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Rivales

Vlad se quedó un momento en la entrada, parpadeando ante la luz del sol, acostumbrando los ojos. Pensando en Hamza.

Lo echaría de menos. Por la sabiduría de sus enseñanzas, impartidas casi siempre con palabras y no con golpes. Por el amor que compartían por muchas cosas: la poesía sufí, la filosofía griega, la cetrería. Sólo habían cazado juntos una vez, cuando Hamza había sacado su orta del kolej y lo había llevado a las colinas. Los halcones que había sacado de las caballerizas del sultán toleraron a los forasteros en cuyos puños iban posados, y tres de ellos, incluido el de Vlad, había matado avutardas. Pero Hamza tenía un shungar, un halcón blanco como las nieves de las que procedía. Ese halcón cazaba aves y conejos, una y otra vez, pero siempre regresaba al puño y acariciaba la mano con el pico pidiendo carne. Fue entonces cuando Vlad vio el guante gastado de su agha. Esa noche había puesto manos a la tarea mientras los demás dormían.

Una burla interrumpió sus recuerdos.

—«Y yo vivo contigo… por ahora» —remedó Ion con un susurro mientras avanzaban hacia el sol—. ¿Quieres hacerte el misterioso con ellos?

—Sí, quiero que el enemigo se haga preguntas acerca de mí.

—¿Tu enemigo es Hamza?

—Por supuesto. Es turco. Pero igual me cae bien.

Vlad salió de la sala al patio interior. El sol del mediodía proyectaba su sombra detrás de él, sobre su otra sombra. Sentía las preguntas que se agitaban dentro de Ion y sonrió, tratando de adivinar cuál sería la primera en salir a la superficie. Miró hacia atrás y después hacia arriba. ¿Había crecido su amigo de la noche a la mañana? Los dos habían crecido durante los cinco años que llevaban como rehenes de los turcos, pero el crecimiento de Ion había sido casi exclusivamente hacia arriba y sólo en los últimos tiempos hacia fuera. Todavía caminaba con el paso torpe de un potro que aún no se ha acostumbrado a las patas largas. Él, en cambio…, nunca miraría desde arriba a muchos hombres. La mayoría tendría que apartarse para ver qué había detrás de él, pero… ¡le habría gustado ser un poco más alto!

De repente se detuvo. Ion, sumido en sus pensamientos, tropezó con él.

—Eh —dijo, sorprendido, instantáneamente receloso, dando un paso atrás, mirando las manos de Vlad.

—¿Dónde estás, Ion?

—¿Dónde? —Ion miró alrededor y entonces entendió lo que quería decir su amigo—. ¿El guante? ¿Cuándo… cuándo…?

Vlad echó a andar de nuevo, seguido por las dos sombras.

—¿Cuándo hice el guante? Cuando estabas en la taberna, babeándote por Aisha, la de la piel morena. ¿Por qué? —Caminó más despacio—. Yo mismo me lo pregunto.

—Dímelo, Vlad —rogó Ion—, porque tú no haces nada sin un motivo.

—¿De veras? —Vlad suspiró—. Quizá tengas razón. Quizá piense mucho. La verdad… —Hinchó los labios—. Lo hice porque puedo, y me encantó hacerlo. Se lo di a Hamza porque me cae bien. —Levantó la mirada—. ¿Es ésa razón suficiente?

—No, Vlad. Porque yo te caigo bien. Y nunca me has hecho un guante ni ninguna otra cosa.

—Es cierto.

—Dime entonces la verdad.

—De acuerdo. —Vlad aspiró hondo—. Ya que quieres saber, te diré que aparte de que Hamza me cae bien hay otras dos razones. Una es evidente para cualquiera que no sea un bobalicón. La otra lo es menos.

Ion pasó por alto la burla.

—¿Cuál es la evidente?

—Hamza es un poder en este país. Fue el escanciador de Murad y ha seguido subiendo en la corte. No está mal para el hijo de un zapatero remendón de Laz. Es un hombre que hay que conocer. Respetarlo y ganar su respeto. Quizá tengamos que tratar con él algún día.

—¿Nosotros?

—Los Draculesti. Mi padre, mis hermanos y yo. Los príncipes de Valaquia.

—¡Ajá! ¿Y la otra razón?

—¿No te recuerda al Dragón?

Ion se detuvo, boquiabierto.

—¿Tu padre? —Ensayó una sonrisa burlona—. Vlad Drácul es rechoncho, como tú…

—¿Rechoncho? ¡Ten cuidado!

—Pelo negro como el demonio, ojos verdes, piel morena, excesivamente velludo, como tú…

—¿Estás describiendo hombres o monos?

—Mientras que Hamza —Ion levantó una mano— es alto, delgado, rubio y casi tan guapo como yo. —Se pasó la mano por el largo pelo dorado y lo sacudió—. Él y yo pertenecemos a una raza de ángeles, mientras que los Draculesti…

No tendría que haber apartado la mirada mientras insultaba al amigo. Vlad le agarró un brazo, se lo retorció y en un instante lo tiró boca arriba en el polvo. Su cara estaba a una mano de distancia de la de Ion.

—Lo que dices de mi padre es cierto. Pero yo hablo del interior. Ambos aman la vida, cada uno de sus aspectos. Pero ambos la sacrificarían, incluido todo placer y todo vicio, por lo que consideran justo.

En la espalda de Ion se clavó una piedra. La presión de Vlad sobre el brazo le producía dolor.

—Pensé que odiabas a tu padre —escupió, irritado.

El rostro de Vlad cambió. Desapareció el gesto burlón. Se levantó, ayudando a Ion a ponerse de pie.

—¿Odiarlo? ¿Por qué dices eso?

Ion se cepilló el polvo de los shalvari.

—Porque te entregó a ti y a tu hermano a los turcos como rehenes. Te alejó de todo lo que querías: tu casa, tu madre, tus hermanas…

Vlad se limpió el polvo de las manos.

—Me produjo odio lo que hizo. Cómo lo hizo.

—No le quedaba otro remedio.

—No —dijo Vlad con voz suave—. Cuando estás atado a la rueda de un carro, besando el culo del sultán, no puedes controlar mucho lo que haces.

Ion lamentó instantáneamente despertar ese recuerdo de cinco años atrás. La invitación del sultán a negociar en Gallípoli. El Dragón llevando a sus dos hijos con él en la embajada. Sólo que no era una embajada. Era la manera de llamar al orden a un vasallo que había estado jugando demasiado del lado del mayor enemigo de los turcos: Hunyadi, el Caballero Blanco húngaro. Drácul, encadenado e impotente, hizo lo que se le pedía. Juró pagar su tributo anual en oro y prometió enviar a muchachos para el enderun kolej. Juró apoyar sólo al sultán en la guerra. Finalmente le quitaron las cadenas y lo dejaron volver a su país. Pero tuvo que dejar a sus hijos como rehenes para respaldar la palabra empeñada.

Vlad se había vuelto a poner en marcha. Ion lo alcanzó.

—Lo siento…

—No. No tiene importancia —respondió Vlad—. Si lo que hizo me produjo odio, eso pertenece ahora al pasado. Comprendo sus razones. Hizo lo necesario para seguir en libertad y cumplir con lo que consideraba justo. Algo que todos debemos hacer. —Miró hacia atrás—. Me lo ha enseñado el agha Hamza. Un guante, el trabajo que me dio hacerlo, es un pequeño precio por semejante conocimiento.

Habían llegado al extremo de los jardines del patio interior. Al salir al patio exterior, el repentino aumento del ruido les hizo detenerse. Cientos de jóvenes de todas las ortas se mezclaban allí, levantando voces y polvo. Cerca de la entrada estaban los demás estudiantes de su propia orta. Vlad e Ion trataron de avanzar al unísono en dirección contraria. Demasiado tarde.

—¡Vladia! ¡Ay, Vladia! —Se oyeron unos ruidos de besos—. ¡Qué marrón tienes la nariz! ¿Hasta dónde se la metiste en el culo al agha esta vez?

Vlad se detuvo, así que Ion tuvo que hacer lo mismo. Después de varios años en la misma orta, todos los rehenes conocían los puntos débiles de los demás. La nariz de Vlad era uno de ellos. Su relación con Hamza, otro. Gheorghe Mardic, el serbio, le había tocado los dos.

Con un suspiro, Ion siguió a Vlad hasta el grupo, donde todos tenían la misma sonrisa burlona en la cara, la misma excitación en los ojos. Ese enfrentamiento se había estado preparando durante una semana, desde el día en el que, en los combates de lucha libre, Vlad había derribado a los dos Mardic y después a todos los demás, uno tras otro. Por separado no podían vencerlo. Juntos…

Vlad se detuvo a unos pasos de distancia con las manos a los lados.

—¿Tienes algo que decirme, Mardic Maximus?

El más grande de los hermanos serbios —y los dos eran corpulentos— asintió con la cabeza.

—Ya me oíste, Vlad… ¡Narizota! —Ante ese título se produjeron algunas carcajadas—. Pero repetiré con gusto mis palabras. Esa cosa enorme que llamas nariz está cubierta de mierda. Mierda turca. —Lo escudriñó con exagerada atención—. Y ahora que estás cerca veo… ¡cejas marrones! ¡Marrón en el pelo! —Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza—. ¿Metiste toda la cabeza en el culo del agha?

Ion dio un paso al lado para poder mirar mejor a Vlad. Al ver que éste sonreía, Ion se preparó. Era una especie de señal.

Los demás debían de haber pensado lo mismo porque de repente se apiñaron como una punta de lanza: los serbios delante, Petre el transilvano a la derecha, el croata Zoran a la izquierda y detrás el bosnio Constantin, que era más pequeño.

—Cinco a dos —exhaló Vlad sin dejar de sonreír.

—Cinco a tres, hermano.

La voz estridente salió del centro de otra orta.

—Radu —dijo Vlad sin mirar—, no te metas. Esto es cosa nuestra.

—¿Quieres que me pierda la diversión? —El muchacho se colocó al lado de su hermano, ofreciendo un contraste inmediato. Porque Radu era de piel más clara que Vlad, con pelo igual de largo pero no de color negro medianoche sino castaño oscuro con mechones rojos; sus ojos eran azules así como eran verdes los del Dragón; su nariz era pequeña y proporcionada con una cara de piel rosada y sin manchas—. Además —dijo, poniéndose cómodo, imitando la postura de su hermano, los brazos a los lados, una pierna ligeramente adelantada, el peso repartido— aprendí ayer un nuevo movimiento: «Cómo Derrengar a un Bosnio». —Miró a Constantin—. Estoy deseando probarlo.

Vlad cambió un poco de postura. No era la primera vez que combatían como trío y ese esfuerzo siempre había tenido un costo. Radu tenía apenas once años y cuerpo más de niño que de muchacho. Su belleza producía en los demás tanto deseo como envidia. En una pelea tratarían de estropeársela. Vlad e Ion, al defenderlo, terminaban con frecuencia resultando vulnerables. Pero al mismo tiempo estaba orgulloso de tener allí a su hermano, los Draculesti unidos.

—Está bien, hermano, muéstranos lo que has aprendido.

Vlad esperó. Los hermanos Mardic arrastraron los pies. Era evidente que no tenían ningún plan, que ni siquiera se les había ocurrido que podrían necesitarlo.

Los ocho jóvenes se miraron mutuamente. Entonces todos tomaron consciencia del ruido que había ido aumentando desde hacía un rato, la vibración debajo de los pies. Se iba acercando sin pausa. Los dos grupos dieron simultáneamente dos pasos atrás, poniéndose a salvo del repentino ataque. Entonces se volvieron para mirar.

Delante de ellos estaba el parque ecuestre por el que avanzaba una nube de polvo poblada de formas en movimiento, de la que brotaba un griterío. Todos querían apartarse de su camino, de ese torbellino con forma de cono que sólo se espesó cuando los caballos que lo producían fueron frenados de repente y levantaron las patas delanteras. El polvo mezclado con escombros golpeó al grupo de muchachos cegándolos, asfixiándolos y haciéndoles saltar las lágrimas. Entonces la nube empezó a posarse y vieron a quienes iban en el remolino.

Jinetes, por supuesto. Uno en especial mantuvo las patas delanteras del magnífico caballo árabe blanco en el aire mucho más tiempo que los demás.

—Mehmet —dijo Vlad con un jadeo, atragantándose con el nombre, con el polvo.