Vlad miró al príncipe turco, que finalmente aflojó las riendas y dejó que su montura apoyara las patas delanteras. Hacía más de un año que no lo veía pero no había cambiado mucho, al menos de aspecto. Tenía la barba un poco más roja, más poblada, mejor recortada. Su nariz seguía siendo un pico de loro metido sobre unos labios carnosos. Pero había un indudable cambio en su porte. Nunca había sido un joven modesto. Pero dos años antes, su padre, Murad, había abdicado de forma inexplicable y había hecho sultán a su hijo. Mehmet había sido educado para ejercer el poder desde la cuna, pero aún no era más que un adolescente de catorce años que gobernaba uno de los imperios más poderosos del mundo. Había ignorado a sus consejeros, perdido el apoyo de sus tropas más leales, los jenízaros, alentado a delirantes místicos de las montañas, librado guerras insensatas. El Diván —consejo del sultán— había suplicado a Murad que regresara, y Murad había aceptado. Mehmet volvía a ser un simple príncipe, heredero del trono que había ocupado durante dos años. Humillado por tener que doblegarse de nuevo ante tutores, obedecer más que mandar. Y Vlad veía ahora cómo sentaba eso en el rostro de aquel niño-hombre: nada bien.
—Drácula —exclamó el príncipe, devolviendo la mirada—. Dos Drácula. Dos hijos del Demonio… y su pequeña banda de diablillos. —Echó una mirada a los demás, descartándolos, y volvió a fijarse en Vlad—. Me alegro de que tu padre se siga portando como una oveja para que sus corderos puedan seguir viviendo.
—Y tu padre vuelve a gobernar, Mehmet —respondió Vlad sin alterarse—, para regocijo universal.
La rojez del príncipe se acentuó. Acercó un poco más el caballo, obligando al grupo a ceder espacio.
—Yo volveré a ser sultán —siseó—, pero tú seguirás siendo rehén. ¡Rehén mío! Y haré que me lamas la tierra de los pies.
—Entonces, sin un dedo, tendrás dificultades para caminar.
Ion se puso tenso, esperando la explosión. Pero después de un momento Mehmet sonrió.
—Pequeño Dragón —dijo—. Siempre tan osado. Cosa fácil si te ocultas detrás de tu estado de rehén. Sabes que no puedo tocarte… por ahora.
—Sé que no lo harás nunca, principito.
—¿No? —La sonrisa de Mehmet se agrandó—. ¿Ni siquiera con esto? —El príncipe se pasó la mano por encima del hombro y sacó algo de una vaina que llevaba en la espalda. Todos la conocían, la jabalina que tenía más o menos la longitud del brazo del joven—. Pero tú nunca podrías tocarme con un jerid, ¿verdad? —Miró alrededor—. Vosotros, la escoria balcánica, no tenéis destreza suficiente con el caballo o con el arma para siquiera acertar… una vez de cada ocho.
Ion oyó la astucia en la pregunta. Vlad también debía de haberla oído. A pesar de eso habló.
—¿Así que una vez cada ocho? No está mal.
—No, Vlad…
Una mano levantada detuvo las palabras de Ion.
—¿Nosotros ocho contra ti y los tuyos? —dijo Vlad con voz suave—. Creo que lo podríamos hacer.
El rugido de los turcos a caballo tapó los silbidos de los rehenes. Por encima del alboroto, Mehmet gritó:
—Pero ¿qué es un jerid sin una apuesta?
—¿Tú que ofreces?
—Bueno… —Mehmet miró hacia el cielo—. Me dicen que eres amigo del agha Hamza. Que compartes su amor por los halcones. Si logras acertar una vez, te daré mi preciosidad, mi amada Sayehzade.
Montados en los caballos, todos ahogaron un grito. Por el precio de un ave como aquélla se podía comprar una casa en Edirne. Hasta Vlad estaba atónito.
—Yo… tengo poco comparable que ofrecer…
—¡Exacto! —cacareó Mehmet—. Tienes un hermano… pequeño. Radu el Bonito. Apuéstalo contra mi Sayehzade.
Radu escupió.
—No soy objeto de apuesta. Jamás…
El brazo de Vlad rodeó los hombros de Radu.
—Mi hermano no es mío y no puedo darlo. ¿Qué otra cosa aceptarías de él?
—Bueno… —La mirada de Mehmet pasó muy intencionadamente de la ingle de Radu a la de su hermano—. Tienes ahí un pedazo de piel que es tuya. Una cosa pequeña que se interpone entre ti y Alá, el Misericordioso. Se dice que lees el Corán tan bien como yo. ¿Por qué no dar entonces el paso que falta? Mi padre te organizará una gran ceremonia de circuncisión cuando ingreses en la fe verdadera, una vez que nuestros jerids hayan encontrado sus ocho blancos. —Se inclinó hacia abajo, sonriente—. ¿Qué te parece?
«No aceptes», pensó Ion, observando a su amigo, temiendo la respuesta. Que se produjo.
—Puedo ofrecer mi prepucio porque es mío, príncipe. Y lo ofrezco.
Nuevas expresiones de asombro entre los rehenes, gritos de alegría de los turcos.
—Trato hecho —chilló Mehmet, dando excitado una vuelta con el caballo—. Si no nos golpea ningún jerid antes de que os haya golpeado a todos vosotros, ordenaré que fabriquen los manteles de cuero. ¡Yo mismo afilaré el cuchillo! —Dio media vuelta—. Traed vuestras monturas; os esperaremos en el campo.
Dicho eso volvió a girar con el caballo y condujo a sus hombres por donde habían venido, perdiéndose rápidamente entre el polvo.
—¿Qué has hecho, valaco? —El serbio mayor, Gheorghe, escupió las palabras—. Contra ellos no podemos ni acertar una vez en veinte, y mucho menos una en ocho. ¡La oferta que te hizo es tramposa! Llevan practicando desde la infancia, mientras que nosotros…
—Nosotros montamos a caballo tan bien como ellos —respondió Vlad con voz firme—. Arrojamos tan bien como ellos el jerid. Lo que no hacemos es unirnos como ellos. Aquí, en el campo de la disputa. Allá, en nuestras llanuras, en nuestras montañas. —Vlad señaló hacia el norte y empezó a avanzar en esa dirección, hacia las líneas de caballos, sin dejar de hablar—. Luchamos como serbios, croatas, transilvanos, valacos… y húngaros, francos, venecianos. Todos los países cristianos. Por separado nos destrozan. Pero de vez en cuando nos unimos. Y cuando lo hacemos, conquistamos Jerusalén. Pero no permanecemos unidos el tiempo suficiente para conservar nuestras conquistas.
—¿Qué te parece si empezamos por tu prepucio, Vlad, y conquistamos mañana Tierra Santa?
Todos rieron al oír las cansadas palabras de Ion. Hasta Vlad.
—Entonces no luchamos por la Santa Cruz sino por el Santo Prepucio, ¿es así? —dijo el croata con una risa alegre.
—No —dijo Vlad, recuperando la seriedad—. Luchamos porque, por mucho que nos odiemos entre nosotros, tenemos que odiarlos más a ellos. Ellos son el enemigo. De nuestra fe en Cristo, más allá de si somos ortodoxos o católicos. Y por nuestros países. Para verlos libres y no sometidos al yugo del islam y de los turcos.
Habían llegado a las líneas de los caballos. Unos mozos de cuadra, que habían visto como se acercaban, les estaban preparando las monturas.
—Pero ¿cómo haremos para vencerlos, estemos o no unidos? —preguntó Petre, el transilvano.
—Para eso tengo algunas ideas —dijo Vlad—. Recordad que necesitamos marcar un tanto. Uno sólo.
A su alrededor los demás rehenes estaban montando, controlando cada uno el caballo a su manera. Todos se habían puesto espuelas y las clavaban en los flancos, tirando con fuerza de los frenos, dominando los animales. Vlad sabía que se podía mandar a un caballo de esa manera, con dolor y crueldad. Así obedecían las órdenes de sus jinetes. Pero no se esforzarían por lograr lo que no les gustaba.
Algo muy diferente ocurría con Kalafat. Cada vez que veía su caballo recuperaba algo del asombro que había sentido al conocerlo. Le habían permitido elegir uno en los propios establos de Murad, y se habían reído de su elección, porque el caballo escogido era una yegua, y ni siquiera adulta, y de raza turcomana; por lo tanto era mucho más pequeña y ligera que los destriers, los enormes caballos de guerra, elegidos por los demás rehenes. Pero no la había elegido por su belleza, aunque tenía piel gris moteada y una espesa crin blanca que le daba el nombre: Kalafat, el tocado más llamativo. La había elegido porque había visto en ella lo que buscaba en un caballo desde el momento en que había empezado a cabalgar, más o menos una semana después de empezar a caminar: espíritu. No buscaba dominio sino colaboración. Cuando la montaba era como si se fundiera con ella, transformándose en un centauro, no en un hombre a caballo. Sus manos eran un susurro llevando las riendas, sus muslos, una caricia en los flancos. Y no usaba espuelas.
Los demás pasaron por delante de donde estaban expuestas las jabalinas y todos se inclinaron para sacar una y después avanzaron hacia el campo. Vlad estaba a punto de seguirlos cuando Ion lo retuvo tirándole de la manga.
—¿Por qué haces esto?
Vlad miró hacia lo lejos, el punto donde una nube de polvo mostraba los inquietos y alborotadizos turcos.
—Kismet.
—¿Qué?
—Lo tratamos la semana pasada.
—Recuerdo que hablabas de eso con Hamza. La conversación pronto aburrió mortalmente al resto de la clase. —Ion soltó un gruñido—. Es el destino, ¿verdad?
—Una forma de destino. Todos nacemos con nuestro Kismet marcado. No podemos alterarlo. Pero podemos prepararnos para lo que nos depara. —Señaló hacia la nube de polvo—. El destino para el que nací es enfrentar turcos guerreros. Y Mehmet, que tiene la misma edad que yo, irá al frente de ellos.
—¿Qué tiene eso que ver con el jerid?
—Tengo que aprender a vencerlo. Para eso siempre habrá que correr un gran riesgo. Algún día será por algo más que un pequeño trozo de piel. Conviene entonces empezar ahora.
Ion hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.
—Estás loco.
Vlad sonrió.
—¿Cuándo te diste cuenta?
Se puso en marcha y se inclinó sobre el pescuezo de Kalafat para sacar una jabalina. La arrojó con fuerza al aire, y mientras miraba cómo caía levantó la mano para agarrarla… y se le escapó al suelo.
Ion enarcó las cejas.
—¡Vlad!
El príncipe le sonrió.
—Que esté loco no significa que no tenga miedo.
Dio una orden a la yegua, una serie de chasquidos con la garganta. Inmediatamente, Kalafat se inclinó hasta el suelo, recogió la jabalina entre los dientes y levantó la cabeza. Vlad se echó hacia delante y se la quitó.
—Al campo —dijo a su yegua y amiga.