17
La oferta

Se sentaron en el suelo con las piernas cruzadas y observaron cómo la sombra del tug se movía por el suelo. Se acortó hacia el oeste, desapareció al mediodía y reapareció poco después y se deslizó hacia el este, mientras beys, soldados y esclavos iban y venían a Zancadas, desfilaban o se escabullían entrando y saliendo del otak de Murad. No se habían olvidado de ellos; les llevaron agua al mediodía, un pincho de carne y pan. Pero no los llamaron hasta que la sombra casi hubo tocado las cuerdas más orientales de la tienda.

Apareció un sirviente y los llamó por señas. Soltando un quejido por la rigidez de los miembros, Hamza se levantó y se cepilló el polvo de la ropa. Vlad se quedó acuclillado un poco más, aspiró hondo y después también se levantó.

Al principio costó reconocer al sultán, tanta era la multitud que lo rodeaba. Jinetes sipahis con botas y ropa de montar, capitanes jenízaros con peto y cota de malla, el atecibari, jefe de cocina del ejército, con los símbolos del cargo, cucharas y cuencos colgándole del cinturón, indicando a todo el mundo que su padre, el sultán, alimentaria al ejército entero durante la campaña. Allí la presencia del jefe de cocina era tan fundamental como la de cualquier ilustre guerrero.

Y entonces Vlad vio a Murad, llamativo porque, como siempre, no llamaba precisamente la atención con aquella sencilla túnica azul oscuro que le llegaba hasta las rodillas. Estaba sentado a una mesa llena de mapas y listas, en el centro de una multitud de funcionarios. A su izquierda, un jilguero comparado con el gorrión de su padre, estaba Mehmet.

El hombre que era sultán y el hombre que lo había sido y, Alá mediante, lo volvería a ser, levantaron la cabeza al entrar Vlad Hamza. Mehmet, inmediatamente, la bajó de nuevo, pero Murad sostuvo la mirada de Vlad hasta que se arrodilló y apretó la frente contra el suelo alfombrado.

—Está bien. —La voz suave de Murad llegó a los dos hombres postrados boca abajo—. Todos pueden irse.

—Padre…

—Todos, hijo mío. Pero tú puedes regresar… con el hermano de este hombre.

—Él no desea…

—No me importan sus deseos. Quiero que venga. Ya.

La voz no había subido de volumen. Pero todos oyeron la energía que había en ella y reaccionaron. Abajo, en el campo de visión de Vlad, aparecieron unas babuchas de colores chillones. Sintió un débil olor a jengibre y a sándalo y después Mehmet se marchó.

Otro par de babuchas. De simple cuero.

—Sobrino.

—Ojo de la Tormenta —respondió el halconero, adelantando la cabeza para besar la babucha.

—Príncipe Drácula.

Vlad se había estado preparando para el beso cuando le tocara. Pero el uso por parte de Murad de un título que nunca había oído antes le hizo titubear. Luego se inclinó hacia delante y besó con más fervor del que había planeado.

Las babuchas se alejaron.

—Levantaos. ¿Los dos tomaréis vino? —Murad se volvió hacia la mesa, indicando con la mano a un sirviente que se fuera y levantando él mismo el jarro. Detrás de él, con un audible crujido, dos arqueros aflojaron la tensión de los arcos—. Ah, tú no, Hamza. Tu obediencia a la palabra del Más Misericordioso es, ¡ay!, un reproche para los que somos pecadores. —Miró a Vlad—. Pero tú no me avergonzarás aún más obligándome a beber solo.

—No.

—Muy bien. —Mientras un sirviente le traía un sorbete a Hamza, Murad sirvió dos copas y se acercó con ellas—. Bebe a gusto, príncipe —dijo, entregándole una.

Vlad tomó un trago. El vino era tan bueno como esperaba; un néctar después de seis meses de abstinencia.

Murad bebió, observándolo.

—Bebe más. Me parece que lo vas a necesitar para oír la noticia que te voy a dar.

La copa estaba llegando a la boca de Vlad. Detuvo el movimiento.

—¿Qué noticia, sultán?

Murad miró a Hamza.

—¿No se lo has dicho?

—Ése era tu deseo, enishte. Y aunque hubiera decidido desobedecer… —Echó un vistazo a Vlad—. No encontré el momento adecuado.

—Ya veo. —Murad detectó algo en el tono del halconero y enarcó una ceja. Miró de nuevo a Vlad—. Muy bien. Tengo la desgracia de ser el portador de malas noticias. Espero que perdones al mensajero. —Ante el silencio de Vlad dio un suspiro antes de continuar—. Tengo que contarte dos cosas, príncipe. La primera es que tu padre está muerto.

Vlad sólo movió una pierna, adelantándola para estar preparado.

—¿Cómo murió? —preguntó con voz suave.

—Lo decapitaron.

Vlad levantó la copa y bebió un largo trago antes de hablar.

—¿Cómo?

Todos sabían que no se refería a los detalles prácticos.

—Lo ordenó Hunyadi. —El sultán esperó la reacción. No hubo ninguna—. Hunyadi —repitió—, al que llaman Caballero Blanco húngaro y que en vista de la negrura de su corazón, de su crueldad, de su traición… —Se interrumpió—. Pero a ti te formaron para que lo vieras como un héroe, un paladín, ¿verdad? La Llama Purificadora del cristianismo.

Vlad seguía sin reaccionar. Murad miró de nuevo a Hamza y prosiguió.

—Pero lo que hayas pensado de él no tiene ninguna importancia. Tampoco es necesario que aceptes la opinión que tengo de mi enemigo. Sólo necesitas descubrir por qué deberías odiarlo tú mismo. Y descubrirlo a través de uno de los tuyos.

En contraste con las túnicas de los turcos, el recién llegado llevaba un pesado y acolchado jubón. El sudor le brillaba en la alta frente abovedada y le bajaba por el pelo blanco que le rodeaba las sienes como un alborotado flequillo.

—¿Recuerdas…? Lo siento, los títulos en tu lengua me confunden. Vosotros llamáis boyardos a vuestros nobles, ¿no es así? Pero él es un… jupan. ¿Correcto? ¿Sí? Bien. El jupan Cazan. Quizá no sepas que hace poco fue el canciller de tu padre.

El hombre hizo una reverencia.

—Príncipe Vlad.

El hecho de que ese hombre lo tratara también de príncipe aumentaba la confusión de Vlad. Había allí algo más que el asesinato de su padre.

Pero antes de que pudiera pensar qué, Cazan se estaba arrodillando delante de él, extendiendo un deforme rollo de tela roja que llevaba en la mano, hablando de nuevo.

—Vlad, hijo de Drácul, te traigo de tu desdichado país las plegarias de sus ciudadanos y esta esperanza para todos nuestros futuros.

Del satén salió acero. Dentro de la tela había un sello estatal y una espada. Ambos llevaban el mismo símbolo, grabado en el metal. El Dragón sacando la lengua, la cola escamosa levantada y rodeándole el cuello, y sobre el lomo la cruz de Cristo. Al ver la marca de la familia, Vlad comprendió que había un error.

—Te has equivocado de Drácula, Cazan —dijo Vlad, sin levantar la voz y sin cambiar de tono—. Tendrías que haber entregado esto a mi hermano mayor, Mircea.

El jupan tragó saliva, vaciló, miró a Murad.

—Y ésa es la segunda cosa que tengo que contarte —dijo el sultán—. Tu hermano Mircea también está muerto.

—¿Decapitado?

Vlad trató de que no se le quebrara la voz pero sólo lo consiguió a medias.

—Ay, no. —Murad hizo una seña con la cabeza al otro hombre—. Díselo, jupan. Toma este vino y díselo.

Un sirviente entregó la copa a Cazan, que la vació de un trago, derramando líquido en el jubón. Mientras se limpiaba la boca miró a Vlad.

—Fue, príncipe… antes de que capturaran a tu padre —dijo—. Mircea estaba solo en el palacio, en Targoviste. Todos sabían que Hunyadi venía con el hombre que quería instalar en el trono valaco: tu primo Vladislav del clan Danesti. De modo que los boyardos… —Tragó saliva—. Algunos boyardos mataron a los pocos guardias que quedaban, sacaron a Mircea de la cama y…

El hombre miró a Murad, que hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Sí. Necesita oír toda la historia.

—Primero lo cegaron. —Las palabras de Cazan salían a borbotones—. Atizadores al rojo vivo en los ojos. Y después…

Lo interrumpió la tos.

—Y después lo enterraron. Aparentemente aún estaba vivo cuando lo hicieron. —Murad meneó la cabeza—. Bárbaros.

Cazan se limpió los ojos y después se inclinó hacia los objetos que tenía delante.

—Así que te traje el sello y la espada de tu padre. Te la ofrezco a ti, última esperanza de los Draculesti.

Con un movimiento tan repentino como lentos habían sido todos los anteriores, Vlad se inclinó y aceptó la espada. Era un arma pesada, larga, de mano y media, y cuando la sujetó también con la otra mano y la levantó, sintió como si de pronto le hubieran devuelto un miembro perdido. Recordó que su padre la había bautizado como la Garra del Dragón.

—¡Esperad!

La orden de Murad detuvo las flechas que habrían matado al hombre que levantaba un arma cerca del sultán. En el silencio que siguió al grito lo único que se oyó en la tienda fue el crujido de las cuerdas que sostenían las lonas y las de los arcos.

Entonces, sin levantar la voz, habló Murad.

—Ésta, príncipe, es la espada de tu padre. Ahora es tuya. Lo conocí, un poco. Hicimos la guerra el uno contra el otro. Hicimos la guerra el uno al lado del otro. Por un tiempo también hicimos las paces, para beneficio de los dos y para júbilo de nuestros pueblos. Durante esos días caniculares fue, como el que más, un hombre de su mundo. Trataba de conservar esa espada cuando Hunyadi, el Caballero Blanco de corazón negro, le cortó la cabeza y enterró vivo a tu hermano. —Despacio, se le acercó—. Drácul nunca habría levantado contra mí la espada que ahora levantas; la habría levantado contra sus verdaderos enemigos, los hombres que han usurpado su trono. El trono ahora es tuyo, si lo aceptas.

Llegó junto a Vlad, la mano todavía en alto para detener las flechas.

—No puedo coronarte príncipe de Valaquia. Eso sólo puede ocurrir en tu país y sólo lo puede hacer tu pueblo. Pero puedo darte el mando de un ejército. Y mientras voy a Serbia a enfrentar a ese odiado Caballero Blanco, tú puedes ir a tu patria y usar la espada de tu padre para reclamar lo que es tuyo. El trono. La cabeza de asesinos y traidores.

Vlad había tenido la espada apuntando al techo, inmóvil.

Pero a causa del peso, del dolor contenido, empezó a temblar. Y Murad, a su lado, levantó las manos y con suavidad la pasó a las suyas, reemplazando las de Vlad, que poco a poco le fueron cayendo a los lados del cuerpo.

—Qué arma —dijo Murad, inclinándola a la luz de las antorchas—. Pienso que los maestros espaderos de Toledo superan en el arte incluso a los damasquinos. —Miró a Vlad junto a la brillante hoja—. Cuando se nombra comandante de mi ejército a un bey, se le da un tug, para que sus hombres sigan su cola de caballo hasta la victoria. Pero vosotros hacéis las cosas de otro modo en vuestra tierra, ¿verdad? —Dio media vuelta—. ¿Hamza? Cuando se arma a un caballero en el país de los francos, ¿no es que se arrodilla y recibe la hoja sobre el cuerpo?

—Sí, sultán. ¿Acaso no lo hemos leído en las grandes leyendas de Kral Artus, a quién el príncipe llama Arturo?

—Sí, es cierto. —Murad bajó la espada hasta que la punta tocó la alfombra y entonces dejó las manos descansando en los largos guardamanos curvos—. ¿Quieres que te entregue el mando de la misma manera, hijo del Dragón?

Todos miraron a Vlad. Tenía los ojos verdes clavados en el suelo, tan inmóviles como el cuerpo. No reaccionaba ante lo que acababa de oír. De repente todos tomaron consciencia de las cuerdas de la tienda y de los arcos.

Y entonces Vlad se movió. Se arrodilló, inclinó la cabeza, con el cuello a la vista, los brazos abiertos a los lados. Su voz, cuando salió, fue firme y potente.

—Dame tus órdenes, oh Pilar del Mundo. Préstame tu fuerza para que pueda vengarme de mis enemigos.

Murad sonrió y levantó la espada. Como había dicho Hamza, conocía las historias de la ceremonia para armar un caballero, los tres golpes de espada que rendían homenaje a la Trinidad cristiana. Así que apoyó el lado plano de la hoja en el hombro izquierdo de Vlad y dijo:

—Toma mi fuerza, Vlad Drácula, príncipe de Valaquia. —Levantó la hoja y la apoyó en el otro hombro—. Y te nombro Kilic Bey, por tu poderosa espada, y todos te conocerán por ese nombre en tu ejército. —Volvió a levantar la espada y la apoyó en el pelo oscuro y espeso. Pero antes de que pudiera emitir la bendición final, los interrumpió una voz.

—¡Vlad! ¡Vlad!

Vlad miró hacia allí, todavía con el peso del acero en la cabeza. En la entrada de la tienda estaba Mehmet. A su lado, con las manos del turco en los hombros, estaba Radu Drácula.

El muchacho había cambiado en el medio año que Vlad había dejado de verlo. Había crecido y ya casi tenía la misma estatura que su hermano. Su pelo castaño, que antes le caía suelto sobre los hombros, ahora estaba rizado y engrasado en el estilo griego. Iba vestido de manera muy parecida a la del hombre que lo abrazaba, con un chaleco de brocado rojo adornado con extravagantes hilos de oro y un shalvari que le envolvía las piernas en un azul oscuro, cerúleo.

Había algo más en él, en su postura, en la naturalidad con que aceptaba las manos que se le apoyaban en el cuerpo, la misma naturalidad con que su hermano mayor llevaba el acero sobre la cabeza. Durante esa larga mirada, Vlad entendió todo. Cómo los dos hijos sobrevivientes del Dragón habían sucumbido a los turcos. Y en el momento de prestar juramento ante Murad, prestó otro juramento ante sí mismo. Que ni él ni los suyos volverían a ser impotentes.

Murad alzó la espada.

—Levántate, Kilic Bey.

Vlad se levantó. Radu se soltó. Al principio, al pronunciar su nombre, había parecido que se iría a estrechar en un abrazo con su hermano. Pero avanzó despacio, con los brazos extendidos.

—Hermano, ¿estás bien? —dijo con una voz que fluctuaba entre grave y aguda.

Vlad lo aferró por los codos y los dos se dieron un apretón.

—Nada mal, hermano. —Sin soltarlo, se volvió hacia Murad—. Poderosísimo, ¿puedo pedirte mi primer recluta? Su sangre, como la mía, clama venganza.

Vio que Radu empezaba a temblar. Tenía que haberse enterado hacía un tiempo del destino de su padre, mientras Vlad aprendía las lecciones en Tokat. Tenía que estar más preparado que el propio Vlad para actuar.

Pero había malinterpretado el disgusto de Radu. El brazo de su hermano empezó a retirarse y él lo apretó con más fuerza, tratando de retenerlo. Entonces lo vio con sus propios ojos y lo oyó de labios turcos, de padre e hijo.

—Se queda conmigo.

—Por desgracia, príncipe, uno de vosotros tiene que quedarse.

Vlad soltó el brazo de Radu y vio cómo volvía al consuelo de Mehmet, que no hizo nada por ocultar su victoria. Un Drácula cabalgaría al frente de un ejército turco. Otro seguiría allí como rehén… y algo más. Y mientras Vlad paseaba la mirada entre el sultán y su heredero y miraba por última vez a su hermano, repitió el juramento que se había hecho a sí mismo, pero en voz alta dijo palabras diferentes.

—¿Cuándo me voy?