Los esperaban dos hombres en el campamento. El primero era uno de los incomprensibles tramperos. Tenía consigo su primer éxito.
—Un azor —exclamó Hamza, con alegría, agarrando el pájaro atado y encapuchado, examinándolo con atención, una calma azul grisácea en las manos—. Hembra, y por el peso diría que de dos años. —Levantó la mirada—. Vlad, al azor lo llaman el ave del cocinero. Por lo que trae a la cazuela: mata una y otra vez y sólo deja de matar cuando está agotado. Ya tendrá un cierto tinte amarillo en los ojos. Cuando cumpla nueve años serán totalmente rojos. Se dice que llenos de sangre de sus víctimas. —Sonrió—. El sultán dejará de sentir tristeza por su sacre perdido cuando vea esta hermosura.
La sonrisa le desapareció al ver al segundo visitante, un hombre que parecía hecho con polvo de los caminos, tan manchado estaba, del turbante a los pies.
—Un mensajero de Murad —masculló Hamza.
Devolvió el azor e indicó por señas al trampero que fuera al sitio de las jaulas e invitó al mensajero a entrar en el pabellón.
Vlad, llevando ahora a Erol, acompañó al cazador de pájaros. Trataba de contener el sacre. También encapuchado, no veía el azor pero lo percibía y, chillando, saltó del puño de Vlad y aleteó hasta el límite de las pihuelas.
El azor fue a un compartimiento distinto. Vlad estaba ayudando a cerrar las tapas de las jaulas cuando oyó unos pasos a sus espaldas. Al darse la vuelta vio la preocupación en el rostro de Hamza, reemplazada de inmediato por un aire de neutralidad.
—Noticias. Se me pide que vuelva a Edirne y…
Vlad, sintiendo que le daba un vuelco el corazón, adivinó a qué se debía la preocupación de Hamza y lo interrumpió.
—Y me mandas de vuelta a Tokat —dijo en tono severo.
Hamza dijo que no con la cabeza.
—No. Te llevaré conmigo.
Ocultando el alivio, Vlad estudió aquel rostro, el conflicto que escondía. No le preguntaría nada por el momento.
—¿Nos vamos ya?
—Al amanecer —fue la respuesta—. Es más pronto de lo que yo quería, por tu bien. Me parece que todavía estás… cansado. —Una sonrisa ahuyentó el ceño en su cara—. Al menos no regresamos con el puño vacío, ¿verdad? Regresamos con el magnífico halcón peregrino que vendrá detrás de nosotros, el regalo de Alá a Murad. —Apoyó una mano en el hombro del joven—. Esta noche, para celebrarlo, haremos una fiesta.
Los sirvientes encendieron una fogata al borde del arroyo que bajaba de la montaña. Calentaron agua en las enormes ollas de cocinar y la echaron en un agujero ancho y poco profundo que cavaron en la orilla y bordearon con cuero de camello curtido. En la curva natural del arroyo se había formado una especie de piscina.
—Primero, la inmersión fría. Vamos —dijo Hamza, empezando a desvestirse.
—¿Debo hacerlo? —dijo Vlad, quitándose de mala gana la piel de carnero, mirando la verdosa agua derretida. Aunque el calor de la primavera permanecía en el aire, el anochecer traía un recuerdo del invierno.
—No es, por supuesto, mi hamam en Edirne, al que te invito cuando regresemos, pero sirve. Además —dijo, alargando la mano para ayudar a terminar de quitarle a Vlad el gomlek por encima de la cabeza—, que estemos acampando entre cabreros no significa que tengamos que oler como cabras.
Dicho eso apoyó una mano en el pecho de Vlad y lo hizo caer de espalda en la charca.
Había pasado frío en el agujero de la mazmorra. Ése era otro tipo de frío, repentino e intenso. Trató de salir, pero Hamza seguía cerrándole el camino.
—¡Follacamellos, qué frío está! —chilló el turco. Pero cuando Vlad intentaba ir para un lado él lo empujaba hacia atrás—. ¡Espera! ¡Cuanto más sufres aquí en la tierra, más placeres tendrás en el paraíso!
Siguió allí un minuto, mientras la piel se le ponía azul y le castañeteaban los dientes. Finalmente, Hamza se levantó, mirando hacia abajo.
—Ven —dijo—, antes de que nuestras virilidades desaparezcan del todo y sirvamos sólo para trabajar en el harén.
A poca distancia del agujero cavado por los sirvientes, tambaleándose, llegó a otro tipo de dolor. El calor era casi insoportable, y a pesar de los temblores sólo podían hundirse en el agua despacio. Finalmente el agua les llegó a la barbilla mientras los envolvía una nube de vapor.
—Ah —suspiró Hamza, inhalando el aire caliente, cargado de fragancias: aceites, bergamota, sándalo. Bajó la mano.
»Ahora está mejor. Mis mujeres no tendrán que buscar a otro hombre para satisfacerse.
—¿Cuántas mujeres tienes, Hamza?
—Sólo dos, alabado sea Alá. Su voluntad me permite dos más, y además podría tener concubinas. No las tengo. ¡Mujeres! —gritó de repente, echando la cabeza hacia atrás—. Benditas sean, porque alegran nuestras noches. Pero los días… ¡Señor, cómo hablan! Sin parar, durante horas. ¡Y de nada! —Miró a Vlad—. ¿No estás de acuerdo?
—Yo… —Vlad se sonrojó—. Yo nunca…
—¿Qué? ¿Nunca? —Hamza estiró los brazos por el borde de la charca—. ¿Ninguna muchacha de taberna? ¿Ninguna concubina abandonada que te haya tentado desde detrás de los postigos? —Vlad dijo que no con la cabeza—. Y ahí tenemos a Mehmet con sus seis mujeres… no, cinco, en realidad, ya que una se perdió misteriosamente. —Miró a Vlad, que no vio nada especial en la cara de Hamza y se mantuvo inexpresivo—. Mehmet ya es padre y… ¿No sois de la misma edad?
—No necesito seguir el ejemplo de Mehmet en nada —dijo Vlad con convicción.
—No te cae bien.
—Lo odio. Es un matón y una bestia y… —Vlad vaciló. Había algo que todavía no se había atrevido a preguntar—. Mi hermano, Radu. ¿Cómo está?
Hamza cerró los ojos, volviendo a meter todo el cuerpo en el agua.
—Creo que bien. Mehmet ha sido… considerado con él. —Volvió a abrir los ojos—. Pero no deberías quitar importancia a Mehmet con palabras fáciles. ¿Matón? Quizá. ¿Bestia? A veces. Pero tiene una mente tan educada como la tuya, y sueños tan grandes como los tuyos. Y no olvides nunca que algún día tendrá el poder para materializarlos.
—Me recuerdas que yo no tengo ninguno. Que soy un simple rehén —dijo Vlad con amargura.
—Otra palabra fácil: «simple». No es así. Tú eres rehén de algo importante. Eres príncipe. Eres poder.
—Pero no tengo el poder que tiene Mehmet.
—Eso no. —Hamza negó con la cabeza—. Y no olvides esto: con ese poder, Mehmet planea conquistar el mundo.
Dichas esas palabras, batió palmas. Un servidor que andaba merodeando por allí apareció con unos guantes exfoliadores en la mano. En vez de entrar en la charca y restregar la espalda de su amo, el servidor entregó los guantes a Hamza y se retiró.
—Toma —dijo el turco, ofreciéndole lo mismo—. Algunas veces necesitamos ensuciarnos las manos para limpiarnos la espalda.
Atravesó la charca y se acercó por detrás a Vlad, que se puso tenso. Pero las caricias que siguieron no eran lascivas sino duras, directas, tan brutales como las de cualquier tellak en los baños de Edirne. La presión le hacía aflojar los músculos. Cuando Hamza ofreció su espalda, le devolvió el favor con un vigor que lo hacía gemir.
Después de un rato, Hamza levantó una mano y apretó la muñeca de Vlad, deteniendo sus movimientos.
—Acompáñame, joven —dijo con suavidad—, a otros placeres.
Su pabellón había sido transformado. Las sencillas pieles de carnero en las que dormían habían sido enrolladas y servían de cabezal a alfombras de Izmiri maravillosamente tejidas que Vlad nunca había visto, deslumbrantes por las figuras y los matices. Entre los dos divanes habían colocado una mesa baja. En las esquinas ardían faroles, mientras unos braseros quemaban aceites aromáticos. La tienda estaba deliciosamente caliente después de la helada caminata desde la charca, y les esperaban unas gruesas batas forradas de seda, junto con pantuflas de lana de cordero.
Hamza batió palmas y los sirvientes trajeron comida. Comida distinta de la versión común y corriente que había conocido hasta ese momento: carne de cabra pero kebabs con hierbas en vez de guiso; arroz salpicado de pistachos, uvas pasas, albaricoques secos; panes rellenos de mermelada de semillas de amapola, recubiertos de romero y glaseados con miel. Y en vez de la limpia agua de río que solían beber, tomaron sorbetes de naranja y granadina.
Para Vlad sólo faltaba una cosa, y su persistente mirada a una copa vacía provocó la pregunta de Hamza.
—Tienes antojo de vino, ¿verdad?
—¿Antojo? No. ¿Deseo? Bueno…
Se encogió de hombros.
—¿Cómo era el verso coránico que tan bien citaste en el enderun kolej?
Vlad se aclaró la garganta. El árabe le salía con facilidad.
—«Si piden consejo sobre el vino y el juego, diles: Hay algún provecho en ellos para los hombres, pero el pecado es más grande que el provecho».
—¿Tú crees eso?
—No. Pero yo no soy musulmán. Además…
Hizo una pausa.
Hamza se inclinó hacia delante.
—Además, muchos musulmanes no obran de acuerdo con la ley. ¿Es eso lo que ibas a decir?
—Quizá.
—Incluido Murad, Asilo del Mundo, nuestro sultán, que ama el vino, según me han soplado, hasta en exceso.
—¿Y a ti, Hamza, no te gusta?
—No. Pero no es tanto por las palabras del Profeta, aunque las cumplo. —Sonrió—. Sencillamente no me gusta el efecto que produce en los hombres. Algunos se vuelven sensibleros, sentimentaloides, y se les suelta la lengua. Otros quieren pelear sin ningún motivo. —Se reclinó—. No, si he de violar los mandamientos del sagrado Corán, creo que hay maneras mejores.
Vlad frunció el ceño.
—¿Qué maneras?
En vez de responder, Hamza batió palmas. Al instante llegaron unos sirvientes que se llevaron los restos de la comida. Uno apareció con un pequeño brasero, otro con un cacharro metálico y un tercero con un frasco. Hicieron una reverencia y después se marcharon.
Hamza hurgó en una petaca. Sacó un terrón pardusco y lo levantó, sosteniéndolo entre el dedo índice y el pulgar.
—¿Qué es? —preguntó Vlad.
—Otros placeres —musitó Hamza, alargando la mano para desmenuzarlo en el cacharro puesto al fuego—. Hachís, del Líbano. ¿Lo conoces?
—Sí. No —respondió Vlad—. Algunos chicos del kolej iban a ciertas casas en Edirne, pero yo… —Negó con la cabeza—. ¿A qué se parece?
—A un sueño. —Hamza echó un poco de líquido del frasco—. Ésta es una destilación del higo —dijo.
Al calentarse el cacharro, añadió otras cosas. Vlad olió nuez moscada, clavo de olor. Hamza revolvió en silencio y después de un rato sacó el cacharro del brasero. A continuación metió dentro un cucharón de bronce y vertió el líquido en dos pequeñas copas. Las levantó y ofreció una por encima de la mesa.
Vlad se recostó y rechazó la suya con la palma de la mano.
—No bebo.
Hamza no bajó la copa.
—Sólo te ofrezco un olvido temporal. Un sueño, Vlad. Una fuga del presente. Nada más. —Cuando Vlad dijo que no con la cabeza, Hamza insistió con suavidad—: No puedo ni imaginar los horrores que habrás sufrido en Tokat. Le pedí a Murad Han que me permitiera hacer este viaje y acabar con ellos. Esta copa te ayudará a curarte. —Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza—. Confía en mí.
Volvió a ofrecer la copa. Después de un instante, Vlad la aceptó. Hamza levantó la suya.
—Por los sueños.
Vlad imitó a Hamza, bebiendo despacio hasta vaciar la copa, disfrutando de los sabores, los que conocía y hasta del un poco amargo que desconocía.
—¿Puedo beber más? —preguntó, ofreciendo la copa.
Hamza la agarró y la dejó sobre la mesa. Levantó el brasero y lo llevó a un rincón de la tienda.
—Espera —dijo—. Recuéstate.
Vlad obedeció. Por un rato, los miembros, que ni siquiera se habían aflojado con el calor del agua, lo mantuvieron rígido. Y entonces, de repente, cedieron, y se hundió en los blandos cojines. Sin embargo, tenía la mente clara. Muy clara. Fuera de eso, y de la relajación, no notó ninguna diferencia, ni ninguno de los excesos de los que solían hablar los estudiantes de la orta.
Empezó a sentirse engañado.
—¿Esto es todo?
—Espera. Y… ¡mira!
Hamza señaló hacia arriba. Las llamas de la intrincada rejilla del brasero dibujaban formas móviles en la lona del techo. Vlad miró, enfocó la mirada y después no la pudo enfocar más. Sentía que observaba las figuras y al mismo tiempo empezaba a flotar entre ellas.
Se oyó una voz. Parecía venir de muy lejos. Pero era clara, pura, como una campana de plata repicando en el campanario de una iglesia.
—¿Ves eso?
—Sí —dijo Vlad, sorprendido por el volumen de su voz—. Estrellas.
—¿Estrellas? —dijo Hamza—. Yo hablaba de camellos.
—¿Qué camellos?
Pero de repente sí vio camellos. Dos, las cabezas cerca, las jorobas que se fundían y se multiplicaban. Entonces se echó a reír ante lo absurdo de la situación, ante la estupidez de aquellas bestias. Y la risa era como un miembro que no había sido usado durante mucho tiempo y que empezaba a funcionar. Una vez que hubo empezado no podía parar, no quería parar. Miró a Hamza por encima de la mesa. ¡Aquella cara! Se había ampliado toda: la barba, la nariz, las cuencas de los ojos, el extraordinario azul de los iris. Pero no se mantenía como antes, no seguía siendo Hamza. Había otras caras…
La de su padre. La de su Salvador.
—No —dijo Vlad, tratando de incorporarse. Movió la cabeza y entonces lo dominó otro ataque de risa. Hamza seguía allí, pero sus dientes eran grandes y amarillos como los de un camello—. Me prometiste olvido —exclamó Vlad—. ¡Quiero olvido! ¡Es mi derecho como príncipe!
—¿Derecho? —gritó Hamza—. Tengo aquí tu derecho.
Muerto de risa, se tiró encima de Vlad.
Un choque de miembros. Brazos que envolvían, dedos que apretaban, resbalaban, encontraban, perdían. Hamza era alto, de piernas y brazos largos como resortes de acero. Vlad era de estatura más baja, compacto, con la fuerza centrada. Se esforzaban por dominar al otro, debilitados por la risa, y después más allá de la risa, serios, excitados por cada derribo, cada caída que esparcía los cojines, la sangre latiéndoles en los oídos como tambores.
Hamza lo tenía inmovilizado, una pierna metida entre las de Vlad, las muñecas aferradas, empujando hacia abajo, nariz casi tocando nariz. Entonces Vlad sintió una ola de energía, la atrapó, se centró en ella y la usó, retorciéndose hacia arriba, presionando. Encontró un eje, hizo fuerza y de repente fue Hamza quien quedó debajo, los brazos en la alfombra, la cara a un dedo de distancia, tan cerca que aun en la penumbra de la tienda veía las finas espirales verdes de los ojos color cobalto del turco.
Dejaron de luchar, de esforzarse. Mantenían la posición.
Entonces Hamza logró levantarse un poco, sólo un poco. Lo suficiente para apoyar los labios en los labios de Vlad.
—No.
Vlad soltó los brazos que sujetaba y se incorporó con rapidez. Pero no encontraba fuerzas para alejarse ni para impedir que Hamza se le deslizara por detrás, pasándole las manos por el pecho, reteniéndolo.
—Estás tan solo, Vlad —susurró Hamza—. Siempre. Has visto tantas cosas. Aquí. En Tokat.
De repente, Vlad empezó a sollozar.
—Vi… cosas terribles. Sí…
Lo ahogaban las palabras, los recuerdos, las lágrimas.
—Ya lo sé —dijo la voz.
La voz de Hamza pero que no era la voz de Hamza. La mano de Hamza pero que no era la mano de Hamza avanzando hacia abajo.
—No —volvió a decir Vlad, tratando de detener el deslizamiento de la mano. Pero no tenía fuerzas ni voluntad para hacer otra cosa que decir eso.
—El fin de la soledad, príncipe —dijo Hamza mientras inclinaba a Vlad sobre los cojines.
No era el olvido que le habían prometido. El sitio donde cayó era un sitio oscuro, pero aún sentía, primero un poco de dolor y después un poco de placer. Y también oía, la voz que decía que amaba y que pedía amor a cambio. Oía la voz que respondía —la suya, pero no la suya— diciendo:
—Sí. Sí. Ahora. Para siempre. Sí.