Julio de 1456: ocho años después
del comienzo del exilio de Drácula
Vlad encontró el punto débil que había estado buscando, en el hombre, en su armadura. Apoyándose de repente en la rodilla izquierda, torció hacia abajo la mano del hombre que tenía la daga, haciéndole perder el equilibrio. Al mismo tiempo soltó su mano de un tirón y levantó con fuerza su daga, metiendo la punta por la pequeña hendedura que había descubierto en la cota de malla del hombre a la altura de la garganta. Los remaches cedieron reventados por el acero templado. La carne presentó menos resistencia.
El hombre trató de gritar pero su voz se perdió entre la sangre. Vlad se levantó y lo sujetó tan de cerca que por el estrecho visor le veía los ojos llenos de terror. Después miró más allá e hizo girar el cuerpo hacia un lado y hacia otro como protección contra otros enemigos. Le habían enseñado que, cuando uno lograba matar a otro, lo más probable era que uno muriese. Como ésa era su primera batalla, no iba a ponerlo en duda.
Pero detrás del hombre moribundo todos sus compañeros huían. Como si hubieran tomado la misma decisión, como una bandada de pájaros que de repente gira en el aire. Ninguno gritaba; todos habían dado media vuelta y huido.
Miró de nuevo por el visor y descubrió que se apagaba la luz. Un instante después el hombre era un peso muerto. Vlad lo dejó caer y se apartó blandiendo la daga, pero no necesitaba usarla. El enemigo bajaba corriendo por la leve cuesta, esquivando los cadáveres que ya habían llenado el valle cóncavo en las tres horas de batalla y subiendo por la de enfrente. Los más rápidos alcanzaron a sus compañeros en cuarenta latidos.
No era sólo la sangre en los ojos. Cada vez resultaba más difícil distinguir a los combatientes individuales en aquel estrecho valle. Pronto sería de noche.
Miró bruscamente hacia el nordeste… y allí estaba. En el cielo rojizo, cerca del horizonte, el cometa de dos colas ardía como todas las noches desde que su ejército había atravesado los desfiladeros de Transilvania. Sus hombres lo habían saludado como Dragón, señal segura de la virtud de su causa. Vlad estaba seguro de que su primo Vladislav, del clan Danesti, en medio de su ejército en la montaña de enfrente, creía exactamente lo mismo.
—¿Príncipe?
Vlad se volvió al oír la voz. Agrupados detrás de él, como siempre, estaban sus compañeros más cercanos: el Negro Ilie, un enorme transilvano contratado como guardaespaldas durante sus años de fugitivo y que gastaba casi todo (no mucho a veces) en vino y comida; el Risueño Gregor, la cara cubierta de sangre, sin perder la permanente y desdentada sonrisa; y Stoica, el Callado, su ayuda de cámara, un mudo que no necesitaba la voz para reaccionar ante cualquier necesidad de su amo. Llevaban armaduras desiguales, pero al menos eran negras, como la de su príncipe.
Quien lo había llamado era Ilie, con una voz que salía retumbando de una cara tan oscura que se decía que tenía sangre africana en las venas. Pero era Stoica quien llevaba lo que a él le hacía falta: la Garra del Dragón, la espada de su padre, caída al suelo cuando un enemigo se escabulló entre su guardia y necesitó encontrarse con una daga. La cogió y la levantó para meterla en la vaina que llevaba sobre la espalda, sin dejar de mirar alrededor en busca de la persona que más necesitaba.
—¿Dónde está Ion?
—Aquí, príncipe.
Vlad frunció el ceño al ver aparecer a Ion.
—Estás herido.
Alargó la mano y torció la cara de su amigo. Una herida del largo de un dedo índice y de una uña de profundidad le bajaba del pómulo a la mandíbula.
—Me descuidé un poco —dijo Ion—. Olvidé que un hombre no está muerto mientras no está muerto.
—Si me permites, jupan —dijo Ilie—, no está tan bonito como antes.
—Gracias a Dios —dijo Gregor con una carcajada—. Ahora los demás quizá tendremos más éxito con las muchachas de la taberna.
Vlad miraba a Ion sin sonreír.
—Huyeron. ¿Y ninguno de nuestros hombres los persiguió?
—No, señor. Me temo que se les ha acabado el ánimo de combatir.
—O el dinero —añadió Gregor.
Vlad miró hacia la cresta de la montaña. Fuera de sus compañeros y quizá quinientos valacos exiliados, el resto del ejército, unos seis mil hombres, estaban allí pagados por sus patrocinadores: los banqueros de Brasov y Sibiu, el rey de Hungría y el Caballero Blanco, Janos Hunyadi, el antiguo enemigo de Vlad y ahora su aliado. Los hombres eran capaces de luchar por dinero, incluso con ferocidad, pero sólo durante un tiempo. Muchos estaban ahora quitándose los yelmos, sentados en cuclillas, bebiendo vino. Vlad vio que Gregor tenía razón: estaban convencidos de que ya se habían ganado el oro recibido.
Ion vio la desesperación en sus ojos.
—Si eso nos pasa a nosotros, a ellos les pasa lo mismo —dijo, señalando el otro extremo del valle—. La misma cantidad de mercenarios en las filas de los Danesti sentirán que han hecho lo suficiente por su sueldo. No volverán. —Se acercó y bajó la voz—. Podemos esperar hasta la noche y después escabullirnos y concentrarnos en las montañas.
Vlad había estado mirando por encima de Ion hacia el cometa, cuyo brillo había aumentado mientras hablaban. Sentía que había entrado con sus colas gemelas en el corazón de su país. Y que todavía estaba volando hacia sus enemigos.
—¿Tantas ganas tienes de volver a ser fugitivo? Si retrocedemos ahora, si desbandamos esta fuerza, eso es lo que seremos. Y quizá no tengamos otra oportunidad.
—Quizá sí —lo alentó Ion—. Mientras que aquí…
Señaló el campo, los muertos.
Vlad miró y después miró más allá, el estandarte del Águila Negra en la montaña de enfrente, hacia el sur. A diferencia de Vlad, Vladislav no había salido nunca de su sombra para combatir; se había limitado a mandar a sus hombres a la muerte.
Su mirada pasó a la montaña más pequeña que formaba el lado este del valle. Allí ondeaban otros estandartes. Algunos de los boyardos de Valaquia luchaban del lado de los Danesti. Muy pocos, exiliados como él mismo, servían en las filas de los Draculesti. Muchos, los más importantes, se habían quedado mirando desde la montaña, sin tomar partido; comiendo, bebiendo y comentando. Divertidos por el espectáculo de dos primos enfrentados, sin importarles demasiado el resultado. Aceptarían como voivoda a quien sobreviviera, hasta que apareciera otro líder más generoso.
—Tengo la vista nublada —dijo Vlad, levantando una mano, limpiándose el sudor—. ¿Quién está todavía allí sentado?
Gregor siguió la dirección del dedo.
—Albu, el Grasiento… perdón, el Grande. Codrea. Gales. Udriste…
—Todos los más poderosos, príncipe —lo interrumpió Ion—. Esperando, mirando, sin moverse…
—Un momento —dijo el Negro Ilie dando un paso adelante—. ¡Mirad quiénes mueven el gordo culo!
Vlad miró. Por la cuesta bajaban varios hombres a caballo. Un jinete llevaba la bandera de Albu cel Mare con la cabeza del oso. Otro, un sencillo trapo blanco.
—Quieren parlamentar —dijo Ion.
—A las armas —gritó Vlad—, por si esto es una traición.
Sus compañeros y algunos otros respondieron. La mayoría no hizo caso. El escuadrón, compuesto por unos veinte hombres, atravesó el valle y subió enseguida por su ladera y se detuvo a diez pasos de ellos. En medio de los jinetes, bajo las dos banderas, iba un hombre enorme, montado en un caballo de guerra igualmente grande. Levantó el yelmo.
—El propio Albu cel Mare —escupió Ion—. El hombre que se llevó tu ejército y te abandonó hace ocho años.
—Me parece que no se lo voy a recordar ahora —murmuró Vlad.
El hombre corpulento refrenó el caballo.
—¿Cuál de vosotros es el muchacho Drácul? —gritó—. No lo veo desde que era un jovenzuelo enclenque.
—Soy yo —dijo Vlad, dando un paso adelante.
—Hummm. —Albu miró con desdén y se volvió hacia un compañero y, sin bajar mucho la voz, dijo—: No ha crecido mucho, ¿verdad? —Después se volvió hacia él—. Jupan Drácula —dijo, llamándolo sólo «señor»—, parece que en este día hemos llegado a un punto muerto.
—El día aún no ha terminado, jupan Albu. ¿Por qué no vienes y lo acabamos?
—Extraño —dijo con una carcajada el hombre montado—, pero eso es exactamente lo que me pidió tu primo que hiciera. —Se inclinó hacia Vlad—. Y le dije lo que ahora te digo a ti: es tan difícil elegir entre la prole de Mircea, el Grande. ¿Para qué favorecer a uno antes de ponerlo a prueba?
—¿No es esto prueba suficiente?
Vlad señaló los cuerpos desparramados detrás de los jinetes.
Albu ni siquiera se dio la vuelta.
—¿Mercenarios muertos? No. —Suspiró—. Pero la guerra no es buena para nuestra tierra, para nuestras arcas. Necesitamos a un voivoda que haya demostrado ser lo bastante fuerte para conservar el trono.
—¿Por qué no lo eres tú, Albu cel Mare? —dijo Vlad sin levantar la voz.
—¿Sabes una cosa? Todo el mundo me lo pide. —Se rascó la barbilla—. Demasiada responsabilidad. Demasiadas… reuniones. Prefiero aconsejar, influir…
—Andar por mis fincas follando ovejas —murmuró Gregor.
Ilie se echó a reír. Albu oyó eso, no las palabras, pero se le endureció la cara.
—Entonces, ¿cuál de vosotros es el más fuerte? ¿Drácula o Dan? ¿Vlad o Vladislav? Como no podéis conducir vuestros ejércitos para demostrarlo, quizá deberíais demostrarlo como hombres. —Volvió a sonreír—. Que Dios decida. Se lo sugerí a tu primo y aceptó de buena gana.
—¿Quieres que nos matemos entre nosotros por diversión?
—No. —La sonrisa del hombre desapareció—. Uno de vosotros tendría que matar al otro por la corona de Valaquia.
No era nada raro proponer un combate cuerpo a cuerpo con el líder enemigo. Lo raro era que se aceptara. Ion vio que su amigo vacilaba.
—Príncipe —dijo en voz baja—, no…
La mano levantada de Vlad cortó las palabras.
—¿Dónde y cuándo, jupan Albu?
La sonrisa se agrandó en aquel rostro enorme.
—Ya que estamos todos reunidos y queda todavía un poco de luz en el cielo… —La sonrisa reapareció—. ¿Por qué no lo hacemos aquí y ahora?
Ion quería hablar, protestar. Pero la mano de su amigo seguía levantada, obligándolo a callar.
—¿Con qué armas? —preguntó Vlad.
—Bueno —dijo el jinete con voz cansina—, ¿qué te parece lanzas para empezar? Por pura fórmula. Y después, si hace falta —se encogió de hombros—, lo que quieras.
Vlad casi no esperó.
—De acuerdo. Con una condición.
—¿Cuál?
—No lucharé con él mientras lleve la corona que usó mi padre. Ponla a un lado en el campo, como premio para el ganador.
—Aceptado. Digamos… —Miró alrededor—. Cuando la sombra de aquel roble toque el arroyo. Eso nos daría suficiente tiempo para quitar del campo a los heridos y a los muertos, y a vosotros para prepararos.
—Como diga el jupan.
—Muy bien. —Albu hizo girar la cabeza del caballo y después miró hacia atrás—. No te pareces mucho a tu padre. ¿Tienes la mitad de su destreza en las lizas?
Vlad sonrió.
—Pronto lo sabrás, jupan Albu.
El boyardo asintió y espoleó los flancos del caballo. Mientras se alejaban, izaron tres veces la bandera blanca de parlamento; era una evidente señal, porque el águila de Vladislav fue levantada una vez en respuesta. De inmediato, algunos soldados Danesti bajaron al valle a recoger a los heridos y a los muertos; otros se distribuyeron sobre la cresta de la montaña. De su lado, los gritos rápidamente confirmaron la noticia que había empezado a circular, y el ejército de Vlad empezó a hacer lo mismo: ocuparse de los compañeros caídos; buscar un sitio con mejor vista.
Vlad dio media vuelta, bajando la mano.
—¿Y bien, Ion?
—¿Qué puedo decir ahora? —respondió su amigo—. Has aceptado el desafío delante de todos. Ahora, aunque quisieras irte…
—No lo haré. —Vlad miró sobre el valle y después hacia arriba—. Esto acaba hoy. Con mi Dragón en el cielo, sobre mi cabeza. —Empezó a andar hacia atrás, sobre la cumbre; más allá, Kalafat estaba atada y Stoica reunía ya todo lo necesario para un combate a caballo—. Ion —dijo—, ¿tienes algo más que pedirme, además de prudencia?
—No mucho —dijo Ion—. Vladislav es muy bueno como competidor de justas y con frecuencia ha vencido en las lizas…
Se interrumpió.
—En cambio, yo, ibas a decir, no he tenido tiempo para practicar torneos y códigos de caballería. —Sonrió y levantó una mano para interrumpir las disculpas—. Pero ésta no es una justa decorosa, por los sedosos favores de una dama. Luchamos por la corona de Valaquia. Por la corona de mi padre. —La sonrisa lo abandonó de nuevo, antes de volver a mirar la brillante luz que había en el cielo—. Y yo la ganaré.