Castillo Poenari, 1481
En la sala del castillo era la mujer la que más había estado hablando. Aún se le entrecortaba la voz, y lo que en un tiempo había atraído a príncipes añadía encanto a la historia. Las plumas de los escribas registraban las palabras, se ceñían al relato; pero la historia crecía tanto en la mente del narrador como en la de los oyentes. Dentro de ellos, cada uno creaba una versión algo diferente, según sus necesidades y deseos.
Todos se habían sobresaltado cuando por fin habló el ermitaño. Poco había dicho antes. Pero parecía que Vlad no había contado a nadie su experiencia en Tokat; y aunque las dos personas más cercanas le habían leído en las sombras de los ojos que había sufrido allí horrores, ninguno sabía en qué consistían… hasta ese momento. Y mientras escuchaban les brotaron las lágrimas.
No obstante, cada uno recreaba el relato a su manera, y tenía sus propias razones para escuchar. Y cuando acabó el primero y fugaz reinado, todos estiraron las piernas y recordaron cuáles eran esas razones.
Ion acababa de pronunciar el juramento por el que Vlad había prometido volver. Tomándolo como una señal, Horvathy se levantó y fue a la mesa. Con un gruñido de dolor al apoyar los pies hinchados, el cardenal hizo lo mismo.
Petru indicó por señas a su ayudante que llevara más agua y comida a los confesionarios. Después se sumó a los demás en la mesa.
—¿Todo eso es verdad? —soltó.
El conde lo miró.
—¿A qué te refieres, spatar? —dijo con la boca llena de pan y queso de cabra.
Petru señaló malhumorado los tres confesionarios.
—¿Que Drácula llegó al poder por un capricho de los infieles? ¿Que renunció… sin una masacre?
—La primera vez sólo reinó durante dos meses —gruñó Horvathy—. Organizar una masacre requiere tiempo.
—Pero ¿los turcos…?
—Joven, todos hacemos acuerdos con los turcos. —El cardenal tomó un largo trago de vino. Ahora lo disfrutaba más. No tenía, por supuesto, la textura aterciopelada del que producían cerca de su casa en Urbino. Pero su acidez concordaba de algún modo con el escenario y con la historia, que había empezado a fascinarlo—. ¿Qué dijeron los integrantes de la Iglesia griega en Constantinopla antes de su caída? «¿Antes que una mitra preferimos un turbante en Santa Sofía?». —Se relamió los labios—. Bueno, se les cumplió el deseo. Porque la que algunos llamaron la más grande catedral del mundo ahora es una mezquita, la Aya Sofya Camii. —Se le escapó un suspiro—. El problema de los poderes cristianos es que normalmente nos odiamos tanto entre nosotros como a los mahometanos. Lo que oímos decir a Vlad en el campo de la jabalina es verdad: podemos unirnos y conquistar Jerusalén; pero no podemos permanecer unidos el tiempo necesario para no perderla. —Hizo una pausa, tomó otro trago y prosiguió—: Siempre hemos necesitado algo especial para unirnos.
El conde miró con atención al clérigo, buscando esperanza en sus palabras… para la causa de los Dragones; para la redención de su alma. Para eso estaban allí, para convencer a ese hombre, que después convencería al Papa.
—¿El Dragón, quizás, Eminencia? —dijo en voz baja, inclinándose hacia él.
Grimani levantó la mirada.
—Pero ¿cómo hizo Drácula para pasar de ese títere —interrumpió bruscamente Petru, masticando una salchicha—, de ese catamita turco —escupió la palabra— al Empalador de leyenda?
—Si callas un momento, spatar —respondió el conde, furioso—, creo que es eso lo que vamos a oír. —Pero como Grimani no decía nada y seguía metiéndose queso en la boca, Horvathy soltó un suspiro y siguió hablando, impaciente—. Permítaseme al menos dar algunos detalles, para que no tengamos que rememorar cada día de cada año de la vida de Drácula en el desierto.
Acabó la copa de vino, la dejó sobre la mesa y volvió a su silla. Lo siguió el cardenal, rascándose la cabeza.
—¿El desierto? Creía que se había refugiado con su tío.
Horvathy miró hacia los confesionarios y levantó la voz.
—Para que conste —anunció, y los escribas empezaron a trabajar—, el tío de Drácula, el príncipe Bogdan de Moldavia, fue asesinado por un hermano tres años después de la llegada de Drácula a su corte, en 1451. Vlad volvió a huir, esta vez con su primo Stephen, hijo de Bogdan.
El spatar sonrió. Al fin alguien de quien no se podía dudar.
—Stephen cel Mare. —Se dirigió de nuevo al cardenal—. Significa «el Grande», Eminencia. Y lo es. Martillo de los Turcos. El mayor de los héroes cristianos.
—¿De veras? —El conde frunció el ceño—. ¿O apenas otro pragmatista? Porque él también trató con los turcos cuando quiso robar tierras de otros cristianos. He luchado a su lado, contra él… ¡Vaya! —Se encogió de hombros—. Pero en 1451 no era más que otro pretendiente, mientras una bolsa llena de oro esperaba al hombre que pudiera llevar de vuelta su cabeza a Moldavia. Como lo era Vlad, acompañado, supongo, por el hombre sentado ante nosotros. —Lanzó una breve mirada al confesionario de Ion y después levantó de nuevo la voz para que lo oyeran los escribas—. Los fugitivos deambulaban, desesperados, casi sin dinero, protegiéndose mutuamente las espaldas del cuchillo del asesino. Habían aprendido a dormir con un ojo abierto.
Petru cambió de postura en la silla.
—Pero regresó. Recuperó el trono como había jurado.
—Sí. Y para esa época también había aprendido a conservarlo.
—¿Cómo?
Horvathy miró al hombre más joven.
—¿Recuerdas por casualidad lo que ocurrió en 1453? —dijo, con voz cargada de sarcasmo.
El spatar pescó el tono.
—Claro que sí —contestó bruscamente—. Cayó Constantinopla.
—¡Bien dicho! Sí, Murad había muerto, se dice que de apoplejía después de una excesiva borrachera, y Mehmet volvía a ser sultán. Y tenía las manos libres para intentar cumplir el sueño de ser el nuevo Alejandro, el nuevo César. Se preparó bien, durante un largo tiempo, reunió un enorme ejército, hizo traer al mejor artillero del mundo, que construyó el cañón más grande jamás visto…
—Un húngaro, ¿verdad, conde Horvathy? —interrumpió el cardenal con voz suave.
—Sí. —Fue la respuesta—. Y el cañón fue forjado por alemanes, de este lado de la frontera, en Sibiu, mientras los serbios mandaban mineros a cavar bajo las murallas de Constantinopla, que los valacos escalaron al compás del tambor kos… y el Papa no envió un solo barco ni una sola unidad de soldados para defenderla. ¿Qué es entonces lo que quiere usted señalar?
—Ah, nada. —El cardenal sonrió y se recostó en la silla—. Por favor, continúe con su admirable resumen.
El conde soltó un gruñido.
—No hay mucho más que contar de la legendaria ciudad —prosiguió—. Mehmet la asedió, finalmente derribó sus murallas con el cañón, la invadió y la arrasó. Cayó la Roma del Este. Y los líderes cristianos, que se habían lavado las manos, comprendieron que a un Alejandro no le basta con una ciudad, por fabulosa que sea. Necesita conquistar el mundo. Y que si no dejaban sus rencillas y hacían un frente común, los vencería uno por uno. —Se humedeció los labios—. Era hora de que todos los que odiaban a los turcos se unieran.
Petru se inclinó hacia delante, entusiasmado.
—Y nadie odiaba más a Mehmet que Vlad Drácula.
—Sí. Mientras el hombre que le había robado el trono de Valaquia, Vladislav de los Danesti, se había peleado con su mentor, Hunyadi, y firmaba tratados con el Infiel. Así que el Caballero Blanco necesitaba un nuevo protegido. Necesitaba a Drácula.
—Pero… pero… —tartamudeó el spatar—. Hunyadi había asesinado al padre y al hermano de Drácula.
—Casi con toda certeza.
—Debo decir —intervino el cardenal— que vosotros, los balcánicos, mostráis una… flexibilidad en el trato que no avergonzaría a ninguna corte de Italia.
Horvathy prosiguió, sin prestarle atención.
—Así que Drácula juró enemistad con los turcos y eterna amistad con Hunyadi y su señor feudal, mi propio soberano, el Baluarte del Cristianismo, el rey de Hungría. Apoyado por esos hombres, que le proporcionaban dinero y soldados, en 1456 Vlad estaba preparado para intentar recuperar el trono. Y con los chacales dentro de Valaquia peleándose de nuevo por los despojos… Bueno, no conozco los detalles. Sólo quería ahorrarnos un poco de tiempo. —Se inclinó hacia los confesionarios y los miró uno por uno—. ¿Quién va a hablar de los acontecimientos de 1456?
Los escribas no necesitaban que el conde les dijera en voz alta lo que tenían que hacer. Dejaron la pluma con la tinta azul y esperaron a oír la siguiente voz para saber qué color debían usar.
Los tres testigos habían estado comiendo, bebiendo, preparándose. No había sido fácil volver a vivir lo que se había vivido una vez con dolor. Todos sabían también que si aquello no había sido fácil aún podía ser peor. Pero cada uno, a su manera, estaba preparado.
La cabeza de Ion dejó de dar vueltas y se detuvo. ¡1456! Era su momento. El momento de los dos. Un momento en el que él y Vlad habían materializado todos los sueños que los habían acompañado durante la travesía del desierto. Los dos con veinticinco años, con cuerpos endurecidos por el sufrimiento y adiestrados para la guerra. Impaciente, se inclinó hacia delante, mientras su mente volvía a un día de julio, a la primera batalla en la que había luchado… y a un cometa que ardía en los cielos valacos.
—Yo. —Susurró—. Yo hablaré.
La tinta negra creó figuras en el pergamino.