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Resurrección

No lo vieron enseguida, tan silencioso entró, tan absortos estaban ellos en engullir cosas. Y él sabía que de todos modos pocos lo reconocerían de inmediato. En el medio año que había pasado desde la coronación sólo una vez, al día siguiente, había convocado el Sfatul Domnesca. Los había enviado de vuelta a sus estados con vagos recuerdos de un joven de pelo negro que bebía poco y hablaba menos. Estaba seguro de que si por casualidad pensaban en él sólo era para compararlo desfavorablemente con su padre, el Dragón. Ion le había contado el chiste que circulaba por los castillos de todo el país: que Drácul, incluso sin cabeza, le llevaba por lo menos una cabeza a Vlad. Era el doble en todo sentido. A ese joven se lo podría manejar. Si resultaba molesto, ingrato, se desharían de él. En un país donde la bastardía no era un obstáculo para llegar al trono, siempre se podía encontrar a otro bastardo, a otro títere, y moverle los hilos mientras los grandes hombres se repartían el botín.

Sabía lo que pensaban de él los boyardos. Y mientras andaba entre ellos, sirviendo vino de una jarra que encontró, inadvertido como cualquier esclavo, volvió a pensar en ellos. En esa clase de hombres a los que poco les importaba su país y nada su príncipe. Que se arrodillaban ante Dios y después violaban todos sus mandamientos. Que creían que el sacrificio hecho por Jesús en su día —del que colgaba sobre la chimenea una sangrienta representación— era para dar esperanza a los esclavos y así tenerlos tranquilos hasta que llegaran sus amos. Antiguamente, Valaquia había sido la encrucijada del mundo y la riqueza llegaba al país. Eso ya no ocurría. No ocurría desde que los bandidos y los ladrones habían hecho intransitables los caminos para todos menos para pequeños ejércitos. Y los principales delincuentes estaban ahora sentados alrededor de su mesa, los rostros relucientes de grasa de cerdo y encendidos de vino.

«Se interponen en mis sueños —pensó Vlad, sirviendo otra copa, todavía inadvertido—. Hoy tengo que pasarles por encima… o no».

Tragó saliva, sin terminar de convencerse. Miró hacia su apoyo; hacia Ion, que acababa de aparecer en la entrada a la sala pequeña, donde los guardaespaldas de los nobles celebraban con los de Drácula. Ion lo miraba ahora enarcando las cejas.

Había que hacerlo. Más aún, tenía que ser bien visible. El poder sin su demostración era un poder desaprovechado. No era sólo el sagrado Corán que había aprendido en la corte turca. «Además —pensó, pasándose la lengua por los labios—, he esperado mucho tiempo esta noche. Voy a disfrutarla».

Miró de nuevo a Ion, movió negativamente la cabeza y después se volvió hacia el único otro hombre que lo había estado observando desde el momento de su entrada. Era el guslar, el cantor de baladas, que también dirigía a los músicos. Preguntándose por un momento si alguien escribiría alguna vez una balada sobre esa noche, Vlad hizo una señal afirmativa con la cabeza.

La música se interrumpió en la mitad de un compás. Pero tan ensordecedor era el ruido de las voces que todos tardaron un rato en darse cuenta. La dama Udriste, sentada a aquella mesa un poco más alta, cansada de la conversación que tenía su marido sobre lanzas para jabalíes, finalmente levantó la mirada… y se sobresaltó. Su padre había muerto el año anterior, había sido enterrado de rojo y desde entonces ella había visto su espíritu tres veces. Parecía que quería advertirle de algo pero ella no le oía. Pero cuando se dio cuenta de quién era el hombre le tiró de la manga al marido. Irritado, él se dio la vuelta y miró hacia donde señalaba ella con la cabeza. Después susurró algo al hombre que tenía al lado.

El rugido se transformó en una serie de cuchicheos y después en silencio. Vlad, con la cabeza inclinada, una leve sonrisa en los labios, dejó que el silencio se alargara unos cuantos latidos antes de hablar.

—Bienvenidos, nobles boyardos y hermosas damas, obispos de la Santa Iglesia. Bienvenidos todos los leales compatriotas que quieren compartir conmigo este día, el más sagrado de todos. Cuando Cristo se levantó de nuevo en toda su gloria y nos dio el don de la vida eterna. ¡Alabado sea!

La palabra «amén» resonó en toda la sala. Vlad prosiguió.

—Sé que hemos rezado juntos en este día. Os vi a todos beber su sangre en la Bisierica Domnesca. Colmándolo de alabanzas —señaló el crucifijo con Jesús ensangrentado—, pidiéndole que nos perdone los pecados. Rezando también por otra resurrección: porque Valaquia vuelva a ser un país fuerte y pacífico. Libre de la criminalidad que nos empobrece, porque un hombre no se puede alejar una milla de la casa sin temor a los bandidos. Por justicia dentro de nuestras fronteras y por que los de fuera no intenten utilizarnos como combustible para sus fuegos de guerra. Por la prosperidad que es nuestro derecho, compartida con nuestro pueblo, no acumulada en unas pocas manos o vendida a mercaderes extranjeros por una miseria. Por un país único, unido bajo un príncipe fuerte.

Vlad hizo una pausa y miró de un extremo al otro la mesa alta, antes de añadir en voz baja:

—Al menos yo recé por eso. ¿Y vosotros? —Levantó el jarro, se metió entre el noble y la dama que había sido la primera en reconocerlo y les echó vino en las copas—. ¿Rezaste por todo esto, Manea Udriste?

El boyardo, con la cara delgada asomando de un cuello de armiño al que le sobraban tres números, sonrió.

—Por supuesto, voivoda. Por todas esas cosas. Y por tu constante salud.

—Ah, qué leal eres. —Vlad avanzó otro poco y sirvió más vino—. ¿Y tú, mi vornic, Codrea? ¿Rezaste por lo que te incumbe, la justicia en tu país?

El boyardo, con aquella cara mofletuda, porcina, ruborizada por el vino, asintió con la cabeza.

—Príncipe, como presidente del Tribunal Supremo las leyes son todo para mí.

—Sí, claro. —Vlad siguió hasta el centro de la mesa alta y miró por encima. Si el hombre que acababa de hablar era corpulento, el de enfrente era enorme. Ocupaba casi tres sitios y su mujer, la mitad más. No eran sólo las hazañas las que le daban el nombre del Grande—. ¿Y tú, Albu cel Mare? ¿Tus oraciones fueron tan nobles?

—Supongo que habrán bastado —respondió el hombre con tono aburrido—. Y por lo general consigo lo que quiero. Pero tú ya lo sabes, ¿verdad, Drácul-a?

Significaba sencillamente hijo del Dragón. Pero todos sabían que tendría que haber sido precedido por un título y oyeron el énfasis en la «a». Hacia un extremo de la mesa, alguien ahogó una risita. Aparecieron sonrisas, algunas disimuladas, mientras los dos hombres, el joven y el viejo, el delgado y el gordo, se miraban fijamente.

—Tú consigues lo que quieres, Albu cel Mare. —Énfasis igualmente ligero en «el Grande»—. Claro que sí. Hace poco conseguiste las aldeas de Glodul e Hintea, ¿verdad?

—Lindaban con mis tierras.

—Ahora sí. —Vlad ladeó la cabeza—. ¿Y la gente que vivía en ellas?

Cel Mare hizo chasquear los dedos.

—Desapareció. Fue una gran sorpresa.

—De veras. Desapareció como el oro del monasterio de Govara.

—Ah, no. —El hombre enorme se echó hacia delante mientras se le agrandaba la sonrisa—. Eso está en mi sótano. Cuando el monasterio ardió misteriosamente fue mi deber cristiano dar refugio a ese oro.

Mientras hablaba había mirado el crucifijo, y se santiguó. Más risas, menos reprimidas. Y Vlad, después de mirar alrededor, también se echó a reír.

Arriba, estupefacta, Ilona acercó más el ojo a la rejilla. Su príncipe a veces le sonreía. Era algo raro y que valía la pena esperar. Pero se reía con tan poca frecuencia. Y nunca delante de los demás. Apoyó las yemas de los dedos en la malla y sintió dentro del cuerpo la presión de un dolor.

Abajo, el silencio reemplazó las risas. Vlad se inclinó y llenó la copa que tenía delante.

—Entonces brindemos por eso, Albu. Por los deberes cristianos. —El hombre grande no cogió la copa de vino—. ¿No bebes, mi señor?

Albu sonrió.

—Beberé si bebes tú.

Vlad señaló los pequeños árboles metálicos dispuestos cada pocos pasos sobre las mesas. La luz de la única vela colocada en la punta de cada uno brillaba en los pequeños trozos de carne roja que había en ellos.

—¿No confías en el fruto del árbol, mi señor?

Albu gruñó.

—Las lenguas de serpiente colgadas de languiers son una cosa. Muchos dicen que pueden detectar los venenos. Pero nadie los detecta mejor que un hombre bebiendo lo que ofrece. —Señaló el jarro que Vlad tenía en la mano—. ¿Vas a beber?

—Por supuesto. ¿Por qué brindamos? ¡Ah, sí, por el deber cristiano!

Vlad levantó el jarro, bebió, derramando vino por el ancho borde. Tras una pausa, Albu tomó un trago y dejó el jarro en la mesa.

—El deber —masculló Vlad—. Quiero preguntarte algo. A todos. —Miró la mesa, de lado a lado, y después la sala alrededor—. A lo largo de tu vida, ¿a cuántos príncipes valacos les has prometido cumplir con tu deber?

Los hombres miraron para otro lado, evitando los ojos de Vlad. Sólo Albu le sostuvo la mirada.

—¿Príncipes? —dijo con voz potente—. He perdido la cuenta. ¿Diez? ¿Doce? Cuesta recordarlo. Van y vienen.

Ahora nadie reía.

—Van y vienen —repitió Vlad—. Y tú permaneces. —Volvió a mirar alrededor—. Y todos vosotros permanecéis. —Entonces volvió a mirar al hombre que tenía delante y habló en voz tan baja que los de las otras mesas tuvieron que estirar la cabeza para oír—. He oído otra historia acerca de ti, Albu. Que estabas allí cuando murió mi hermano Mircea.

Los invitados contuvieron la respiración. Todo el mundo observaba a los dos hombres, que se miraban fijamente.

—No es cierto —dijo el hombre grande.

—¿No? —Vlad inclinó la cabeza—. Entonces se equivocó mi informante. Porque dijo que estabas tú allí, junto con mi leal Manea y mi dispensador de justicia, Codrea.

Echó un breve vistazo a los dos hombres, que se estremecieron y lo desmintieron con un murmullo.

—Pruébalo, Drácula. —Albu cel Mare se había apartado de la mesa para abarcar la sala. Pero no se veía ningún guardia. Sólo treinta boyardos y algunos de sus hijos, incluidos los propios. Cada uno tenía delante un cuchillo de trinchar. Y estaba Drácula, solo, con nada más que un jarro en las manos. Albu, al ver todo eso, se calmó y sonrió de nuevo—. Pruébalo.

Detrás de la rejilla, Ilona lanzó un grito. Le había vuelto el dolor, un dolor doble, intenso. Sabía que podía llamar a su dama. Pero no podía irse. No viendo a su león rodeado de tantos chacales.

—No sé si podré probarlo —dijo Vlad, sin levantar la voz, dejando el jarro, alargando la mano hacia la esquina del vivo mantel adamascado, uno de los tantos que cubrían la mesa alta, y frotó una borla dorada entre los dedos—. Quizá no. Pero si no puedo probar quién estuvo allí, quizá pueda probar otra historia que oí: la forma en que murió. Porque me dijeron que no lo decapitaron como a mi padre. Que Mircea fue torturado, que le quemaron los ojos… y que después lo enterraron vivo.

—Yo también oí ese rumor, príncipe —dijo Codrea, el presidente del Tribunal Supremo, mirando incómodo a uno y después al otro—. Lo investigué, como era mi deber. Pero fue imposible llegar al fondo, porque por desgracia nunca apareció su ataúd.

—Tienes razón. No apareció nunca… —Vlad miró hacia la sala e hizo una seña con la cabeza a Ion; después volvió a mirar el mantel que tocaba con la mano—. Hasta ahora.

Dicho eso, Vlad arrancó de golpe el mantel. Copas y cubiertos, jarros y árboles con lenguas de serpiente volaron y empaparon y golpearon y se estrellaron.

Y entonces todos vieron que los invitados más nobles no habían estado cenando sobre una mesa. Habían estado cenando sobre un ataúd.