7
El rapto

Él la había visto, pero no sabía si ella lo había visto a él.

Mientras precedía el palanquín por la calle, Vlad sonreía. Por supuesto, la verdad era que no la había visto. Nunca. Mientras hablaban, ella había estado encerrada detrás de su celosía. Ahora llevaba un velo metálico. Vlad se preguntaba qué aspecto tendría detrás de ese velo. ¿Y si era espantosa? ¿Y si aquella voz melodiosa salía de la cara de una aspirante a bruja?

Negó con la cabeza. Parecía improbable. Se sabía que los gustos de Mehmet eran extraños pero nunca había oído que fueran por el lado de lo feo. Además, el aspecto que ella tuviera no lo afectaría lo más mínimo. Era una dama de su tierra, en peligro. Y aunque había oído muchos cuentos maravillosos durante el tiempo que llevaba con los turcos, los que más le gustaban seguían siendo las leyendas de su infancia, cantadas ante la chimenea de su padre. Y en las cortes del mundo cristiano lo que más inspiraba eran las historias de Arturo y sus caballeros. Ahora se veía como un Lancelot comprometido ante su Ginebra.

Pero ¿habría sido diferente la historia si Ginebra hubiera sido una bruja? ¿Habría caído Troya si la nariz de Helena hubiera tenido una verruga en la punta? No debería tener ninguna importancia. No la tenía. Lo único que importaba era la promesa, y cómo se cumplía. Nada más.

Para el saray de Mehmet había dos rutas. Una obvia, otra no tanto. Vlad necesitaba que el palanquín fuera por esta última.

La larga y torcida calle del Néctar se bifurcaba al llegar a una fuente. Hacia la izquierda salía una avenida más ancha, aunque estaba algo estrechada por puestos instalados a ambos lados y gente agrupada alrededor, comprando provisiones para la cena. La calle que salía hacia el otro lado, más estrecha, subía ligeramente pasando por delante de una mescid y, sin ninguna lógica, una hilera de tabernas que había a continuación. Mirando hacia esta calle, esperando que resultara favorable, Vlad se deslizó entre la gente amontonada delante de los puestos. No tenía ningún plan preciso, más que el caos. Pero ¿cómo podría provocarlo?

El primer puesto pertenecía a un vendedor de sandías, enteras o por piezas. Atado a ese puesto había un burro, en la postura característica de ese tipo de criaturas, una pata trasera apoyada en la punta, la cabeza baja y la mirada vidriosa, masticando nada. Animal aburrido, pensó Vlad, oyendo por encima del regateo y el tintineo de monedas el avance constante de hombres con botas y el grito de «¡Abrid paso!».

Echó una ojeada hacia atrás y vio el tocado de plata y la pluma de garza del bolukbasi, el jefe de los guardias, a veinte pasos de distancia. Mordiéndose el labio, volvió a mirar hacia delante y se le ocurrió algo. Sacó el bastinado del cinturón, levantó el rabo del burro y metió el palo, del largo de su antebrazo, en el culo del animal.

Se cumplió su deseo. Caos instantáneo. Una pata voladora le pasó a un milímetro de la cabeza. Retrocedió de un salto, metiéndose en el refugio de una puerta, a salvo de las patadas. Seguía recibiendo golpes de cosas que habían empezado a saltar —trozos del puesto que el burro había destruido; sandías—, pero como el animal estaba atado al puesto, también lo iba arrastrando hacia el centro de la calle.

Por entre los escombros, Vlad miró a los guardias, detenidos a diez pasos, en el cruce. Entre los relinchos del animal, los gritos del dueño y los aterrorizados compradores, la voz del bolukbasi seguía resonando: «¡Despeja la calle, imbécil!».

El vendedor de sandías, un viejo con una joroba, dio un paso hacia ellos e hizo una reverencia, juntando las manos delante en actitud de súplica.

—Lo intentaré, effendi, pero este animal, maldito de Alá…

Fue todo lo que pudo decir antes de que el burro le diera una patada, lanzándolo contra el puesto de enfrente, que casi se derrumbó del todo. El suyo lo arrastraba por la calle el enfurecido animal, que finalmente se soltó y se alejó al galope, golpeando a los espectadores con el puntal arrancado.

Después de observar esa destrucción, el bolukbasi hizo un gesto de desaprobación con la cabeza y gritó una orden:

—¡Por aquí!

A continuación condujo a sus hombres por la otra calle.

Vlad dejó que se adelantaran veinte pasos y después los siguió.

—¿Estás preparada? —susurró.

—¿Nada?

Radu dijo que no con la cabeza. Había ido cuatro veces hasta el cruce. Se desplomó en el taburete al lado de Ion.

—Quizá se han ido por la otra calle —dijo entre dientes.

—No. Vlad habría venido a buscarnos. Sabe que tenemos poco tiempo.

Ion volvió a mirar la mescid, al lado de la taberna. El muecín había terminado de llamar a la oración hacía sólo unos minutos. Como era viernes, los rehenes tenían permiso para quedarse en el pueblo hasta que terminaran las oraciones. Si se excedían, no se liberarían del contacto del bastinado de algún agha.

No era sólo la dureza del taburete lo que hacía que Ion cambiara continuamente de postura. Se volvió y miró entre las movedizas cabezas de los ocupantes de la taberna y vio a Aisha, la todavía inalcanzable, con un mechón de pelo castaño mojado sobre la frente.

Miró cómo se lo secaba con un pañuelo rojo, y vio que un hombre le quitaba el trapo y con gran ostentación lo chupaba, ante la carcajada de ella y de los demás.

A Ion se le escapó un quejido, que Radu malinterpretó.

—¡Ya sé! Si él no viene, ¿toda esta gente no hará caso al muecín y se irá a decir sus oraciones?

—¿Esa gente? —Ion, con esfuerzo, dejó de mirar a su amada—. Son bektashi. Rezan de otra manera.

—Pensaba que eran jenízaros.

—Lo son.

—¿Y acaso los jenízaros no son todos musulmanes?

—Sí. Vengan de donde vengan, para entrar en las ortas tienen que convertirse al islam.

Radu miró arrugando el ceño.

—¿Y no es que el Corán prohíbe beber licores y vino?

—Sí, lo prohíbe. Tu hermano te podría citar el versículo. Pero eso no impide que muchos de ellos beban. Dicen que hasta el sultán, Murad, es dado a los excesos. Y muchos jenízaros pertenecen al culto derviche de bektashi. Son musulmanes pero diferentes. Los de la… —Bizqueó al ver el músculo desnudo de una pantorrilla con un elefante tatuado—. Los de la orta 79 han adoptado las costumbres bektashi. Mujeres sin velo. —Miró con amargura a la risueña Aisha—. Pelo suelto. Bebiendo.

—Pero…

Ion levantó una mano. Una vez que empezaba, la catarata de preguntas de Radu no tenía fin.

—Ve de nuevo al cruce.

—Pero acabo de volver.

—¡Ve otra vez!

—Aquí, ¿quién es el hijo del príncipe? —se quejó Radu, pero se levantó.

Ion miró hacia la taberna de nuevo pero no vio a Aisha. Quizás había ido a buscar más raki. Él había tomado varias jarras; «yesca para las llamas», según las palabras de Vlad. Tenía planes para todo, desde ganar a los dados hasta robar los pichones de los halcones del nido. Pero la concubina de Mehmet no era un pichón en lo alto de un árbol que se pudiera robar después del primer cambio de plumas.

Ion sólo esperaba que lo que estaba planeado ocurriera pronto, antes de que acabaran las oraciones que oía en la mescid de al lado y cayera el primer golpe de bastinado en sus cristianos traseros.

Entonces vio que Radu venía corriendo por la calle. Detrás de él, una plateada pluma de garza se meneaba sobre la multitud. Se levantó e hizo lo que Vlad le había dicho.

—¡Mirad! —gritó—. ¡Ahí vienen unos lameculos de Mehmet!

Vlad, a diez pasos detrás del palanquín, oyó el grito, vio que los primeros clientes de la taberna salían de debajo del toldo y sonrió. La rivalidad entre los jenízaros y la guardia personal del palacio era intensa. Todos eran tropas de élite, las elegidas del sultán. Pero los peyk, alabarderos de la guardia, eran casi todos turcos y hombres libres; los jenízaros eran todos cristianos conversos y aún esclavos, a pesar de su estatus. Eso empeoraba la enemistad entre los grupos y quizá favorecería su causa.

Avanzó hasta situarse a un burro de distancia de la litera cubierta; a través de los pliegues del pañuelo veía de perfil al bolukbasi de los peyks. El hombre se esforzaba por ignorar los comentarios sobre su virilidad, su familia y su predilección por la bestialidad. Sabía que tenía sus órdenes y que no podía permitir que lo arrastraran a la reyerta en la taberna que Vlad necesitaba. También sabía que si la pelea no empezaba sola, él tendría que provocarla.

La guardia avanzaba llevando el paso, y ante una orden enérgica bajó las alabardas. Por un momento Vlad pensó que quizá se irían sólo acosados por unos insultos, hasta que apareció en la calle un hombre enorme… que se levantó la camiseta.

—¡Mira qué suave tengo la piel! —gritó—. Mira la exuberancia de mi pelo. —Se pasó los dedos por una espesa maraña rubia, de la ingle al pecho—. Muéstrame lo tuyo, effendi. ¡Comparemos nuestros encantos!

Vlad sabía quién era ese hombre. Su nombre de esclavo era Abdulkarim, «Sirviente de los Poderosos». Pero todos lo conocían por su nombre y por su país de nacimiento: Sweyn, el Sueco. Nadie sabía por qué extraños caminos había llegado a ser soldado y esclavo del sultán. Pero todos sabían por qué mostraba la piel. Porque Mehmet, en sus dos años como sultán, había adoptado tanto las costumbres como la vestimenta griega. Para rodearse de hombres que fueran felices, les hacía quitar el bazo, eliminando así en los que sobrevivían a la operación —muchos, porque los cirujanos persas eran muy buenos— el esplín, el origen del tedio.

Aparentemente, la provocación no había funcionado con el bolukbasi.

—¡Quítate de ahí, perro descontrolado! —bramó, agarrando la empuñadura de la espada envainada—. Antes de que te arranque el bazo y la mitad de las tripas.

—¡Oh, terror! —exclamó el sueco, abanicándose con la camiseta levantada—. Pero ¿no me podrías sacar algunas hemorroides?

Dicho eso, se dio media vuelta y mostró el culo.

Más burlas. Más risas. Por un momento, Vlad pensó que el bolukbasi iba a sacar la espada y clavarla en aquel tentador blanco. Pero el sueco se enderezó, se vistió y, entre ruidosos vítores, empezó a apartarse de la calle. El oficial se volvió y dio a sus hombres la orden de ponerse en marcha.

Vlad miró alrededor, buscando desesperado algo que no sabía qué era. Vio que algunos de los jenízaros más jóvenes seguían aferrando taburetes de tres patas, dispuestos a luchar. Pero mientras miraba empezaron, de mala gana, a dejarlos en el suelo.

Así que Vlad se inclinó y arrebató uno. Él también había visto los tatuajes de la orta que administraba la taberna.

—¡Elefantes! —exclamó y arrojó el taburete a la cabeza del bolukbasi.

El bolukbasi lo vio venir y se agachó lo suficiente para que le pegara en el yelmo y no en la cara. Pero el ruido de madera contra metal sonó como otro grito de guerra. Una ola de taburetes, tazas, jarras, volaron estrellándose contra los guardias.

Muchos dieron contra el palanquín, que rápidamente había sido soltado por hombres que trataban de protegerse. De dentro salían gritos.

—¡A mí! —chilló el bolukbasi, mientras la sangre le brotaba de la frente y le bajaba por la cara. Los hombres se concentraron a su alrededor, apartando con las alabardas la sangre derramada, amenazando con las puntas a los jenízaros.

Vlad había buscado refugio del otro lado de la litera. Se le unieron Ion y Radu.

—¿Qué hacemos ahora? —gritó Ion.

Estaban en el lado opuesto a la puerta. Vlad miró por la celosía. Vio dos siluetas dentro.

—Esto —dijo, sacando la daga y clavándola debajo del techo.

Del interior salieron gritos de una mujer, que de repente cesaron como si le hubieran tapado la boca. Ion se puso también a cortar por el otro lado, abriendo la delgada lámina de madera. Cuando llegó abajo, Vlad ya estaba cortando el borde del techo. Al llegar al corte de Ion, los tres metieron los dedos en la abertura y tiraron.

La pared de la litera cedió con un sonoro desgarrón. Y allí, en el suelo del palanquín, estaba agachada una hurí pintada y enmascarada, amordazando con la mano la boca de una criada. A través del velo de monedas brillaban unos ojos.

—Vamos —dijo Vlad, hablando osmanlica—, date prisa. Y tú… —añadió, tocando la empuñadura de la daga que había vuelto a envainar y mirando a la criada tendida boca abajo—, ¡silencio o muerte!

Apretando la mano de Ilona, la sacó del destrozado palanquín.

Del otro lado, el peyk había empezado a marchar hacia la taberna. La madera había sido superada por el metal, las heridas por la sangre. Todos estaban centrados en la pelea, en sobrevivir a ella, así que nadie vio a las cuatro figuras disfrazadas que se escabullían.

Arrimados al nuevo puente de piedra que había construido Murad sobre el río Ergene había una aglomeración de muelles, contra los que chocaban unas barcas de fondo plano.

Con la caída de la noche y los trabajadores atraídos por la mezquita o la taberna, pocos observaron su paso hasta cierto embarcadero.

—¡Os habéis retrasado! —exclamó Alexandru, el capitán—. Estaba a punto de zarpar. —Miró a la mujer del velo—. ¿Es ella?

—Sí.

—Que embarque entonces, para poder partir. Lo que has hecho, Vlad Drácula, es muy peligroso. Mi barco tiene orden de zarpar del puerto de Enez dentro de dos días, con o sin mí.

—Aquí está lo que te prometí.

El capitán sopesó la bolsa en una mano.

—Parece liviana.

—Es cierto. Contiene la mitad de lo que te prometí.

—¿La mitad? Vamos a ver…

—Mi padre te dará la otra mitad cuando se la entregues… junto con esta carta. —Le dio un sobre sellado—. Además, dices que no haces esto sólo por plata.

El capitán miró hacia los tejados de Edirne.

—Pasé cinco años encadenado al banco de una de sus galeras. Así que si puedo pagar con la misma moneda a esos folladores de cabras… —Volvió a mirar a Vlad—. ¿Dices que esto les hará daño?

—Sí —dijo Vlad—. Creo que mucho.

—Muy bien. Entonces que suba a bordo. Y la otra mitad del pago saldrá del tesoro del Dragón, o te la cobraré a ti cuando regrese.

Dicho eso, volvió a cubierta y ordenó a su tripulación que se pusiera a trabajar.

Vlad, que no había soltado la mano de Ilona, le ayudó a caminar hacia la rampa.

Por primera vez ella se resistió.

—¿Tú no vienes? —dijo.

Vlad se detuvo, retenido por ella, por aquella voz y por las primeras palabras que ella había dicho desde el rapto.

—No puedo. Soy rehén y he dado mi palabra. A los turcos. A mi padre. Además —tragó saliva—, el sultán no es alguien a quien se deba contrariar. Hace dos años, otros rehenes, hijos del déspota serbio Gheorghe Brankovic, trataron de pasar información a su padre acerca de los preparativos de guerra de los turcos. En el terrible castillo de Tokat, les hizo meter en los ojos un hierro al rojo vivo. Así que… por favor…

Volvió a tirar de ella. Ilona se resistió de nuevo.

—¿No te castigarán? Por lo que has hecho hoy.

—Creo que no nos vieron. Hasta la mujer que iba contigo nos vio con ropa turca y el rostro oculto. Sólo tú y el capitán nos conocen. Y él, aunque un poco hosco, es un buen valaco.

Capaz de llevar a casa a una compatriota.

—¿Y después?

Vlad sacó otro rollo de pergamino de la bolsa.

—Aquí tienes una carta para mi padre. Se ocuparán de ti.

—No me refería a eso —dijo Ilona—. Me refería… a si volveré a verte.

—Si Alá lo quiere —respondió él—. Mejor dicho, si Dios quiere —añadió con una sonrisa—. La verdad es que he estado demasiado tiempo entre esa gente. Pero sí, creo que mi kismet es regresar a mi país un día.

Kismet —repitió ella, cediendo por fin a la presión de la mano de Vlad y subiendo por la rampa—. El mío cambió la primera vez que te vi.

—El kismet no cambia —dijo él—. Todo esto estaba escrito.

Después de ayudarla a llegar a la cubierta dio media vuelta y bajó de inmediato, y en cuanto la rampa quedó libre la subieron, soltaron amarras y metieron los remos en el agua. La barca empezó a apartarse lentamente del muelle.

Estaban todavía nada más que a un brazo de distancia cuando a ella se le ocurrió algo. «¡Él no me ha visto!».

Al vivir siempre detrás de un velo, estaba acostumbrada a observar de esa manera a los hombres, nunca a que la observaran. Pero si él no la veía ahora, ¿cómo haría después para encontrarla?

—Vlad —gritó, levantando el velo con las manos. Las tintineantes monedas le acariciaron la cara, y dejó caer todo en la cubierta.

Todavía estaba lo suficientemente cerca para ver el cambio en aquellos ojos verdes.

—Ah —dijo él en voz baja—. Sí. Sí, ya veo.

Se le acercó Ion, ahogando un grito de asombro. Con mirar una sola vez aquel rostro, se le fueron de la cabeza todas las chicas de la taberna.

Pero ella miraba a Vlad, sólo veía los ojos de Vlad mientras la barca se deslizaba siguiendo la corriente. Los vio cuando el rostro de Vlad ya no era más que una mancha borrosa. Los vio cuando la barca pasó por debajo de un arco de piedra.

Y Vlad seguía viendo de ella los ojos y todo lo demás.