13
Primera vez

Durante el tiempo —Vlad no podía calcularlo— que había estado preso, su recorrido siempre había sido descendente, y cada tramo de escaleras lo internaba más en las entrañas de Tokat. Esta vez lo llevaron hacia arriba. Le asustó ese cambio de rutina. No sabía qué podía significar. No creía que fuera bueno.

Y entonces lo empujaron por un pasadizo hasta la luz del día. Después de una vida de oscuridad y llamas, se sintió encandilado. También era maravilloso, el aire libre de toda pestilencia, un viento desapacible que le hacía temblar de frío y de placer. Husmeaba como un perro, abría los sentidos a todo: al viento que le clavaba cristales de hielo en la cara; a las revueltas nubes grises; al perfume del aire que hablaba de otro país, de otra estación…

«Se acerca la primavera —pensó—. Me han tenido aquí prisionero cerca de seis meses».

Miró alrededor. Estaba en una entrada abovedada del patio principal de la fortaleza. Las paredes cercaban el sitio con forma de estrella, donde se amontonaban las habituales chozas de techo de paja, apoyadas unas en otras. Por algunas andaban caballos, por otras, soldados. En una ardía un fuego, delante del que se veía a un herrero manejando el martillo. En otra, unos esclavos hacían girar una rueda, moliendo cebada.

Para los ojos de Vlad, ávidos de vida, todo era delicioso. Hasta que miró hacia las figuras que había en el centro del patio. Los estudiantes de su orta estaban allí, apiñados para combatir el frío, con Wadi en el centro. Wadi vio enseguida a Vlad y lo llamó por señas.

—¡Ah, qué suerte! Ven aquí, principito —gritó—. Hoy tengo algo especial para nosotros.

El grupo se abrió para dejarlo entrar, y allí sentado, oculto hasta ese momento, estaba Mahir, el pecho desnudo como siempre a pesar de la lluvia helada. Sobre las rodillas sostenía una larga estaca de madera. La estaca tenía la longitud de un hombre alto y una mitad más, y su circunferencia era como la del carnoso antebrazo que la sostenía. Le habían tallado un extremo, dejando una punta redondeada, a la que Mahir aplicaba un guante metálico, alisándola, eliminando los bordes, dándole forma de semiesfera.

—Hoy, aquí, principito, serás testigo de algo extraordinario. Casi un experimento. Porque Mahir nunca ha practicado esta variante de su oficio, que no se ha usado mucho en la Morada de Paz aunque sí a menudo, por lo que nos cuentan, en los rudimentarios reinos del otro lado del Danubio. De todos modos, queremos adoptar las mejores ideas de nuestros vasallos del norte.

Mahir soltó el guante, pasó el dedo por el extremo de la estaca y soltó un chillido agudo, su manera de hablar, para mostrar que estaba listo.

—Excelente —dijo Wadi—. Pero antes de empezar, recordemos que no somos sólo artesanos. Somos historiadores y filósofos. Y lo que emprendemos hoy tiene una larga historia. Porque, ¿acaso el poderoso Sennacherib, rey de los asirios, no practicó esta técnica con los israelitas? ¿Acaso los israelitas no aprendieron la lección y la usaron a su vez? Su Torá habla de pecadores clavados en maderos. —Batió las palmas, tanto para dar una señal como para expresar su placer—. Sí, alumnos míos, volvéis a heredar una antigua tradición. ¡Mirad!

El ruido de las manos atrajo a hombres que habían estado esperando esa orden. El primero salió de una choza llevando unas cuerdas, otro traía un burro sacado de los establos, mientras que del pasaje abovedado venía un grupo con la cara vuelta hacia el centro, mirando a alguien que trasladaban entre ellos. Entonces se separaron y Vlad vio a un joven no mucho mayor que él, con pelo rubio largo, sin turbante. No se resistió mientras lo conducían hacia los aprendices de torturadores; de hecho, no parecía tener mucha conciencia de lo que pasaba a su alrededor. Miraba las nubes.

—Se llama Samuil —dijo Wadi, iniciando el habitual resumen del tema—, y viene, quizá como la propia técnica, del otro lado del Danubio. Capturado por nuestro sultán, Bálsamo del Mundo, en una de sus muchas y exitosas campañas.

Vlad se le acercó. Valaquia estaba del otro lado del Danubio.

—Y es, por supuesto, seguidor de Cristo —prosiguió Wadi—. No veo nada malo en eso. Muchos son los que habitan en la Morada de Paz. Y lo único que les pedimos es que se guarden sus convicciones. —Señaló al joven—. Pero éste se niega a callarse la boca y a tener para sí su Profeta. Ha recibido castigos, azotes, se lo ha privado de comida. Pero no puede dejar de hablar.

Vlad miró el rostro erguido del hombre. Ahora tenía los ojos cerrados y movía los labios.

—Así que nos lo han confiado para que lo castiguemos. ¡Y fue Mahir quien tuvo la idea de que lo hiciéramos con esto!

Había llegado el burro, que fue guiado hasta el centro del círculo, la cabeza baja, tan inconsciente de la situación como el joven. Al verlo, Vlad recordó otro burro, en el mercado callejero de Edirne, y lo que le había hecho. Se estremeció.

Mahir metió las manos en las alforjas y sacó dos artículos: una navaja y un frasco. Metió la primera debajo del cinturón y sacó el tapón al frasco y derramó el verde contenido en el extremo liso de la estaca. Todos sintieron el aroma dulzón del aceite de oliva.

—¿Estamos preparados?

Mahir dijo que sí con un chillido. Dejó la estaca en el suelo, se levantó, se acercó al joven y le arrancó la delgada gomlek. El joven no trató de cubrir su desnudez. No reaccionó cuando Mahir lo levantó y lo acostó en el suelo, boca abajo, la cabeza entre las pezuñas traseras del burro.

En vez de silla de montar, el burro llevaba amarrada encima una armazón, a la que Mahir ató las cuerdas, asegurándolas con un triple nudo. Después ató las otras puntas en la mitad de la estaca antes de colocarla entre las piernas desnudas y separadas del joven. Levantó la mirada y soltó un chillido.

Wadi sonrió.

—Muy bien, Mahir. Empecemos.

El torturador pidió por señas a los demás que se acercaran, uno para sostener cada pierna, otro para sentarse en la espalda. Entonces sacó la navaja del cinturón… y en ese momento, finalmente, los ojos del joven se abrieron y recorrieron las caras que lo estaban observando. Su mirada se detuvo en Vlad. Y dijo una palabra.

Vlad se adelantó un paso, levantó una mano y la dejó caer.

Sabía que de todos los que estaban allí era el único que había entendido la palabra, dicha en la lengua de Valaquia.

«Salvación».

Y la palabra se perdió entre gritos mientras la navaja le cortaba el ano para facilitar la entrada de la lubricada estaca de punta roma. Mahir controló la dirección, chillando a Wadi, que empezó a tirar despacio del burro. El animal no reaccionaba a los gritos, a los temblores, a las vibraciones que viajaban por las cuerdas. Lo único que hizo fue avanzar con torpeza, tirando de la estaca, a pesar de la ligera resistencia, que iba cediendo.

Vlad vio cómo el joven se desmayaba cuando la estaca le llegó a la mitad del cuerpo. Sabía que no estaba muerto por el pulso que le latía en la sien. Fue entonces cuando Mahir desató las cuerdas y llamó por señas a los otros estudiantes. Juntos, ante una orden, levantaron la estaca y su carga en el aire, guiando la punta inferior hacia un agujero cavado para ese fin. Erguido ahora, el cuerpo empezó a deslizarse hacia abajo por su propio peso. Pero Mahir, aunque era un novato en el arte de empalar, entendía su oficio. Cuando los pies del joven llegaron a la mitad de la estaca, los agarró y los asentó sobre un peldaño que había clavado en la madera. Después, con tres rápidos golpes de martillo, metió un largo clavo a través de los dos pies, fijándolos a la madera que había debajo.

—¡Salvación!

Eso gritó Vlad, porque ahora al joven le resultaba imposible hacerlo, con la punta roma de la estaca saliéndole por la boca. Lo gritó por los dos y por Jesús, que había estado en su celda y ahora estaba allí, tomando de la mano a otro mártir, como había tomado la del otro Samuil, el primer mártir cristiano. ¡Eso era gloria! ¡Eso era sacrificio! Jesús por el Hombre; el Hombre por Jesús. Todo el sufrimiento dedicado a Dios.

—Salvación —gritó de nuevo—. ¡Alabado sea! ¡Alabado sea Dios!

Wadi no podía saber lo que decía. Pero veía el éxtasis en aquel rostro y lo oía en su voz.

—Sí, principito —exclamó—, ahora ves. Ahora entiendes.

Vlad entendía. Pero no en el sentido que le daba su agha. Y fue su sentido, no el de Wadi, el que se llevó con él cuando finalmente lo derribaron y cinco hombres forcejearon con él para trasladarlo de vuelta a la celda. No podía parar de gritar. No podía dejar de alabar.