Valaquia, marzo de 1481
Nada se movía. Acababan de caer los últimos copos de la repentina nevada. Todo se había detenido.
En la horquilla de una haya roja había un hombre sentado. Tenía los brazos cruzados, las manos enguantadas apoyadas en los muslos, la derecha debajo para sostener el peso del azor posado en la izquierda. Llevaban allí un largo tiempo, el tiempo que había durado la ventisca. Hombre y pájaro: parte de la quietud, parte del silencio. Los dos tenían los ojos cerrados. Ninguno dormía.
Esperaban el primer sonido. Algo que les permitiera reconocer que había pasado la tormenta, ser los primeros en moverse antes de que llegara la próxima.
Allí. Un pequeño temblor de nariz, el rosa como único color en un mundo blanco. Una nariz que husmeaba: el primer sonido, seguido por una muy ligera brisa que subía por el valle. La liebre no podía oler a los que tenía detrás.
Apenas era un sonido, pero tanto el hombre como el halcón abrieron los ojos.
Los ojos del ave eran rojos, rojos como el fuego, rojos como el infierno, porque era vieja, tenía nueve años, cinco más que en su mejor momento, cuando podía cazar diez liebres, media docena de ardillas y un par de armiños en un solo día. No por la carne, que no necesitaba tanto. No por las pieles que vestía el hombre en cuyo puño estaba posada. Por el simple placer de matar.
Cuatro ojos miraron hacia la nieve del claro, buscando la fuente del sonido que no podían haber oído.
La liebre sacó la cabeza atravesando la capa de nieve. La tormenta la había sorprendido entre las hileras de hayas y álamos, cavando en busca de una raíz. Sorprendida por la repentina ferocidad blanca, se había quedado inmóvil. La nueva capa era tan alta como su cuerpo, pero apoyaba las patas en la capa más dura que había debajo. El refugio quedaba a sólo veinte saltos de distancia. Allí, entre las ramas y los árboles caídos, estaría segura.
En el árbol, el hombre levantó el puño, desprendiendo del brazo una cascada de nieve blanda, un trueno en el silencio.
La liebre saltó. Joven, rápida, estaba a mitad de camino de su salvación cuando el hombre alargó el brazo y el ave se arrojó desde el árbol y batió las alas cinco veces antes de planear. La liebre zigzagueó, tan flaca a causa del invierno que al llegar cerca del límite del bosque apenas rozó la blanda superficie. Delante de ella, una rama caída creaba un arco, como el pórtico de una catedral.
El halcón atacó, clavando las garras en la piel, en la carne. La liebre se retorció, escapando de un trío de uñas, dejando un rastro de sangre, una punta de flecha que señalaba hacia la oscuridad y el refugio del bosque.
Cuando cesaron las sacudidas todo volvió a quedar inmóvil.
El hombre bajó con cuidado del árbol y a pesar de la blandura de la nieve sobre la que aterrizó, soltó un quejido. De su abrigo, de las tiras alternas de liebre, ardilla y comadreja, de la pirámide de piel de lobo que llevaba en la cabeza, cayó una cascada de nieve. Avanzó despacio, cepillándose la sucia y espesa barba blanca que, ya sin nieve, se le rizaba hasta los pómulos.
Se inclinó, rodeó con los dedos el lomo del ave y la levantó con suavidad. El halcón y la liebre se elevaron desde la nieve. El ave soltó instantáneamente la presa, clavando la mirada en la bolsa de cuero que el hombre llevaba sujeta a la cintura. Con la mano libre, el hombre sacó de ella un trozo de carne fresca. El ave la agarró con el pico, haciendo un pequeño ruido con la garganta.
La liebre miró hacia arriba sin pestañear, dominada por el terror. Por un instante el hombre le devolvió la mirada. Después, con suavidad, bajó el pulgar por el cuello del animal y se lo quebró.
Un ruido apenas audible. Demasiado débil para que el chasquido que se oyó a continuación fuera un eco. El hombre escuchó…, y pronto oyó a hombres que trataban de pasar inadvertidos.
Otro chasquido, esta vez desde el extremo inferior del valle. Más hombres allí, y con eso comprendió. Había poca caza en esa pequeña montaña al final del invierno; aquellos hombres lo buscaban a él.
Le sorprendía que vinieran en ese momento, por la nieve recién caída. Pero la ventisca había sido algo repentino, el último golpe del invierno, así que era probable que aquellos hombres se hubieran puesto en marcha antes de la tormenta. Había pocos sitios por donde salir de la montaña, y si él los conocía uno por uno suponía que a quienes lo perseguían les pasaba lo mismo. Se extenderían como una red entre los árboles, soldados y leñadores y gitanos. Tendrían perros… Allí. De abajo llegó un breve ladrido, al que respondió otro desde arriba, y un tirón de cadenas que llegó demasiado tarde para imponer silencio.
Sabía que tarde o temprano irían a buscarlo.
Soltó el cuerpo de la liebre en el bolso y cerró el puño izquierdo. El halcón saltó sobre él al instante, mirándolo con ojos enrojecidos.
—Ha llegado el momento —susurró el hombre.
El ave ladeó un poco la cabeza, como si esperara más información. Pero sabía lo mismo que él. La ventisca sólo había sido un eco del invierno.
—Vete —dijo el hombre—. Busca un compañero…
Se interrumpió. La soltaba cada primavera y después, al final del verano, le buscaba el nido, le quitaba el polluelo, lo adiestraba y lo vendía a un comerciante del pueblo por una docena de piezas de oro, tal era el valor de un halcón amaestrado. Pero ¿qué pasaría ese año? El ave era vieja y quizá no se aparearía. Además estaban los hombres que se acercaban desde abajo y desde arriba. Quizá le tocaría a él no poder regresar.
—Vete —repitió, y extendió el brazo.
Cinco golpes de ala y después el planeo. Pero antes de pasar entre dos árboles y quizás alejarse para siempre de su vida, dio una breve vuelta en el aire como si fuera a atrapar una paloma y estiró las garras, una especie de saludo. Después desapareció.
El hombre cerró los ojos, escuchó y después arrancó en dirección opuesta a la que había seguido el halcón. Los troncos estaban cada vez más apretados, las ramas se entrelazaban allá arriba y la nieve no era tan espesa. Echó a correr dando traspiés.
Ahora él era el cazador cazado. Ahora él era quien buscaba refugio…
Se disipó la niebla. A pesar de los tapices en las paredes, de las pieles de carnero debajo de los pies, el invierno se filtraba en la celda de la mujer. El agua de la tina enviaba hacia arriba su calor, que al encontrarse con la piedra se condensaba. Las gotas se unían, resbalaban y se detenían transformadas en hielo.
Se había quitado toda la ropa menos la enagua. Temblando, con un pie sobre el otro, esperó. El agua acababa de hervir y casi no se podía tocar. Pero tenía que retener el calor porque la mujer necesitaba meterse en ella durante mucho tiempo para aliviar los dolores, por placer.
Metió dentro un brazo. El brazo se puso rojo pero no lo sacó. Faltaba poco.
Destapó un frasco y lo inclinó con cuidado, mirando cómo salía el viscoso líquido. Dos latidos del corazón, tiempo suficiente, y el vapor quedó perfumado de manzanilla, salvia, sándalo. Cerró los ojos, llenándose los pulmones, y expulsó el aire. Había en aquello frescura y juventud, pero carecía de algo básico. «Aceite de bergamota», pensó. No lo conseguiría hasta que llegaran los comerciantes turcos a la Feria de la Primavera. Faltaba un mes.
Ahora temblaba de frío, pero siguió esperando. Le habían enseñado —hacía mucho tiempo, personas que lo sabían muy bien— que el placer postergado es doble placer. Pero también esperaba por otra razón. Al quitarse la enagua volvería a verse el cuerpo. En el convento no había espejos. Ella, que solía mirarse encantada en el mejor cristal veneciano, llevaba diecinueve años sin mirarse en ninguno, desde su ordenación. El cuerpo en un tiempo disputado por príncipes había cambiado.
Volvió a temblar, no sólo por el frío. Era el momento. El agua estaba perfecta. La mezcla de perfumes, perfecta. Su cuerpo… el que era. Cruzó los brazos, aferró la prenda a la altura de las anchas caderas, la levantó y la sacó por encima de la cabeza. Miró.
Un mes antes, en un pueblo cerca de Targoviste, habían aparecido estigmas en una estatua de la Virgen. Heridas de Cristo el Hijo en María la Madre, en las palmas de las manos, en los tobillos, lágrimas de sangre. Miles de personas habían ido de toda Valaquia a ver el portento, atravesando incluso los penosos desfiladeros de Transilvania aunque transcurría el peor invierno del que se tenía memoria.
¿Cuántos irían a verle a ella las heridas?
Agachó el cuerpo metiéndose despacio en la tina, gimiendo al sentir aquel exquisito dolor. Finalmente se recostó y siguió con la punta del dedo las líneas moradas que se destacaban, orgullosas, en la piel cada vez más roja y que el repentino calor hacía doler. Doler más que el recuerdo del hombre que se las había producido. Doler sobre todo cuando recordaba las otras maneras en las que él la tocaba.
El agua la inundaba, entraba en ella, le aliviaba las heridas y los recuerdos. El perfume y el calor hacían que su mente se alejara del dolor y se acercara al placer, y de allí a la alegría. Sus huérfanos eran cada día más vigorosos; sólo tres, que le habían llevado demasiado tarde y no había podido cuidar, se habían perdido a causa del invierno. El resto, los cinco, crecían con fuerza. En el catre había una trenza hecha con ramitas de romero, que la más pequeña, Florica, le había regalado esa misma mañana. Llevaba enhebrado un mechón de su pelo trigueño. La niña tenía de sobra, tanto como ella antes de casarse con Cristo.
Sintió y oyó al mismo tiempo el martilleo en la puerta principal del convento. Tres golpes que viajaron subiendo por la piedra y la madera y rizaron la superficie del agua. Pero ella no abrió los ojos. Un rato antes la campana de maitines había llamado a rezar a los novicios. No se permitiría la entrada de ningún visitante antes del alba, por herido que estuviera.
Pum. Pum. Pum. Quienquiera que fuese no usaba la aldaba de hierro contra la madera. Entonces, al reconocer el sonido, ella se levantó. Lo había oído otra vez, el día que le habían provocado las heridas.
Golpeaban la puerta con el pomo de una espada.
Oyó el lejano roce contra la reja de la puerta, el quejido de Kristo, el viejo guardián, y después una orden emitida por una voz grave. No oyó las palabras. Pero sabía cuáles eran. Siempre había creído que llegaría a oírlas.
—Por orden del voivoda, he venido a arrestar…
La puerta se estaba abriendo mientras ella se levantaba. Había sábanas donde secarse, pero apenas llegó a usarlas. Era más importante estar vestida, oculta. Entonces, cuando se iba a poner la enagua por la cabeza, se detuvo. Porque el hombre cuyo calzado metálico arrancaba chispas a las losas del patio quizá supiera quién era ella. Iba a interrogarla sobre el último hombre que la había visto desnuda, el primero en verle las heridas. El hombre cuyo cadáver ella había preparado para la tumba hacía cinco años.
Todo llega a su fin. Se habían acabado diecinueve años de vida en el convento. Monja, abadesa, no eran más que títulos, que quedaban en el pasado junto con otros: esclava, concubina, amante real. Lamentaba no estar allí para ver crecer a sus huérfanos, pero sin duda otros se ocuparían de ellos.
No temblaba. Y de repente se preguntó cómo sería verse de nuevo, verse desnuda en el espejo de la mirada de otro hombre.
Tiró la enagua y recogió la trenza hecha con romero y pelo rubio de la niña. El romero, le había dicho esa mañana a Florica, era la hierba del recuerdo. Y ahora, con él en la mano, recordó todo y se volvió sonriendo hacia la puerta que empezaba a abrirse…
En la perfecta oscuridad de la mazmorra, el caballero andaba de caza.
No se movió. No sólo porque estaba ciego sino porque eso allí importaba poco. Pero cada terreno exigía una habilidad especial, cada tipo de presa, una técnica diferente. A unas se las perseguía, a otras se las atraía. En los cinco años que había vivido en noche constante había aprendido el funcionamiento de ése, su mundo, como antes había leído valles y bosques, desiertos y mares. Pero con lo que tenía a su alcance le había dado forma. No habían cambiado los juncos desde el otoño y estaban llenos de mugre; cuando la temperatura, como ese día, subía por encima del punto de congelación, se volvían maleables. Así que había construido con ellos pasillos en los que una criatura hambrienta como él podía guiarse. Esos pasillos se curvaban y retorcían por la celda, un laberinto en cuyo centro estaba él. No lo había hecho demasiado fácil porque toda presa era cautelosa; el hambre lo era menos, y había pan enmohecido a sus pies.
Esperó, pero no en la mazmorra. No necesitaba estar allí. Una parte suya tenía que quedarse y escuchar, pero el resto podía irse con total libertad a otros terrenos de caza, a buscar presas mayores. En el recuerdo no sólo se imaginaba en otra parte. Iba adonde quería, con quien quería.
Uno siempre estaba allí. De niño, de joven, de mayor.
¡Sí! Ahora están en las Fagaras, entre aquellos picos, bajando a toda prisa por aquellos valles. Son niños de apenas diez años, pero han dejado muy atrás al resto porque tienen los mejores caballos y más habilidad para manejarlos. Y su deseo no es sólo matar. Es ganar al otro. Por ahora, para siempre, lo que importa es ganar.
Buscan jabalíes. Hay uno que vieron y perdieron antes en ese valle, un bicho de lomo gris con colmillos como cimitarras.
El jabalí sale al descubierto. Con el esfuerzo por llegar primero, las espuelas tiñen de rojo los flancos de los sementales. Por delante hay un bosquecillo, cuyas ramas entrelazadas cerrarán el paso al cazador y el corcel pero no a la presa. Así que espolean avanzando a largos saltos. Es la última oportunidad. Él lo alcanza, y con la lanza le corta el lomo gris, haciendo brotar sangre con el filo, reduciendo su velocidad pero sin detenerlo. Su compañero, su hermano en todo menos la sangre, también ha usado la lanza, pero con mejor puntería. El jabalí se cae y rueda y el árbol que lo hubiera salvado le cierra el paso. Agoniza, pero sigue viviendo. Y es en los últimos momentos de su vida cuando se vuelve más peligroso.
—No —susurra él, asustado de repente, mientras su compañero desmonta del caballo con otra lanza ya en la mano—. Espera a que esté muerto.
Qué raro. La mayoría de los rostros desaparecían de la memoria, de los sueños. Hasta los más familiares: los de los padres, hijos, amantes, enemigos. El suyo no había desaparecido nunca.
Ahora se detiene y levanta la mirada, aquellos ojos verdes detrás de aquel pelo negro. Aparece la sonrisa.
—Cuántas veces, Ion —dice con voz inexpresiva—. Cuántas veces tienes que mirarlos a los ojos mientras mueren.
En el recuerdo que no se diferencia de un sueño su amigo avanza. El jabalí se levanta, rugiendo, soltando sangre por la boca, sacudiendo la saeta que lleva en el costado. Ataca mientras el niño se planta con la lanza bien firme. El animal vira y el niño ladea la lanza y se la clava. El filo con forma de hoja se hunde en el pecho pero no detiene al jabalí. Después del acero va desapareciendo el astil a medida que el animal se introduce el arma en el cuerpo. Sólo cuando llega a la mano firme, cuando se ha metido casi toda la madera, frena el impulso, agacha la enorme cabeza y apoya un colmillo en la mano, con suavidad, como una caricia.
—Que tengas una buena muerte —dice el hijo del Dragón, sonriendo.
Allá arriba alguien quitó un cerrojo. Fue un susurro, pero en aquel silencio sonó como un chillido. Mientras cazaba en otro sitio había oído que otro animal se escapaba por el desagüe. El ruido lo había ahuyentado. Soltó un grito de frustración; la llegada de un nuevo prisionero, destinado a una celda muy por encima de la suya, le había quitado la posibilidad de conseguir carne nueva.
Entonces se abrió otra puerta, y levantó la cabeza como si quisiera ver a través de las piedras. Pocas veces llegaba un prisionero al segundo nivel. ¿Acaso se trataba de alguien de mayor rango, o alguien que había cometido un crimen más atroz? Soltó un suspiro. Se recortaría una reja en el segundo nivel, y aunque ahora tenía muy mala vista percibiría los cambios de luz en el retazo de cielo. Mejor aún, podría oler… la piel de un perro de caza mojada por la nieve, madera de manzano ardiendo, ponche de vino caliente y especias. Oír… el bufido de un caballo, el llanto de un bebé, la risa ante una broma.
Entonces, en el nivel que tenía encima abrieron un cerrojo. Ahora estaba nervioso, y había olvidado la presa. Ese día no le tocaba comer; pero llegaba alguien. Levantó los párpados con los dedos y los pulgares para estar seguro de que no parpadearía. El poco frecuente destello de luz del otro lado de la reja abierta era lo único que le impedía quedar ciego del todo.
Se arrodilló y apretó los labios contra el techo, mojándolos con el musgo húmedo. La puerta de la celda que había encima se abrió con un crujido. Pero entonces oyó una sola pisada… y se encogió de miedo soltando un grito. Porque los guardias siempre llegaban en parejas. Sólo un sacerdote o un asesino llegaría solo.
Ahora tenía los ojos muy abiertos sin necesidad de usar los dedos, aterrorizado por el ruido que hacía el hombre acercándose a la piedra redonda que había en el suelo. Porque no era un sacerdote sino un asesino…
Buscó a tientas el hueso afilado, lo apretó con la mano y apoyó el extremo puntiagudo en la vena que le latía en el cuello. Había visto a prisioneros torturados hasta la muerte. Él mismo había torturado a algunos. Siempre había jurado no morir de esa manera.
Pero no se clavaba el hueso. Se podía haber matado antes, haber acabado con ese sufrimiento. Pero ¿antes de hacer su última confesión? En ese caso los tormentos que había sufrido durante esos cinco años durarían toda la eternidad. ¡Peor aún! A menos que lo absolvieran de sus pecados, el destino que le aseguraría el suicidio no sería nada comparado con el suyo: porque el noveno, último y más hondo círculo del infierno, como la mazmorra del castillo de Bucarest, estaba reservado a los traidores.
Oyó un tintineo metálico. No era el pestillo de la reja. Era una barra metida por debajo de un gancho. Y entonces la piedra que nadie había levantado durante cinco años se movió.
La antorcha que ardía allí arriba era como un sol de desierto al mediodía. Lo sostenía en alto una figura oscura. ¿Sacerdote o asesino?
Apretó la punta de hueso contra la carne. Pero no podía clavársela; sólo podía expresar con un gruñido su última y única esperanza.
—Padre, he pecado contra el cielo y ante ti.
Durante un momento de silencio nada se movió. Entonces, despacio, un brazo empezó a alargarse hacia abajo…