18
Primer reinado

Targoviste, diciembre de 1448, nueve meses más tarde

Ion Tremblac se detuvo a veinte pasos de las puertas de la principesca corte de Targoviste, mirando la lluvia. Caía a mares y hacía rato que le había transformado la capa en un empapado bulto de lana. Se había quedado allí mientras se acercaba la tormenta en nubes que borraban las estrellas, en viento que primero había sido una caricia y después una serie de golpes que le habían hecho tambalearse. Al empezar la tormenta, los otros escasos observadores huyeron. Él no podía hacerlo antes de perder toda esperanza. Quizá si hacía guardia, si resistía todo lo que Dios le impusiera, el Todopoderoso se ablandaría y enviaría al mensajero.

Pero el Camino del Oeste estaba vacío. Ningún hombre sensato andaría por él esa noche. Sólo alguien con una necesidad imperiosa y un mensaje que entregar. Un mensaje de esperanza o de desesperación.

Ion levantó la mano y apartó el empapado mechón de pelo que le caía sobre los ojos y lo echó hacia atrás, un gesto tan natural en él como respirar y la razón por la que mantenía el pelo tan largo. La marca que llevaba en la frente no era la marca de un criminal; pero era una marca y la odiaba.

¡Eso! Una grieta abierta en las nubes por el viento revuelto y un fugaz destello de luna. Pero bajo esa momentánea luz vio que un caballo se encabritaba y oyó un relincho de terror. El animal corrió describiendo un círculo y después se zambulló hacia la puerta. Ion, con la emoción de la plegaria atendida, sólo tuvo un instante para apartarse de un salto. Delante de la casa del guardia, el jinete se esforzó por dominar al animal enloquecido. Finalmente, el caballo se detuvo y el jinete se desmoronó sobre el pescuezo.

—¿Qué noticias traes, amigo?

Ion se adelantó, agarró las riendas colgantes, levantando una mano para acariciar, para tranquilizar.

—Sólo que es una noche cruel, Ion. Y que todos deberíamos estar en la cama.

Esperaba a un hombre, a un desconocido. Se había equivocado en las dos cosas.

—Ilona —exclamó, alargando una mano y ayudándola a bajar. La sostuvo con un brazo mientras ella se apoyaba agotada contra su cuerpo, y mientras llamaba a un mozo de cuadra una y otra vez, hasta que por fin apareció, un niño de no más de diez años.

»Ocúpate de este caballo —dijo entregándole las riendas.

El niño, con los hombros encorvados bajo la tormenta, los ojos muy abiertos, cogió las riendas y se alejó corriendo. Ion rodeó a Ilona con un brazo y caminó llevándola hasta el abrigo detrás de la casa del guardia.

—Estás empapada, Ilona.

—Qué raro —masculló ella—. No entiendo por qué.

Entonces se echó a reír. Esa risa, oída a través de una celosía en Edirne, un año antes, no había sido nunca olvidada por el hombre que ahora le miraba el rostro mojado, tan diferente del que había vislumbrado y después amado mientras una barca se la llevaba. Ni pintado ni depilado, enmarcado por pelo de color avellana, empapado y suelto, que le oscurecía ojos de color avellana. Como la risa, no era un rostro fácil de olvidar. Ion no lo había olvidado. Y sospechaba que el hombre que estaba arriba, a pesar de todas sus preocupaciones, tampoco lo había olvidado.

—Acompáñame —dijo, llevándola del brazo—, tenemos que encontrarte ropa seca.

Ella se resistió un poco.

—¿Está aquí?

—Ilona…

—¿Está aquí?

—Sí. Pero no te verá. No ve a nadie más que a los mensajeros.

—A mí me verá —dijo ella, avanzando hacia las grandes puertas de madera—. Si le dices quién soy.

Ion no estaba de acuerdo.

—Ha cambiado, Ilona. Le han pasado tantas cosas. Cosas de las que no quiere hablar. Y ahora espera que le digan si su ejército marcha con él o contra él. Si seguirá sentado en el trono a medianoche, después de haberse sentado en él menos de dos meses. —Ion se acercó a ella, le apretó la mano—. Espera un momento mejor.

—He estado esperando esos dos meses a que me llamara —respondió Ilona—. Dos meses con monjas, rezando y cosiendo, cosiendo y rezando. Buena vida —añadió con una carcajada—. Entendía por qué no debía atravesar a caballo un país en guerra, que mi príncipe tenía otras preocupaciones. Pero ahora, de una manera u otra, la guerra parece estar acabando. No habrá ningún momento mejor.

Él probó de nuevo.

—Tu ropa…

—Si me ve, me la cambio. Si no me ve… —Se encogió de hombros—. Bueno…

«Puta», pensó Ion, adelantándose a ella de repente y abriendo de golpe las puertas, que se estrellaron contra la pared del otro lado. ¿Qué más podía esperar? Después de todo, ¿no habían rescatado a una concubina? ¿Qué era eso sino una puta?

Entonces caminó más despacio, permitiendo que ella lo alcanzara, aunque no la miró, ni siquiera cuando ella lo cogió del brazo. Porque recordaba cómo la corte entera de Drácul había tratado de corromperla durante el año después de que el capitán la hubo entregado. Uno era el Dragón; la había nombrado camarera de su propia mujer para tener siempre acceso a ella. Pero Ilona, con suavidad, con firmeza, los había rechazado a todos, del voivoda para abajo… hasta a Ion. Desesperado, él había llegado a pedir su mano, un gran honor para la hija de un curtidor viniendo del hijo de un boyardo. De manera delicada pero firme, ella lo había rechazado. Había estado esperando a un hombre. Para una noche. Ésa.

Mientras atravesaban el palacio, Ion tuvo consciencia de dos cosas. Los corredores vacíos que deberían estar atestados de soldados; y la certeza cada vez más clara de que el hombre que esperaba arriba rechazaría todo lo que los demás habían deseado. Él no había mentido al contarle a Ilona que Vlad había cambiado. Cuando eso se demostrara, cuando ella fuera rechazada, Ion estaría esperando. De repente, lleno de confianza, empezó a caminar más rápido.

Al menos había guardias delante del aposento de Vlad, dos jóvenes nerviosos que bajaron las alabardas en cuanto ellos aparecieron por una esquina.

Entonces levantaron las alabardas.

—Pasa, mi señor.

Había una silla al lado de la puerta. Ion cogió de la mano a Ilona y la invitó a sentarse.

—Espera aquí —dijo—. Que no se mueva de este sitio —añadió a los guardias.

Después golpeó la puerta. Al cabo de un rato oyó un gruñido del otro lado. Empujó la puerta, entró e iba a cerrarla. Pero la dejó abierta.

Vlad estaba de pie ante la mesa, donde había pasado casi toda la noche, apoyando el peso en los puños colocados a los lados del mapa. Hacía mucho tiempo que había perdido la sensibilidad en los nudillos. Pero no los movía, y ofrecía esa pequeña incomodidad, ese pequeño sufrimiento, junto con las oraciones. Quizá la combinación haría aparecer un ejército desde los entintados contornos de su reino, de su Valaquia, que se extendía bajo su mirada. Un ejército que se uniría bajo la bandera del Dragón. Pero el único que veía todo el tiempo, avanzando desde el oeste, era el ejército de su enemigo, de su primo Vladislav del clan Danesti, al que se había sumado el suyo, el que había mandado a interceptarlo.

¿Qué había hecho? ¿Por qué había fracasado? Dos meses antes había entrado majestuosamente en Targoviste bajo la misma bandera. Ni siquiera había tenido que desenfundar la Garra del Dragón y la gente bordeaba las calles y saludaba. Los boyardos se arrodillaron ante él en la Bisierica Domnesca y juraron lealtad. No había sido coronado. El pretendiente, Vladislav, todavía tenía en su poder la corona, la diadema de oro que el príncipe de Ungro-Valaquia debía llevar. Pero sus nobles le dijeron que pronto la tendría. Uno de ellos, el más poderoso, Albu cel Mare («el Grande»), había jurado que se la traería, aún puesta en la cabeza de Vladislav, en un mes. Vlad había despedido a sus aliados turcos, porque el voivoda de Valaquia tenía que resolver las cosas solo. Se había quedado en Targoviste para consolidar su reinado y había despachado a Albu y a tres cuartas partes de su ejército hacia los desfiladeros occidentales.

Ése había sido su gran error. Porque aunque Vladislav y su protector Hunyadi habían luchado y perdido ante Murad en Kosovo Polje, el Campo de los Mirlos en Serbia, dos meses antes, Vlad no había recibido noticias de su muerte. Había despachado a Albu cel Mare antes de descubrir que seguían con vida. Y allí, en el extremo occidental de su reino, Hunyadi tenía su fortaleza de Hunedoara. Allí habría ido, allí se habría encontrado con él Cel Mare… y también Vladislav Dan. Que ya no era pretendiente. Volvía a ser rey… si el hombre cuyas botas oía ahora no le traía la noticia de que sus plegarias habían sido atendidas.

—Mi príncipe.

Vlad levantó la mirada y trató de leer un ejército en el rostro de Ion, como había tratado de encontrarlo en el mapa que tenía delante. Fracasó de nuevo.

—¿Qué novedades hay?

—No hay ninguna.

—Pero oí un caballo. ¿Quién vino? O… —Su voz se convirtió en un susurro—. O… ¿qué otro se fue?

—Vino alguien. Ella…

—¿Ella? ¿Quién?

—Ilona.

Vlad se restregó los ojos.

—¿Quién? —repitió.

Vlad bajó la mirada. Por un momento se quedó contemplando el vacío.

—Ah —fue su único comentario.

—Dice que quiere verte. —No hubo respuesta. Ion sintió que aumentaban sus esperanzas—. Ha venido a caballo desde las Hermanas de la Merced en Rucar, donde se ha estado refugiando con tu madrastra. —Nada todavía—. ¿Quieres verla?

De repente Vlad se sentó. Ion vio la rojez y la hinchazón en las manos que ahora le tapaban la cara.

—No —dijo con voz sorda—, no veré a nadie que no sea un mensajero de… no veré a nadie.

—¡Mi príncipe!

El grito entró por la puerta abierta, donde los dos guardias trataban de retenerla.

—Te pedí que te quedaras ahí —dijo Ion, acercándose a ella, los brazos abiertos—. El voivoda no quiere ver a nadie.

Un soldado entregó su alabarda al otro, se inclinó y rodeó con los brazos la cintura de Ilona. Ella chilló y dio patadas; el hombre soltó un aullido y apretó con más fuerza.

—Suéltala —dijo Vlad levantándose.

—Yo me encargaré de ella —dijo Ion, desesperado, yendo hacia Ilona—. Ven, Ilona…

—Dije que la soltarais —rugió de repente Drácula— y que nos dejéis en paz.

—Pero, mi príncipe…

Ion no pudo terminar la frase. Se lo impidió la mano de Vlad en la garganta. Quedó apoyado en las puntas de los pies con dedos como barras de acero clavándosele en la piel.

—Mientras yo sea voivoda no se me cuestionará. Sólo se me obedecerá. Haz eso o abandóname como todos los demás, me da igual. Y vuelve aquí sólo si viene un mensajero del oeste, o si viene mi enemigo.

Dicho eso, flexionó un poco las rodillas y arrojó a Ion de espalda contra los guardias. El que retenía a Ilona la soltó, y la muchacha cayó al suelo. Entonces los tres hombres salieron tropezando y cerraron la puerta.

Vlad volvió a la mesa, se sentó y se concentró de nuevo en el mapa que tenía delante. Ilona, todavía en el suelo, lo miró y por un rato no habló, no pudo hablar; todo lo que había planeado decir se había perdido al verlo. Ion tenía razón. Aunque sólo lo había observado una vez, en aquel momento en Edirne antes de que la barca se hubiera perdido de vista, notó que había cambiado. Por la postura que adoptaba. Por la concentrada inmovilidad. Había desaparecido el muchacho; mejor dicho, comprendió en un instante, se lo habían arrebatado.

—Príncipe —susurró finalmente.

Vlad se sobresaltó y levantó una mano como para protegerse de ella.

—Me había olvidado de que estabas aquí —dijo.

—Entonces a mí me pasa algo distinto —dijo ella, levantándose—. Desde que me ofreciste una oportunidad en Edirne, no ha habido un solo momento de ningún día que te haya olvidado.

Ella se acercó y él la observó sin ninguna expresión en aquellos enormes ojos verdes. Al llegar junto a él, no lo miró a la cara sino más allá, hacia el mapa.

—¿Está todo perdido? —preguntó.

Vlad siguió con los dedos el contorno de su reino.

—Sí —respondió con voz suave y después la miró—. Eres la primera persona a quien se lo reconozco. Antes, incluso, que a mí mismo. ¿Por qué?

—Quizá porque contárselo a otro sería como darle un arma que podría usar contra ti. Pero yo no tengo poder, así que no puedo hacer nada con un arma.

—Tal vez. —Vlad volvió a bajar la mirada—. ¿Conoces a Albu cel Mare?

Ilona asintió con un estremecimiento, recordando a aquel hombre enorme y lascivo que le lastimaba el muslo por debajo de la mesa del Dragón mientras su mujer estaba del otro lado.

—Tengo casi la certeza de que fue uno de los que mataron a mi padre —prosiguió Vlad— y enterraron vivo a mi hermano en un sitio que todavía no he podido encontrar.

—¿Y a pesar de eso le entregaste tu ejército?

—No tenía mucho de dónde escoger. Los boyardos se ponen del lado de quien sacan más provecho. Creía que le había dado lo suficiente. Así que acepté su beso de la paz aunque me quemó la cara como habrá quemado la cara de nuestro Salvador el beso de Judas. —Levantó una mano y se tocó la mejilla—. Y me dijo lo que yo necesitaba oír: que me traería la cabeza de mi primo clavada en una estaca. —Se estremeció—. Mientras la cabeza de mi padre está perdida en alguna pocilga, alimentando los perros. Perros como él.

Hundió el rostro entre las manos. Después de un rato ella se las tocó y le apartó los dedos y le apoyó las yemas en la frente antes de metérselas entre el pelo espeso y negro. Al sentir eso, Vlad recordó Tokat, el contacto de ella en la celda, el breve alivio que ofrecía una ternura imaginaria. La realidad era diferente.

Nada… tierna. Él le cogió la mano, tiró un poco, ella se inclinó… y de la cabeza de Ilona cayó agua en la suya.

—Mujer —exclamó, poniéndose de pie—, estás empapada.

—Es lo que pasa cuando una anda a caballo durante una tormenta.

—Tenemos que conseguirte ropa seca. Ven…

Vlad se volvió hacia la puerta mientras ella le metía los dedos en la boca.

—No necesito otra ropa, mi príncipe. Sólo necesito quitarme la que llevo puesta.

Vlad la miró y volvió a sentir lo mismo que antes, pero con más fuerza. Le apretó la boca contra los dedos, exhalando, y ella le acarició los labios, empujándole hacia abajo el inferior. Vlad se inclinó, la levantó rodeándola con los brazos por debajo de las rodillas; los brazos de ella le rodearon el cuello.

—Hay aquí una chimenea —dijo él—. Te dará calor.

—Sí —dijo ella, riendo—, pero creo que tú me darás más.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Vlad, sonriendo mientras la llevaba hacia las llamas.

—Ya me lo preguntaste una vez, en Edirne. Ahora tengo un año más, diecisiete. Los mismos que tú.

—Bueno —dijo él mientras se le oscurecía la mirada—, si la experiencia nos envejece, yo tengo otra edad.

—Entonces, mi príncipe, hacemos una buena pareja —dijo ella, buscando el cinturón de la túnica de Vlad—, porque yo también tengo experiencia.

A Vlad se le agrandaron los ojos.

—¿Qué tipo de experiencia?

Ilona se echó a reír.

—Sólo en algunas cosas mundanas. Pero no… en el amor, salvo lo que me enseñaron. Tú lo impediste al robarme, ¿te acuerdas? —Se quitó el cinturón y lo dejó caer al suelo—. ¿Y tú?

Volvió la oscuridad, que desapareció al sonreír Vlad. Ilona vio lo excepcional que era aquello, y que la espera había valido la pena.

—Claro que hacemos una buena pareja —dijo él, quitándole de los hombros la capa empapada.

Entonces empezó a besarla, a besarla con pasión, con besos de hombre joven. Y ella, a quien habían enseñado mil maneras de complacer al sultán, pronto se olvidó de casi todas. Casi todas. Porque en la casa de la calle Rahiq le habían advertido de la urgencia de los deseos de los hombres, la prisa por satisfacerlos. Le habían dicho que muchos hombres después se sienten tristes, y ella ya había visto suficiente tristeza en los ojos de su príncipe para saber que cuando volviera lo arrastraría de nuevo a su causa: una familia que no había sido vengada, un trono obtenido y perdido. Pero por el momento ella lo mantuvo allí, delante del fuego…

—Despacio, Vlad —le susurró en la oreja.

Sintió que él se ponía tenso y se preguntó si sería un error hablarle. Pero al sentir que el cuerpo del hombre se relajaba, se echó hacia atrás para verle la cara.

Vlad sonreía de nuevo.

—Lo que ordene mi Estrella —dijo.

Obediente, la desnudó tan despacio como ella lo desnudaba a él, riendo juntos cuando la blusa empapada envolvió la cara de Ilona, atrapándola. Pero al terminar de quitarla, la risa de Vlad había cesado. Y a la luz del fuego ella vio algo más, algo que nunca había visto en los ojos de un hombre. No lujuria, a la que estaba acostumbrada. Lo que veía era deseo, deseo de verdad.

—Oh, Ilona —dijo Vlad, buscándola con las manos.

Pero ahora fue ella quien se movió rápido, deslizándose por aquel cuerpo, apretándole la dureza, los músculos adiestrados y condicionados para la lucha; ella tampoco era la niña desvalida de cuando la había elegido un sultán. Ahora era una mujer, y se complementaban en todo, lo blando con lo duro, la seda con el acero.

Lo húmedo con lo seco. Él la recorrió con la boca, bordeando con la lengua los pechos, el vientre, hasta la entrepierna. Y allí se detuvo, respirando hondo, los ojos muy abiertos. Después levantó la cabeza para mirarla y murmurar una sola palabra:

—Refugio.

—Tuyo —susurró Ilona.

Vlad levantó la boca hasta la boca de ella. Unidos de ese modo, la levantó y ella le rodeó las caderas con las piernas. Él dio los dos pasos hasta la pared al lado de la chimenea y la apretó contra el tapiz. Movió el cuerpo, cerniéndose como un halcón en el momento antes de caer sobre la presa. Hasta que ella bajó una mano, lo aferró y lo guió. Y cuando él se hundió en ella, avanzando más despacio que cualquier pájaro de presa, ella jadeó, con algo de dolor, con placer, ante la presión, la invasión. Él siguió despacio, y cuando se detuvo, cuando ella lo tuvo dentro, todo, apretó las piernas y lo hizo entrar aún más.

Se quedaron así un rato, inmóviles, los ojos muy abiertos. Entonces empezaron a moverse, sin poder parar, y todo se empezó a volver borroso, frenético, y ella olvidó todo lo que había aprendido. De repente él la levantó, apartándola de la pared, y ella tuvo que sujetarse con fuerza al cuello, mientras él caminaba marcha atrás y la acostaba en la mesa debajo de él. Mientras le lamía de nuevo los pechos, ella le apretó la cabeza y lo rodeó con las piernas.

Vlad nunca había experimentado eso; sólo lo había soñado. Una parte suya, una parte pequeña, lo observaba desde fuera, asombrándose de la entrega de su carne. Entonces tuvo que volver bruscamente a la realidad porque ella se retorció, haciendo girar las caderas, arrancándole un grito de sorpresa y algo de dolor. Fue obligado a salir de ella, que se deslizó allí delante y apoyó los pechos en los mapas.

Ilona lo miró por encima del hombro, sonriendo.

—Ven —invitó.

Y Vlad no estaba allí. Otro recuerdo, otras caricias… otra persona inclinada de esa manera. Las llamas se movieron, proyectando sus sombras unidas contra una tela. No un tapiz: lona…

Ella esperaba deleite en aquellos ojos verdes. Pero vio otra cosa: de nuevo aquella oscuridad, multiplicada. Así que en el instante antes de que se lo tragara, se volvió poniéndose boca arriba y tiró de él con fuerza, haciéndolo entrar de nuevo.

—Sí, Vlad —susurró, mordiéndole la oreja—. Sí.

La oscuridad desapareció. Sabía que en algunos momentos él había obedecido y la había cuidado. Ahora no quería eso.

Él tampoco.