11
Tokat

En un mundo para siempre oscuro, Vlad no tenía manera de registrar el paso del tiempo. En el carro cerrado que lo había llevado a Tokat entraba un poco de luz. Entre los listones había visto amanecer siete veces. Pero al sacarlo del carro lo habían vendado y lo habían llevado por corredores de piedra, bajando interminables tramos de escaleras. Y en las paredes de su celda no había ni la menor grieta. La conocía sólo por el tacto, exploración que le había llevado apenas un rato. Era un cilindro de piedra inclinado, con una profundidad equivalente al doble de su altura. Hacia arriba, a mitad de camino, sobresalía una especie de estante en el que podía encaramarse y dormir si se acurrucaba con las rodillas contra el mentón. Pero si se dormía, tarde o temprano se caía y despertaba con la carne rasguñada contra la piedra áspera, hundiendo los pies y las manos en la asquerosa paja que cubría el suelo y contenía todos sus excrementos.

No había manera de contar los días por la comida. Podía llegar a la misma hora todas las mañanas o sólo un par de veces por semana. No variaba. La sopa menos espesa posible de cebada fría, en la que flotaban unos hilos de algo que podría ser carne; un trozo de pan aplanado sobre piedra que olía a moho. Lo comía de todos modos y bebía la jarra de agua maloliente que venía con él. Era demasiado poco, pero tenía que mantenerse lo más fuerte posible para lo que viniera. Conocía las historias de Tokat, de las celdas de tortura. Pasar hambre no le ayudaría a sobrevivir.

Nunca veía a quien le traía la comida y ni siquiera oía los pasos, sólo la trampilla circular que se abría rápido, la comida que bajaba golpeando las paredes metida en una red, la trampilla que se cerraba de golpe. Gritaba, suplicaba, amenazaba. Nunca tenía respuesta. Se hundía sobre el estante y se ponía a tiritar. Seguía usando la misma ropa que llevaba en el enderun kolej, y el frío era el compañero constante de la oscuridad.

Lo único que oía a veces, en los breves momentos en los que la trampilla estaba abierta, eran gritos a lo lejos.

Una vez, furioso, recogió del suelo un puñado de su propia mierda y esperó, con más paciencia que ante la más escurridiza presa, y cuando se abrió la trampilla la lanzó por allí soltando un potente alarido. El grito que provocó fue tan gratificante como el de Mehmet al recibir el jerid en la espalda. Pero subieron la red y cerraron la trampilla. De todos modos, podía llevar la cuenta del tiempo de una manera: por el hambre voraz que iba aumentando.

En la oscuridad perfecta, la luz sólo llegaba en sueños indistinguibles de la vigilia. Entonces, un día o una noche, empezaron a salir voces de la potente luminosidad, hablando un idioma que no entendía, como el gorjeo de unos estorninos. Bizqueó ante la luz y trató de distinguir rostros entre las lágrimas. Nunca pudo.

Hasta que un día o una noche llegó a su sueño el ruido de una cadena, el chirrido de madera contra piedra. Luz, luz gris pero real, no luz de visiones, y delante la forma de la cabeza. Y la pronunciación de una palabra, una palabra que entendía.

—Ven.

Manos extendidas que tiraban de él hacia arriba. Se agachó y los dos hombres que tenía a cada lado lo sostuvieron porque no había podido estar de pie en el tiempo que había pasado bajo tierra. Los miró bizqueando, entornando los ojos ante la deslumbrante luz de las antorchas de juncos. Lo arrastraron y los dedos de sus pies rasparon las losas irregulares, tratando de hacer fuerza contra ellas para sentir algo. No sabía qué le esperaba al final de aquellos húmedos y oscuros corredores, pero quería enfrentarse a ello.

A lo primero que se enfrentó fue al agua. Sus guardias —de rostros delgados, con turbantes, con dedos de acero doblado—, lo arrojaron en una celda. En el centro había un pilón de piedra. Con los brazos cruzados, los hombres dieron un paso atrás y esperaron.

Vlad avanzó tropezando y metió allí una mano. El agua estaba apenas tibia, pero a él le pareció el hamam más caliente después del mundo glacial que había habitado. Había también manoplas de tela basta y no demasiado limpias, pero que al pasarlas por la piel… ¡ah! Después de quitarse los harapos en los que se habían convertido su camisa y su shalvari, Vlad empezó a lavarse. El agua se puso marrón por la mierda, y rosada por las costras de sangre de decenas de picaduras de pulgas. Pero la sangre lo tranquilizaba. Significaba que estaba vivo, cosa de la que muchas veces había dudado en la celda. Y estar limpio significaba que volvía a ser un hombre. A veces también había dudado de eso.

Al terminar le arrojaron encima una gruesa gomlek de lana, la túnica hasta la rodilla alegremente cálida después de los harapos. También sandalias, que se puso en los destrozados pies. Después, poco a poco, se fue enderezando hasta quedar vertical por primera vez en una era de tinieblas. En cuanto hizo eso, los hombres callados se le echaron encima, lo agarraron de los brazos y lo llevaron por el corredor hasta otra entrada baja. Se inclinaron y lo arrojaron en la habitación. La debilidad de las piernas le hizo tropezar y caer de rodillas. Aquello también estaba oscuro, mal ventilado, casi como su celda. Pero había una luz, y su mirada la encontró. El resplandor rojo de un brasero.

Cuando se le acostumbraron los ojos, miró alrededor, y vio que estaba en un sótano sin ventanas, suficientemente grande para que el techo se perdiera entre las sombras… pero no lo que colgaba de él: poleas, cadenas, sogas. Contra las paredes había más cosas amontonadas: barras metálicas, tenazas, un portacuchillos. También algo parecido a un diván con patas altas. A su lado estaba el esqueleto de una armadura.

Su mirada volvió al brasero. Detrás de él habían aparecido dos figuras, una grande y otra más pequeña; quizás habían estado allí todo el tiempo. Mientras miraba, la figura más grande se movió, metiendo una barra metálica entre las brasas. Aquello produjo una erupción de chispas, un repentino aumento de luz, y Vlad vio que las dos figuras eran hombres.

Uno de ellos se adelantó.

—Bienvenido, principito. Bienvenido a Tokat.

Era una voz sorprendentemente grave teniendo en cuenta la pequeña estatura de quien había hablado. Cuando los ojos de Vlad se acostumbraron, vio que el hombre no era un enano, que no tenía ninguno de los rasgos hinchados de los enanos, pero que no era mucho más alto que ellos. Era como cualquier otro hombre, pero en miniatura, con nariz ganchuda y ojos de párpados caídos como si tuviera necesidad de dormir. Llevaba una gruesa chaqueta de lana, abotonada hasta el cuello. Esa chaqueta estaba cubierta de hilos de colores, minuciosamente cosidos formando figuras que parecían, a primera vista, una escena de caza de ciervos.

El segundo hombre se había inclinado sobre el resplandor rojo. Si el otro era pequeño de más, éste era grande de más, y mostraba la curva desnuda del estómago debajo de un pecho ancho y musculoso. Ambos estaban cubiertos de tatuajes que mostraban criaturas del mito y de la realidad. Un basilisco perseguía a una mantícora hacia la axila. Un tigre salía de la cueva del ombligo. Había cosas escritas sobre su enorme cabeza, que era calva. En realidad, no tenía pelo en ninguna parte aunque, curiosidad de curiosidades, llevaba pintadas dos líneas rojas donde deberían estar las cejas.

—Él se llama Mahir —dijo la voz grave—, que significa «experto». Y, como ya verás, es experto de verdad. Pero no te lo dirá, porque no puede hablar. Muéstrale por qué, Mahir.

El hombre se inclinó sobre el brasero. Abrió la enorme boca. Dentro, los dientes eran blancos, casi demasiado. Eso quizá se debía a que estaban en una caverna tan vacía y oscura. El hombre no tenía lengua.

—No fue la primera cosa que perdió Mahir —dijo el otro hombre, soltando una risita—. Porque durante muchos años fue eunuco en el harén de Edirne. Entonces vio algo que no debería haber visto, se puso a hablar de eso y… ¡zas! —Sacó la lengua como si fuera una culebra—. Se la tuvo que cortar él mismo con los dientes. ¿Te lo imaginas? ¿Te gustaría intentar hacer lo mismo? ¿No? —Otra vez la risa—. De todos modos, la vida de Mahir era una vida perdida, parloteando todo el tiempo en el harén. Perdió la lengua y encontró otras habilidades. Como pronto descubrirás.

El calor que había sentido Vlad se le había ido del cuerpo. Ahora sabía qué era lo que antes se había negado a ver. Cada artículo que había en aquella cámara era un instrumento de tortura. Y estaba a punto de enterarse de la función de cada uno. El castigo de los pecados paternos contra el sultán. Trató de decir algo, de protestar, quizá de suplicar. Pero no le salía la voz.

El hombre diminuto habló de nuevo.

—Y yo me llamo Wadi, que significa «el tranquilo»… —Se interrumpió—. Pero ¿para qué te traduzco estas cosas? Tú hablas bien nuestro idioma, ¿verdad?

Vlad logró decir dos palabras.

—Bastante bien.

Entonces Mahir, que se había quedado con la boca abierta, la cerró de golpe y se acercó al brasero. Empezó a colocar instrumentos metálicos en una parrilla suspendida encima de las brasas.

—Hablas con modestia —prosiguió Wadi—, porque dicen que eras uno de los estudiantes más competentes del enderun kolej. Bueno —dijo el hombre con una sonrisa—, ahora estás en un kolej diferente. Tus estudios también serán diferentes. De naturaleza más… —Señaló las herramientas metálicas que se estaban calentando—. De naturaleza más práctica. Y Mahir y yo no somos como esos aghas que te enseñaron hasta ahora.

Dicho eso, batió de repente las palmas. Una sola vez, sobresaltando a Vlad como si fuera una explosión de pólvora. «Esto empieza», pensó. Quería correr, huir de ese sitio. Quizá podía agarrar una barra metálica y luchar. Pero descubrió que no podía mover las piernas. Aunque se abrió la puerta y entraron una media docena de jóvenes más o menos de su edad. Esos jóvenes no lo atacaron ni lo sujetaron ni lo tiraron al suelo. Formaron un semicírculo, se arrodillaron e inclinaron la frente hacia la piedra.

Wadi inclinó su cabeza.

—Tus compañeros de estudios —anunció—. No es una orta del nivel al que estás acostumbrado. Éstos son muchachos campesinos que no saben leer, escribir, citar el Corán, hablar de poetas. Pero son fuertes y aprenden con rapidez. Y en su propia especialidad tendrán el mismo talento que cualquier otro graduado, aunque no vayan a trabajar en ingeniería, administración o idiomas. Quizá viajarán tanto, y serán tan necesarios para el éxito de nuestro sultán en el ámbito de la guerra como cualquier soldado. Porque, como bien sabes, o sabrás muy pronto, toda sociedad necesita torturadores.

Volvió una vez más al brasero.

—Bueno, estudiantes —prosiguió—, demos la bienvenida a un nuevo integrante de nuestra orta. Está un poco atrasado en los estudios, pero no dudo de que le ayudaréis a ponerse al día. Y es un honor para nosotros, porque se trata del hijo de un príncipe de Valaquia. ¿No habéis oído nunca hablar de ese sitio? No importa, a pocos les ha pasado. Es un país de poca importancia, que debe todo a la indulgencia de Murad Han, Asilo del Mundo, que Alá le guarde el reino. Es el Muy Bendito quien desea que enseñemos al principito lo que sabemos. Y obedecemos su orden.

El hombrecito batió las palmas de nuevo. De inmediato, los hombres delgados aparecieron en la entrada, llevando entre ellos a otro hombre. Ese hombre lloraba. Wadi sonrió.

—Sí, bienvenido, Vlad Drácula. Bienvenido a tu nueva escuela.