14
El halcón peregrino

Tardaron varios días en volver a buscarlo, aunque en un mundo de noche perpetua no podía estar seguro. Le llevaban el caldo y el agua turbia y él la bebía y a veces la derramaba. Con sus excrementos se manchaba el cuerpo y manchaba las paredes. Los excrementos habían cubierto al mártir, así que también lo cubrían a él.

Eso a él no le preocupaba, pero preocupaba a los guardias, que trataron varias veces de sacarlo del agujero. Echando pestes, al final lo habían logrado.

Se acurrucó sobre las losas del corredor, desnudo y sucio, murmurando. No paraba de mirar hacia atrás, esperando a los otros. Pero nadie se le sumaba en la luz. Preferían quedarse en la oscuridad.

Al fin se dio cuenta de que había alguien delante de él, hablándole. Levantó la mirada y vio a un hombre cuyo nombre había conocido pero no podía recordar.

—Vlad —dijo el hombre con voz suave.

Vlad volvió a mirar hacia abajo y siguió mascullando sus oraciones.

Se oyó de nuevo la voz del hombre.

—Quizá nos hemos excedido —murmuró. Después, en voz más alta, añadió—: Llevadlo al hamam. Limpiadlo. Afeitadlo. ¡Así no! Con cuidado. Tratadlo con suavidad. Dadle ropa nueva y ponedlo a dormir en mis habitaciones.

Vlad vio como el joven alto y guapo se alejaba por el corredor. Comparado con los hombres cetrinos, de cara enjuta, que estaban a su lado, el recién llegado parecía un dios antiguo.

—Hamza —graznó.

—¿Adónde me llevas?

En la silla de montar, Hamza se sobresaltó y se volvió para mirar al joven que iba al lado. Ésas eran las primeras palabras que Vlad pronunciaba una semana después de haberlo sacado de la celda. El buen tratamiento que siguió —comida y bebida de la mejor calidad, el baño diario, las sedas más suaves y los cobertores más calientes para dormir— fue recibido con la misma mirada baja, el mismo silencio. Hablaba, pero sólo consigo; al menos Hamza veía que se le movían los labios. Pero no brotaba ningún sonido. Hasta ahora.

—No te llevo, joven. Me acompañas.

Vlad levantó la mirada: otro comienzo.

—¿Entonces puedo montar en dirección contraria?

—Bueno… —Hamza inclinó la cabeza, sonrió—. ¿Para qué hacer eso si yo te prometo una magnífica diversión?

Señaló hacia atrás, los tres carros que venían a espaldas de los seis sirvientes montados que los seguían. Del primero sobresalía toda la parafernalia del campamento: ollas, palos, lonas y alfombras. El segundo tintineaba con cada movimiento, cargado de barriles y jarras que harían grato el campamento. Pero Hamza se refería al tercer carro. Las gruesas cubiertas, estiradas sobre armazones y sujetas a la estructura, impedían la entrada de la luz. Pero no impedían la salida de los sonidos, los chillidos que habían empezado poco después de salir de Tokat y que, medio día más tarde, en ese camino que llevaba a las montañas, no se habían aplacado.

Vlad miró.

—¿Qué son?

—¿No te das cuenta por los chillidos? ¡Uf! —Hamza se tapó una oreja con un dedo—. Sacres. Pichones sacados del nido en el último verano y maltratados por el imbécil a quien se los compré. Quizá no tengan remedio, como todos nosotros. —Miró hacia allí—. ¿Les daremos una oportunidad? ¿Me ayudarás a redimirlos, príncipe?

Vlad se quedó callado tanto tiempo que Hamza temió que hubiera vuelto a su autismo. Pero al fin abrió la boca.

—¿Todo esto es… para adiestrar halcones?

—Eso sería una tontería. No. Los traigo para divertirnos mientras esperamos. Hay, ésa es mi esperanza, otros halcones en el sitio adonde vamos. Ellos son el motivo de nuestro viaje.

Eso no era cierto. El motivo era el joven que llevaba al lado, y los halcones, el pretexto.

—¿Y cuál es nuestro destino?

Hamza señaló con el dedo.

—Allí.

Vlad miró hacia arriba. El camino de montaña iba subiendo desde hacía un rato. Delante, la subida era mucho más pronunciada.

—Ak Daghari. El punto más alto de esta parte de Anatolia.

Llegaremos mañana al anochecer.

—¿Y allí nos encontraremos con tus halcones?

—Sí, si Alá quiere. Allí viven hombres. Hombres extraños, que hablan una lengua bárbara y vienen del lejano norte, de un sitio llamado Países Bajos, un sitio que parece el culo del mundo. —Soltó una carcajada. Como Vlad no hizo lo mismo, siguió hablando—. Pero tienen una rara habilidad para atrapar halcones peregrinos. Y hacen un viaje tan largo porque Murad, Luz de la Tierra, los recompensa mejor que cualquier monarca cristiano. Se dice que si atrapan tres aves en un verano han hecho su fortuna. —Hamza suspiró—. Pero han subido ahora, al derretirse las primeras nieves, y quizá todavía no hayan sido bendecidos. Pero igual encontraremos la manera de divertirnos, ¿no te parece?

Señaló las jaulas móviles pero Vlad no reaccionó; se limitó a bajar de nuevo la mirada. Hamza lo observó, preguntándose si sospecharía algo. Entonces se encogió de hombros. No tenía importancia. Lo único que pasaba con un halcón era que aprendía a volar y a regresar y posarse en el puño. Y, por supuesto, antes de volver mataba.

No les esperaba ningún ave en la cima de Ak Daghari. Sólo tres hombres rechonchos y barbudos que apestaban como las cabras que cuidaban, y que respondían a los ademanes de Hamza con gruñidos y ademanes propios, ya que ninguno hablaba el idioma del otro.

—No estoy muy seguro —Hamza negó con la cabeza—, pero creo que me dicen que han avistado los halcones pero no han podido atraerlos.

—¿Cómo los atraen?

Hamza se dio la vuelta, encantado ante una de las raras preguntas de Vlad.

—Iremos a mirar con ellos… aunque es una tarea aburrida. Tres en un verano, ¿recuerdas? Pero me parece que la teoría es que atan un pájaro señuelo a un poste. Con una soga larga, para que aletee y vuele. Un halcón lo ve, ataca. Ellos observan desde un escondite y lanzan una red oculta… —Mientras hablaba, Hamza condujo a Vlad de vuelta al campamento, instalado en un desfiladero debajo de la cumbre—. Pero disfrutemos de lo que tenemos y no de lo que no tenemos, ¿no te parece?

Rodeó con un brazo los hombros de Vlad. El joven se puso tenso, hasta que reconoció el primer contacto en siglos que no era un golpe.

Dos de los carros habían sido vaciados y su contenido transformado en un pequeño pabellón, totalmente alfombrado, con lujosos tapices de seda en las paredes y peludas pieles sobre los dos divanes, uno para cada uno. Habían montado otra tienda más grande y tosca para los sirvientes. Hamza llevó a Vlad por delante de las dos, hasta el carro cerrado y aún intacto. Allí empezó a desatar con cuidado las correas de las cubiertas. Pero a pesar de su delicadeza, los chillidos, que habían cesado al desenganchar el carro, empezaron de nuevo.

Con un suspiro, Hamza se puso a desatarlas ya despreocupadamente, haciendo ruido.

—Es el problema con los sacres sacados demasiado pronto del nido. Gritan llamando a la madre. Los halcones peregrinos son mucho mejores. Casi nunca gritan. Y, por supuesto, ya saben matar.

Levantó la cubierta e invitó a Vlad a entrar; después la dejó caer de nuevo. Todo estuvo oscuro hasta que abrieron la puerta de un farol y se derramó algo de luz; poca, pero suficiente para mostrar el origen de los chillidos: dos halcones posados en perchas, moviendo la cabeza encapuchada para tratar de localizar de dónde venía el alboroto. Uno empezó a aletear, deslizándose hasta el límite de la pihuela, y quedó colgando patas arriba moviendo las alas abiertas.

—Chsss. Chsss. Mi perla. Mi joya. ¡Quieto! ¡Descansa!

Hamza hablaba con voz tranquilizadora mientras se ponía el guante.

Fue ver el poema, el poema cuidadosamente cosido con hilo de oro sobre cuero bien trabajado, lo que hizo que la mente giratoria de Vlad —que aceleraba y frenaba, aceleraba y frenaba desde que había visto empalar a un compatriota— se detuviera de manera completa y definitiva. No se le notó en la cara, aunque el cuerpo se le estremeció un poco. Pero al hablar sintió, por primera vez en un siglo, que era él quien hablaba y no otra persona.

—¿Lo usas?

Hamza se volvió al oír la diferencia de tono. Vio, incluso con aquella pobre iluminación, que el joven lo miraba a él y no a través de él. Sonrió.

—Siempre. Si se incendiara mi casa, creo que buscaría esto antes de salir corriendo.

Empezó a desenrollar la pihuela del pájaro que seguía aleteando, sin dejar de chasquear con la lengua.

—Éste se llama Erol, «Fuerte» o «Valiente». Un nombre dado pero no probado, ¿verdad, preciosura? —Mientras hablaba soltó el pájaro de la percha y logró que se le posara en el puño, donde se empezó a calmar cuando sacó un trozo de carne cruda. Señaló con la cabeza otro guante y Vlad se lo puso—. Ésa es para ti. Una hembra, mucho más grande. Creo que nunca será Sayehzade, la maravilla que Mehmet perdió contigo jugando al jerid y que nunca te entregó. Pero también puede servir al sultán. —Sonrió—. Se llama Ahktar, que significa… —Su pájaro empezó a aletear de nuevo—. ¡Quieto! ¡Tranquilo!

—Estrella —dijo Vlad, terminando de nombrarla. Pero mientras desataba las pihuelas, antes de llevar el sacre al puño, volvió a susurrar la palabra, en otro idioma. Una de las pocas palabras que había dicho en voz alta durante meses.

«Ilona».

Los halcones tenían muy poca instrucción, sólo la necesaria para posarse en el puño y arrancar la carne de cordero de los dedos. Por lo tanto, durante un par de días, los dos hombres estuvieron todo el tiempo dentro del carro, alimentando a los pájaros, hablándoles. Al tercer día los sacaron y anduvieron dando vueltas con ellos, pero sin quitarles la capucha. Dos días más tarde, al anochecer, les quitaron las capuchas un rato, tiempo que se fue prolongando en las tardes siguientes. Pronto empezaron a pasear alrededor del campamento, por las orillas de un arroyo de nieve derretida, mientras Vlad imitaba a Hamza: quitando las capuchas, poniéndolas de nuevo; dando vuelta a los pájaros mientras caminaban y obligándolos a resituarse. Y todas las noches, después de devolver los halcones a sus jaulas, regresaban al pabellón a comer cosas buenas y sencillas, al calor del brasero y a las palabras de Hamza sobre el adiestramiento de aves y otras filosofías de la vida. Vlad escuchaba pero hablaba poco.

Al décimo día no habían atrapado ningún pájaro en la cima de la montaña. Pero era hora de hacer volar a los que tenían.

—Llegó la hora del riesgo —dijo Hamza, mientras salían a las primeras luces de la mañana—. Espero que el pájaro nos conozca lo suficiente y que nos tenga suficiente confianza para regresar. Pero hay una sola manera de estar seguro.

Salieron a otra cima, casi desnuda, cubierta sólo por un puñado de árboles. La habían elegido con cuidado y se detuvieron a sólo unos pasos de la cumbre.

—¿Volará primero el Valiente para hacer honor a su nombre? —dijo Hamza, y de inmediato empezó a aflojar las pihuelas. Después, sosteniéndola apenas con los dedos, sacó la capucha a Erol. El pájaro pestañeó varias veces, haciendo girar los ojos para abarcar el repentino espacio que se le abría delante. Hamza le dio un pequeño trozo de carne. Después levantó el brazo y lo lanzó al aire—. Vuela, Baz Shah —gritó, dándole el nombre del rey persa de los halcones—. ¡Vuela!

Durante un largo momento nada se movió. Entonces un punto negro se separó de una rama, y a fuerza de velocidad la mancha pasó a ser pájaro. Y cuando atacó el señuelo, Hamza cayó de rodillas.

Erol empezó a comer.

—Alabado sea Alá —exclamó Hamza, encantado. Durante un rato miraron cómo el halcón rasgaba y desgarraba. Después, Hamza se inclinó, recogió las pihuelas y lo tentó para que se le subiera al puño, donde tendría carne más fácil. Sonriendo, miró a Vlad—. Ahora te toca a ti.

Vlad se adelantó, aflojando las correas que lo unían con el ave. Despacio, sacó la capucha. Como el otro, el sacre parpadeó y miró alrededor.

Vlad habló en voz muy baja, para que sólo el ave pudiera oírlo.

—Vuela, mi preciosidad. ¡Vuela, mi… estrella!

Y al decir la palabra estiró el brazo.

Vieron como la forma cambiaba de pájaro a punto y después a nada mientras se deslizaba sobre la cresta de la montaña. Miraron cómo se iba y Vlad, presintiéndolo, no se inclinó para levantar el señuelo.

Esperaron un rato.

—Bueno —dijo finalmente Hamza—. Son cosas que nos pasan. A los mejores hombres. A los mejores pájaros. La primera vez es la que tiene más riesgo.

Vlad echó a andar con rapidez montaña abajo. Hamza corrió para alcanzarlo, y se sorprendió al verle la expresión de la cara. No encontró allí las lágrimas que esperaba. Encontró algo que ni los chistes ni las palabras ni el entusiasmo le habían producido.

—¿Estás sonriendo?