5
La concubina

La mayoría de los espectadores se adelantaba corriendo a ver lo nunca visto: un príncipe caído. Sólo unos pocos frenaban la marcha del grupo, manos que se alargaban para estrechar las suyas, para palmearles la espalda. En su mayoría esclavos cristianos temporalmente liberados por ese raro triunfo. Pero Ion se abría paso como podía, consciente de que debían darse prisa. Pronto empezaron a pasar entre los que habían estado demasiado atrás para verlos y no los conocían.

Subieron por la escalera hasta la pasarela que se levantaba sobre el parque ecuestre, en parte almena para defender el casco de la ciudad, en parte pasadizo sobre las calles atestadas. Allí arriba había puestos, y se acomodaron a la sombra del toldo de un vendedor de zumos, medio ocultos por un palanquín con celosía abandonado en aquel lugar: sus portadores estarían sin duda entre la multitud que parloteaba intrigada y maravillada mirando hacia el otro extremo del campo. Bebiendo granadina, ellos también miraban, y vieron como daban vuelta a Mehmet y lo ponían boca arriba y después, despacio, lo levantaban. Mehmet estaba inclinado, las manos en las rodillas, hablando sin parar. Sus hombres miraban a su alrededor —Vlad sabía a quién buscaban— y se encogían de hombros antes de agacharse para dar su informe. Vieron como el príncipe le pegaba a uno y después retiraba la mano con evidente dolor.

—Compadezco a sus esclavos —dijo Ion—. Esta noche, en su saray, habrá unas cuantas palizas.

—Y se follará unas cuantas veces —dijo Radu excitado—. Los hombres a los que pegará, las mujeres a las que follará. Aunque podría ser al revés.

Se sonrojó de repente, al recordar lo que habría pasado en caso de perder la apuesta.

—¡Tanto follar! —gimió Ion—. Dicen que ya tiene cinco concubinas. ¡Con sólo dieciséis años, como nosotros! —Soltó un quejido—. Y yo, que ni siquiera consigo que la morena Aisha de la taberna se revuelque conmigo una sola vez.

Vlad sonrió.

—Al menos eres exigente, Ion. Mehmet no necesita hombres y mujeres. Es capaz de follarse un poste de madera si está suficiente tiempo al sol.

La carcajada, grave, intensa y sonora, los sobresaltó. No porque hubiera salido del palanquín que creían vacío. No porque fuera de mujer. Los sobresaltó porque habían estado hablando en su lengua materna, la «limba romana» de Valaquia, la lengua de sus secretos, y nunca habían conocido a nadie en Edirne que la hablara. Hasta ahora.

El palanquín era una caja con celosía, montada sobre varas, que llevaba dentro un asiento y en los lados escenas pintadas del natural: caza, cetrería, fiestas. Al mirar desde más cerca, Vlad vio algo que antes se le había escapado: dentro había una persona.

Miró más lejos, a los portadores, uno de los cuales intentaba convencer a los demás de que tenían que volver a desempeñar su función. Pero se resistían, atraídos todavía por el espectáculo que había allí abajo.

—¿Quién eres? —susurró Vlad, acercando la cabeza.

Un largo silencio. Por último, en voz baja, una inesperada respuesta en su lengua.

—Soy una concubina.

—¿De quién? —preguntó Vlad.

La respuesta volvió a tardar.

—Del hombre que, por lo que dice la multitud, muerde ahora sin honra el polvo.

—¿Mehmet?

—Sí. Soy su nueva godze. O lo seré mañana por la noche. ¿Conoces esa palabra?

—Muchacha elegida.

—Sí.

A medida que avanzaba la conversación Ion se asustaba cada vez más.

—Vamos —dijo, tirándole del brazo—. Sabes la paliza que te espera si te descubren hablando con una concubina. Sobre todo si es de Mehmet. Salgamos de aquí antes de que…

Vlad se soltó el brazo y se acercó más a la celosía.

—Hablas nuestra lengua. ¿De dónde eres?

—De un pueblo cerca de Curtea de Arges. Está…

—Ya sé dónde está —dijo Vlad—. Mi familia tiene tierras cerca.

—¿Y tú quién eres?

—Drácula —musitó Vlad—. Vlad…

Lo interrumpió el grito ahogado de la mujer.

—¡El hijo del Dragón!

—Sí.

Del parque ecuestre brotó un potente grito. Se había amontonado tanta gente en el borde de la pasarela que no se veía nada.

—Radu, ve a ver qué pasa.

De mala gana, Radu se levantó.

—Sí, hermano.

Vlad miró de nuevo hacia el palanquín.

—¿Cómo te llamas?

—Mi nombre de esclava es Lama.

—«Oscuridad de Labios» —dijo Ion con un susurro.

—Sí. Pero me bautizaron con el nombre de Ilona.

—Ilona —repitió Vlad—. Eso es húngaro, significa «Estrella».

—¿Hablas el idioma?

—Bastante.

—Mi padre era húngaro. Mi madre, valaca.

—¿Y te atraparon?

—En una incursión turca. Tenía diez años. Me compró un mercader para que le limpiara la casa. Después a la mujer del mercader le pareció que yo era bonita… demasiado bonita… y me vendieron a una antigua concubina del viejo sultán. Esa mujer me crió, me enseñó a bailar, a cantar, a agradar con la poesía y con el laúd. —La mujer bajó más la voz. En tono ronco, añadió—: Y cien otras maneras de complacer a un hombre.

A pesar de la inquietud, Ion cambió de postura, acercándose un poco más.

—¿Has… conocido a muchos hombres? —preguntó Vlad.

Había un dejo de tristeza en la pregunta, que arrancó una segunda carcajada.

—A ninguno… ¡aunque te sorprendería ver la cantidad de juguetes que hay en la calle de los Alfareros! —La risa cesó—. Y una no regala aquello por lo que los hombres pagan más. Mi dueño te lo puede explicar. Así que todavía soy virgen. Hasta mañana por la noche en el sarayi de Mehmet.

No había pasado de la alegría la tristeza. La alegría seguía allí. Y eso apenó a Vlad.

—¿Es esto lo que deseas?

—¿Lo que deseo? —dijo la mujer—. Yo no… deseo. Existo para el deseo de otras personas. Ése es mi kismet. Tengo que aceptarlo.

¿Kismet? —dijo Vlad. Después de echar una ojeada a la movediza y excitada multitud que los rodeaba, se inclinó más todavía, hasta tocar casi con los labios la celosía—. ¿Qué pasaría si tuvieras un destino diferente? ¿Qué pasaría si tuvieras una oportunidad?

Un resoplido de impaciencia.

—Nunca he tenido una oportunidad. ¿Cómo podría tenerla ahora?

—Porque te la podría ofrecer yo.

Al lado de Vlad, Ion se echó hacia atrás. Por un rato se había perdido en la voz de la muchacha, en la imagen de los labios que le habían dado el nombre. Pero entonces se dio cuenta de que se estaba arriesgando aún más que al peligro de la conversación. ¡Mucho más! Volvió a aferrarle el brazo.

—¡No!

Esta vez Vlad no hizo nada para que lo soltaran. Sólo se volvió hacia él y lo miró. Sin decir nada, Ion abrió la mano y la apartó.

Cuando Vlad miró de nuevo hacia la celosía, se oyó otra vez la voz de la mujer, muy débil.

—¿Qué clase de oportunidad me ofreces?

Vlad sonrió.

—La que está entre lo que los demás deciden por ti y lo que tú decides.

Silencio de nuevo en el palanquín, mientras alrededor empezaba a elevarse el murmullo de la multitud.

—¡Mehmet! ¡Mehmet! —decían los gritos, más y más cerca.

Los hombres retrocedían subiendo por la escalera. El príncipe y su comitiva debían de estar subiendo detrás. Radu regresó y confirmó la noticia levantando el pulgar.

—Tengo aquí a un amigo —prosiguió Vlad, sin levantar la voz—, un mercader de nuestra tierra. Tiene la barcaza en los muelles. Odia a los turcos y ama la plata. Plata es lo que le dará mi padre si te lleva a casa.

—¿A casa? —preguntó la mujer, como si desconociera la palabra—. Pero si hablamos de decidir, eres tú quien sigue teniendo el poder —dijo la mujer, levantando la voz, con un dejo de indignación—. ¿Harás o no harás lo que prometes?

Ambos pares de labios se apretaban ahora contra la celosía. Sólo los separaba una delgada lámina de madera.

—Ya he tomado la decisión —susurró Vlad—. Ahora te falta a ti decidir.

—¿Qué hace él ahora? —preguntó Radu, nervioso.

Ion dijo que no sabía con la cabeza.

La marea de gente alcanzó el parapeto. Muchos saltaron al suelo cuando Mehmet llegó al punto más alto. Tenía la cara deformada por el dolor. Abdullah lo sostenía por la derecha. Con la mano izquierda, usaba un bastinado en los que se acercaban más.

—¡Perros! —gritaba—. Chacales.

El gentío empezó a circular por la pasarela; los golpes, las blasfemias y las oraciones se fueron aplacando. Los portadores del palanquín, con el pecho desnudo, se estaban acercando. Vlad se había escondido entre las sombras del toldo mientras pasaba Mehmet. Después volvió a acercarse.

—Decídete —dijo.

Los portadores se inclinaron para agarrar las varas. Su jefe puso la punta de la porra en el pecho de Vlad. Vlad se apoyó en ella mientras levantaban el palanquín, esperando tenso unas palabras. Cuando los hombres levantaron la caja, las oyó.

—Ven a buscarme.

Y la mujer se había ido. Miraron el lento avance de la litera entre la densa multitud. Al ver que Vlad empezaba a caminar en la misma dirección, Ion lo agarró de la manga.

—No puedes hacer eso… —dijo.

Vlad miró a su amigo; en sus ojos verdes no había ninguna expresión.

—¿Por qué?

—Vencer a Mehmet en el jerid es una cosa. Todo el mundo vio que fue una victoria limpia. Secuestrar a su concubina… —Aquella mirada no cambiaba—. Vlad, ése es el hombre tan enamorado de su huerto que cuando le desapareció uno de los pepinos más preciados, personalmente abrió el estómago de siete hortelanos para buscarlo.

—Me dijeron que lo había encontrado. ¿Y qué?

—¿Y qué? ¡No es el hombre que más conviene tener de enemigo!

—Ya lo es. Nada que haga yo podrá mejorar o empeorar esa enemistad. ¿Y sabes una cosa? —Se volvió para mirar hacia donde iban los seguidores gritando todavía en nombre de Mehmet—. Estoy totalmente convencido de que un día uno de nosotros será la muerte del otro. —Alargó la mano, levantó el vaso de granadina y lo vació de un trago. El líquido rojo brilló, manchándole los dientes, en la sonrisa que apareció a continuación—. Pero olvidemos todo eso, amigo, porque… ¿no oíste su risa?

Antes de que Ion pudiera responder, Vlad había dejado el vaso en la mesa.

—Vamos —dijo—, tenemos que seguirlos. Tenemos que saber dónde vive ella para poder robarla.

Vlad echó a andar. Por un instante, Ion y Radu no se movieron; sólo se miraron.

—¿Nosotros? —dijeron al unísono, con voz apenas audible.