Los primeros en llegar fueron los escribas, monjes tonsurados, cada uno con su escribanía, su pergamino, sus plumas y sus cortaplumas. Fueron hasta el lado de los confesionarios correspondiente al sacerdote, apoyaron las herramientas en el estante, bajaron el escritorio con bisagras que Petru les había puesto, se acomodaron y corrieron la cortina.
Un rato más tarde apareció Bogdan, número dos en Poenari. Lo habían mandado a encontrarse con el grupo del conde a un día de distancia y guiarlo hasta el castillo. Durante el viaje Horvathy le había preguntado por los prisioneros que había reunido por orden del voivoda, el primero de los cuales estaba ahora entrando en la sala, casi arrastrado por Bogdan. Ese hombre —un antiguo caballero, había oído Horvathy— se agachó un instante en la entrada, incapaz de sostenerse en pie después de pasar cinco años en una mazmorra, una celda que tenía la mitad de su altura. Eso explicaba su manera de andar, como un cangrejo en la playa, y su casi ceguera, porque rara vez había visto la luz. También explicaba su olor, que apenas empezaba a disminuir aunque lo habían cepillado en el bebedero de los caballos dentro del patio del castillo.
Ayudado por Bogdan, el prisionero se subió al asiento del primer confesionario y se quedó allí sentado con los pies debajo de la enagua que llevaba puesta. Se le iluminaron los ojos al inhalar el aroma del incienso y la cera. Alargó la mano y tocó la reja y después soltó un gorjeo de alegría. Bogdan corrió la cortina.
El segundo prisionero, la mujer, también tenía puesta una enagua. Bogdan había relatado su entrada en el convento a buscar a la abadesa y cómo no había encontrado una vieja dama reverente sino una loca desnuda que le ofreció una trenza. Él no la había aceptado, porque como todo el mundo sabía ésa era una de las primeras formas que tenía una bruja de atrapar a la víctima. No se había detenido a observar su desnudez. Se había limitado a envolverla en mantas y tirarla sobre un carro.
La mujer tenía ahora la cabeza descubierta, y debajo del pelo corto la piel brillaba a la luz del fuego. Los ojos también brillaban, mientras miraba lo que tenía delante. Bogdan no la tocaba ni la guiaba. Petru, de pie junto al estrado, señaló el confesionario del medio y retrocedió al pasar ella por delante. Cuando ella se hubo sentado, corrió la segunda cortina.
Finalmente llegó el ermitaño, una hedionda mata de pelo que caía sobre ojos abatidos, una barba que se movía alrededor de la boca, palabras que se formaban en labios ocultos, silenciosamente. Desde que Petru lo había capturado personalmente —en una cueva dentro del bosque que rodeaba el castillo Poenari— el hombre no había dicho una sola palabra.
Petru miró al conde.
—¿Empezamos, mi señor? —Horvathy asintió y Petru se volvió hacia su lugarteniente—. Ve a decirle a Su Eminencia que todo está preparado.
Tras una reverencia el soldado desapareció. Ahora que todo estaba a punto de ponerse en marcha, Horvathy no sentía nada, salvo un curioso letargo. Al clavar la mirada en un punto cerca de los pies, su único ojo adquirió un aspecto vidrioso. A su alrededor, la sala estaba llena de pequeños ruidos. Crujidos de llamas en el fuego y en las antorchas, el roce de las herramientas al afilar plumas de ave, un débil quejido. Después, por los ventanucos, oyó el primer graznido de un cuervo y a continuación el chillido de un halcón cazador. Levantó la cabeza. También a él le hubiera gustado estar cazando.
Se abrió la puerta. Entró un hombre.
Un hombre tan fuera de lugar en aquella sala poco poblada como un pavo real en un gallinero. En contraste con los hombres vestidos de gris que lo esperaban, llevaba ropa de un vivo color escarlata, y comparado con la flacura lobuna de los demás, era gordo, un novillo, ni siquiera un toro. Al subir a la plataforma respiraba con dificultad, como si estuviera trepando a una torre. Al echarse hacia atrás la capucha, la cara que apareció se hundió en una papada y los ojos negros se perdieron en la carne como uvas pasas en un pastel. Debajo de una gorra roja su pelo era corto, rubio y espeso. Se desplomó en la silla.
Con un ademán, el húngaro indicó al spatar que se sentara. Él no se sentó. Se dirigió a los tres confesionarios. Mientras hablaba, llegaron de cada uno los arañazos de la pluma de ave en el pergamino.
—Hago saber que soy Janos Horvathy, conde de Pecs —dijo hablando despacio, con claridad—. He sido enviado aquí por orden de mi señor, mi rey, Matías Corvino de Hungría para… para interrogaros. —Tartamudeó un poco al decir la mentira y después hizo un ademán abarcando la sala—. Y aunque este método me resulta… un poco extraño, no cuestiono las órdenes del voivoda de Valaquia, en cuya esfera y por cuya gracia tiene lugar este interrogatorio. —Hizo un movimiento de cabeza hacia el joven—. Que conste que Petru Iordache, spatar de Poenari, ha cumplido las órdenes de su soberano hasta el último detalle.
Se sentó y después miró al cardenal.
—¿Debo empezar? —preguntó con un suspiro el bovino eclesiástico.
Horvathy señaló los confesionarios.
—Todo quedará anotado. Usted tiene que rendir cuentas y yo también. Necesitamos tener un registro exacto.
—Ah, ¿un registro? —Con una mueca, mientras se inclinaba hacia delante y apoyaba parte del peso en los pies hinchados, el hombre escupió—: Entonces, para que conste, soy Domenico Grimani, cardenal de Urbino, y como legado papal a la corte del rey Matías, represento a Sixto IV. Y para que conste, pienso que el Santo Padre se asombraría de verme aquí, en estas montañas bárbaras, participando en un… ¡espectáculo!
—¡Un espectáculo!
El cardenal no se acobardó ante el rugido de Horvathy.
—Usted, conde, me pidió que lo acompañara en este viaje. Dijo que se me necesitaba para juzgar algo. Pero el frío, las deplorables fondas, los espantosos caminos… casi me han hecho olvidar para qué estoy aquí. —Se llevó una mano gorda a la frente e hizo como que pensaba—. ¿Era para oír la historia de un monstruo? ¿Era para ver si podemos rehabilitar a Drácula? —El cardenal soltó una carcajada y señaló con la mano—. ¿Y todo esto? ¿Fue organizado para que la hermandad secreta que dirigía y que enterró con sus horrores pueda renacer? —Ahora el cardenal se sacudía de risa—. Para que conste… ¿a quién le importa?
—¡A mí! —rugió el hombre que tenía al lado—. Quizá no se acuerda, aunque lo dudo, de que la hermandad de la que se burla es fraternatis draconem, la sagrada Orden del Dragón. A la que con orgullo mi padre y yo pertenecíamos… ¡pertenecemos! Fundada con el propósito único de combatir al Infiel y al hereje. Como usted sabe, cardenal Grimani, los enemigos de Hungría, los enemigos de Cristo, los enemigos del Papa. —La voz de Horvathy perdió volumen, aunque no pasión—. Y el hombre del que usted habla no fue su líder sino su miembro más famoso durante un tiempo. Fue el último que cabalgó bajo la bandera del Dragón contra los turcos. Y bajo esa bandera estuvo a punto de vencerlos. Quizá los habría vencido si el Papa, mi rey y, sí… —vaciló—, sus compañeros dragones no lo hubieran abandonado.
Así como el cardenal había temblado de risa, el conde temblaba ahora de rabia. Pero aspiró hondo, se recostó en la silla y siguió hablando con más calma.
—Y le recordaré por qué está aquí, cardenal. Por qué aceptó acompañarme a esta «bárbara» comarca. —Se inclinó hacia delante y habló tanto a los escribas como al romano—. Es porque una restaurada Orden del Dragón podría volver a convertirse en la vanguardia de Cristo, uniendo a los líderes de todos los estados de los Balcanes y de países más lejanos bajo nuestra bandera. Ayudando por lo tanto, ¿acaso necesito recordárselo?, a apartar la cimitarra que amenaza la garganta de Roma.
—Mi señor Horvathy —respondió el cardenal, cambiando el tono gélido por un tono zalamero—, acepte mis disculpas. No quería calumniar su Orden, que sin duda fue un arma importante en la causa de la cristiandad. Pero estoy confundido… Blanquear el nombre de alguien tan negro, ¿no será una tarea imposible? El mundo conoce bien la infamia, la crueldad y la depravación de Drácula.
—Lo que el mundo conoce —el tono del conde también era más tranquilo— es la historia que contaron sus vencedores. Y como controlaban tantas imprentas, sus relatos fueron los que más se difundieron. —Señaló la mesa, la pila de panfletos que había allí—. Pero si el Santo Padre quisiera perdonar… ¿por qué no hay imprentas también en Roma, en Buda, listas para imprimir otras historias? Una versión diferente de la verdad.
—Ah, la verdad. —El cardenal sonrió, esta vez de manera visible—. La verdad de la historia. Muchas veces me he preguntado cuál será. ¿Es la verdad lo que buscamos aquí? ¿O sólo una versión que se ajuste a todas nuestras ambiciones? —Dejó escapar un suspiro—. Pero tiene razón, conde Horvathy. Las imprentas tienen tanto poder como los sables y las hachas. En algunos sentidos, más. Muchas veces he pensado: si el Demonio hubiera impreso una Biblia, ¿sería tan impopular como lo es ahora? —Sonrió al ver que Petru ahogaba un grito. Después se inclinó hacia delante—. ¿Cuál es entonces la verdad que queréis que cuenten?
—La que oiremos —respondió el conde—. Quizá no sea posible lo que buscamos. Quizá del relato no salga más que el monstruo. Pero como los turcos tienen ahora un asidero en Italia, en Otranto, y el estandarte del sultán ha sido izado ante las murallas de la perdida Constantinopla, y quién sabe adónde llevará su ejército, ¿no es una historia que desesperadamente necesitamos oír?
Grimani se echó hacia atrás en la silla mostrando ahora una sonrisa conciliadora. Cuando habló lo hizo despacio y con claridad. Para que constara.
—Muy bien, mi señor. Reconozco que los tiempos son peligrosos. Me ha pedido que viniera aquí para hacer de juez. Pongamos entonces manos a la obra. —Miró la hilera de confesionarios—. ¿Quiénes esperan detrás de esas cortinas? ¿Y por qué han sido elegidos para contarnos esta historia?
—Que contesten ellos.
El conde hizo una seña a Petru.
El spatar golpeó con fuerza en el primer confesionario.
—¿Quién eres tú? —exigió.
El caballero había estado escuchando las voces. Había oído tantas en un día que no sabía bien si eran reales. Pero de repente había reconocido la voz de uno de los jueces; más aún, se daba cuenta de que había conocido a ese hombre, en los tiempos en los que veía y pecaba. Eso, y el hecho de que ahora entendía por qué lo habían rescatado de las tinieblas, hizo que su mente, que durante largos años había estado dando vueltas en estado de demencia, empezara poco a poco a detenerse.
—Me llamo Ion Tremblac —dijo, y al decirlo recordó que era verdad.
Hubo gritos de asombro contenidos, uno del conde al reconocer también esa voz, y uno de mujer, del confesionario del medio.
—¿Y cómo conociste a Drácula, el antiguo voivoda de Valaquia —prosiguió Petru—, cuya historia queremos oír en este día?
—¿Cómo? Desde la infancia lo acompañé en todo. Cabalgué con él estribo con estribo en la caza, en la guerra. Sufrí torturas, compartí los triunfos. Era su íntimo compañero. —El hombre se echó a llorar—. Y lo traicioné. ¡Lo traicioné!
Casi silencio, violado sólo por el sonido de otras lágrimas en el segundo confesionario. Horvathy se volvió hacia allí y Petru lo golpeó una vez y después volvió a su sitio.
—¿Y tú, señora, quién eres?
Ella también había estado allí escuchando, comprendiendo. Siempre había sabido que un día tendría que rendir cuentas y no sólo en sus oraciones. Estuvo preparada, tranquila, dispuesta… hasta que oyó una voz que había creído no volver a oír nunca más, la voz del único hombre que había considerado amigo, un hombre que había creído muerto durante mucho tiempo. Aspiró hondo para calmarse, se pasó una mano por la cara y cuando estuvo lista, habló.
—Durante muchos años se me ha conocido sólo como la abadesa de las Hermanas de la Caridad en Clejani. Pero debajo del velo siempre he sido Ilona Ferenc. Y desde el momento en que lo vi por primera vez, cuando era esclava del sultán, hasta la hora en la que preparé su cuerpo para la tumba, lo amé. Porque era su querida.
Ahora el que contuvo un grito fue el lloroso caballero, que seguía sin saber si algo era real, si no estaba todavía en la celda, entre los fantasmas. Porque la mujer que acababa de hablar estaba muerta. La había visto asesinada… brutalmente asesinada. Lamentándose, empezó a golpear la cabeza contra la madera.
Del último confesionario no llegaba ningún ruido, ningún movimiento. Al golpearlo Petru, el ermitaño no se movió.
—¿Y tú? ¡Habla! —ordenó.
Silencio.
—Mi señor —dijo Petru, volviéndose—, no creo que pueda hablar. Ha vivido en una cueva de esta montaña durante muchos años y nadie ha oído su voz.
Horvathy se inclinó y habló con más fuerza.
—¿Y tú, hombre? También se dio la orden de que se te trajera aquí. ¿Puede decirnos quién eres? ¿Qué relación tuviste con la persona que estamos aquí para juzgar?
Las plumas dejaron de raspar los pergaminos. El silencio se prolongó. Entonces, cuando Petru estaba a punto de alargar la mano y arrastrar al ermitaño hasta el otro extremo de la sala, donde estaban las herramientas de coacción, se oyó una voz. Ronca por la falta de uso, apenas audible. Pero debido a la perfecta acústica de la sala, llegó a los oídos de todos.
—Lo conocí. En algunos sentidos, mejor que nadie. Le oí contar todas sus hazañas. Le oí dar todas sus razones. —El tono de voz se volvió más intenso—. Porque mi nombre es hermano Vasilie. Y era su confesor.
Las plumas empezaron a moverse de nuevo, una por una, a medida que los escribas anotaban esas últimas palabras.
—Interesante —dijo el cardenal—, y dejando de lado, por el momento, que traicionarás los secretos de confesión… —Se acomodó en la silla—. Bueno, ¿quién será el primero en hablar? ¿Quién empezará la historia de Drácula?
En el primer confesionario, Ion Tremblac se adelantó, empujando la cortina con la cara. Todos veían sus rasgos contra la tela, la boca que se movía.
—Empezaré yo —se apresuró a decir.
Había esperado tanto tiempo. Cinco años de oscuridad. Ahora, allí, por fin, podía ver algo de luz. Había un sacerdote en la sala; él estaba en un confesionario. No importaba que se hubiera criado en la fe ortodoxa, que prescindía de ellos. Dios, en cualquier manifestación, lo había abandonado hacía mucho tiempo. Pero por grandes que fueran sus pecados ésa era su única oportunidad de arrepentirse, de recuperarlo. De recibir Su perdón.
—Empezaré yo —volvió a decir Ion, antes de que otro se le adelantara—. Porque ocurre que lo conocí desde el principio…