Todo era caos. Gritos de mujeres y de hombres; sillas arrojadas con fuerza, cuerpos que tropezaban; fuentes y candeleros que se estrellaban contra el suelo. Boyardos, blasfemando, ahora muchos de ellos con cuchillos en las manos, se habían amontonado delante de las mujeres. El único que no se había movido era Vlad, que seguía mirando hacia abajo.
Un bramido de toro atravesó el tumulto.
—¿Qué quieres decir con esto, Drácula? —gritó Albu.
Vlad levantó la mirada.
—Te vi bailar antes, Albu cel Mare. Qué raro que no supieras que bailabas sobre una tumba. Una tumba que ayudaste a cavar.
—No me quedaré aquí a oír tus acusaciones —gritó Albu. Se volvió hacia el pasaje abovedado central que llevaba a la otra sala—. ¡Miklos! —gritó—. Trae a los hombres. Nos vamos.
Todos, menos Vlad, se habían vuelto hacia el pasaje, así que todos vieron entrar por él a un hombre. El hombre llevaba puesto un jubón blanco, con el dibujo de la cabeza de un oso, señal de su lealtad a Albu cel Mare.
—¡Miklos! —chilló su señor—. ¿Dónde están los demás?
El hombre que entraba no respondió. Miró a su amo y después se miró la parte delantera del jubón, inmaculadamente blanca. Y mientras la miraba se volvió roja, inundada desde dentro. Algo se le soltó por abajo, algo que intentó y no pudo detener aunque pronto lo acompañó cayendo sobre sus propias entrañas.
Más gritos taparon el ruido de hombres que avanzaban por las galerías superiores y ahogaron el ruido de arcos tensados. Pero todos los vieron, a los treinta hombres elegidos —los llamaban los vitesjis de Drácula—, vestidos con los colores de su amo, los abrigos de color negro y carmesí engalanados con un dragón de plata. Como ahora había una flecha apuntando al pecho de cada hombre en la sala, esos hombres habían bajado lentamente los cuchillos y los habían soltado en el suelo o en la mesa. Sólo dos cuchillos quedaban ahora en manos de alguien: el de Ion, goteando sangre cuando se acercó limpiándolo en la manga y el que sacó Drácula.
—Codrea —dijo Vlad.
El vornic dio marcha atrás, aplastándose contra su mujer.
—¿Mi… mi… mi príncipe?
—¿Dijiste que si hubieras podido encontrar el ataúd de mi hermano habrías investigado más a fondo el crimen? —Vlad apoyó los dedos en la tapa de madera—. ¿Me ayudarás a investigarlo ahora?
—Pero… pero… —Codrea tragó saliva—. Han… han pasado diez años desde la… la desdichada desaparición de Mircea. ¿Qué puedo…?
Señaló con los dedos el ataúd.
—Si es cierto que mi hermano fue torturado, que le sacaron los ojos antes de enterrarlo vivo, deben de haber quedado algunas señales de eso.
—¿Se-se-señales, mi príncipe?
—¿Por qué no miramos? Tu cuchillo, Codrea. No, no, recógelo. Ayúdale, Ion.
El vornic, sudando copiosamente, fue arrastrado hacia delante y obligado a empuñar un cuchillo. Vlad metió la punta de su daga en la rendija entre la tapa y la pared.
—Tú empieza por ese lado.
Sacaron los clavos, uno por uno, mientras Ion hacía la mayor parte del trabajo de Codrea. Cuando estuvieron todos fuera, Vlad miró alrededor a la gente de la sala y metió los dedos por debajo del borde y levantó la tapa, sólo a la altura de un dedo.
Hubo una inmediata bocanada fétida. No de algo podrido, pues hacía ya mucho tiempo que los gusanos habían hecho su trabajo. Algo corrupto, como carne incorrectamente salada.
—Hummm —dijo Vlad, tratando de levantar un poco más la tapa—. Tiene algo pegado. Ion, Codrea. Ahora con cuidado.
Los tres hombres empujaron hacia arriba. Se oyeron gritos al subir la tapa arrastrando algo: los huesos desnudos de dos manos pegados a ella como si estuvieran soldados, como si la persona metida allí dentro les ayudara a levantarla. Entonces, de repente, algo se rompió y las manos cayeron con un estruendo de huesos.
Vlad dejó la tapa vertical y miró dentro. Una sola articulación de un dedo seguía allí pegada; la tocó un momento y logró separarla.
—Astillas —dijo, mirando con atención—. Deben de haberle fundido las manos con la madera, sobre todo cuando las uñas le siguieron creciendo. ¿Veis? —Levantó la articulación para que todos pudieran ver la uña amarillenta y retorcida—. Sé que Mircea tenía largas las uñas de la mano derecha, porque tocaba maravillosamente el laúd. Pero no tan largas. —Puso la articulación a la luz—. Es extraño pensar en la hermosa música que este dedo arrancó en otro tiempo a una cuerda. —Colocó el hueso con cuidado dentro del ataúd y después pasó los dedos por el lado interior de la tapa—. Y estas rayas aquí, Codrea. Como de una gubia, ¿verdad? ¿Qué conclusión sacas de esto, juez primero?
El vornic tenía los ojos muy abiertos y se le había caído la mandíbula.
—Que… que lo enterraron vivo, mi príncipe. Y trató de salir a arañazos.
Vlad asintió.
—Pienso lo mismo. Es una conclusión razonable. Por lo tanto —dijo enérgicamente, recorriendo la sala con la mirada—, sabemos ya cómo murió. Pero ¿antes de morir? ¿Qué más notas, vornic? Ven, desde aquí puedes investigar. Ayúdalo, Ion.
Arrastraron al hombre hacia delante y una de las manos de Ion se le apoyó en el pescuezo, inclinándolo sobre el ataúd.
—¿Qué ves? —prosiguió Vlad—. Más que mi hermano, sin duda. Porque aunque la parte blanda se derritió hace tiempo, esta raspadura en la cuenca del ojo, este hueso descascarillado, esta zona ennegrecida… ¿Acaso se podrían explicar por el uso de una barra de hierro al rojo vivo metida ahí demasiado tiempo? ¿Es eso lo que ves, Codrea? ¿Un hombre cegado antes de morir?
—¡Dios misericordioso! —gritó Codrea, tratando de apartarse.
Pero Ion era macizo y fuerte, y lo tenía bien sujeto. Vlad hizo una seña con la cabeza e Ilie y Stoica, vestidos también de negro, se acercaron. Cada uno lo agarró de un brazo.
—Tienes razón —dijo Vlad, acercándose a la antorcha de juncos en el candelabro central de la pared y metiendo la punta del cuchillo en la llama—. Cristo es misericordioso. Pero con Mircea Drácula no hubo misericordia. Tampoco la habrá contigo.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! —chilló Codrea mientras Ilie y Stoica lo doblaban sobre el ataúd.
El grito subió de tono mientras Vlad, muy despacio, le metía la punta ardiente del cuchillo en el primer ojo, la dejaba allí unos segundos y después la metía en el otro.
Dos de los espectadores, un hombre y una mujer, se desmayaron y cayeron al suelo, donde se les sumó Codrea, gritando, apretando las palmas de las manos contra lo que le quedaba de los ojos.
—Llevadlo afuera —dijo Vlad—. Allí lo espera su ataúd.
Nadie más se movió mientras los dos hombres se lo llevaban arrastrándolo por el pasillo. Se estremecieron al oír que su cabeza rebotaba en cada escalón. El ruido resonó con claridad en toda la sala y llegó a la sala superior, donde Ilona trataba de mantenerse de pie y no podía, y al mismo tiempo no lograba apartar la mirada de la rejilla y de la escena del hombre que amaba, el hombre que no conocía, los dedos apoyados en la rejilla, haciendo tanta presión como si fuera la tapa de un ataúd.
Finalmente se produjo un silencio. Vlad se limpió la daga en la capa.
—Y ahora… —dijo.
Lo interrumpió otro grito.
—¡No!
Salió de Marea Udriste, que sacó una espada corta del abrigo con cuello de armiño. Estaba a tres pasos de Vlad y dio uno antes de que lo alcanzaran las flechas, una en el cuello y la otra en el pecho. Habían sido disparadas desde diez pasos de distancia, con un arco turco que podía disparar una flecha a quinientos y perforar todavía la carne. Ésas hicieron más que perforarlo: lo derribaron de espalda sobre la silla donde quedó sentado, boquiabierto por el susto.
Vlad se inclinó rápidamente y miró. E Ion recordó de repente una cacería en la que habían participado cuando eran poco más que niños y Vlad se había inclinado sobre un jabalí que él acababa de herir.
—¿No te acuerdas? —había dicho con aquella voz suave—. Tienes que mirarlos a los ojos hasta que mueren.
Su príncipe no dijo nada esta vez. Se limitó a mirar al hombre hasta que se le apagaron los ojos. Después se levantó.
—Qué pena —masculló—. Tenía planeado algo mejor para premiar su… lealtad.
Detrás de la silla de su marido moribundo, la dama Udriste supo de repente qué era lo que el fantasma de su padre había estado tratando de decirle. Con un chillido, saltó y trató de arrancar las flechas que sujetaban al marido a la silla pero no las pudo mover. Gregor se acercó, la agarró y la levantó. Mientras pataleaba, la sacó de la sala y la hizo callar tapándole la boca con la mano.
—¿Y qué tienes planeado para mí, hijo del Demonio?
Vlad miró a Albu cel Mare, al hombre corpulento que lo miraba desafiante. Se tomó su tiempo para responder.
—Lo que te mereces.
—¿Te atreverías a luchar conmigo, Vlad Drácula? Aquí, ahora, con cuchillos.
Despacio, acercó la mano a la daga que llevaba en la cintura. Todos oyeron cómo se tensaban las cuerdas de los arcos hasta que Vlad levantó una mano para que no dispararan. La mano siguió levantada aun cuando Albu hubo sacado el cuchillo.
—¿Atreverme? —dijo Vlad—. Claro que me atrevo, pero ¿para qué serviría matarte de esa manera?
—Demostraría que eres un hombre.
—Bueno, supongo que todo el mundo lo sabe. —Vlad negó con la cabeza—. Pero te daría una oportunidad y una muerte digna. Cuando tu traición no merece ninguna de las dos cosas.
Antes de que Albu pudiera responder, Ion se adelantó y descargó el pomo de su daga en la gorda muñeca. El arma del boyardo cayó al suelo.
—Mátame, entonces —aulló el boyardo—. Córtame la cabeza. Fue la muerte que di a tu padre, el Dragón —se burló—. Y él era el doble del hombre que tú jamás serás.
—Cabeza por cabeza —dijo Vlad—. ¿Te parece que con eso me puedo dar por vengado? —Asintió, dio un paso y se quedó pensando—. Pero… sería demasiado digno, demasiado rápido. Además, la venganza por la venganza no significa nada. La venganza debe decir algo al mundo. —Observó el rostro dolorido de Albu y el resto de las caras que miraban para otro lado—. No puedo hacer que me queráis —dijo—. Los hombres y las mujeres aman como ellos quieren. Pero temen como su príncipe quiere. Y si temen lo suficiente, no se atreverán a traicionarme. —Se volvió hacia la entrada principal, donde había cuatro de sus hombres—. Traedla —dijo—. Traed todo.
Todo el mundo lo oyó, el extraño ruido en una sala llena de personas, el continuo golpeteo de hierro en la piedra, el resoplido que anunciaba el caballo antes de que entrara en la sala.
—Ésta es Kalafat —dijo Vlad, acercándose a ella, cogiendo la brida—. La monto desde los tiempos en que estuve con los turcos. Puede ser veloz como el viento y luchar como el hijo del Demonio que la monta. —Levantó la mano y la rascó entre los ojos—. Pero también puede ser suave y moverse despacio siguiendo mis órdenes.
Bajaban más hombres por la escalera trayendo cuerdas, poleas, madera. Otros usaban alabardas para arrear a la gente hacia un extremo de la sala mientras algunos más limpiaban el centro, apartando la mesa, las sillas, el ataúd y dejando a Ion con Albu, a Vlad con Kalafat observando cómo sus hombres actuaban cumpliendo lo que les había enseñado, atando cuerdas a la madera y a la silla de montar. Cuando todo estuvo preparado se volvió hacia el hombre que sostenía Ion.
—¿Nos perdonarás, Albu cel Mare, si somos un poco torpes? Sólo vi hacer esto una vez.
Arriba, incapaz de apartar el ojo o los dedos de la rejilla a pesar de la angustia que le aumentaba en el cuerpo, Ilona se asombraba. Su príncipe no se reía. No se reía así. Su príncipe no estaba allí mientras Ion cogía la daga y cortaba la ropa del hombre y la arrancaba de su enorme cuerpo. Su príncipe no se arrodillaba entre las piernas desnudas del hombre —piernas que eran gordas, con un tinte azulado y manchadas— a quienes sus guardias habían tirado boca abajo.
Vio que la daga bajaba pero el cuerpo de Vlad le impidió ver el resto. Sin embargo, oyó el grito terrible que aumentó y se volvió aún más terrible mientras otros hombres bajaban una estaca desafilada y se inclinaban sobre el enorme cuerpo desnudo y Vlad se acercaba a la cabeza de la yegua y le susurraba algo al oído. Cuando Kalafat empezó a avanzar, despacio, logró cerrar los ojos, pero no pudo cerrar los oídos al llanto de hombres y mujeres, al intenso rugido de Albu cel Mare, que subió hasta transformarse en un chillido agudo.
—¡Mi señora!
Era la voz de Elisabeta, que se imponía por encima del ruido, cargada de horror. Pero la dama de honor no veía la sangre en la sala sino la sangre que se acumulaba al pie de la silla de Ilona. Y entonces Ilona sintió que la agarraban unas manos, tratando de levantarla, y abrió los ojos de nuevo y vio que abajo unas manos levantaban un madero y otras manos tiraban de cuerdas. Oyó que su príncipe decía «Ésta es la parte más difícil», mientras Albu cel Mare subía y después se deslizaba bajando por el madero y le aferraban los pies y se los clavaban… y entonces Ilona cayó, resbalando entre las manos de su dama, esperando encontrar el olvido, que no llegó de inmediato. No antes de oír de nuevo aquella voz clara, tranquila, por encima de los gritos.
En la sala, Vlad quitó las cuerdas de la silla de montar de Kalafat.
—¿Lo tienes ahora, Ion?
—Creo que sí, príncipe.
—Entonces lo dejaré en tus manos. Su mujer y su hijo no necesitarán un caballo. De todos modos, para acelerar las cosas, debemos aprender a usar sólo hombres. Ponerlos a los lados del Grande. Como él parece estar todavía vivo, ¡una rara suerte en mi primer intento!, puede mirar cómo mueren.
Vlad montó, hizo girar la cabeza de Kalafat, miró hacia atrás al grupo de personas, que en su mayoría lloraba en el suelo; después miró más allá, detrás de la gente y del hombre en la estaca, al hombre en la cruz. Al sufriente Jesús.
—Cristo ha resucitado —gritó, tocando con los talones los flancos de Kalafat y saliendo de la Gran Sala.