En la oscuridad, dentro de las puertas abiertas de la fragua, con un ojo apretado contra una rendija, Ion vaciló. Se había deslizado detrás del grupo mientras metían allí a los otros. Si avanzara ahora y se acostara en la tierra, quizá pensarían que estaba con ellos desde el principio. Aferrando el borde de la puerta, espió hasta el más mínimo movimiento de las sombras detrás de la fragua. Había allí dos figuras, una a cada lado de Murad. Dos de los arqueros del sultán, su escolta personal, con las flechas preparadas. Ion sabía que uno disparaba con la mano izquierda y el otro con la derecha, y así cubrían a su señor. También sabía que nunca erraban el blanco.
Siguió vacilando, y pasó la oportunidad. Murad estaba ahora de frente, caminando, e Ion no podía dejar de mirar a la Roca del Mundo. Antes sólo lo había visto dos veces, y de lejos. Allí, desde tan cerca, todo lo que Ion había oído se confirmaba. Parecía tan… normal y corriente, como cualquier obrero en las calles de Edirne. De estatura mediana pero pecho y hombros anchos y brazos musculosos de herrero, tenía una desaliñada barba gris, gris como los ojos de aquella cara redonda tan poco interesante, con todos los rasgos manchados de hollín. Se decía que podía andar entre su gente en una calle atestada y no ser descubierto. Que lo hacía a menudo. Y que, a diferencia del pavo real de su hijo, la ropa que llevaba debajo del delantal de herrero no llamaría nunca la atención.
¡Un hombre común! Pero que no lo era. Porque ese hombre había convocado a Gallípoli al guerrero más fuerte que Ion había conocido —Vlad Drácul, voivoda de Valaquia— y lo había encadenado a la rueda de un carro durante una semana. Porque ese hombre, dos años antes, en Varna, se había enfrentado al ejército más potente que los cristianos habían organizado en más de un siglo y lo había barrido. Un hombre que casi de inmediato, de manera incomprensible, había abdicado en favor de su hijo de catorce años para poder retirarse a su isla de Manisa y dedicar su tiempo a los poetas, a la contemplación y al vino. Un hombre que se había visto obligado a volver al poder debido al mal gobierno de Mehmet.
Ese hombre que ahora se adelantaba y apoyaba el pie en el cuello de Vlad. Durante un rato no habló. Cuando lo hizo, su voz fue apenas un susurro.
—Drácul-a —dijo, pronunciándolo como si fueran dos palabras y en «limba romana», la lengua de Vlad; no en osmanlica, la lengua de su país—. El hijo del Dragón.
Había algo en el tono que Ion, esperando un salvaje castigo por su delito, no había esperado oír: cierta tristeza.
—Los aghas del enderun kolej me dicen que eres uno de sus mejores estudiantes. Que recitas maravillosamente las palabras del Santo Corán, lo mismo que la poesía de Persia y las filosofías de Atenas y Roma. Que, previendo el día del desastre, eres tan hábil con los hilos como yo con la fragua. Y que sobresales en muchas actividades: en la lucha libre, con arco a caballo, con el jerid. —Echó una ojeada a la chaqueta de brocado rojo de su hijo y por su cara pasó una sonrisa fugaz—. Pero te diré qué es lo que no me gusta.
Murad hizo una pausa y empujó más con el pie. «Ahí viene», pensó Ion, tragando saliva. Conocía los castigos turcos. Había sufrido unos cuantos. Pero ninguno, estaba seguro, como la pena por robar a una elegida.
Murad retomó la palabra.
—No me gusta que seas ¡el hijo del Dragón!
Gritó las dos últimas palabras. Lo mismo que la orden:
—¡Arriba!
Se le obedeció al instante, aunque todos se pusieron sólo de rodillas y después en cuclillas, esperando, la cabeza inclinada; entre ellos Vlad, con los brazos todavía sujetos a la espalda y la cabeza ahora libre. Sólo estaban de pie el sultán, su escolta en las sombras e Ion detrás de las puertas de la fragua.
Murad volvió a hablar, sin levantar la voz.
—¿Acaso creyó Drácul que, como llevaba la bandera del Dragón plegada, yo no descubriría que su hijo mayor, tu hermano Mircea, me enfrentaría en Varna a la cabeza de las tropas valacas? ¿Acaso no sabe que en todas partes tengo espías que me informan de cada uno de sus movimientos? —Le lanzó una mirada feroz—. Y me cuentan que aunque Drácul dice odiar tanto como yo a mi más implacable enemigo, Hunyadi, el maldito Caballero Blanco, acaba de hacer un pacto con él. Para suministrarle tropas que marcharían bajo una bandera recogida. Para acelerar su paso por puertas que tendrían que estar cerradas para él.
Murad volvió a la fragua y empezó a ponerse los guantes que se había quitado.
—Parece haber olvidado lo que significa la palabra «rehén»… en cualquier idioma. Tiene que enterarse de las consecuencias de lo que hace.
Mientras hablaba, levantó de las brasas las tenazas calientes.
—¡Padre! —exclamó Mehmet excitado—. ¿Puedo…?
—Hijo mío, tu destreza es para las plantas, no para los metales —dijo Murad bruscamente—, y cuando pueda enseñarte a dar la vuelta a una semilla de pepino, podrás venir a trabajar a mi fragua. —Acercó las tenazas y miró con atención el metal que ardía en la punta—. Y aunque no es mi deseo castigar, ¿acaso los mandamientos de Moisés, honrado entre los profetas, no hablan de los pecados de los padres y sus consecuencias para los hijos? —Se volvió hacia Vlad, llevando delante el metal ardiente—. Hay que enviar un mensaje a Drácul. Un mensaje inequívoco.
Detrás de la puerta, Ion temblaba. Tenía una daga en el cinturón. ¿No debería dar un salto, acuchillar a Murad y salvar los ojos de su amigo? Moriría sin duda, pero como un héroe, si también moría Murad. Pero su mano nunca llegó al cinturón. Nada se movió, fuera de una lágrima que le bajó por la mejilla, mientras el sultán se inclinaba, acercando su cara a la de Vlad lo suficiente para que el brillante metal alumbrara las dos.
—Esto os digo, hijos del Dragón. A los dos. Vuestras lecciones aquí han terminado. Empiezan otras. Seréis trasladados a la fortaleza de Tokat. Tendréis allí diferentes aghas, y aprenderéis diferentes asuntos. Menos refinados. Igual de edificantes. Y vuestro padre aprenderá, a costa de vuestro sufrimiento, las consecuencias de la traición. —Levantó las tenazas y enderezó el cuerpo—. Llevadlos —dijo.
Los hombres que sostenían a Vlad lo levantaron de golpe. Sacaron unas esposas y se las pusieron en las muñecas. Los hombres que tenían al todavía lloroso Radu lo hicieron girar hacia la puerta.
Pero entonces Mehmet se colocó delante de ellos y levantó una mano para detener a la guardia.
—Un favor, padre —exclamó.
Murad se volvió hacia él.
—Pídelo.
—¿No hay diferentes maneras de enviar el mismo mensaje? —Miró a Vlad y sonrió—. No se me ocurre nada más beneficioso que las lecciones que le esperan en Tokat. Pero a éste… —Alargó la mano y apoyó un dedo en los rizos castaños de Radu, y después fue bajando, siguiendo el borde de la nariz hasta detenerse en los labios—. ¿No hay más que una manera de someter a un Dragón a los propios deseos?
Hasta ese momento, Vlad sentía como si un djinn lo hubiera hechizado. No eran los hombres quienes lo sostenían, sino su propia voluntad, paralizada. Ése era su destino, ser cegado por el sultán. Nada podía hacer para salvarse. Entonces su destino cambió y, de nuevo, no tuvo más remedio que aceptarlo. Pero cuando fue otro el amenazado —su hermano, su sangre—, el hechizo se rompió.
Con un rugido, se inclinó y arrancó las manos esposadas de la presión del hombre que tenía a la izquierda, y se enderezó de repente para golpear con la cabeza la mandíbula del otro, que cayó hacia atrás. El primer hombre intentó sujetarlo de nuevo, pero Vlad levantó las esposas metálicas y se las estrelló en la cara. El hombre cayó y Vlad quedó libre, y avanzó hacia Mehmet, tan sensible ahora a cada sonido como insensible había estado antes: el llanto de su hermano, los gritos de todos, el crujido de los arcos doblados por hombres en las sombras.
—¡Esperad! —gritó Murad levantando una mano.
No hacían falta las flechas. Vlad era fornido, con forma de toro. Pero ni siquiera pudo embestir a la media docena de hombres que saltaron hacia él dando puñetazos y patadas y finalmente derribándolo al suelo, a un brazo de distancia de su meta.
Pero Mehmet había retrocedido, preparándose. Y aunque todavía tenía una mano apoyada en Radu, ya no lo apretaba. Al menos no lo suficiente para impedir que el joven Drácula agarrara el mango enjoyado del cuchillo que Mehmet tenía en el cinturón.
—Suéltame —chilló Radu, sacándolo, haciéndole un corte en la mano que trataba de tocarlo.
Mehmet gritó. Aparecieron más guardias. Desarmaron a Radu y lo inmovilizaron contra el suelo.
—¿Estás muy herido, hijo? —dijo Murad, acercándose de nuevo.
—Bastante —gimió Mehmet, mostrando el corte en la palma.
Murad le agarró la mano y se la cerró.
—Sobrevivirás. Y hemos aprendido algo: que hasta el menor de los Dragones tiene dientes. —Sonrió—. ¿Todavía lo quieres?
Mehmet asintió con un brillo en los ojos.
—Más que nunca.
—Entonces será tuyo. —Murad levantó la voz—. Llevadlo al saray de mi hijo. El otro, a los carros. Se irá de inmediato. El resto se marchará. Sólo se quedará Mehmet.
—¡Vlad! —gritó Radu.
En el suelo, el grito del hermano le llegó a través de la niebla que habían producido los golpes. Intentó atravesarla, volver a luchar. Pero las órdenes del sultán fueron obedecidas de manera instantánea, como siempre. Los hombres levantaron a los dos muchachos y los sacaron de allí.
En un instante se fueron todos. Todos menos el sultán y su hijo, y las dos sombras que aflojaron la tensión de las cuerdas de los arcos. E Ion, que seguía paralizado detrás de la puerta.
Por un instante reinó el silencio. Ion estaba seguro de que oirían su respiración, la caída de sus lágrimas. Entonces, por el suelo de tierra, se acercaron unos pasos suaves. Entró un hombre con un azor en el puño.
—Y bien, agha Hamza —dijo Murad—, ¿mi audaz Zeki está preparado para volar?
—Está preparado. Para volar por ti. Para matar por ti, enishte.
«Lo llama enishte, “tío”», pensó Ion. Entonces recordó que hacía poco Hamza había sido nombrado halconero. Antes, guapo hijo de un curtidor de Laz, había sido el escanciador de Murad. Y se decía que también otras cosas.
El sultán sacó un trozo de carne cruda de la bolsa que llevaba Hamza en la cintura y con él atrajo el pájaro del guante del halconero al suyo, facilitando el traslado de las pihuelas. Con el pájaro acomodado en la mano, Murad levantó la mirada.
—Y a este otro halcón, al valaco, ¿lo podrás educar para que aprenda a ser sumiso? ¿Un día irá también a matar para mí?
—Creo… creo que sí, enisthe. Tengo algunas ideas.
Murad rió entre dientes.
—No lo dudo. Tú, sobrino, siempre fuiste el más listo de mis muchachos. —Miró hacia un lado y el afecto le desapareció de la cara—. Muchas veces recomendé a mi hijo que te estudiara. —Mientras Mehmet se sonrojaba, su padre volvió a mirar al agha—. Esas ideas. ¿Podrías compartirlas conmigo?
—Es lo que dices, señor. Drácula es un halcón. Hay muchas maneras de adiestrarlo. Algunas con dureza. Algunas con afecto. Algunas con una cosa y después la otra. Como en este caso. —Suspiró—. Creo que podemos dejar que los aghas de Tokat se ocupen de él primero.
—Cómo me gustaría ver eso —masculló Mehmet.
Murad frunció un poco el ceño, aunque no, aparentemente, por la interrupción.
—¿Te preocupa, Hamza? ¿Lamentas las lecciones que el rehén va a aprender?
Hamza se encogió de hombros.
—A veces, con un ave orgullosa, la única manera de quebrarla es empaparla en agua y después quedarse con ella toda la helada noche. Yo también lo lamento, aunque a veces reconozco que es necesario.
Murad se inclinó hacia delante y levantó la mano enguantada de Hamza hacia el fuego.
—«Estoy atrapado —leyó en voz alta—. Encerrado en esta jaula de carne. Sin embargo, afirmo que soy un halcón que vuela en libertad». —Levantó la mirada—. ¿Es esto lo que te cosió?
—Sí.
Murad volvió a leer en silencio.
—Celaleddin. Se ha tomado algunas libertades con el verso.
—Se lo dije, enishte.
Murad soltó la mano.
—¿Verdad que siente por ti un afecto de colegial?
Hamza se encogió de hombros.
—Tal vez.
Murad sonrió.
—Bueno, acabas de explicar cómo algunas aves necesitan cariño después de la dureza.
Los dos hombres se habían vuelto hacia la fragua para que el sultán pudiera leer. Mehmet, procurando no quedar excluido, se había acercado. Ion vio que los tres casi tapaban a los arqueros que estaban en las sombras, así que empezó a deslizarse saliendo de detrás de la puerta.
Lo siguieron unos ojos. No humanos. El azor era sin duda un regalo de algún príncipe vasallo del norte, porque volaba por los mismos hayedos de los que venía Ion. Mientras se movía, rezaba por lo bajo pidiendo el silencio de un compatriota.
Ese silencio no fue respetado. Cri-ak, cri-ak, sonó el grito de caza.
Ion dio un salto. Y sus rodillas, debilitadas por el temblor, cedieron… y le salvaron la vida, porque una flecha le pasó a un dedo de la cabeza y se clavó en la puerta.
—¡Espera! —El grito de Murad iba dirigido al segundo arquero, que se había apartado de la cortina de cuerpos e iba a disparar—. ¡Guardias! —gritó, y entraron corriendo cinco hombres para atrapar al valaco caído.
—Tú —dijo Murad, volviéndose hacia el primer arquero— estás expulsado de mi servicio por no haber acertado. Y tú… —prosiguió, volviéndose hacia Ion—, ven aquí.
Mientras se marchaba el deshonrado arquero, arrastraron fuera a Ion y lo inmovilizaron en el suelo. Murad se inclinó y lo levantó por los pelos.
—Un joven —dijo—, y vestido como estudiante. ¿Lo conoces, sobrino?
—Sí, enishte. Se llama Ion Tremblac. Es hijo de un boyardo de Valaquia, y fue enviado para acompañar a Vlad.
—¿Ah, sí? —Murad lo estudió un rato—. Y ahora se ha convertido en espía.
Ion miró los ojos grises del sultán. Sabía que su muerte estaba en ellos. Curiosamente, ahora que eso era inevitable, sentía menos miedo.
—No soy espía, Murad Han. Sólo sirvo con lealtad a mi señor, a mi amigo Vlad Drácula.
Las palabras fueron dichas con insolencia, quizá con mayor dureza de la que buscaba. Todos se pusieron tensos, esperando el justo castigo. Pero Murad habló con voz suave.
—El muchacho tiene coraje, Hamza. ¿Es tan talentoso como aquél al que sirve?
—No. Ni remotamente. Pero pocos lo son.
Mehmet se adelantó.
—Fue uno de los que conspiraron para hacerme daño en el campo del jerid, padre. Y a un espía hay que silenciarlo. Dámelo a mí…
Una mano levantada acalló las palabras. Como si no las hubiera oído, Murad prosiguió:
—Sería una pena apagar esa chispa. Y nos puede resultar útil.
—¿En qué sentido, enishte?
—¿Él sabe lo que hacen en Tokat?
Hamza asintió.
—Todos lo saben. Por la noche, en el enderun kolej, se asustan mutuamente con historias de esas mazmorras.
—Muy bien. —Murad sonrió—. Nuestro mensaje al Dragón será mejor comunicado por uno de los suyos. Este muchacho le puede contar lo que está sucediendo a sus hijos. Él adivinará las intenciones que Mehmet tiene con Radu. Sabrá qué lecciones aprenderá el mayor en Tokat. Les contará cómo nos hemos contenido para no castigarlos… por ahora.
El sultán volvió a meter la mano en la bolsa que Hamza llevaba en la cintura. Sacó más carne y se la dio al ave que seguía descansando, muy tranquila, en su puño.
—Mehmet, ocúpate de preparar todo para el viaje de nuestro mensajero. Es hora de que Hamza y yo probemos la valía de esta ave. ¡A la caza!
Fue hasta la entrada. Lo protegían guardias a ambos lados, a los que se sumó el único arquero con la flecha preparada. En la entrada, Murad se detuvo y miró a su hijo, que había dado un paso hacia Ion, tendido boca abajo.
—Recuerda, Mehmet. El mensajero que yo envíe tiene que estar vivo para que hable.
Dicho eso se marchó, acompañado por Hamza y la mayoría de los guardias. Sólo quedaron los dos que sostenían a Ion. Y Mehmet.
Ion miró los ojos marrones de Mehmet. Tenía la misma figura que el padre. Pero en Mehmet no había ningún rastro de humor ni de compasión. Levantó una mano como si fuera a golpearlo y después la bajó despacio, le agarró el pelo y se lo apartó con suavidad de la cara.
—Perro, se te ha perdonado la vida. Así que podrás ladrarle el mensaje a tu amo. —Sonrió—. Pero eso no significa que el mensaje deba consistir sólo en palabras. —Recorrió la fragua con la mirada, que finalmente se detuvo en las brasas ardientes—. Sostenedlo con fuerza. De la cabeza —dijo de repente.
Su orden fue obedecida. Mientras lo arrastraban, sin que dejara de forcejear, Mehmet fue a un estante y se puso a revolver entre varillas metálicas. Entonces, con un grito de júbilo, sacó una y la metió en el fuego. Mientras se ponía un par de guantes, volvió a hablar.
—Sabes, perro, que cada sultán tiene su tugra, un símbolo único que imprime en los documentos, como los sellos de tus príncipes. Bueno, a veces necesitamos marcar con un hierro candente nuestra propiedad: nuestras ovejas, nuestros camellos, nuestros caballos. Creía que cuando mi padre me quitó el trono se había deshecho de mi marca. —Hizo girar el hierro entre las brasas ardientes y después lo levantó y le sopló la punta, que se volvió aún más roja—. Parece que no.
Ion nada podía hacer. La presión de las manos que lo apretaban era invencible. Sólo le quedaba cerrar los ojos y suplicar que el destino de los hijos ciegos de Brankovic no fuera ahora el suyo. Murad había dicho que tenía que poder hablar. Pero ¿tendría que ver?
Hubo un alivio momentáneo antes de que el calor se le acercara a la cara, cuando oyó y olió cómo se le tostaba el pelo. Fue sólo un momento, y después la agonía mientras Mehmet le chamuscaba la carne con su tugra.