No era nada desagradable prepararla para la desfloración.
Era cierto que la habían despertado temprano, en el momento en el que el muecín llamaba a los más fieles a ofrecer las primeras oraciones. Ilona habría seguido durmiendo con facilidad, como siempre. Pero no ese día.
El aire estaba frío cuando fueron a sacarla de la cama que compartía con Afaf, quien después de soltar un gruñido siguió durmiendo. La cubría una capa pero no le estaba permitido vestirse porque necesitaban estudiarle cada parte. La guiaron hasta la losa que había en la entrada del pequeño hamam de la casa y le hicieron subir a ella. Le quitaron la capa y se quedó allí de pie tratando de no temblar, la mirada baja, el rostro inexpresivo, las manos abiertas a los lados, el peso del cuerpo apoyado en el pie derecho torcido hacia fuera para que todo quedara al descubierto. Las criadas andaban alrededor, pellizcando aquí, pinchando allí. Trataban de estar tranquilas: con frecuencia enviaban a una muchacha que sería la concubina de algún victorioso general o gobernador provincial. A veces, raramente, una esposa para un funcionario de estado. Pero hoy era diferente, e Ilona notaba la excitación. A los pocos minutos hasta las criadas más reservadas se habían puesto a charlar.
Hoy enviaban una muchacha al sultán.
¿De veras era el sultán? Ilona frunció el ceño, y entonces se relajó al recibir una orden repentina. Lo había sido dos meses antes. Y ahora se decía que lo sería de nuevo, con la gracia de Alá. Eso la confundía pero no tenía ninguna importancia. Lo que de veras importaba era que él la había escogido por alguna razón, por alguna faceta que quizá no lograba comprender. Habían hecho desfilar a veinte muchachas en el saray de Mehmet. Ella, por supuesto, no lo había visto, pero él la había visto a ella. Ahora era godze, la elegida.
De ahí la excitación de las criadas que andaban a su alrededor, y la atención a cada detalle de la muchacha. Le habían dicho lo que eso podía significar: quizás había ya cinco concubinas en el saray de Mehmet, pero ninguna le había dado todavía un hijo. Si ella lo complacía lo suficiente, y lo llevaba con suficiente frecuencia a su diván para que él la embarazara con un niño… ¡bien! Las concubinas que tenían hijos varones a menudo se convertían en esposas. A las esposas se les daba libertad y poder.
Libertad. Contuvo un suspiro. ¿Qué era eso?
Miró entre las pestañas caídas cómo entraba la kahya kadin, la mismísima Hibah. Ama de la casa en la calle del Néctar, pocas veces perdía el tiempo en los detalles pequeños. Pero ahora se detuvo, cruzando los brazos sobre el enorme estómago, y ladeó la cabeza. Entonces batió las palmas de las gruesas manos, haciendo tintinear las pulseras de oro.
—¡Comenzad! —exclamó—. Bañadla. Traedla.
No era nada desagradable la vida de una esclava. En los primeros diez años de su vida, mientras se la consideraba una persona libre, nunca se había dado un baño. En la casa de la calle Rahiq se daba uno diario y le encantaba: el calor delicioso de una zambullida, el vigorizante impacto de otra; el vapor que la envolvía y le abría cada poro; el agua fría con que la enjuagaban antes de envolverla en las sábanas más suaves y calientes. Hoy le dedicaban aún más tiempo y cuidados. La frotaron más tiempo con exfoliantes, con jabones aromáticos; le rasparon cada parte, le abrieron y exploraron cada grieta. Le lavaron el pelo grueso, de color avellana, en agua de lavanda, y se lo dejaron en tirabuzón sobre la espalda. Entonces se tendió en un diván mientras unas mujeres pequeñas con manos fuertes la frotaban y acariciaban y la apretaban hasta el punto de causarle dolor, y después, despacio, repetían todas esas acciones con la mayor delicadeza. Finalmente le aplicaron los aceites. Había habido preocupación por buscar un perfume cuya huella durara hasta la noche. Y entonces un jenízaro conocido de Hibah le dijo que había luchado con Mehmet la semana anterior y el joven olía a jengibre y a sándalo, combinación francamente masculina. Hibah se arriesgó: lo que agradaba en una forma de lucha agradaría en otra, y ordenó pedir un bote a los propios perfumeros del sultán.
Finalmente Ilona se sentó en otra silla, aún desnuda pero no fría, porque la habitación estaba calentada por los braseros y por la presión de las mujeres, tanto las que la atendían como las que daban órdenes. Estas últimas descansaban en divanes, comiendo dulces y bebiendo té de manzana, aunque a Ilona sólo se le permitía comer una pizca de cada cosa. Le frotaron el pelo hasta secárselo y después se lo peinaron con rizos. Aparentemente, la favorita actual de Mehmet, Abdulraschid, llevaba así el pelo. Se discutía mucho qué pareado de qué poeta se le escribiría en la piel, en un remolino que le bajaría de la nuca y le pasaría sobre la curva del pecho y el vientre hasta el clímax del pubis, la rojez dejada allí por las cremas cáusticas que le habían quitado todo el vello dos días antes de desaparecer. La calígrafa esperaba paciente la decisión. Cuando se decidieron por Celaleddin —algo relacionado con el vuelo; Ilona no entendía el persa—, trató de no reírse mientras el pincel le bailaba sobre la piel.
Los preparativos para su desfloración les llevaron todo el día. Un día de alegría y música, porque todo el tiempo sonó la ney, notas tocadas con flauta de caña que subían ora alegres, ora melancólicas. En un momento le ordenaron bailar. Apenas para recordar que era una de las mejores que habían tenido. No lo suficiente para que llegara a sudar.
Una por una, las criadas terminaron su tarea y se fueron, hasta que sólo quedaron las tres: Hibah, que la vendería; Tarub, la alegre, que la acompañaría hasta el diván del príncipe, e Ilona.
Ella había vuelto a adoptar una actitud neutra, la mirada baja, mientras Hibah daba vueltas y vueltas a su alrededor, agregando un toque más de pintura a labios que no la necesitaban, cambiando un anillo de plata de un dedo de un pie por otro, asegurándose de que cada campanilla del cinturón repicara de manera invitadora. Todas menos una, que no sonaba.
Hibah la tocó con el dedo.
—¿Puedes encontrarla? ¿En la oscuridad?
—Sí, ama.
—Cierra los ojos y muéstrame.
Pusieron el cinturón en el suelo. Con los ojos cerrados, Ilona se inclinó, buscó con los dedos, encontró la muesca delatora, metió debajo una uña pintada.
—¿La abro, ama?
—¿Quieres mancharte los velos? ¡No, no seas tonta! Lo único importante es que recuerdes hacerlo antes de quedarte dormida. A los hombres les gusta ver, a la luz del alba, que han poseído a una virgen. Así que si no tienes sangre propia, cosa posible, usa la sangre de paloma que hay ahí dentro. Frótala en tu cuerpo, pero sobre todo en el cuerpo de él. Embadúrnale la cimitarra. —La mujer se rió socarronamente y después se dirigió a Tarub—. ¿Nos hemos olvidado de algo?
Tarub sonrió.
—Como siempre, mi Lama emite la luz pura del lucero del alba.
—¡Hummm! —gruñó Hibah—. La pureza está bien a la luz del día. Pero por la noche los hombres prefieren algo diferente. —Se volvió hacia Ilona—. ¿Recordarás todo lo que te hemos enseñado?
A Ilona se le había secado la boca. Tragó saliva y asintió.
—Creo… creo que sí, ama.
—¿Crees? —dijo Hibah con aspereza—. Tienes que saber que debes estar preparada para cualquier cosa. En cuanto a deseos, todos los hombres son diferentes… y se dice que Mehmet es más diferente que la mayoría… ¡variable como el viento de levante! A lo mejor quiere escribirte poemas y adorarte como si fueras una estrella oriental, y se inclina ante ti para rezar… ¡aquí! —La mujer deslizó por el vientre de Ilona un dedo que fue a parar a su pubis—. Puede querer poseerte como si fueras un muchacho… ¡por aquí! —El dedo avanzó, empujó, e Ilona sintió que se le retorcían las tripas—. Puede querer tus lágrimas, tu risa o las dos cosas, una tras otra. ¿Estás preparada para darle todo lo que desea?
Volvió el miedo, el miedo del que la habían distraído los lentos preparativos del día. Miedo… y algo más.
—¿Acaso puedo hacer otra cosa? —dijo sin pensar.
Ante ese estallido, Tarub ahogó una exclamación. Hibah levantó una mano y después la bajó, reacia a marcar la mercadería.
—¡Muchacha estúpida! ¿Dónde crees que estás? ¡Lo único que puedes hacer es interpretar sus deseos! —Miró a Tarub—. ¡Ponle el velo!
Tarub fue hasta el estante y dobló las rodillas para levantar el tocado, tal era el peso de las monedas de plata y bronce que le colgaban de la frente. Era un pedido extraño a un emisario de Mehmet, porque las monedas se usaban habitualmente como dote… o las usaban las prostitutas para mostrar su riqueza y su habilidad. Con una risita, Hibah había sugerido que quizás eso era un indicio del papel que tendría que desempeñar Ilona: esposa o prostituta. Quizás ambas cosas. La gorra de cuero había sido adaptada antes a la cabeza de Ilona, y ahora le calzaba perfectamente. Las monedas le colgaban por delante de la cara, oscureciendo todo. Hibah era una silueta que dio un paso atrás para evaluar su obra.
—Muy bien —dijo por fin su voz—. Puedes irte, Lama de los Labios Oscuros. Espero que nos hagas sentir orgullosos de ti. Que Alá te bendiga en tu aventura y te premie por tu destreza.
Al entrar en el pasillo principal de la casa fue saludada con suspiros y susurros. Sólo podía ver retazos de imágenes entre el vaivén de las monedas, pero oía y reconocía las voces de las muchachas con las que había vivido en los últimos cuatro años. No las vería nunca más. Le asomaron lágrimas en los ojos y las contuvo, usando la rabia que había sentido un instante antes. Tenía los ojos pintados y tampoco ella debía arruinar la mercadería. Ése era su destino, ese día, la próxima noche. Un destino escrito. Inalterable. No tenía alternativa.
Entonces ahogó un pequeño grito. Acababa de recordar lo que le había hecho olvidar la actividad del día. Alguien que le había hablado de elegir. Que le había ofrecido lo que nunca le habían dado.
Al cerrarse la puerta y dejar de oír adioses susurrados, mientras esperaba a que se abriera la que comunicaba con la calle del Néctar, sintió que recuperaba aquella sorprendente rabia. ¿Qué derecho tenía ese Drácula a infundirle esperanzas? ¿Qué podía hacer ese hombre, un rehén? Poco más que un prisionero, no mucho más que un esclavo. Lo que definía a un esclavo era haber perdido el derecho de elegir. A ella la llevarían en un palanquín hasta el saray de Mehmet. Él la poseería como le diera la gana. Ella, si no sangraba lo suficiente, le rompería encima una ampolla con sangre de paloma. No tenía ninguna posibilidad de elegir.
Se abrió la puerta principal de la casa de las concubinas. La silla, vislumbrada a través del movedizo velo, estaba allí esperando. La custodiaban seis guardias del palacio, armados con alabardas. Otros cuatro, con el pecho desnudo, corpulentos, esperaban junto a las varas, entrando y saliendo de su campo de visión. Ilona se sintió marcada y se tambaleó. La mano de Tarub le aferró el codo y le ayudó a recuperar el equilibrio, y la guió paso a paso, como haría a lo largo de todo el camino. Hasta el último.
Dio uno, empezando a bajar las escaleras. Entonces, a mitad de camino, algo le hizo detenerse. Miró por encima del techo de la litera, hacia el otro lado de la calle estrecha, la puerta de enfrente, a media docena de pasos de distancia. Allí había un hombre. También con la cara cubierta, con la cabeza envuelta en un pañuelo. Sólo se le veían los ojos. Y aunque lo hubiera visto una sola vez, por una celosía y con poca claridad, lo conocía.
Volvió bruscamente la cabeza para tratar de verlo mejor. Las monedas oscilaron, ocultándolo. Al oscilar hacia el otro lado no vio a nadie en la puerta. Así que podía recordarlo de un solo vistazo. Recordar ojos tan verdes como una ladera de montaña primaveral en Valaquia. Recordar la mirada, el ardor que había en ellos; la sonrisa.
Sonrió por dentro, para sus adentros. Sonrió a la rabia, que desapareció de repente como una paloma arrebatada por las garras de un halcón.