Fueron a buscarlo al amanecer. Había pasado una semana desde el rapto y Vlad apenas empezaba a dormir con los dos ojos cerrados.
Llegaron en la oscuridad por el pasillo central del enderun kolej, caminando por el pulido suelo de madera con calzado silencioso. Pasaron por delante de la mayoría de las aulas tabicadas, donde estudiaba y dormía cada orta, sin que sus pasos despertaran a un solo paje. Sólo cuando se reunieron en un hueco entre los tabiques, donde dormía la orta de los rehenes, se oyó susurrar una palabra.
—Ahora.
Vlad la oyó y se despertó, demasiado tarde para hacer algo. No era mucho lo que se podía hacer, con dos hombres ante cada colchón. Uno para levantar el cobertor de lana, otro para apoyar la daga curva en la garganta.
Los gritos de terror despertaron a todo el kolej. Los dos eunucos, que dormían en camas elevadas en el centro de la sala, se despertaron chillando para proteger a su prole. Lo mismo hicieron los dos aghas superiores, que salieron corriendo de su aposento con celosía al final de la sala. Pero cuando vieron quiénes habían llegado, a la luz de los faroles ahora encendidos, sólo volvieron a gritar una vez, para acallar los aterrorizados susurros de los muchachos.
Vlad, como todos, reconoció las chaquetas rojas, los shalvari azul vivo y las botas amarillas de la guardia personal del sultán. Durante un momento de pánico, mientras despertaba, pensó que quien estaba en la entrada podía ser el bolukbasi de los peyks. Pero entonces recordó que aquel desgraciado había sido destripado en la plaza central de Edirne, junto con toda su compañía, para expiar su fracaso.
El hombre que estaba en la entrada no iba a fracasar.
—¿Cuál de estos perros incircuncisos es Drácula? —rugió al eunuco que tenía al lado.
El hombre señaló con el dedo. Vlad fue inmediatamente arrancado del colchón por los pelos y arrastrado por el suelo hasta la entrada.
—¿Y el hermano?
—Él… él… está con los muchachos más jóvenes, effendi —farfulló el eunuco—. Iré… iré a buscarlo.
—Se lo entregarás a mis hombres —dijo el capitán—. Y tú —alargó la mano, agarró un brazo de Vlad y lo levantó, torciéndoselo sobre la espalda—, vendrás conmigo.
Con el brazo estirado y levantado detrás, y la otra mano del capitán en el cuello, Vlad fue llevado por el pasillo, entre hileras de estudiantes boquiabiertos, hasta la entrada principal. Allí lo reunieron con un pálido Radu, tratado de la misma manera. Sin perder tiempo los sacaron al patio interior y les hicieron atravesarlo. Allí se amontonaron mientras un asustado guardián buscaba las llaves. Al encontrarse al lado la cabeza de su hermano, Vlad susurró en su propia lengua:
—¡Recuerda lo que dijimos! No reconozcas nada.
—¡Silencio! —gritó el capitán, torciéndole más el brazo.
Vlad no pudo contener el grito. Salieron por la puerta al parque ecuestre y empezaron a atravesarlo con rapidez. Al guardián, presa del pánico, se le habían caído las llaves. Al inclinarse a recogerlas no vio que salía Ion.
El grupo avanzó hacia la línea de partida de los caballos. Más adelante, las puertas de los establos fueron abiertas de par en par. Dentro, bajo la luz cegadora de antorchas de juncos, iban y venían hombres y caballos. Metieron a los prisioneros y los llevaron hacia la derecha, por un sitio en el que Vlad había pasado algún tiempo: las aulas de los halcones. Vlad, torcido, mirando hacia arriba, vio sacres con la cabeza encapuchada que se inclinaban al oír el ruido de hombres, buscando en medio de la ceguera. Por extraño que pareciera se preguntó cuál sería Sayehzade, la apuesta del jerid que Mehmet hoscamente se había negado a honrar. Un ave empezó a chillar, abriendo las alas, hasta que cayó de la percha y quedó patas arriba, colgando de la pihuela. Vlad vio piernas que se acercaban, alguien que alargaba la mano y recogía algo.
Después de pasar las jaulas, los gritos perdieron intensidad pero no cesaron, y luego otro sonido. Éste era rítmico, el golpe de metal sobre metal. Sólo entonces comprendió Vlad adónde lo habían llevado, y sintió terror. Nunca se le había ocurrido que el castigo por lo que había hecho sería la muerte. Lo único que tenía valor para los turcos era su vida, y los turcos eran maestros del castigo. Le había hablado de uno a Ilona en el muelle. Los hijos rehenes del déspota serbio Brankovic habían sido sorprendidos tratando de enviar mensajes a su padre. No los habían matado. Sólo les habían metido un hierro candente en los ojos.
El calor de la fragua fue como una bofetada en la cara. Mientras lo obligaban a arrodillarse, al lado de Radu, alcanzó a ver dos cosas, dos personas: Mehmet, con chaqueta de brocado y túnica griega, sonriendo; y a su lado, el herrero, encapuchado como un halcón, sacando algo brillante del fuego.
Vlad sintió que se le aflojaban las tripas. Su rival en el jerid era la única persona que no quería ver allí, entre metales calientes. Cómo detestaba el miedo, recurrió al desafío.
—Me debes un halcón —gritó.
Lo golpearon y lo arrojaron sobre la tierra apisonada delante del yunque. Quedó allí tendido, bizqueando, hipnotizado por el rojo fundido y se preguntó, en un arrebato que le hizo sudar cada parte del cuerpo, si eso sería la última cosa que vería en su vida. A su lado, Radu lloraba.
Entonces se dio cuenta de que no eran los únicos tirados en el suelo; que todos allí se iban arrodillando y cayendo boca abajo. Finalmente, hasta Mehmet permitió que su reluciente chaqueta se apoyara en el polvo. Hasta que quedó un solo hombre de pie en la fragua.
El herrero.
El hombre iba vestido como todos los de su oficio. Un delantal de cuero lo protegía desde el cuello hasta las rodillas, tenía las manos metidas dentro de gruesos guantes y una capucha sobre la cara, con una abertura cubierta por una malla metálica delante de los ojos. Los ojos brillaban, reflejando el hierro caliente que sostenía con unas tenazas y que estudió por un momento antes de apoyarlo en el yunque. Sobre él empezó a caer el martillo, en golpes rítmicos. Después las tenazas levantaron el metal y lo sumergieron en un pilón. Mientras dejaba el martillo y levantaba las tenazas hasta la abertura de los ojos y daba vueltas al metal, se lo tragó una nube de vapor.
Vlad no había visto más que un hierro. Lo había imaginado con la forma más temible: un atizador con la punta fundida. Ahora, ya frío, vio la forma verdadera de aquello, y supo qué era: una herradura.
Con un suspiro, el herrero la dejó sobre una pila de herraduras, levantó de inmediato otra barra metálica y la metió entre las brasas. Después, mientras hablaba, se levantó la capucha de la cabeza.
—Alá sea alabado por el mérito de este trabajo. Porque suya es la destreza, mío nada más que el servicio.
La capucha quedó a un lado. El hombre dio media vuelta. Y Vlad vio por qué todos se habían postrado ante él.
—¡Murad! —dijo en voz baja, para que no pudieran oírlo, mientras el Esplendor del Mundo, el Faro de la Creación, el sultán de los turcos, se apartaba del yunque.