre al que llaman Fatih, «el Conquistador». Es de una vanidad inimaginable. Por eso se lo puede batir, como lo batió Hunyadi el año pasado en Belgrado. —La oscuridad se acentuó—. Todavía retiene a mi hermano. Pero con la gracia divina algún día lo tendré a una espada de distancia. Y entonces…

Se interrumpió.

—¿Y entonces?

—Moriré contento en el instante en que se cumpla mi destino. Moriré como cruzado, con los pecados totalmente limpios. Moriré en los brazos de Dios.

Silencio de nuevo. Los dos hombres miraban ahora más allá de los muros y de las palabras. Entonces el sacerdote se inclinó hacia delante.

—Viniste aquí a confesarte. Y el propósito de la confesión en nuestra fe, la única fe verdadera, es que puedas seguir adelante, con todos los pecados perdonados. Limpiarte de todos tus… propósitos. —Tuvo un ligero estremecimiento—. Cuando hayas sentido la gracia de Dios, cuando te hayas confesado y hecho penitencia y probado de nuevo el cuerpo y la sangre de nuestro Salvador quizá pienses de otro modo acerca de tus… métodos.

Vlad levantó la mirada, fijándola más allá del sacerdote en el crucifijo que estaba sobre el altar, en el Cristo sufriente. Finalmente dijo una palabra:

—Quizá.

—Recuerda a san Lucas: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios». —El sacerdote tragó saliva—. Háblame entonces de los pecados que has cometido. Para que podamos mirar hacia delante.

Vlad movió la cabeza mientras se le dibujaba una leve sonrisa.

—¿Por dónde empezar…?

Se oía ruido fuera. Pasos que se acercaban a la puerta de la iglesia. Vlad se volvió hacia ese ruido.

—Me llaman. —Se arrodilló de nuevo—. Pero ven conmigo, sacerdote. Quizá tengas que juzgarme ante un jarro de vino.

—No soy yo quien te juzga, Vlad Drácula —dijo con severidad el sacerdote mientras se levantaba—, sino Dios.

—Es cierto —dijo Vlad sin dejar de sonreír—. Pero no puedo beber con Él.

—¿Una blasfemia, príncipe?

—Sí. —La sonrisa creció—. Perdóname, padre, porque he pecado contra el cielo y delante de ti.

La puerta de la iglesia se abrió. Allí estaba Ion, pestañeando hacia la penumbra. Por fin vio a la figura arrodillada ante la puerta del altar.

Voivoda —dijo, adelantándose—, llegó la hora.

Vlad levantó la mirada.

—Ya voy, Ion. También irá mi confesor.

—¿Confesor?

Vlad miró hacia atrás. En la penumbra más intensa, del otro lado del dosel del altar, no había nadie.

—No importa —dijo Vlad, levantándose—. Estará allí cuando lo necesite.