Ella no se había equivocado en cuanto a la tristeza.
Después, tendida en el calor de los cuerpos, sobre alfombras del valle de Olt tan maravillosamente tejidas con flores que parecían estar acostados en la orilla de un río y no delante de una chimenea, sintió que el cuerpo que tenía tan bien abrazado cambiaba, recuperando el que seguramente era su estado natural, una rígida tensión. Notó que se preparaba para levantarse y lo apretó aún con más fuerza.
—Vlad —susurró—. Príncipe. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Ponerme la armadura. Reunir a los pocos que todavía me siguen. Morir con la espada de mi padre en la mano.
Ahora hablaba con frialdad, y de nuevo trató de levantarse.
Ella volvió a impedírselo.
—¿Es ésa la única opción?
—No veo otra. No iré a refugiarme entre los turcos, a ver de nuevo a Mehmet, disfrutando de lo que le ha tocado del botín de Kosovo, manoseando a mi hermano.
Se apartó, se levantó, se envolvió en una capa y se dejó caer sobre la silla.
Ilona recogió la túnica de Vlad y se la puso por la cabeza, disfrutando de su perfume. Se acercó a él, le levantó el pelo y le puso las manos en el cuello.
—¿Y no puedes hacer las paces con Vladislav? Sois parientes, ¿verdad?
—Primos. Pero el clan Danesti odia y odió siempre al Draculesti. Lo mismo que nosotros a ellos. —Aferró los brazos de la silla—. Y sólo uno de nosotros puede poseer el trono.
Apareció la rabia, y también la tristeza.
—Tu vida vale más que el trono.
—El trono es de mi padre. Mío ahora. Él tendrá que quitármelo. Pero para lograrlo tendrá que matarme, si no lo mato yo antes.
—Príncipe… —Ilona se acercó por un lado de la silla y se arrodilló para mirarlo a los ojos esquivos—. No te dará la oportunidad. Hunyadi, el Caballero Blanco, lo apoya con toda su fuerza. Vladislav tiene su propio ejército, y quizá también el tuyo, con Albu cel Mare a la cabeza. Lo apoyarán todos los demás boyardos.
—Sí. Chacales carroñeros.
—Así que lo que buscas no es la victoria. Sólo el martirio.
Vlad la fulminó con la mirada.
—¿Me estás cuestionando?
—Perdóname, señor —dijo Ilona, bajando la mirada—. Pero cuando cuenten tu historia después de muerto, ¿quieres que hablen de un burro o de un león? —No se atrevió a mirarlo; oyó que él aspiraba hondo, con fuerza. Siguió hablando mientras tenía la oportunidad—. Un león se tomaría su tiempo, reuniría fuerzas, esperaría a que los chacales estuvieran entretenidos con otro cadáver y entonces atacaría.
Había ido demasiado lejos. Lo sabía por los sonidos que salían de la agarrotada garganta allí arriba, la furia a punto de desatarse sobre ella. Y entonces reconoció el sonido y levantó la mirada y vio que Vlad se estaba riendo y la cara se le llenaba de arrugas nuevas.
—Bueno, Estrella de mi noche —dijo—, quizás a quien rescaté fue a Mehmet y no a ti, si es así como hablas a un príncipe. ¿Así que un burro? —Vlad se levantó con rapidez y pinchó el mapa con un dedo—. Allí, al noroeste. Moldavia, donde gobierna Bogdan, mi tío. Allí puedo refugiarme… —Se volvió hacia Ilona—. Hasta que los chacales se vuelvan a comer entre ellos.
Entonces los dos lo oyeron, el ruido de cascos de caballo sobre el empedrado. Vlad fue junto a la chimenea y cogió el arma que estaba allí apoyada.
—Si es mi enemigo, moriré con esto, la Garra del Dragón, en la mano. —Dejó la espada al alcance de la mano—. Si es un mensajero para confirmar lo que ya sospecho, iré a caballo a la corte de mi tío… a esperar otra oportunidad.
Mientras hablaba se empezó a vestir y le indicó a ella que hiciera lo mismo. Cuando Ilona iba a sacarse su túnica, la detuvo.
—Te daría más seguridad vestirte como un hombre, porque esta noche sólo la tormenta y san Cristóbal te protegen en el camino. —Fue a un arcón y levantó la tapa—. Aquí hay más ropa mía.
Los dos se vistieron con la misma rapidez con que se habían desvestido. Se estaban atando las botas cuando oyeron pasos de alguien que se acercaba corriendo por el pasillo y después golpes en la puerta.
—Quédate detrás de mí —dijo Vlad, desenfundando la enorme espada—. Adelante —rugió.
Ion se metió deprisa y se detuvo al verlos.
—¿Han llegado mis enemigos? —preguntó Vlad.
—No, príncipe. Pero sí ha llegado un leal mensajero. Dice que Albu cel Mare se ha unido a los Danesti y que marchan sobre Targoviste. Estarán aquí antes del alba.
—Ajá.
Ion miró a Vlad. Después miró a la mujer que los dos amaban. Vio que estaban diferentes, los dos. La postura. Sin tocarse. Sin alejarse. Asintió y respiró hondo.
—¿Luchamos?
—¿Tú y yo contra un ejército, Ion?
—Morir como un héroe.
—No —dijo Vlad, echando una mirada a Ilona—, como un burro. —Hizo que ella se adelantara—. Contarán la historia los vencedores, y no dirán que morí como un héroe. —Miró a Ion—. ¿Te encargarás de guiar a Ilona de vuelta al convento, junto a mi madrastra? ¿Y después me acompañarás?
—¿Adónde?
—Junto a mi tío, en Moldavia.
Ion se encogió de hombros.
—Tú mandas, príncipe. A mí sólo me queda obedecer.
Vlad hizo un gesto contrariado.
—Al amanecer ya no seré príncipe sino un fugitivo que va por un camino. —Levantó la mano para tocar la garganta del otro, en el sitio donde un rato antes le había dejado un cardenal—. Un camino que con toda probabilidad terminará en algún callejón sin salida, ante el cuchillo de un asesino. Y como ya no seré príncipe, Ion, no puedo ordenarte que emprendas una vida así. —Sonrió—. Pero te lo puedo pedir como amigo.
Ion apretó la mano que tenía en la garganta.
—Estoy contigo como siempre, Vlad.
—Bien. —Vlad estrechó brevemente la mano de Ion y después puso en ella la de Ilona—. Ahora podéis iros.
—¡Espera! —Era Ilona quien se resistía a marcharse—. ¿Acaso porque soy mujer y débil no puedo compartir ese camino?
—No —respondió Vlad—, es porque te amo, y si mis enemigos se enteraran te usarían para hacerme daño. Yo moriría en alguna habitación encima de una taberna, en algún callejón, tratando de protegerte. Por ahora sólo me puedo proteger a mi mismo.
—Muy bien —dijo ella con cierta ligereza, marchándose—. Te esperaré en el convento y rezaré todos los días por tu rápido regreso.
Él le cogió la mano.
—No esperes, Ilona. Si sobrevivo, regresaré sólo cuando tenga suficiente fuerza para recuperar el trono… y conservarlo. —Le apretó la mano—. Eso puede llevar años.
—Entonces esperaré esos años. —Ilona sonrió—. Es la ventaja de servir a una señora que vive en un convento. —Miró a un hombre y después al otro—. Nada de tentaciones.
Levantó la mano de Vlad, la besó y sin decir otra palabra salió por la puerta.
—Asegúrate de que llegue sana y salva —dijo Vlad—. Y alcánzame en la corte de mi tío si no puedes en el camino.
—Mi príncipe.
Mientras se apagaban los pasos de Ion, Vlad juntó un poco más de ropa y la envolvió en una de las alfombras sobre las que habían estado acostados. Se puso la capa, cogió la espada y bajó por los pasillos desiertos, donde descubrió que los dos últimos guardias se habían marchado. Desde las sombras de un pórtico, vio como Ion e Ilona salían a caballo. Después fue a los establos.
Kalafat estaba allí, cepillada y alimentada. Al verlo, contenta, empezó a subir y bajar la cabeza. Aparte de los soldados, ella era el único favor que le había pedido a Murad. Le acarició la crin dorada y después la ensilló. Creía que todos los mozos de cuadra se habían ido pero entonces, uno, un niño de no más de diez años, apareció con lágrimas en los ojos y algo envuelto en las manos.
—El otro hombre dijo que te diera esto, señor —dijo, antes de tirárselo a Vlad y alejarse corriendo.
Vlad levantó una esquina de la tela oscura y entrevió algo de plata, curvado en forma de garra de dragón. Era la bandera de su padre, ahora suya, y había ondeado durante dos meses sobre su palacio.
Vlad se arrodilló. Y allí, sobre la paja, hizo un juramento.
—Por Dios Todopoderoso, a quien adoro. Por mi padre, a quien amé en vida y a quien venero en la muerte. Por Valaquia, mi país, que se merece algo mejor que ser gobernado por chacales que se pelean por las sobras que les tiran los turcos y los húngaros. Por todo esto y por la sangre de los Draculesti, juro: volveré.
Después montó en Kalafat. Como un susurro, la yegua turca salió a la noche lluviosa, llevando al jinete y a ella misma a un destino desconocido.