22
Combate singular

—La sombra del roble toca el arroyo. Es la hora.

Vlad se levantó al oír la voz de Ion. Se le escapó un gruñido. No tendría que haberse arrodillado, ni siquiera para rezar. Había combatido toda la tarde y aunque no estaba herido tenía el cuerpo tenso, agarrotado.

Torció el tronco a un lado y a otro, se inclinó sin doblar las piernas, hizo oscilar los brazos y cuando estuvo listo los levantó. Stoica se le acercó para vestirlo con la armadura negra. Sólo le sentaba un poco mejor que las que se ponían los compañeros y sólo habían tenido tiempo para alisar a martillazos las abolladuras más grandes. Al menos Stoica había logrado sacarle la mayor parte del barro. Durante años, Vlad no había tenido dinero para comprar una armadura mejor, y cuando apareció el dinero para la invasión, decidió gastarlo en otras cosas: por ejemplo, más soldados. Mientras se la ponían, volvió a darse cuenta de que no tenía nada del equipo especial necesario para un torneo. Su escudo era sólido, porque uno no andaba ahorrando en escudos —un rectángulo de madera remachado con frente de metal, con el borde superior curvo—, pero no tenía un hueco para apoyar la lanza de torneo. Ninguna capa metálica de más reforzaba el lado izquierdo de la armadura, donde probablemente lo golpearía la lanza del adversario. El yelmo era el mismo que tenía al llegar de Edirne para ocupar el trono, ocho años antes: un turbante turco de metal con el cuello protegido por cota de malla, la cara abierta, no cerrada como se estilaba en los torneos, para protegerla de posibles astillas de las lanzas. Stoica se lo colocó sobre la cabeza y quedó listo. Armado. No habían tardado mucho tiempo. Ion lo miró y no pudo contener un suspiro.

Kalafat lo vio cuando estaba a cuarenta pasos de distancia y se puso a bailar, subiendo y bajando la cabeza, descubriendo los dientes, lanzando pequeños gruñidos de bienvenida. Él le frotó las orejas y le chasqueó la lengua.

—¿Estás seguro de que no quieres usar el mío? —le había dicho Ion antes, ofreciéndole el caballo de guerra, que era macho y enorme. El mismo que seguramente montaría Vladislav.

Y Vlad, que no era el más alto, parecería pequeño encima.

—No —respondió—. No es momento para aprender las mañas de un caballo nuevo. Además —se inclinó hacia delante y besó a Kalafat entre los ojos—, la monté una vez en un torneo.

—Yo no iba a mencionar eso —masculló su amigo.

Ilie se adelantó ahuecando las manos. Vlad puso un pie en ellas y aquel hombre corpulento lo levantó hasta la silla de montar.

—Ya te lo dije, Ion. Entonces, en mi único torneo, perdí porque el premio no valía nada. El pañuelo de una dama. Yo ni siquiera conocía a la dama. Pero ahora no perderé.

Tocando los flancos de Kalafat con los talones, subió por la ligera pendiente hasta la cresta de la montaña.

Ambos ejércitos habían estado ocupados en el corto tiempo que Vlad había empleado en rezar y armarse. El suelo del valle había quedado libre de cuerpos. De la tierra calentada por el sol e impregnada de sangre brotaban insectos y las golondrinas iban y venían velozmente entre ellos. Los supervivientes se habían distribuido alrededor del valle, donde se mezclaban los ejércitos, porque casi todos eran mercenarios y se reunían con viejos camaradas. Sólo unos pocos en la cima de su colina y otros pocos en la cima de la colina de los Danesti se mantenían leales y distantes. Vlad veía sobre todo a hombres bebiendo, comiendo, riendo… y se estremeció. Miró hacia la colina de enfrente en el momento en el que salían de allí unos vítores y la bandera del Águila se ponía en marcha. Algo brillaba debajo de ella. El valle corría más o menos de norte a sur, así que a ninguno de los caballeros le daría el sol plenamente en la cara, Pero los rayos de sol aún destellaban en la armadura que cubría tanto al hombre como al caballo, haciendo que parecieran más grandes. Recordaba haber estado con su primo algunas veces, las pocas veces que había reinado la paz entre los clanes de Drac y Dan. Vladislav tenía diez años más, le llevaba una cabeza y tenía experiencia en torneos y batallas. Y llevaba muchos años gobernando Valaquia. ¡Claro que tenía la mejor armadura!

Mientras miraba sonaron unas trompetas. Se acercó un escudero, llevando la bandera del Águila. A medio galope, fue hasta el pie de la ladera, levantó el asta y la clavó en el suelo. Dio media vuelta y regresó por donde había venido, dejando que el Águila ondeara en la brisa entre las rápidas golondrinas.

—Ilie —gritó Vlad.

Su portaestandarte salió de las filas. A su espalda ondeaba el Dragón. Cuando llegó al suelo llano frenó el caballo e hizo que se alzara sobre las patas traseras.

—A-Drácula —gritó antes de incrustar el mástil en la tierra.

—Tartamudo —dijo Gregor con una carcajada.

Más arriba, a la izquierda, asomaron dos clarines que tocaron el mismo estribillo. La juerga y las risas se interrumpieron cuando entre los dos trompetistas apareció otro hombre. Él también llevaba una bandera, enrollada en un mástil, y al desplegarla todos vieron que no tenía ningún escudo de armas boyardo sino que era completamente negra.

—¡Hasta la muerte! —murmuraron miles de gargantas.

Mientras Ilie subía sonriendo, Ion dijo:

—¿Qué otra arma llevas, príncipe?

Vlad señaló lo que Stoica ya tenía en la mano.

—La Garra del Dragón. La espada de mi padre, para reclamar la corona de mi padre.

El arma fue entregada y metida en la vaina que Vlad llevaba a la espalda.

Gregor le pasó una lanza.

—Tu kebab, mi amo —dijo—. Sólo necesita pinchar un poco de carne de cordero.

Vlad miró a Ion.

—¿Algún consejo final, viejo amigo?

—Sí —respondió Ion con un gruñido—, que no te maten.

—Haré todo lo posible.

Un rebuzno de trompetas. Por la cuesta de enfrente empezó a bajar una figura plateada. Ante un toque, Kalafat también se puso en marcha.

—Ve con Dios, príncipe —gritó Ion, adelantándose—. Pero lucha como tu padre… ¡el Demonio!

Se produjo silencio mientras bajaban los dos jinetes. Los únicos sonidos que oía Vlad eran los gritos agudos de las golondrinas, el susurro del agua en el arroyo, los chasquidos de las banderas en la brisa. Pero cuando llegó a la altura del mástil y su Dragón, oyó unas voces que gritaban y repetían dos nombres.

—Dan. Dan. Dan.

—Drácula. Drácula. Drácula.

Entonces, como si se hubieran puesto de acuerdo, las voces cesaron al mismo tiempo. Vlad miró al hombre a escasos cien pasos de distancia. El voivoda de Valaquia. Su primo. Su enemigo. Lo envolvía el sol poniente, transformando en fuego su armadura.

Vlad miró hacia atrás, hacia el este.

—Que tenga el sol —masculló—, porque yo monto en el cometa.

Un grito le hizo volver la cabeza. Vladislav había espoleado el caballo y ganado terreno. Aferrando la lanza, Vlad apretó con los talones los flancos de Kalafat.

Un hombre rápido podía haber recorrido esa distancia en diez segundos. Los caballos, adiestrados para el galope instantáneo, se encontraron en dos. La luz del sol destelló en las armaduras de acero, en las puntas de acero de las lanzas. Deslumbrado, Vlad buscó un blanco y se puso en tensión para el impacto.

Nunca había recibido un golpe tan fuerte. El estruendo fue potente, repentino, un chillido al chocar una punta metálica contra un escudo metalizado; seguido de silencio y algo rojo en lo que todo se movía despacio. Su propio escudo se le estrelló contra el cuerpo y después se le escapó de la mano, arrancándole carne de los dedos a través del guante porque lo apretaba con mucha fuerza; los pies que salían de los estribos; la espalda sobre las ancas de Kalafat y después fuera; los pies que eran lo primero en tocar el suelo, de manera que casi parecía que no perdería el equilibrio; la caída, dura, boca abajo en la tierra seca; girando despacio de lado. Nunca se le cerraron los ojos, así que veía las caras en la colina, las bocas abiertas lanzando un grito que no podía oír. Pero los veía como a través de un velo de seda rojo. Veía la bandera negra levantada por la brisa; se movía tan despacio que no flameaba.

La tierra temblaba. Sentía la vibración, un ruido que volvía a medias, gritos lejanos, los resoplidos cada vez más cercanos de un caballo. Una sombra se interpuso entre él y el sol, algo relució y él se volvió y vio como la punta de la lanza se hundía exactamente donde había estado. Al sacarla, antes de desaparecer, la punta arrancó un poco de césped. Vlad sintió la vibración de los cascos; un terrón le golpeó la cara y de algún modo le aclaró la visión roja y le devolvió los sonidos.

—¡Dan! ¡Dan! ¡Dan!

Ahora nadie gritaba «Drácula». Eso le hizo ponerse de rodillas. Miró el brillo que se alejaba de él y vio que se convertía en un hombre a caballo que se detenía debajo de la bandera del Águila. Allí el hombre hacía unas señas y un escudero bajaba corriendo por la ladera de la colina llevando algo en la mano y se lo entregaba. Entonces el hombre —su primo— dejó caer lo que le acababan de dar y Vlad vio qué era: una bola de hierro tachonada de afilados pinchos con una cadena de un brazo de largo unida al palo que Vladislav llevaba en la mano.

—Maza de bola —dijo Vlad en voz alta. Y nombrar un arma le hizo recordar otra. Mientras su primo hacía girar el caballo y empezaba a trotar hacia él, Vlad levantó la mano y sacó la espada de la vaina que llevaba en la espalda; agradecido, vio que no se había doblado ni roto con la caída.

Estaba todavía de rodillas. No podía levantarse, sólo mantener la espada delante, en ángulo recto. Vladislav se vio obligado a inclinarse mucho para golpear, haciendo girar con el brazo la enorme bola y finalmente impulsándola hacia abajo con toda su fuerza. A Vlad no le quedó más que deslizarse hacia un lado, con la espada orientada hacia abajo para impedir que el golpe la rompiera y al mismo tiempo desviarlo de su cuerpo. La bola chocó contra el guardamano izquierdo, pero no lo rompió sino que lo dobló.

Vladislav dio por terminado el ataque y describió un amplio círculo para prepararse antes de iniciar el siguiente. Espoleó el caballo, pero había dado un momento de respiro a Vlad. El tiempo necesario para ponerse de pie, plantarse sólidamente y quitarse la última niebla de los ojos, y cuando el jinete lo atacó de nuevo, blandiendo la bola, no se alejó sino que se acercó más, la espada sobre la cabeza, la punta en la otra mano con guantelete. No chocó con ella la bola, que habría partido la hoja, sino la cadena, que por el impulso que llevaba y el peso de la bola hizo que se enrollara en la espada. En cuanto se detuvo, Vlad tiró con fuerza, empleando todo su peso, y arrancó de la silla de montar al jinete.

En la caída, la correa que sujetaba la bola a la muñeca se deslizó y el arma cayó junto con el hombre. Vladislav logró de algún modo quedar de pie, tropezando, llevando la mano a la espada. Estaba a medio camino de la funda cuando Vlad recordó que él todavía sostenía la espada con las dos manos; y entonces le vino a la mente, de los tiempos de adiestramiento con el maestro de lucha suevo, un golpe especial. Ese golpe había sido uno de los favoritos de los alemanes. Tenía un hombre alemán.

Mortschlag.

Sacó la mano derecha de la empuñadura y aferró con ella la hoja, por debajo de la vuelta de cadena. Después levantó bien alta el arma y descargó la punta del guardamano derecho, que no estaba doblado, en la punta del yelmo de Vladislav.

Un momento de quietud, en el que ninguno de los dos se movió. El único movimiento era el de la cadena, desenredándose al final de la hoja, y la bola que caía sordamente al suelo. Y sólo entonces cayó también Vladislav, como si se hubiera sentado, aferrando todavía una espada a medio desenvainar.

El guardamano de Vlad estaba todavía clavado en el yelmo. Con esfuerzo, moviendo la espada, finalmente arrancó un metal de otro metal abollado. Después dio vuelta al arma y la empuñó. El hombre que tenía delante, con la cabeza inclinada, no se movía. Con cuidado, Vlad metió la punta de la hoja debajo del visor y empujó hacia arriba.

El visor se levantó. Su primo tenía los ojos abiertos y Vlad vio que eran casi del mismo verde que los suyos. También vio que iban perdiendo vida, y mientras miraba un chorro de sangre le bajó desde la frente y se le encharcó en las cuencas de los ojos, enrojeciendo el verde.

Por fin el cuerpo cayó de lado. Vlad se arrodilló, clavando la punta de la espada en la tierra para apoyarse en los guardamanos, uno torcido y el otro recto. Sólo entonces se dio cuenta de que cantaban algo, un nombre. Su nombre.

—Drácula. Drácula. Drácula.

Miró alrededor. Todos parecían corearlo. Su ejército. El ejército de su primo. Miró hacia arriba. Las golondrinas seguían dando vueltas en el cielo, entre él y el cometa, sin importarles el hombre.

Entonces apareció Ion.

—Vlad —susurró—. ¡Vlad!

Vlad dejó que lo levantaran. Llegaron otros, sus compañeros más cercanos. Ilie levantó la bandera y la hizo ondear con júbilo. Gregor cogió las riendas de Kalafat. Stoica le entregó una bota de vino y tomó un largo trago. Cuando estuvo preparado hizo una seña con la cabeza y el grupo subió por la colina entre los dos ejércitos silenciosos hasta el sitio donde estaba clavada la bandera negra.

Vlad no la había visto antes porque era muy pequeña. Pero sobre la punta del mástil había una delgada diadema de oro, sin ningún adorno fuera de una esmeralda del tamaño de un huevo de gaviota en el centro.

—La corona de tu padre… príncipe. —Albu cel Mare se adelantó y habló en un tono diferente. En su mirada había desaparecido el desdén—. Por supuesto, no significa nada hasta que el metropolitano te la ponga en la cabeza y seas ungido en la catedral de Targoviste.

—Significa… todo —respondió Vlad, cogiéndola, apretándola. Levantó bien alto el círculo de oro y gritó—: Reclamo el trono de mi padre. Reclamo su título, voivoda de Valaquia.

Hubo aplausos y vítores alrededor. De ambos ejércitos; hasta de los boyardos, con Albu en el centro: al menos de los que no se habían retirado, porque Vlad veía que algunos se habían marchado al morir Vladislav, para ofrecer su lealtad al próximo pretendiente. Pero casi no era consciente del ruido. Dando media vuelta, hundió el rostro en el pecho de Ion.

Pocos lo vieron. Estaban rodeados por hombres de gran estatura. La ovación continuaba. En todos los años que llevaban juntos, Ion nunca lo había visto llorar. Así que se limitó a abrazarlo, mirando con ferocidad por encima de su cabeza a Albu cel Mare y a los boyardos y, entre las lágrimas, los desafió a que se burlaran.