Poco antes de despertar la buscó con la mano, como había hecho todas las mañanas durante veinte años. Por un tiempo había tenido al lado a otras sin nombre, y al tocar su cuerpo suave a veces lo confundía con otro, y por un momento se despertaba colmado de felicidad. Pero la amargura que seguía, desesperado al descubrir la verdad, significaba que hacía mucho tiempo que había tomado la decisión de dormir solo. Las compañeras eran despachadas después de cumplir su función, de mitigar alguna necesidad. Durante diez años ni siquiera se había molestado en tener eso.
Janos Horvathy, conde de Pecs, alargó la mano, comprendió… pero no abrió el único ojo. Trataba de ver el rostro de Katarina. A veces, durante ese breve instante de búsqueda, de comprensión, lo lograba; sólo en esos momentos. Tenía su retrato, pero eso sólo mostraba su belleza y nada de lo que él amaba de verdad: la sensación de su piel, su calma, su risa.
No. Esa mañana no aparecería, ni siquiera por un breve instante, antes de que sus rasgos se disolvieran en un recuerdo de pintura inadecuada. Una brisa hacía aletear el encerado en el ventanuco, dejando pasar un poco de luz, haciendo que la habitación fuera aún más fría. Al principio se preguntó por qué sus criadas no lo habían arreglado; entonces recordó que no estaba en su propio castillo, en Hungría. Estaba en el castillo de otro hombre, en otro país.
Y entonces recordó por qué. Recordó que ese día podría empezar a desaparecer la maldición que había matado a su mujer hacía veinte años; que había enviado a sus tres hijos al panteón familiar, uno perdido al nacer, otro en una batalla y el otro con la peste.
Llamaron a la puerta.
—¿Sí? —gritó.
Entró un hombre. Era Petru, el joven spatar que cuidaba esa fortaleza para su príncipe, el voivoda de Valaquia. Estaba en la entrada, cambiando incómodo de postura, tan nervioso como cuando había llegado el conde el día anterior. Horvathy entendía por qué. No todos los días iba uno de los principales nobles de Hungría a un sitio tan remoto por un motivo como ése. Y antes de su llegada, Petru había tenido que encargarse de muchos preparativos, en el mayor secreto.
—¿Está todo listo? —preguntó Horvathy.
El hombre se relamió.
—Creo… creo que sí, mi señor. Le agradecería…
Señaló la escalera que había a sus espaldas.
—Sí. Espérame.
El caballero hizo una reverencia y se marchó cerrando la puerta. Horvathy se deslizó saliendo de debajo de las pieles y se sentó durante un rato en el borde de la cama, frotándose el pelo canoso. El aposento, aunque helado, no estaba más frío que el suyo en Pecs. Además, había descubierto hacía mucho tiempo que el castillo que había cambiado por su alma no se calentaría nunca si ningún ser amado podía sobrevivir en él.
Se vistió rápido y se fue a buscar calor. No para su cuerpo, que nunca lo había necesitado. Para su alma.
—Mi señor —dijo el joven spatar, empujando la puerta hacia dentro y dando un paso atrás.
Horvathy entró. La sala, iluminada por cuatro antorchas de juncos y la luz del amanecer al otro lado de los ventanucos, era tan modesta como el resto del castillo: una cámara rectangular de veinte pasos de largo y una docena de ancho, con paredes forradas de tapices baratos y el suelo cubierto de pieles para intentar retener, sin mayor éxito, el calor del enorme fuego que ardía en el extremo este. Era una sala funcional en el centro de una fortaleza sencilla. Normal y corriente.
Pero lo que habían metido en la sala hacía que no fuera normal y corriente.
Miró alrededor y después al joven que tenía delante.
—Dime qué has hecho.
—He obedecido las órdenes de mi príncipe, el voivoda de Valaquia. —Petru mostró un manojo de pergaminos—. Creo que al pie de la letra.
—¿Y cómo te llegaron esas órdenes?
—Las dejaron por la noche delante de la puerta, hace tres semanas, en un bolso. Llevan el sello del voivoda, pero… —Se humedeció los labios con la lengua—. Pero otro papel advertía que no había que volver a ponerse en contacto con el voivoda ni mencionarlo.
Horvathy asintió. El voivoda sabía tan bien como cualquiera el peligro que entrañaba ese juego.
—¿Dejaron algo más?
—Sí, mi señor. —El joven tragó saliva—. El bolso estaba sujeto por el peso de varias partes de una espada de mano y media. Una hoja, guardamanos, el pomo. Había una orden para volver a forjarla. Tuve que hacer traer un herrero desde Curtea de Arges. Llegó esta mañana y se puso a trabajar. Aquí nuestra forja es pobre pero dice que tiene todo lo necesario.
—No todo —respondió Horvathy metiendo la mano en el jubón—. Necesitará esto. —Sacó dos círculos de acero del tamaño del índice y el pulgar juntos. Tenían bordes ásperos porque habían sido raspados del pomo de una espada—. Toma —dijo—. Llegaron a mis manos con la orden que me trajo aquí.
Había clavado su único ojo en los del joven, esperando la reacción.
La reacción fue un grito ahogado.
—¡El Dragón!
—¿Lo reconoces?
—Con toda certeza, mi señor. —Petru dio vuelta a las piezas con los dedos, haciendo muecas mientras los bordes dentados le hacían sangrar—. Es el símbolo tanto del hombre que construyó este castillo como de la Orden que conducía. El hombre y la Orden, ambos desacreditados, ambos deshonrados…
La repentina reacción de Horvathy asustó a Petru. El conde le llevaba una cabeza al caballero, y se inclinó sobre él:
—Yo usaría con prudencia palabras como descrédito y deshonra, spatar —exclamó, con la cara llena de cicatrices a una mano de distancia—. Porque yo también soy un Dragón.
Le sostuvo la mirada echando chispas por aquel único ojo gris, que resultaba aún más brillante por contraste con la otra arrugada cuenca.
—Yo… yo… no quise ofenderlo, conde Horvathy —tartamudeó Petru—. Sólo repetí… lo que he oído…
La mirada siguió firme.
—No haces más que repetir habladurías —dijo el hombre mayor, dando media vuelta y bajando la voz—, sacadas de cuentos sobre un Dragón, Vlad Drácula, tu antiguo príncipe. Pero parte de lo que dices es verdad: sus oscuras hazañas han manchado la Orden a la que prestó juramento. Cuentos que han estado a punto de destruirla.
—¿A punto? —dijo Petru con cautela—. La han destruido de verdad, me parece.
El húngaro aspiró hondo.
—Mientras no le dé muerte la lanza mágica de san Mihail, un Dragón no puede morir. Sólo duerme. Duerme quizá para despertar un día…
La voz de Horvathy se apagó detrás de la mano que se había llevado al rostro.
—Mi señor… —Petru dio un paso hacia el conde—. Me educaron para honrar al Dragón —dijo con cautela—. Soñaba con entrar en la hermandad. Si pudiera despertar, con honor, montaría contento bajo su bandera. Y no montaría solo.
Horvathy volvió la cabeza. Vio el anhelo en la mirada del joven. En un tiempo él había sentido la misma sed, la misma ambición. Cuando tenía dos ojos. Antes de que fuera un Dragón. Antes de sufrir la maldición.
Aspiró hondo. Esa ira repentina también lo había sobresaltado. Y sabía que no debía descargarla en el joven que tenía delante sino en sí mismo. Levantó una mano y se pasó un dedo por la cicatriz que ocupaba el sitio de un ojo. Quizá fuera ése el día de la redención de todos los pecados, el principio de la esperanza. Otros debían de haber pensado lo mismo. De lo contrario, ¿para qué todos esos preparativos tan rebuscados y secretos?
Volvió a concentrarse en la situación.
—Dime qué otra cosa has hecho.
El joven asintió, con el alivio dibujado en la cara. Señaló el estrado levantado delante de la chimenea y los tres sillones colocados encima.
—Nos sentaremos allí, señor, lo más cerca posible del calor. Los sillones son los más cómodos que tengo. A mi mujer le costó ceder el suyo porque está muy pesada, esperando nuestro primer hijo… —Se interrumpió, sonrojándose, y para ocultar la vergüenza fue hasta una mesa instalada junto al estrado—. Y aquí está lo mejor que una humilde fortaleza al acabar el invierno puede proporcionar como sustento.
Horvathy miró hacia la mesa que estaba bien surtida de vino, pan casero, queso de cabra con cáscara de ceniza, embutidos con hierbas. Entonces vio lo que había junto a la comida.
—Y éstos —dijo, aunque lo sabía—, ¿qué son?
—Vinieron en el bolso, mi señor. El voivoda ordenó que se exhibieran. —Petru levantó el que estaba encima. En la primera página un grabado tosco representaba a un noble cenando entre hileras de cuerpos temblorosos clavados en estacas. Delante de él un sirviente amputaba miembros, cortaba narices y orejas—. «La historia del loco sanguinario», —leyó Petru en voz alta; después ofreció el panfleto al conde—. ¿Quiere leerlo, mi señor?
—No. —Respondió bruscamente Horvathy. Ya los había visto muchas veces—. Y ahora… —dijo, dando media vuelta.
Había evitado mirarlos después de la primera ojeada a la sala, aunque eran los objetos más grandes que había allí. Porque expresaban con demasiada claridad sus pensamientos más profundos. Sobre el pecado, sobre la redención, sobre la absolución, tan buscada y nunca encontrada.
Los tres confesionarios estaban en fila en el centro de la sala, mirando hacia el estrado. Cada uno había sido dividido en dos cubículos, uno para el suplicante y el otro para el sacerdote. Las cortinas estaban abiertas y Horvathy vio que habían sido adaptados para estar allí sentado durante largos periodos. Había almohadillas, pieles de lobo.
—¿Para qué son? —dijo con suavidad, avanzando, pasando la mano por la madera teñida de oscuro.
—Ordenó traerlos el voivoda, mi señor —dijo Petru, acercándose a él—. Y ésa fue la orden más difícil de cumplir. Como usted sabe, los que profesamos la fe ortodoxa no usamos eso, pero no tenemos inconveniente en arrodillarnos delante de nuestros sacerdotes, a la vista, en la puerta mosquitera del altar. Así que me vi obligado a recurrir a esos malditos sajones católicos al otro lado de la frontera, en Transilvania, y que me engañaron como hacen siempre… —Se interrumpió, sonrojado—. No es mi intención faltarle al respeto, conde Horvathy. Sé que pertenece a la fe romana.
Horvathy hizo un ademán quitando importancia al asunto.
—No te preocupes, spatar. —Se metió en el cubículo, por el lado correspondiente al sacerdote—. ¿Qué es esto? —dijo, plegando una mesa con bisagras.
—Yo las hice poner. Según las órdenes se sentarían ahí unos escribas. Las confesiones tienen que quedar por escrito, ¿no es verdad?
—Sí. Yo he traído a los escribas. Acertaste. —Horvathy se levantó con rapidez——. ¿Y aquello último? —Bizqueó hacia las sombras en el otro extremo de la sala, frente a la chimenea—. ¿Qué hay allí?
—Ah. Quizá sea ésa la única vez que me excedí cumpliendo las órdenes. —Con un ademán pidió a Horvathy que lo siguiera hasta otra mesa—. Hay comida más sencilla para los escribas, para los… testigos. —Tragó saliva—. Pero no domino mucho el latín y no sabía bien qué quería decir el voivoda con la palabra… quaestio. Por si está previsto algún tipo de interrogatorio, pensé…
Señaló los objetos que había sobre la mesa. Horvathy alargó la mano, tocó la jaula craneal metálica, pasó la punta de un dedo por las espuelas que había dentro. Echó una ojeada a las otras herramientas: la bota de aplastar huesos, las empulgueras, las tenacillas. Un equipo poco completo; apenas, sin duda, lo que llevaba encima el spatar en sus viajes a las aldeas de la zona para hacer cumplir la voluntad del voivoda.
Mientras se chupaba el dedo —las espuelas le habían hecho saltar sangre— asintió. No pensaba que todo eso fuera necesario. Pero no quería censurar el celo del spatar. Entonces notó, del otro lado de la mesa, algo incrustado en la pared.
—¿Qué es eso? —susurró.
El joven sonrió.
—Una curiosidad. Se cuenta que el antiguo voivoda castigó a los nobles traidores obligándolos con sus familias a trabajar aquí como esclavos y construir este castillo. Como tantas cosas que se contaban de él, no lo creí. Hasta que encontré… esto. —Sacó una vela del bolsillo, la encendió en una de las antorchas de juncos que ardía en un candelabro de la pared y volvió. Sin dejar de sonreír, bajó la luz—. Vea, mi señor —dijo—. Y toque.
Sin pensar, Horvathy hizo las dos cosas. En el acto supo qué era lo que sobresalía de la argamasa entre dos ladrillos.
Era la mandíbula de un niño.
Retiró de golpe la mano, dejando una pequeña mancha de sangre en un sucio diente del niño. Él también había oído la historia de la construcción del castillo. Como tantas cosas que se contaban sobre Drácula, siempre le había parecido inverosímil. Como tantas, era sin duda verdad, al menos en parte.
Janos Horvathy, conde de Pecs, miró a través de la sala hacia los confesionarios. Las historias que saldrían de ellos serían parecidas. Y peores. Mucho peores. De repente, la esperanza que había abrigado al recibir los adornos de la espada del Dragón, la esperanza que lo había sostenido mientras atravesaba los nevados valles de Transilvania hasta esa remota fortaleza en Valaquia, se había desvanecido. ¿Qué cosas podrían surgir allí que exculparan semejante mal? ¿Qué confesión se podría hacer que liberara la Orden del Dragón de su desgracia… y a él de su maldición?
Llevó el dedo hasta el ojo ausente, puso allí una gota de sangre y después frotó para quitarla.
—Manda el resto de la espada al herrero. Y llámalos. Llámalos a todos.
Tras una reverencia, Petru dio media vuelta y salió a obedecer la orden.