26
Penitencia

El canto fúnebre llenaba la habitación, tan pesado para los oídos como el incienso para los ojos. Ambos salían del sacerdote inclinado sobre la cama haciendo oscilar el pesado incensario, cantando la canción de la muerte.

Llevaba sotana gris, que contrastaba con el vestido blanco de Ilona, el cuarto que se había puesto y el único que no había manchado porque finalmente había dejado de sangrar. Demasiado tarde, pensaban las mujeres, y llamaron al sacerdote. Mientras lo esperaban le habían atado el pelo detrás de una cara más blanca que su ropa y le habían puesto en las manos inertes un ramito de romero y un collar de cuentas.

El hombre cantaba y movía el incensario. Dos de las damas lloraban, pero no Elisabeta, la hija del boyardo.

Alguien golpeó la puerta y después se oyeron unas botas que subían por la escalera. La puerta se abrió de golpe. Las mujeres arrodilladas se levantaron, apiñándose y chillando al ver el hombre vestido de negro y salpicado de sangre que jadeaba en la entrada. Vlad soltó un grito y tambaleándose atravesó la habitación; apartó de un codazo al sacerdote, cogió las manos de Ilona y aplastó el romero y el rosario.

—Ilona —murmuró, apoyándole la cabeza en el pecho. Después de unos instantes la levantó de golpe—. Está viva —gritó.

Elisabeta se acercó.

—Sí, está viva. Príncipe…

—Entonces, ¿qué sobras busca este cuervo?

Vlad se volvió para fulminar con la mirada al sacerdote.

—Me llamaron y vine —respondió el hombre sin levantar la voz—. Y aunque no soy médico he visto a muchos pasar de la vida a la muerte. Esta mujer está en la frontera y la preparo para la travesía.

—Si no eres médico no aceptaré tu palabra de que ya está preparada para irse. —Vlad miró a las mujeres—. ¿Vino alguno?

—Mi príncipe, vino uno hace una hora y se fue. Hizo lo poco que se podía hacer.

—Es decir, no hizo nada. —Vlad miró detrás de ellos al Negro Ilie, que estaba en la puerta—. Hay una mujer sabia que vive a la vuelta de la esquina en Strada Scaloian. Se llama Marca. Tráela.

El hombre grande hizo una reverencia y se fue.

El sacerdote ahogó un grito de asombro.

—¿Llamas a una bruja? ¿Estando yo aquí y transmitiendo las palabras de Dios?

—Sí, es una gitana y echa las cartas. Por eso la conozco. Y cura con hierbas y oraciones. Si eso es brujería, la quiero aquí. —Se levantó y se acercó tanto al sacerdote que sus narices casi se tocaron. Eran de la misma estatura, quizá de la misma edad, aunque la barba espesa del sacerdote lo hacía parecer mayor—. Y te diré que soy capaz de hacer un pacto con el diablo si ayuda a que Ilona siga viviendo. Así que te conviene irte.

Pero el sacerdote no se movió.

—No, príncipe —dijo sin levantar la voz—, conviene que me quede. Alguien tiene que estar para defender el alma de esa niña del hijo del Demonio.

A Elisabeta se le cortó la respiración. Stoica y Gregor se acercaron con rapidez para cumplir la segura orden del príncipe para castigar ese desafío. Pero Vlad no dio ninguna indicación; se limitó a seguir mirando.

—¿Sabes qué hice esta noche? —dijo finalmente.

—He oído. Y veo. Todavía tienes sangre en la cara.

Vlad levantó la mano, se frotó y estudió las escamas de color rojo pardo que tenía en las puntas de los dedos.

—Albu cel Mare. —Miró al hombre que tenía delante—. Podría ordenar que tuvieras el mismo destino.

—Sé que lo puedes ordenar, príncipe. Pero no creo que lo hagas.

—¿Piensas que no me atrevería?

—No es eso. Drácula mata cuando es necesario. Para mostrar su fuerza. No hace falta matarme a mí. No sería ninguna demostración de fuerza.

Vlad dio un paso atrás para estudiar mejor al sacerdote.

—Parece que me conoces.

—Un poco. Te he observado. El año pasado, cuando el cometa estaba en el cielo, marché en tu ejército.

—¿Soldado y sacerdote?

—Ahora sólo sacerdote. —El hombre cerró los ojos—. Lo que vi en aquella campaña me llevó a esto.

—¿Un relámpago en el camino a Damasco?

—No, príncipe —respondió el hombre con suavidad—. Demasiada sangre.

Vlad lo miró un instante.

—¿Cómo te llamas?

El hombre vaciló.

—Ahora me llamo… hermano Vasilie.

Abajo se abrió la puerta de la calle. Las escaleras crujieron.

—Me interesas —dijo Vlad, dando media vuelta—. Quédate.

Ilie hizo entrar a la vieja en la habitación. Su vestido era una deslumbrante superposición de telas de diferentes tonos, y el pañuelo de su cabeza, entretejido con hilo de plata, brillaba como si tuviera pequeños espejos. Una mujer rica, recompensada por su destreza para la profecía, para leer el destino. Y por otras habilidades, que ahora motivaban su presencia en ese lugar. La seguía una niña, vestida de la misma manera aunque no con tanta riqueza. Ambas hicieron una reverencia a Vlad y se persignaron al ver al sacerdote, antes de que la mayor se acercara a la cama. Allí levantó los párpados de Ilona, le puso una mano en la frente y en el corazón y se inclinó para olerle el aliento. Después se dirigió a las damas y les balbuceó una pregunta en su propia lengua. La más joven y oscura tenía, por supuesto, alguna sangre gitana, y le contestó, señaló algo y la mujer se levantó y fue hasta un cubo que había en un rincón de la habitación, levantó la tapa y estudió lo que había dentro. Después bajó la tapa y dijo algo a la niña, que asintió con la cabeza y bajó corriendo por la escalera.

Vlad palideció y señaló con la mano.

—¿Qué…? —Una de las damas empezó a sollozar—. ¿Qué? ¡Contadme!

Con un rugido, atravesó la habitación y agarró del brazo a Elisabeta.

La mujer gritó cuando los dedos se le hundieron en la carne.

—¡Príncipe! Es… era tu hijo.

Vlad la soltó y se desmoronó como si hubiera recibido un golpe. El hermano Vasilie pasó a su lado y se inclinó para levantar el cubo.

—Me llevaré esto. Esa gitana lo ha visto. Sé que los gitanos usan la grasa de los bebés nonatos en sus pociones infernales.

Lo haré…

Vlad alargó el brazo y lo detuvo.

—Déjame ver —susurró.

—Príncipe…

Vlad lo miró.

—Veré qué hicimos Ilona y yo. Qué nos ha sacado Dios. —Asintió con la cabeza—. Ábrelo.

Con un suspiro, Vasilie obedeció. Los dos hombres miraron.

Durante un largo rato, Vlad movió afirmativamente la cabeza.

—Un hijo —dijo—. Con el pelo negro de los Draculesti. —Miró a la figura tendida en la cama—. Le dije que esta vez tendría un hijo.

—¿Esta vez? —El sacerdote volvió a bajar la tapa del cubo—. ¿Has cometido antes este pecado?

Vlad le devolvió la mirada.

—¿Pecado?

—¿Tienes otros hijos?

Vlad, con los ojos vidriosos, asintió.

—Dos hijas. Eso es todo lo que sé.

—¿Y no estabas casado con sus madres? ¿Tampoco con esta mujer?

—Sabes que no.

—Pecados.

Todos esperaban la tormenta que se desataría sobre la cabeza del sacerdote. La tormenta no llegó.

—¿Tú crees que éste es el castigo por mis pecados? ¿Habiendo tantos que pecan todos los días y sin embargo tienen a los bastardos dando vueltas alrededor de las rodillas?

Vasilie negó con la cabeza.

—No puedo asegurar que entienda la voluntad de Dios. A quién decide castigar y por qué. Pero quizás a un príncipe se le exija más.

—Pecados —masculló Vlad, mirando de nuevo a Ilona. Después volvió a mirar al sacerdote—. ¿Y si yo expiara mis pecados? ¿Perdonaría Dios la vida de esta mujer?

—Con Dios no se negocia.

—¿De veras? —Vlad hizo un gesto contrariado con la cabeza—. Creo que es lo que hacemos cada vez que rezamos. Decimos: «Cederé en esto, Señor, si me das aquello».

—La oración es sólo una parte. Tienes que confesarte, hacer penitencia…

—¿Confesarme? —dijo Vlad, interrumpiéndolo, acercándose—. Sí. Hace años que no tengo confesor. Así que te nombro mi confesor.

El sacerdote dio un paso atrás, con el susto pintado en la cara.

—No, príncipe. No estoy… preparado. Soy nuevo, sin experiencia. Tengo mi parroquia…

—Y puedes quedarte en ella. Sólo tienes a un nuevo feligrés.

—Pero… —El sacerdote se encogió de hombros, impotente—. ¿Por qué yo?

—Eres un exsoldado. Has vivido una vida de hombre. Entenderás los pecados de un hombre. Además… nadie me ha hablado como tú desde que era estudiante en el enderun kolej.

—No puedo…

Abajo se abrió de nuevo la puerta. Se oyeron unos pasos. El rostro de Vlad perdió el color, la luz. Volvió la oscuridad mientras miraba hacia la cama.

—Basta —dijo—. Está decidido. Me confesaré contigo y expiaré este pecado. Y aunque no se pueda negociar con Dios, juro ante Él que si deja vivir a mi Ilona no tendré más hijos fuera del matrimonio. Y sabe que cumplo mis promesas.

Entró la niña trayendo un pequeño cubo. Por debajo de la tapa salía vapor. La gitana vieja lo agarró y fue directamente a la cama y se sentó. Levantó la cabeza de Ilona, se la puso en el regazo y le acercó el cubo a los labios exangües, mascullando algo. Parte del líquido se derramó. Pero Ilona se atragantó y tragó.

Vasilie soltó un suspiro. No podía hacer nada más.

—Recemos —dijo— por la palabra que un príncipe ha empeñado ante Dios. Y por la vida de su pobre mujer, en Sus manos.

Todos se arrodillaron, menos el sacerdote, que dejó el otro cubo detrás y cogió de nuevo el incensario. Haciéndolo oscilar, deteniéndolo de golpe para que soltara el humo y su dulce aroma, empezó a salmodiar mientras los demás respondían. Cerca, la campana de una iglesia dio las seis.

Seguían arrodillados, rezando, cuando empezaron a tocar siete campanadas. Pero sólo habían sonado tres cuando llegó un quejido de la cama. En un instante Vlad se había levantado, había ido hasta allí y se había arrodillado de nuevo, apretando las manos cadavéricamente blancas.

—Mi amor —dijo con voz suave—. Vuelve conmigo.

Los ojos de Ilona parpadearon y se abrieron.

—Mi príncipe —suspiró.

Vlad vio luz en ellos antes de que se cerraran de nuevo.

La miró durante un rato y después se volvió hacia la vieja gitana que seguía acunando la cabeza de Ilona.

—¿Vivirá?

La mujer se encogió de hombros.

—Si tú lo quieres, príncipe.

El sacerdote se acercó.

—Está en manos de Dios.

—Y en las mías —dijo Vlad, apretando con más fuerza.