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Preparativos

Corte principesca de Targoviste,

domingo de Pascua de 1457, nueve meses más tarde

—¿Está todo preparado?

—Sí, mi príncipe. Todo lo que yo puedo hacer sin saber todo.

—No tienes que saber todo, Ion. Y yo sólo sé un poco más que tú. Porque casi todo está en manos de Dios y por lo tanto es incognoscible, ¿verdad?

Vlad sonrió, mirando de nuevo por la rejilla que había en el centro de la puerta. A su lado, Ilona dejó de mirar el Gran Salón a través de la malla metálica y lo miró a él.

—Esta noche estás alegre —dijo.

—¿Por qué no habría de estarlo? —dijo Vlad—. ¿Acaso el metropolitano de nuestro reino, cabeza suprema de la Iglesia ortodoxa, no me ha coronado «Soberano de Ungro-Valaquia y los ducados de Amlas y Fagaras»? —Vlad pronunció los títulos imitando de manera perfecta el chillido nasal del metropolitano, haciendo reír a Ilona. Se volvió hacia ella—. ¿Y acaso el vientre de la mujer que amo no lleva a mi primer hijo?

—Eso no puedes saberlo —dijo ella, tocándose con la mano y sintiendo una patada—. Hasta ahora sólo has tenido niñas.

—Ay, Ion, como ha vivido en un convento de monjas durante ocho años cree que yo tendría que haber vivido como un monje.

Ella le dio un golpecito en el brazo. Pero no le importaba lo que él había hecho en los años que habían vivido separados. Él había vuelto con ella, algo que nadie hubiera creído. Vlad era suyo de nuevo, y ese tiempo de separación parecía haber durado sólo un día.

Mirando otra vez por la rejilla, hizo una mueca, sin dejar de sonreír.

—Y aquí están mis amigos, los hombres más nobles de mi reino, reunidos para celebrar conmigo. Por mi felicidad. Por la Resurrección de Cristo.

—¿Amigos?

—Por supuesto. ¿Acaso los amigos no nos ayudan a cumplir los deseos? Para eso están aquí reunidos. —Ilona volvió a apretarse el vientre y Vlad la guió inmediatamente hasta una silla—. Descansa, mi Estrella. Deja que Ion esté allí de pie y cuente mis amigos.

Ion ocupó el sitio de Ilona, junto a Vlad, para escudriñar por la mirilla. Eso era otra cosa que Vlad había copiado a los turcos, porque se decía que Mehmet espiaba así a su consejo, el Diván. Y abajo, en la Gran Sala de la Corte Principesca estaban reunidos los miembros del equivalente valaco, el Sfatul Domnesca, junto con sus mujeres, algunos con los hijos mayores. Si les preocupaba que Vlad pudiera estar observándolos, ese momento había pasado hacía rato en las dos horas de celebración, mientras el voivoda se ocupaba de asuntos de estado. Las copas de los invitados, por muy rápido que las vaciaran, no estaban nunca vacías. Actuaban malabaristas y acróbatas. Los músicos, traídos de los estados Draculesti del valle de Arges, tocaban sin cesar la música campesina de esa región con la flauta tilinca, con las cuerdas de la cobza y los tonos más graves de la trompeta taragot. Los boyardos los ignoraban en gran medida, porque preferían los rebuznos de sus conversaciones, expresar sus ruidosas opiniones cuando no tenían la boca llena de comida. Llegaba un plato tras otro: brochetas de pájaro cantor, lucio relleno de trigo búlgaro con perejil; sobre todo cerdo en todas sus formas. Morcillas, tiras de oreja en vinagre, morros rellenos de mollejas, asado que brillaba cubierto de grasa quemada. Si se producía alguna pausa en la conversación, cualquier boyardo hambriento o compañera podía ir y servirse una tajada de cabeza de jabalí montada en una estaca en el centro de la sala.

El ruido había ido creciendo, desde suaves susurros hasta un incesante griterío. Los nobles trataban de tocar a las camareras, ante lo que hacían la vista gorda las mujeres, ocupadas en esquivar los platos que iban y venían.

—¿Amigos? —bufó Ion—. No veo a ninguno. Sólo a unos cuantos que quizá son menos enemigos.

—Qué cínico eres, Ion. Se podría pensar que has tenido una vida dura.

Vlad pasó un dedo por la larga cicatriz que Ion tenía en la mejilla. El dedo tocó debajo del espeso mechón de pelo y se deslizó en el surco de la marca antes de que Ion apartara de golpe la cabeza.

Voivoda —dijo, dando un paso atrás, alisándose el pelo.

Detestaba los momentos en los que su príncipe se ponía juguetón. Casi siempre anunciaban que algo iba a suceder. Algo ante lo que él tendría que reaccionar.

Un grito especialmente fuerte les hizo volver a la rejilla. Un hombre, perceptible por la enorme barriga y el cuello grueso, había conseguido de algún modo subir a la mesa a la que estaba sentado, en el centro de la fiesta y algo más alta que las demás. Intentaba dar algunos pasos, porque los músicos tocaban una danza de campesinos, la mocaneasca. Oían como crujía la madera bajo el peso de aquel cuerpo, incluso por encima del estruendo y de las carcajadas.

—Ten cuidado, Albu —dijo Vlad con el ceño fruncido, reflejando alivio en la cara sólo cuando aquel hombre corpulento hizo una reverencia y bajó, acompañado por una ovación.

—El Grande se divierte.

—¿Por qué no? Disfruta de más beneficios contigo que con tu usurpador. Cuando todos creyeron que lo matarías, lo hiciste aún más rico.

—Por supuesto. Albu cel Mare es alguien poderoso en este país, sólo menos que yo. A esos hombres hay que… —Se interrumpió y volvió la cabeza—. ¿Qué tal estoy de aspecto?

El amor de Ilona llevaba un jubón tan oscuro que la mayoría pensaría que era negro. Pero cuando se acercaba a las antorchas de juncos, las llamas mostraban rojo en el terciopelo acolchado. La prenda, floja para ocultar los hombros y el pecho que se le habían agrandado enormemente a causa del uso incesante de armas, le llegaba a la mitad del muslo y se superponía a las calzas rayadas de color carmesí y negro que le alargaban un poco las piernas. Su único adorno estaba debajo del hombro izquierdo, donde un dragón no más grande que la palma de su mano había sido dibujado con hilo de plata: la cola escamosa se le enroscaba en el cuello y sobre el lomo llevaba, en rojo, la cruz de san Gheorghe.

Su rostro había perdido toda la suavidad juvenil durante los años fugitivos, y el pelo le caía en espesas ondas sobre los hombros y hasta la mitad de la espalda. A los lados de la nariz, sus ojos eran brillantes esmeraldas… que casi opacaban la que levantaba ahora, asentada en el centro de una estrella de oro, a su vez incrustada en una banda de exactamente trescientas perlas de río que ella conocía porque las había cosido una por una en el borde. El bonete, hecho con el mismo terciopelo del jubón, estaba rematado por una pluma de avestruz.

Ilona volvió a mirarlo y vio que la pregunta seguía allí.

—Príncipe de cabo a rabo —dijo, empezando a levantarse.

Él se lo impidió arrodillándose.

—Sabes que, si pudiera, me casaría contigo.

Ilona se echó a reír.

—¿Conmigo? ¿Con la hija de un curtidor? No puedes. El matrimonio es para ti otra arma que puedes usar contra ellos. —Señaló con la cabeza hacia la sala—. Tendrías que casarte con la dama que me espera fuera y que por tu culpa tengo que soportar.

—¿La dama Elisabeta? Para casarme con una yegua, prefiero a mi Kalafat. —Los dos se rieron—. Pero la amante de un príncipe debe tener una dama de la corte que la tutele cuando…

Le apoyó una mano abierta en el vientre.

—Entonces es cierto. Amante o no amante, si llegamos a tener un hijo varón…

—Así será.

—¿Podrá heredar?

—Ésa es la nueva ley de Valaquia. Aquí han gobernado innumerables bastardos.

La sonrisa sólo estaba en los ojos de Vlad. Ilona rió por los dos y después suspiró.

—Entonces yo tendré que aguantar a mi… caballo.

Vlad levantó la mirada.

—Ion se casaría contigo. ¿Verdad, amigo?

Ion asintió.

—Ayer mismo se lo propuse. Ya me ha rechazado cuarenta veces.

—De esa manera —dijo Vlad— tendrás a alguien cuando yo esté muerto.

A Ilona se le borró la sonrisa.

—¡Santa Teresa! No digas eso. Ni siquiera en broma.

Soltó un quejido y se apretó el vientre.

Vlad se volvió hacia Ion.

—Llama a su dama.

Intentó levantarla; ella se resistió.

—No, señor. Déjame descansar hasta que hayas hecho todo lo que tienes que hacer aquí.

Echó un vistazo a la Gran Sala y volvió a mirar a Vlad a tiempo para notarle la oscuridad en los ojos. Y algo más, cercano a la expresión que tenía cuando se unían en el amor. Un tipo diferente de avidez.

—No —dijo Vlad—, quiero que estés segura en tu casa. Si Dios me lo permite, iré a reunirme contigo mañana.

—Amén —dijo ella, preocupada.

Era la primera vez que él expresaba alguna duda.

Apareció la dama Elisabeta, incapaz, como siempre, de alejar el desdén de su rostro equino.

—¿Me llamaste, mi príncipe?

—Sí —dijo Vlad, levantándose, ayudando a Ilona a ponerse de pie—. Lleva a mi mujer a su casa.

—Príncipe.

Ella hizo apenas una reverencia y dio un paso adelante.

Pero Ilona se aferró a él, pegándose a su cuerpo.

—Ten cuidado —susurró.

—Siempre.

Elisabeta llegó, cogió a Ilona del brazo y se fue con ella hacia la puerta. Al llegar allí Ilona se detuvo y miró hacia atrás. Su amor se estaba colocando junto a la otra puerta, acomodándose una capa negra azulada que se había puesto. Al terminar se volvió hacia Ion.

—Abre la puerta —dijo— y después vete a tu puesto. Espera mi señal.

Se miraron durante un momento. Entonces Ion hizo una reverencia.

—Mi príncipe.

Vlad miró la puerta que tenía delante. Hizo una señal con la cabeza e Ion quitó los tres cerrojos. Los cerrojos estaban engrasados y se deslizaron sin producir ruido. La puerta se abrió, dejando pasar el estruendo, una ráfaga de aire caliente de fragua.

Vlad salió por ella. Ion la cerró a sus espaldas, dejándola sin cerrojos, y se acercó a Ilona.

—Te acompañaría a tu casa…

—Vete a tu puesto, Ion —respondió ella, controlando los espasmos que empezaban a sacudirle el cuerpo—. Yo iré al mío.

Ion hizo una reverencia y se fue.

Elisabeta sostuvo la puerta abierta pero Ilona no pasó por ella.

—Déjame aquí —dijo.

—Pero la orden del voivoda

—Miraré un rato y después volveré a llamarte —dijo Ilona—. Lleva la silla hasta aquella puerta y déjame sola.

—Pero…

—Haz lo que te digo.

—Como quiera la señora —dijo Elisabeta con firmeza.

Cogió una silla y la llevó hasta donde le habían pedido. Ilona la siguió despacio y se sentó en ella agradecida. Mientras la otra puerta se cerraba a sus espaldas, Ilona se inclinó hacia delante y levantó la pequeña placa metálica. Al principio lo único que vio por la rejilla fue una oscuridad azulada. Entonces se encendió la luz, mientras su príncipe empezaba a bajar por la escalera hacia la Gran Sala.