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El rehén

Edirne, capital del Imperio turco, septiembre de 1447

—A ver. ¿Quién de vosotros, zoquetes, me puede leer esto en voz alta?

Ion Tremblac miró los trazos rizados y descendentes de las letras arábigas de la tablilla que tenía delante y soltó un suspiro. Un suspiro silencioso, porque no le convenía que se notara su desesperación. Si no podía dar una respuesta, al menos se le exigía un callado y esmerado empeño. Pero las letras que había copiado, en vez de ser cada vez más claras, se iban volviendo más confusas. ¡Tenía tan llena la cabeza! Los muchachos habían entrado en el aula al amanecer y el sol estaba ahora llegando a su cenit. Primero habían tenido griego, después matemáticas, después un poco de diabólica poesía persa. Terminado eso, los maestros habían empezado a levantarse, suponiendo por la posición del sol en el cielo que había terminado el día y quedaban libres. Pero entonces Hamza, su agha, su tutor, los había mirado con una sonrisa burlona.

—Acabemos el día con las palabras de Alá el Misericordioso, el Totalizador. Sólo un pequeño verso del Corán.

Al serbio, Mardic, se le había escapado un quejido y eso había merecido un golpe. Por eso el suspiro contenido de Ion. Quería que el bastinado de madera que descansaba junto al cojín del tutor siguiera allí.

—A ver, mis novatos, mis jóvenes halcones. Vuestra lentitud pondría a prueba al imán de Tabriz, cuya serenidad ni siquiera fue alterada por los bárbaros que le quemaban la casa y a los que sólo pidió que no abrieran la ventana.

Hamza rió en voz baja y se echó hacia delante sobre las piernas cruzadas, mirando desde el estrado las siete cabezas inclinadas hacia abajo. Era evidente que esperaba alguna reacción a sus palabras. No se oyó ninguna.

—¿Nadie habla? —Ahora le tocó suspirar a Hamza—. Entonces, testarudos, podéis iros. ¡A ver si el aire puro del Misericordioso os limpia la cabeza! —Por encima del alboroto de los muchachos, que no podían evitar pequeños quejidos después de tener las piernas cruzadas tanto tiempo, añadió—: Pero volveremos a esto por la mañana. Y mientras no acabemos no habrá historias de Heródoto.

Nadie se levantaba más rápido que Ion. También habría sido el primero en salir por la puerta, encabezando su Orta hasta el pasillo central del enderun kolej, sumándose a la multitud de las demás ortas liberadas de sus estudios. Ahora que estaba de pie los veía por encima de los tabiques bajos que separaban las clases en la enorme sala, y se moría por ir con ellos. Cumpliendo las órdenes, todos estaban callados, pero les veía la continencia en el rostro, el grito que brotaría en cuanto salieran de allí. Pero él no podía irse. No podía hacerlo porque el que tenía sentado al lado estaba todavía estudiando las palabras. Ion hizo chasquear los dedos delante de la cara de su amigo, una obvia señal.

Su impaciencia no produjo ningún efecto. Hamza, que se había levantado y se estaba estirando los miembros acalambrados, miró a Ion y a su cabizbajo compañero. Observó con atención la cabeza inclinada, el pelo negro como la medianoche que le caía como un velo sobre el rostro, y sonrió.

—¿Lo has conseguido, muchacho?

Los labios del joven se movieron una vez más, recitando, antes de que levantara la mirada.

—Creo que sí, agha Hamza —dijo.

—Entonces, ¿por qué no lo recitaste delante de tus condiscípulos?

«Mierda», pensó Ion. ¿Acaso no era evidente? Si quisiera, su amigo podría haber contestado la mayoría de las preguntas. Pero el resto de la Orta, compuesta por rehenes como ellos, ya tenía suficientes celos. A veces quedarse callado era más fácil y menos doloroso.

Hamza bajó del estrado hasta un rayo de luz. Debajo del turbante negro sus ojos azules brillaron en el rostro oscuro, ensayando una débil sonrisa que le abrió la barba rubia. Al verlo con más claridad, Ion se dio cuenta de que su agha era mayor que ellos, por supuesto, pero quizá sólo siete años. Hasta su ascenso, tres años antes, había sido escanciador del sultán.

—Pues bien —dijo Hamza apuntando hacia abajo con la mano—. Recítamelo, Vlad Drácula. Quiero oír de tu boca la sabiduría del sagrado Corán.

Antes de hablar, Vlad se aclaró la garganta.

—«Si piden consejo sobre el vino y el juego, diles: Hay algún provecho en ellos para los hombres, pero el pecado es más grande que el provecho».

—Bien. —Hamza asintió—. Pronunciaste mal quizá tres palabras. Pero el hecho de que puedas pronunciar el arábigo me asombra. —Se acercó más y se agachó—. ¿Cuántos idiomas hablas?

Vlad se encogió de hombros.

—Griego, latín, franco… —dijo Ion, excitado, hablando en nombre de su amigo.

Vlad le lanzó una mirada, pidiendo silencio. Ion conocía esa mirada y obedeció.

—Y, por supuesto, hablas con fluidez osmanlica. Pero ¿arábigo? —Hamza soltó un silbido—. ¿Estás intentando ser un hafiz?

—¿Alguien que puede recitar todo el Corán? —Vlad negó con la cabeza—. No.

—Pero puedes recitar mucho más que casi… todos los muchachos que conozco.

Mientras hablaba, Hamza descargó de repente un puñetazo en el hombro de Ion. Cuando éste se apartó de ellos, los dos, con un grito de indignación, se echaron a reír.

—Yo… yo lo admiro —respondió Vlad—. Y lo recito porque las palabras y los pensamientos contenidos en esas palabras son hermosos y fueron creados para recitarlos en voz alta, como se los recitó el ángel Gabriel al Profeta, que la paz sea con él. En una página no son más que palabras. Ahí… —Señaló con la mano el aire delante de él—… Ahí son energía liberada.

—Creo, joven, que estás intoxicado de palabras. —Hamza apoyó la mano en el hombro de Vlad y se inclinó hacia él—. En eso somos iguales. Quizá su verdad te lleve a otras verdades. Incluso a Alá.

—Ah, eso no. No es ése el motivo por el que aprendo a recitar. Sí, admiro las palabras, pero…

La sonrisa de Hamza no se borró. La duda era buena, un traspiés pero no una caída.

—Pero…

Vlad levantó la mirada y oyó como salían las últimas ortas, los gritos, las risas y los desafíos de los jóvenes enjaulados que estallaban recuperando la libertad.

—Aprendo a conocerte —dijo—. A conocerte de verdad. Porque los turcos son el poder que sacude el árbol del mundo, y lo que los mueve es la fe. Si no sé eso, si no aprendo todo lo relacionado con vosotros, bueno… —Se volvió y miró al hombre mayor directamente a los ojos—… ¿Cómo voy a conseguir deteneros?

Los dos oyentes estaban boquiabiertos. Hamza fue el primero en recuperarse y retiró la mano.

—¿No temes que te castigue por decir esas cosas?

Señaló el bastinado, que había dejado junto al cojín.

—¿Por qué, effendi?

—Por tus pensamientos rebeldes.

Vlad frunció el ceño.

—¿Por qué habrían de sorprenderte? Todos los rehenes son hijos de rebeldes. Para eso somos rehenes: para que nuestros padres, que gobiernan sus países por gracia de los turcos, sigan reconociendo a su verdadero amo. Drácul, mi padre, me dejó a mí y a mi hermano Radu a tu… cuidado, hace cinco años. No para que recibamos la mejor educación posible sino para que, si vuelve a rebelarse, tú puedas matarnos.

Ion alargó la mano y le tocó un codo.

—Basta…

Vlad se encogió de hombros y no le hizo caso.

—¿Por qué, Ion? El agha Hamza conoce nuestra historia.

Ha visto como los rehenes van y vienen, viven y mueren. Ayuda a darnos lo mejor de todo: comida, lenguaje, filosofía, las artes de la guerra y la poesía. —Señaló la tablilla—. Nos exponen a su fe, una fe de tolerancia y caridad, pero no nos obligan a convertirnos, porque eso contradice la palabra del sagrado Corán. Si todo sale bien, nos envían de vuelta a nuestros países para ocuparnos allí de sus problemas, para pagarles tributo en oro y en muchachos, y para darles las gracias por el privilegio. Si todo sale mal, bueno… —Sonrió—. Entonces salpicarán el suelo con nuestros educados cerebros. —Dio media vuelta—. ¿Digo algo que no sea la verdad, effendi? En ese caso, por favor, dame una buena paliza por mentiroso.

Hamza lo observó un largo rato con rostro inexpresivo.

—¿Qué edad tienes? —dijo finalmente.

—Cumpliré diecisiete en marzo —fue la respuesta.

—Eres demasiado joven para tener pensamientos tan cínicos.

—No, agha Hamza —dijo Vlad con voz suave—, sólo soy demasiado joven para ponerlos en práctica.

Se miraron fijamente un largo rato. Después los dos volvieron a sonreír; Ion, excluido, se mostró celoso de repente. Nunca podría tener el intelecto de su amigo, y veía con toda claridad que Hamza y Vlad compartían algo en lo que él nunca podría participar.

El silencio duró hasta que el turco se levantó y dio media vuelta.

—Vete, halcón mío —dijo por encima del hombro—. Tu compañero está desesperado por volar.

Vlad también se levantó, pero no se marchó de allí.

Effendi, ¿no nos dejas demasiado pronto?

El tutor se estaba agachando para recoger los libros. Se enderezó.

—¿Cómo te has enterado de algo que apenas acaba de decidirse? —Al ver que Vlad sólo se encogía de hombros, hizo un gesto de incredulidad con la cabeza y siguió hablando—. Es verdad. Viajo al final de la semana. Siguiendo órdenes del sultán, que Alá le dé siempre salud. Sabes que no soy un agha normal y corriente.

—Lo sé. También eres uno de los mejores halconeros del Elevado. ¿Es algo relacionado con eso lo que vas a hacer?

Ion se movió incómodo. Con un agha lo normal no era hacer preguntas sino contestarlas. Preguntar se consideraba una impertinencia, y era punible.

Pero el turco no agarró el bastinado que tenía a los pies.

—Me voy a cazar —dijo en voz baja—, pero no pájaros.

Ion volvió a cambiar de postura, deseando aún más irse de allí, alejarse del tono de advertencia. Todos sabían que Hamza era un poder emergente en el estado. Su título de halconero era real, porque todos los hombres tenían un oficio por si llegaban malos tiempos, hasta el propio sultán, porque Murad trabajaba el metal haciendo herraduras, puntas de flecha. Todos sabían también que si Hamza andaba trabajando para el sultán, se trataba de cosas de intriga y peligro. Que Vlad estuviera pensando en eso…

Pero su compatriota ni siquiera pestañeó.

—No obstante, quizá tengas la oportunidad de volar. Y en ese caso… —Se metió la mano dentro de la camisa y la hundió hasta donde se encontraba con el holgado shalvari rojo que le envolvía las piernas y sacó un bulto envuelto en una tela azul. Se lo ofreció al agha.

Hamza alargó la mano y aceptó lo que le entregaban. Quitó la cinta de seda de color cereza con un pequeño tirón y desenrolló la tela. Por un momento estudió lo que tenía en la mano… Después se puso el guante.

—No sabía bien las medidas y lo hice a ojo —dijo Vlad—. Espero que…

Hamza levantó la mano y flexionó los dedos.

—Tienes buen ojo, joven. Me calza como… ¡un guante! —Sonrió, cerró el puño y lo levantó hasta el rayo de sol para poder estudiar el cuero lustrado de la punta, la piel que debía resistir la fuerza de la garra, gruesa y con doble costura. Pero debajo, en el cuero más suave que daba al lado interior de la muñeca…—. ¿Qué es esto? —preguntó, mirando con atención.

Ion vio unas figuras dibujadas con hilo de oro. Sabía más persa que arábigo y eso le permitió reconocerlas; después, cuando Hamza las recitó en voz alta, entendió las palabras.

—«Estoy atrapado. Encerrado en esta jaula de carne. Sin embargo, afirmo que soy un halcón que vuela en libertad». —El maestro levantó la mirada—. Celaleddin Rumi. Mi poeta favorito.

—También el mío.

El turco volvió a leer la inscripción en silencio.

—Te tomaste libertades en la última línea. ¿Acaso el poeta no dice simplemente «ave»?

Vlad se encogió de hombros como única respuesta.

—Muy bien. —Hamza levantó el guante y lo hizo girar a la luz—. Un trabajo exquisito. Ahora sé cuál es tu oficio, Vlad Drácula, si llegan malos tiempos. —Se quitó con cuidado el guante y después levantó la mirada y sonrió—. Gracias. Desde ahora, cuando cace, lo usaré. Y en ese momento te recordaré.

—Es mi único deseo, effendi.

Con una ligera reverencia, Vlad dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta del tabique, seguido por un aliviado Ion.

Casi habían pasado al otro lado cuando la suave voz de Hamza los detuvo.

—Joven, ¿te consideras enjaulado? ¿Porque tu cuerpo es rehén del sultán?

Vlad no volvió la cabeza.

—Sabes qué más hay escrito, effendi —dijo en voz baja—. «Yo no tengo halcones. Los halcones viven conmigo». —Esbozó una sonrisa, que sólo vio Ion—. Y yo vivo contigo —añadió, atravesando la puerta—, por ahora.

Entonces se vio caminando a pasos largos por el pasillo.

Ion lo seguía, encorvando los hombros mientras esperaba la orden de volver, quizá para encontrarse con el bastinado. La orden no llegó.