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Jerid

Cabalgaron hasta el campo ecuestre, un rectángulo polvoriento e irregular que iba desde los muros del patio exterior del kolej hasta las primeras casas de Edirne. Tenía unos ciento veinte pasos de largo y la mitad de ancho. Mientras iban hacia los muros del kolej pasaron por delante del poste rojo que señalaba la pequeña zona neutral, donde no se podía alcanzar con la jabalina a ningún rival.

Los otros rehenes formaron un semicírculo dentro de ella. Vlad fue hasta el centro del círculo.

—Escuchadme con atención —dijo con tono de urgencia, señalando hacia el otro extremo del campo donde Mehmet y sus siete compañeros estaban reunidos detrás de su propio poste rojo, en lugar seguro—, porque tengo una manera sencilla de vencerlos.

Bajó al suelo y con la punta del jerid dibujó en la tierra seca el desigual rectángulo del campo deportivo, marcando con un tajo, en los extremos, las zonas neutrales.

—Todos conocemos el método turco. En el jerid, como en la guerra, vienen a caballo desde sus tierras… —pinchó con la barra la zona de seguridad turca—. Y nos desafían uno por uno. ¿Y qué caballero cristiano puede negarse a un combate de uno contra uno? Así que uno acepta, persigue al retador, arroja la jabalina y normalmente no acierta… y entonces aparece otro turco a caballo y lo alancea. Pero no hay ninguna norma que diga que tenemos que combatir por separado. ¿Qué pasaría si saliéramos los ocho y desafiáramos a ocho de ellos a combatir? ¿Qué pasaría si lucháramos juntos por una vez? ¿Qué pasaría si vosotros, los Mardic, el grande y el pequeño, encabezarais el ataque por el honor de Serbia, y los demás…?

—Os escondéis detrás de nosotros —lo interrumpió Gheorghe— mientras ponemos el cuerpo para recibir las jabalinas. Después nos sentamos a mirar cómo sales furtivamente a arrojar la tuya y a salvar tu virilidad.

—¡No! ¡Escucha! ¡Escucha! Esto va a funcionar. Una barrera, sí, pero armada y…

—Y tú detrás —se burló el transilvano—. Como hizo tu padre cuando mi tío, Hunyadi, el Caballero Blanco de la cristiandad, lo necesitó en Varna. No desplegó el estandarte del Dragón, se escondió y dejó que otros corrieran el riesgo…

—¿Se escondió? —exclamó el Drácula pequeño, adelantando el caballo—. ¿Mi padre? Ya verás…

—¡Escuchad! —gritó Vlad, en vano.

Ya era demasiado tarde. Su voz no podía sofocar el tumulto. Pero lo hizo el sonido de un cuerno de caza.

Todos miraron. Había dos jinetes a cuarenta pasos de distancia. El que estaba apartando el instrumento de los labios era Abdullah-i-Raschid. El actual favorito de Mehmet, un esclavo de origen griego con cara olivácea enmarcada por hileras de ordenados rizos.

—¡Príncipes insignificantes! ¡Humildes rehenes! ¡Escoria! —Hizo una reverencia burlona. Tenía la voz tan engrasada como el pelo—. ¿Hay entre vosotros dos hombres? ¿Alguno se atreverá a desafiar a los guerreros de Mehmet?

—Espera —advirtió Vlad—. Escojamos…

—¡Escoge tú! —El Mardic mayor clavó las espuelas, tiró de las riendas y su montura soltó un relincho agudo levantándose sobre las patas traseras. Mientras el caballo volvía a ponerse a cuatro patas, el serbio gritó—: ¡Por Serbia y san Sava!

Y espoleó el animal con más fuerza. Su hermano hizo lo mismo. Ambos se apresuraron a entrar en el campo.

Eso no sorprendió nada a los turcos, que estaban preparados. Con un movimiento de riendas dieron media vuelta, y a los tres pasos ya iban al galope. La carga había acercado a los serbios lo suficiente para realizar un lanzamiento, y el más joven de los Mardic se echó hacia atrás y arrojó el jerid, que salió totalmente desviado. Tiró de la cabeza de la montura para hacerla dar media vuelta, pero un turco fue mucho más rápido y se situó paralelo al desesperado serbio que trataba de pasar al otro lado del poste rojo. Sin rapidez suficiente, sus frenéticos movimientos no consiguieron distraer al adversario. La jabalina le dio en el costado del cuerpo tres pasos antes de alcanzar la seguridad.

Se oyeron gritos en el otro extremo, y entre los muchos espectadores que atestaban la pasarela encima de las líneas de partida de los caballos. Gritos redoblados de júbilo cuando el mayor de los Mardic, persiguiendo al zigzagueante Abdullah, lanzó la jabalina en el momento en el que el griego entraba en la zona segura, aunque de todos modos no le acertó e inmediatamente recibió el impacto del lanzamiento de otro turco. Cabizbajo, se acercó a su hermano y trotó hasta los establos, tratando de pasar por alto los abucheos de los espectadores.

—Ahora —gritó Vlad—, ¿me vais a escuchar? Aún quedamos seis…

—Demasiado tarde —dijo Ion señalando.

Todos miraron. Otros dos turcos se habían unido al que acababa de lanzar la jabalina, galopando a su lado mientras se inclinaba en la silla de montar y agarraba su jerid y lo blandía triunfalmente en el aire, entre más vítores. Pasó a veinte pasos de la zona segura de los rehenes, a quienes dedicó con los labios una inconfundible pedorreta.

—¡Acabaré con él! —gritó Zoran, el croata.

—¡Es mío! —chilló el bosnio.

—No. ¡Es mío! —exclamó el transilvano.

—Esperad —gritó Vlad.

Demasiado tarde. Al atacar los tres, sus adversarios se separaron, dos a la izquierda y uno a la derecha, pero no al galope tendido sino con suficiente lentitud para crear la ilusión de que se podría hacer blanco en ellos. Volaron tres jerids; los tres fallaron. Los cristianos trataron de alejar sus caballos de la línea de seguridad turca, y volver galopando a la suya. Pero Mehmet, Abdullah y otro se pusieron en marcha, no con demasiada rapidez, manteniendo una velocidad constante, porque la corta distancia no requería la velocidad extra que podría desarrollar su caballo.

Al menos una jabalina erró el blanco… por un pelo. Durante un segundo pareció que el pequeño Zoran escaparía. Pero los caballos turcos eran más rápidos y estaban mejor conducidos.

Uno se le atravesó por delante, asustando su montura; había arrojado el único jerid permitido y no podía repetir el lanzamiento. Tampoco el otro, el que iba por el otro lado de Zoran, encerrándolo. Pero lo llevaron hacia un hombre que sí podía atacar: Mehmet, que había recogido el jerid con el que no había acertado y tenía el caballo inmóvil en el centro del campo.

Vlad y los demás nada podían hacer. Sólo les quedaba mirar cómo los dos jinetes entregaban el croata a su príncipe, como perros de caza que acercan la presa a la flecha del cazador. Mehmet dijo que se acercara más, más, y de repente se echó hacia atrás y le arrojó el arma. La jabalina destrozó la cara del muchacho. Por su grito de agonía, poco antes de caer del caballo, todos supieron que estaba herido de gravedad. Al llegar al suelo dejó de moverse. Mehmet levantó un brazo triunfal mientras volvía a su línea.

Empezaron a salir esclavos corriendo. El juego siempre se detenía cuando había un herido, así que Vlad y los demás apuraron sus caballos y llegaron junto al caído antes que aquellos hombres. Vlad desmontó con un solo movimiento, y con otro dio vuelta al muchacho y le apoyó la cabeza en su regazo.

—Dios me salve —murmuró, persignándose. La cara estaba destruida, la nariz aplastada de lado sobre la mejilla, un ojo ya negro y cerrado por la hinchazón. El muchacho se ahogaba y Vlad hizo que se incorporara y le palmeó con fuerza la espalda.

Un chorro de sangre y de huesos saltó al polvo.

—Jesús —dijo Ion, desmontando y arrodillándose.

Sobre el caballo, Radu dio media vuelta.

—¿Cómo…?

Mientras se acercaban hombres corriendo, mientras las manos intentaban levantar al muchacho inconsciente, Vlad se alejó unos pasos y se inclinó.

—Aquí está la explicación —dijo, recogiendo el jerid de Mehmet. La capucha acolchada de cuero que habría impedido la peor parte del daño colgaba a un lado, dejando al descubierto la torcida punta de álamo—. Ha arrancado los remaches —dijo—. Lo negará, por supuesto, pero…

—¡Maldito perro! —dijo Ion, levantándose, temblando de furia—. Lo voy a…

—¡Espera! —dijo Vlad mientras volvía a montar—. Haremos esto. Pero lo haremos bien. —Los miró a cada uno por turno—. ¿Te harán caso por lo menos los valacos?

Los dos jóvenes asintieron. Mientras se llevaban a Zoran, fueron a ocupar su línea con los caballos. Al mirar hacia atrás Vlad vio a Mehmet apeado del caballo, rodeado por sus siete compañeros. Se pasaban entre ellos una botella de piel, celebrando ya la victoria segura con leche fermentada de asna. Por un momento, Vlad sintió una clara tensión en la ingle. Después se dominó y se dirigió a los demás.

—Escuchad con atención. Tendremos que hacer con tres lo que había planeado para ocho.

—Pero, hermano —murmuró Radu, todavía con emoción en la voz, mirando nervioso hacia el otro extremo del campo—, ninguno de ellos ha sido alcanzado. Pueden venir a atacarnos los ocho. No tenemos ninguna posibilidad de ganar.

—Conoce a tu enemigo, Radu. Mehmet no perderá la oportunidad de hacer algún alarde ante su gente… —Vlad señaló a los espectadores con un ademán—, la gente a la que gobernaba hace dos meses y que sin duda volverá a gobernar. Querrá demostrar que es invencible. Y querrá vencerme, hombre contra hombre. Si pudiera usar el cuchillo, y cortar lo que me separa de Alá, lo haría. —Vlad ensayó una mueca—. El orgullo es su punto débil. Si salimos tres a desafiarlos, sólo tres aceptarán el desafío. Él estará entre ellos. Así que esto es lo que tenemos que hacer.

Habló con rapidez, empujado por la necesidad. Era un plan muy sencillo. Una vez su padre le había dicho que en el campo de batalla, con sus infinitas complicaciones, la sencillez era casi siempre lo mejor. Esperaba que en el campo del jerid tuviera aplicación el mismo principio.

—Están subiendo a los caballos —dijo Ion.

—Nosotros ya hemos subido —respondió Vlad—. Apoderémonos del espacio.

Tocando con los talones los flancos de Kalafat, Vlad guió a sus compatriotas.

Mehmet se levantó apoyándose en las espuelas.

—¿Lo sientes, hijo del Dragón? —gritó, apretándose la ingle con la mano—. Te puedo asegurar que se anda mucho mejor sin ese colgajo que te sobra.

—Sé que eres un experto en cortar cosas, Mehmet. He visto pruebas. —Vlad arrojó al aire el jerid del príncipe turco y la capucha de cuero se apartó de la punta—. Pero me parece que no te voy a dar esa oportunidad.

El jerid le cayó en la mano. Con un solo movimiento se inclinó hacia atrás y arrojó la jabalina. Mehmet agachó la cabeza, soltando un chillido de rabia.

—No tienes permitido atacarnos detrás del poste —gritó.

—Y no lo hice —dijo Vlad, girando y apartando de allí a Kalafat. La indignación había paralizado a Mehmet, y permitido que los tres valacos se alejaran por el campo antes del arranque de los turcos.

—Toma —dijo Ion, entregándole otra jabalina, mirando hacia atrás—. ¿Ahora?

—Ahora… ¡espera!

Radu gritó «arre», apretó los talones e hizo girar al caballo, describiendo un arco hacia la izquierda. Lo siguió un turco que arrojó la jabalina, erró el blanco y se volvió hacia la línea. Radu se echó a perseguirlo.

Todos avanzaban ahora a la mayor velocidad posible. Mehmet y Abdullah estaban a treinta pasos de distancia, una distancia larga pero no imposible para un buen jugador de jerid. Sin embargo, Vlad contaba con la furia de Mehmet, con su necesidad de rematar bien la faena. Así que se agachó sobre el pescuezo de Kalafat y cabalgó codo contra codo con Ion, usando el cuerpo alto del amigo como barrera entre él y el adversario.

Se veían obligados a ir hacia el oeste, hacia las líneas de los caballos. Allí podrían salirse de los límites, para su vergüenza. O…

—Ahora —gritó Vlad, e Ion torció la cabeza de la montura hacia la izquierda, para reanudar la persecución, con Vlad a su lado, todavía protegido. Entonces, a veinte pasos y ganando terreno, Vlad se adelantó un poco y se levantó.

La repentina cercanía, el repentino blanco; los dos turcos echaron hacia atrás. El esclavo arrojó primero, inclinándose hacia el lado, y su jabalina voló con fuerza, a poca altura, y golpeó a Ion en el costado. Vlad oyó el porrazo y el grito estridente de su amigo. Pero tenía los ojos clavados en Mehmet mientras avanzaba a toda velocidad.

Todo se volvió lento y el ruido se alejó, como si los vítores de los espectadores fueran ahora susurros, como si los caballos estuvieran conteniendo los gruñidos y los hombres, los gritos de dolor o de triunfo. Lo único que Vlad oía con claridad era la llegada del jerid de Mehmet, el viento que silbaba en la acolchada capucha de cuero que iba y venía golpeando la punta. Vlad soltó su propia jabalina…

Entonces todo volvió a moverse a gran velocidad. El arma que se acercaba a su cabeza, su repentina inclinación, el brazo que se disparaba para atrapar el jerid en el espacio vacío que tenía encima. Una jugada que muchos intentaban y pocos lograban, que arrancó aplausos hasta en el equipo de Mehmet. No del propio príncipe, que estaba muy ocupado tirando de la cabeza del caballo para cambiar de rumbo y llegar a su propio extremo del campo, a la seguridad de su línea de partida.

Pero aún estaba dando la vuelta. Vlad seguía avanzando en línea recta, acercándose más y más, hasta que estuvo a tres caballos de distancia; no tan cerca como para que pareciera indecoroso. Lo bastante cerca como para no errar el blanco.

Un tirón de riendas hizo mover la cabeza de Kalafat hacia la derecha. Entonces, usando todo el impulso que le daba el caballo y su propio cuerpo, se echó hacia atrás y después hacia delante, y antes de que el turco atravesara la línea de seguridad arrojó el jerid directamente al centro de la columna vertebral de Mehmet.

Vlad tuvo el placer de oír el golpe seco de la madera, que por lo que veía había arrojado con suficiente fuerza. Lo mismo tenía que haber pensado Mehmet, porque soltó un potente grito y salió como volando de la silla de montar y rodó varias veces en el polvo. Vlad miró hacia atrás y sintió alivio al ver que el cuerpo se movía: no creía que el destino de los dos incluyera la muerte de Mehmet ese día, a manos de un rehén. Pero sintió más alivio aún cuando, caminó a su extremo del campo, alargó la mano y se apretó la ingle.

—Sigue ahí —murmuró mientras se le dibujaba una sonrisa.