En el despacho del coronel McKinney, veinticuatro marines recibieron sus órdenes.
—Quiero que se custodie la residencia como si fuera la Casa Blanca —indicó el coronel—, para lo cual contaremos con la colaboración de los rumanos. Ionescu enviará soldados para acordonar la plaza. Nadie va a poder pasar sin un permiso especial. Nosotros instalaremos nuestros propios puestos de control en todos los accesos a la residencia. Toda persona que entre o salga tendrá que someterse a un detector de metales. Se rodeará el edificio y el predio entero. Pondremos francotiradores en los techos. ¿Alguna pregunta?
—No, señor.
—Pueden retirarse entonces.
Se palpaba en el aire una profunda animación. Inmensos reflectores rodeaban la residencia e iluminaban el cielo. Los policías militares estadounidenses y sus colegas rumanos obligaban al gentío a circular. Mezclados entre la muchedumbre, policías de civil se fijaban en todo lo que pudiese resultar sospechoso. Algunos se desplazaban con perros entrenados para detectar explosivos.
Había una imponente cobertura periodística, con fotógrafos y reporteros de más de diez países. Cada uno de ellos había sido revisado, lo mismo que sus equipos, antes de ingresar en la residencia.
—Por aquí no podría pasar ni una cucaracha —se jactó el oficial a cargo de la seguridad.
En el depósito, aburrido de ver a esa persona con uniforme de fajina que llenaba los globos, el cabo encendió un cigarrillo. —¡Apague eso!— le gritó Ángel.
El soldado levantó la mirada, sorprendido.
—¿Qué problema hay? Usted infla los globos con helio, ¿no? Y el helio no es combustible.
—¡Apáguelo! El coronel McKinney ordenó que no se fumara aquí.
El cabo farfulló, mortificado.
—Qué mierda —dijo. Arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó.
Ángel verificó que no quedaran chispas. Luego reanudó la tarea de llenar cada globo en un tubo diferente.
Cierto era que el helio no se encendía, pero ninguno de esos cilindros contenía helio. En el primero había propano, en el segundo fósforo blanco, y en el tercero una mezcla de oxígeno y acetileno. La noche anterior Ángel había dejado en cada tubo una cantidad mínima de helio como para que los globos se elevaran.
Los globos blancos los llenaba con propano; los rojos con oxígeno y acetileno, y los azules con fósforo blanco. Cuando explotaran, el fósforo blanco funcionaría como una bomba incendiaria para la descarga inicial de gas y atraería todo el oxígeno, de modo de cortar la respiración de las personas presentes en cincuenta metros a la redonda. El fósforo blanco se convertiría de inmediato en un líquido ardiente que caería sobre quienes estuvieran en el salón. El efecto térmico destruiría garganta y pulmones, y a su paso las llamas arrasarían una zona de una manzana entera. Va a ser un espectáculo fenomenal.
Ángel se incorporó y paseó la mirada por los coloridos globos que flotaban contra el techo del recinto.
—Ya terminé —anunció.
—Bueno. Ahora lo que vamos a hacer —dijo el cabo— es empujar estas preciosuras hasta el salón de baile, para que se diviertan los invitados. —Llamó a cuatro guardias—. Ayúdenme a sacar estos globos de aquí —les pidió.
Uno de los custodios abrió la ancha puerta que daba al salón, que habían decorado con enseñas norteamericanas y banderines rojos, azules y blancos. En un extremo se levantaba una tarima para la orquesta. Ya había numerosos invitados que se servían una comida fría en las mesas que a tal fin se habían dispuesto a los costados.
—Es un salón bellísimo —comentó Ángel. Dentro de una hora estará lleno de cadáveres incinerados—. ¿Puedo sacarle una foto?
El cabo le contestó encogiéndose de hombros.
—¿Por qué no? Vamos, muchachos, andando.
Los soldados pasaron delante de Ángel y comenzaron a arrastrar los globos hacia el salón, al tiempo que observaban cómo ascendían rápidamente al techo.
—Despacio, despacio —les advirtió Ángel.
—No se preocupe —le contestó un soldado—, que no vamos a reventarlos.
Ángel permaneció junto a la puerta contemplando la orgía de colores que formaban un arco iris ascendente, y sonrió. Un millar de pequeñas partículas letales se acurrucaban contra el techo. Sacó entonces una cámara del bolsillo y entró en la sala.
—¡Eh! ¡Ahí no se puede entrar! —lo amonestó el cabo.
—Lo único que quiero es sacar una foto para mostrársela a mi hija.
Apuesto a que tu hija debe de ser una divinidad, pensó, irónicamente, el cabo.
—Está bien. Pero que sea rápido.
Ángel miró hacia la entrada del salón y advirtió que en esos momentos ingresaba la embajadora Ashley con sus dos hijos. El cálculo del tiempo había sido perfecto, pensó con una sonrisa.
Aprovechando una distracción del cabo, ocultó velozmente la máquina debajo de una mesa cubierta con un mantel, y allí la dejó escondida. El disparador automático se había puesto para que funcionara una hora después. Todo estaba listo.
—Ya terminé —avisó Ángel, al ver que se aproximaba el cabo.
—Lo haré acompañar a la salida.
—Gracias.
Cinco minutos más tarde Ángel se había marchado ya de la residencia y caminaba por la calle Alexandru Sahia.
Pese a que era una noche calurosa y húmeda, el predio circundante a la residencia era un loquero. La policía se debatía para contener a los centenares de curiosos que arribaban sin cesar. Como se habían encendido todas las luces, el edificio brillaba en contraste con el cielo negro de la noche.
Antes de la fiesta, Mary había llevado a los niños a la planta alta.
—Vamos a tener una reunión familiar —dijo. Creía que debía encararlos con la verdad.
Los chicos escucharon con los ojos muy abiertos el relato de lo que había estado pasando y lo que quizás habría de suceder.
—Yo voy a asegurarme de que no corran peligro —declaró Mary—. Los haré sacar de aquí y llevar a un sitio donde estarán a salvo.
—¿Y tú, mamá? —quiso saber Beth—. Están tratando de matarte. ¿Por qué no vienes con nosotros?
—No, mi querida. Debo quedarme para que se pueda apresar a ese individuo.
Tim procuraba contener las lágrimas.
—¿Y cómo sabes que van a agarrarlo?
Mary meditó un instante la respuesta.
—Porque lo asegura Mike Slade. ¿Listos, ya?
Beth y Tim se miraron aterrados, y Mary sintió pena por ellos. Son demasiado niños como para que tengan que pasar por esto, se dijo.
Se vistió con esmero, pensando si no estaría vistiéndose para la muerte. Eligió un vestido largo de chiffon y sandalias rojas de seda, de tacos altos. Se miró en el espejo y se notó pálida.
Quince minutos más tarde, Mary y los dos niños ingresaban en el salón. Cruzaron la pista saludando a los invitados, tratando de disimular el nerviosismo. Al llegar al otro extremo del recinto, Mary se volvió hacia los chicos.
—Ustedes tienen que terminar sus tareas, de modo que les doy permiso para volver a sus cuartos.
Con un nudo en la garganta los miró partir. Espero que Mike Slade sepa lo que hace.
En ese momento se oyó un fuerte estrépito que la sobresaltó. Giró en redondo para ver qué había pasado, y sintió que se le aceleraba el pulso. A un camarero se le había caído una bandeja, y estaba agachado recogiendo los platos rotos. Mary trató de detener el martilleo de su corazón. ¿Cómo había planeado asesinarla Ángel? Paseó la mirada por el animado salón, pero no halló la menor pista.
Apenas abandonaron la fiesta, los niños fueron acompañados por el coronel McKinney hasta una puerta de servicio. Allí éste les indicó a dos custodios de la marina:
—Llévenlos al despacho de la embajadora. En ningún momento los pierdan de vista.
Beth preguntó con ansiedad:
—¿No hay peligro para mamá?
—No te preocupes, querida. Todo va a salir bien —respondió McKinney, rogando mentalmente no estar equivocado.
Mike Slade observó partir a los niños y luego fue a reunirse con Mary.
—Los chicos ya se fueron. Yo voy a ir a controlar unas cosas.
—No me deje. —Las palabras le brotaron sin darse cuenta—. Quiero ir con usted.
—¿Por qué?
Mary lo miró y respondió con franqueza:
—Porque me siento más segura a su lado.
Mike sonrió.
—Bueno, esto sí que es una sorpresa. Venga, vamos.
Lo siguió a escasa distancia. La orquesta había comenzado a tocar, y la gente bailaba. Las canciones del repertorio eran mayormente las de los espectáculos musicales de Broadway: Oklahoma, South Pacific, My Fair Lady. El público pasaba momentos muy gratos. Los que no bailaban aceptaban copas de champagne que les llevaban en bandejas de plata, o bien se servían solos la comida fría de las mesas.
El salón estaba espectacular. Mary levantó la cabeza y vio globos, miles de globos rojos, blancos y azules, suspendidos contra el techo. Reinaba un clima de alegría. Ojalá la muerte no anduviera rondando. Estaba tan nerviosa, que por cualquier motivo sentía deseos de gritar. Un invitado la rozó al pasar, y Mary se preparó mentalmente para sentir el pinchazo de una aguja mortífera. ¿O acaso Ángel planeaba matarla de un tiro delante de toda la concurrencia? ¿O con un puñal? El suspenso le resultaba intolerable. Tanto, que le costaba respirar. Rodeada de todas esas personas que conversaban animadamente se sentía desnuda, vulnerable. Ángel podía estar en cualquier parte. Incluso, quizás estuviese observándola en ese mismo instante.
—¿Le parece que Ángel estará aquí ahora?
—No sé —respondió Mike, y eso era lo más aterrador. Al ver la expresión en el rostro femenino, agregó—: Si quiere irse…
—No. Usted me dijo que soy la carnada, y sin la carnada él nunca va a morder el anzuelo.
Mike asintió y le apretó amistosamente el brazo.
—Así es —dijo.
En ese momento se acercó el coronel McKinney.
—Hemos hecho una revisación prolija, Mike, y no encontramos nada. Esto no me gusta en lo más mínimo.
—Vamos a echar otro vistazo. —Mike llamó a cuatro soldados armados que se hallaban cerca, y éstos se aproximaron a Mary—. Enseguida vuelvo, señora embajadora.
—Sí, por favor —le imploró ella, nerviosa.
Mike y el coronel, acompañados por dos custodios con sabuesos, registraron todas las habitaciones de la planta alta de la residencia.
—Nada —declaró Slade.
A un infante de marina que custodiaba la escalera del fondo le preguntaron:
—¿No subió ningún extraño por aquí?
—No, señor. Todo está tranquilo como un domingo por la noche.
No tanto, pensó Mike, mortificado.
Se dirigieron al cuarto de huéspedes, cuya puerta custodiaba un guardia armado. Éste hizo la venia al coronel y se apartó para dejarlos pasar. Corina Socoli estaba tendida en la cama, leyendo un libro en rumano. Joven, bella, talentosa, el tesoro nacional de los rumanos. ¿Podría trabajar para el enemigo? ¿Estaría colaborando con Ángel?
La muchacha levantó la mirada.
—Lamento tener que perderme la fiesta porque parece que está muy divertida. Y bueno, mejor me quedo y termino este libro.
—Sí; es lo más aconsejable —respondió Mike, y luego cerró la puerta—. Vamos de nuevo abajo.
Regresaron a la cocina.
—¿Y si Ángel intenta usar algún veneno? —planteó McKinney.
Mike meneó la cabeza.
—No sería lo suficientemente espectacular. Por lo general se inclina por las grandes explosiones.
—Mike, nadie puede haber introducido explosivos aquí. Nuestros expertos revisaron todo, los sabuesos también… y no se encontró nada. Imposible atacarnos por los techos porque allí hemos apostado efectivos.
—Hay una manera.
El coronel lo miró con interés.
—¿Cuál? —preguntó.
—No lo sé, pero Ángel sí lo sabe.
Volvieron a revisar las oficinas y la biblioteca, sin resultado. Pasaron por el depósito, donde el cabo y sus hombres empujaban los últimos globos y disfrutaban al verlos ascender hasta el techo.
—Lindos, ¿verdad? —dijo el cabo.
—Sí.
Siguieron caminando, pero en el acto Mike se detuvo.
—Cabo, ¿de dónde vinieron todos esos globos?
—De la base aérea de Francfort, señor.
Mike señaló los tubos de helio.
—¿Y esos cilindros?
—Del mismo lugar. Fueron traídos con escolta hasta nuestro depósito, tal como usted lo ordenó.
Mike le habló al coronel McKinney.
—Vamos arriba de nuevo —propuso.
Cuando ya se marchaban, agregó el cabo:
—Ah, coronel. La persona que usted envió se olvidó de llenar la planilla de horarios. ¿Se la va a incluir en la liquidación de sueldos de civiles o militares?
El coronel frunció el entrecejo.
—¿Qué persona?
—La que usted autorizó para que inflara los globos.
McKinney sacudió la cabeza.
—Yo no… ¿quién dijo que yo lo había autorizado?
—El señor Maltz. Vino…
—¿Eddie Maltz? ¡Si lo envié a Francfort!
Mike le habló al cabo en tono imperioso.
—¿Qué aspecto tenía el hombre?
—No, no era un hombre, señor, sino una mujer. A decir verdad, me pareció bastante rara. Era gorda y fea, y hablaba con un acento extraño. Tenía la cara fofa, llena de marcas.
Mike le comentó a McKinney:
—Parece la misma descripción de Elsa Núñez que Harry Lantz le dio al comité.
Ambos comprendieron en el acto la revelación.
—¡Dios mío! —murmuró Slade—. ¡Elsa Núñez es Ángel! —Señaló los tubos—. ¿Y los globos los llenó con eso?
—Sí, señor. Pasó una cosa insólita. Yo encendí un cigarrillo, y ella me gritó que lo apagara. «El helio no explota», le dije, y me contestó…
Mike levantó la mirada.
—¡Los globos! ¡Los explosivos están en los globos!
Los dos hombres clavaron los ojos en el techo alto, bellamente adornado en tonos de rojo, azul y blanco.
—Va a utilizar algún dispositivo de control remoto para hacerlos estallar. —Le preguntó al cabo—: ¿Cuánto hace que se fue esa mujer?
—Más o menos una hora.
Mike revisaba la habitación como enloquecido.
—Puede haberlo puesto en cualquier parte. Y es casi imposible que lo encontremos antes de que explote.
En ese momento se acercaba Mary.
—Tiene que desalojar el salón —le ordenó Mike, en tono autoritario—. ¡Rápido! Haga usted el anuncio, para que la gente lo tome mejor. Que salga todo el mundo.
Ella lo miraba azorada.
—Pero ¿por qué? —quiso saber—. ¿Qué pasa?
—Encontramos el chiche de nuestro compañerito de juegos. —Mike señaló hacia el techo—. Aquellos globos son letales —sentenció.
Mary los observó llena de espanto.
—¿No podemos bajarlos?
—Son como mil —fue la respuesta de Mike—. Si hubiera que bajarlos de a uno…
Mary tenía tan seca la garganta que casi no le salían las palabras.
—Mike… hay una forma…
Ambos hombres se quedaron mirándola.
—El «capricho del embajador». Ese techo es corredizo.
Mike procuró dominar su emoción.
—¿Cómo funciona? —preguntó.
—Hay un interruptor…
—No. Nada que sea eléctrico, porque bastaría una chispa para que reventaran todos. ¿No se puede abrir manualmente?
—Sí. —Las palabras le salían a borbotones—. El techo está dividido en mitades, y hay una manivela en cada lado…
Los dos hombres corrieron a la planta alta. Al llegar arriba hallaron la puerta que daba a un desván, y allí entraron. Por una escalera de madera se subía hasta una pequeña pasarela que se utilizaba para limpiar los techos del salón de baile. A un costado había una palanca embutida en la pared.
—Tiene que haber una del otro lado —aventuró Mike.
Echó a andar por la angosta pasarela, abriéndose paso entre el mar de mortíferos globos. Trataba de mantener el equilibrio y de no mirar al gentío de abajo. Una corriente de aire empujó gran cantidad de globos contra su cuerpo y lo hizo resbalar. Al ver que se caía, se aferró de las tablas y quedó colgando en el aire. Lentamente consiguió volver a subir. Estaba empapado en sudor. A partir de allí avanzó muy despacio, hasta que por fin encontró la manivela que buscaba.
—Ya estoy listo —le avisó al coronel—. Con cuidado. No hagamos movimientos bruscos.
—De acuerdo.
Mike comenzó entonces a hacer girar pausadamente la palanca.
Debajo de la mesa, en el reloj colocado por Ángel, quedaban apenas dos minutos.
Mike no podía ver al coronel porque se lo impedían los globos, pero escuchaba el chirrido que hacía la otra palanca al girar. Lenta, muy lentamente, el techo empezó a abrirse. Impulsados por el helio, varios globos remontaron vuelo hacia el aire de la noche, y a medida que el techo se iba separando, se escapaban otros más. Centenares de ellos pasaron por la abertura, figuras danzarinas que arrancaban exclamaciones de admiración a los confiados asistentes y a la muchedumbre que se había reunido en la calle.
En el reloj del dispositivo de control remoto quedaban apenas cuarenta y cinco segundos. Un puñado de globos se trabó contra un borde del techo. Mike se estiró para soltarlos, pero no alcanzaba por escasos centímetros. Con sumo cuidado avanzó por la angosta pasarela sin tener de dónde sujetarse, y con un enorme esfuerzo consiguió zafarlos.
Permaneció observando levantar vuelo hasta el último de los globos, que pintaron la noche aterciopelada con sus vivaces tonos. Y de pronto, el cielo estalló.
Se produjo un ruido ensordecedor, y llamaradas rojas y blancas se remontaron por los aires. Jamás se había visto un festejo semejante del 4 de Julio. Abajo, todos aplaudían.
Mike contempló el espectáculo exhausto, incapaz de moverse del agotamiento. Felizmente ya había terminado.
Se decidió expresamente realizar las capturas en forma simultánea en apartados rincones del mundo.
El secretario de Estado Floyd Baker estaba en la cama con su amante cuando de repente se abrió la puerta e ingresaron cuatro hombres en la habitación.
—¿Qué diablos…?
Uno de los sujetos exhibió una credencial de identificación.
—FBI, señor. Queda arrestado.
Baker los miraba, incrédulo.
—Deben de estar locos. ¿De qué se me acusa?
—De traición, Thor.
El general Oliver Brooks —Odín— se hallaba desayunando en su club cuando dos agentes del FBI se acercaron a su mesa y lo detuvieron.
Sir Alex Hyde-White, caballero de la orden del imperio británico y miembro del Parlamento —Freyr— era homenajeado con brindis en una cena de legisladores, cuando el camarero del club se aproximó.
—Discúlpeme, sir Alex, pero afuera hay unos caballeros que desean hablarle unos instantes…
En París, en la Cámara de Diputados, el organismo de seguridad hizo bajar del estrado a un legislador —Balder— para arrestarlo.
En el edificio parlamentario de Nueva Delhi, el jefe del Lok Sabha, Vishnu, era introducido por la fuerza en una limusina y llevado a la prisión.
En Roma, un miembro de la Cámara de Diputados —Tyr— se encontraba en un baño turco cuando fue detenido.
La redada continuó: en México, Albania y Japón se arrestó a altos funcionarios, quienes fueron luego alojados en establecimientos penales. También un integrante del Bundestag en Alemania occidental, un diputado del Nationalrat de Austria, el vicepresidente del Presidium soviético.
Las detenciones incluyeron al presidente de una importante empresa naviera, a un poderoso dirigente gremial, a un predicador evangelista de la televisión y al director de un consorcio petrolero.
Cuando intentaba escapar, Eddie Maltz fue abatido de un disparo.
Pete Connors se suicidó en el momento en que los agentes del FBI tiraban abajo la puerta de su oficina.
Mary y Mike Slade se hallaban en la Burbuja recibiendo los informes de todo el mundo.
Mike estaba en el teléfono.
—Vreeland —decía— es un legislador sudafricano. —Cortó y se volvió hacia Mary—. Ya agarraron a la mayoría, salvo, al organizador y a Elsa Núñez… Ángel.
—¿Nadie sabía que Ángel era una mujer? —se sorprendió Mary.
—No. Nos había embaucado a todos. Lantz la describió ante el comité de los Patriotas para la Libertad como una gorda horrible e imbécil.
—¿Y el organizador?
—Nadie lo ha visto jamás porque daba las órdenes por teléfono. Como planificador era magistral. El comité estaba desmembrado en pequeñas células, de modo que los de una no supieran nunca qué hacían los de las demás.
«Ángel» estaba furiosa. De hecho, más que furiosa parecía un animal embravecido. Por alguna razón las cosas habían salido mal, pero estaba dispuesta a repetir la operación.
Llamó al número particular de Washington, y con voz neutra expresó:
—Ángel le manda decir que no se preocupe. Hubo algún error que pronto va a subsanar. La próxima vez morirán todos y…
—No habrá una próxima vez —estalló la voz—. Ángel actuó con torpeza. Es peor que un aficionado.
—Ángel me dijo…
—Me importa un carajo lo que le haya dicho. Adviértale a ese hijo de puta que no recibirá ni un centavo, y le recomiendo que ni se le ocurra acercarse. Ya voy a encargarle el trabajo a algún otro.
Dicho lo cual cortó con fuerza.
Gringo de mierda. A «Ángel» nadie lo trató nunca así y vivió luego para contarlo. Estaba en juego el amor propio. Ese hombre iba a pagar. ¡Y cómo!
Sonó el teléfono particular de la Burbuja. Era Stanton Rogers y lo atendió Mary.
—¡Mary! ¡Está a salvo! ¿Y los chicos?
—Todos bien, Stan.
—Gracias a Dios ya terminó la pesadilla. Cuénteme exactamente cómo pasó todo.
—Fue Ángel. Ella intentó hacer volar la residencia y…
—Querrá decir él.
—No. Ángel es una mujer, y se llama Elsa Núñez.
Hubo un silencio prolongado, de estupor.
—¿Elsa Núñez? ¿Esa gorda imbécil y horrible, era Ángel?
Mary sintió un repentino escalofrío.
—En efecto, Stan —logró articular.
—¿Necesita algo de mí, Mary?
—No. Justo iba a ver a los niños. Lo llamo en otro momento.
Cortó y permaneció allí, consternada.
—¿Qué sucede? —le preguntó Mike.
—Usted dijo que Harry Lantz informó sólo a algunos miembros del comité acerca del aspecto de Elsa Núñez.
—Sí.
—Stanton Rogers acaba de describírmela.
Cuando aterrizó en el Aeropuerto Dulles el avión de Ángel, la mujer se encaminó a una cabina telefónica y marcó el número particular del organizador.
La voz familiar dijo:
—Stanton Rogers.
Dos días más tarde Mike, McKinney y Mary estaban sentados en el salón de reuniones de la embajada, el cual un experto en electrónica acababa de despejar de micrófonos ocultos.
—Ahora todo se entiende —afirmó Mike—. El organizador tenía que ser Stanton Rogers, pero ninguno de nosotros lo veía.
—Pero ¿por qué deseaba asesinarme? —preguntó Mary—. Al principio estaba en contra de mi nombramiento. Él mismo me lo dijo.
Mike lo explicó.
—En ese entonces aún no había terminado de formular su plan, pero apenas captó lo que usted y los niños simbolizaban, comprendió que podía utilizarlos. Entonces luchó para que se la nombrara, y con eso disimuló sus intenciones. Todo el tiempo la apoyó, se encargó de promocionar su imagen en la prensa, se aseguró de que la viese la gente indicada, en los sitios más apropiados.
Un estremecimiento la hizo temblar.
—¿Pero por qué se metió en…?
—Rogers nunca le perdonó a Paul Ellison que hubiese llegado a ser Presidente. Se sentía engañado. Comenzó siendo un renovador hasta que se casó con una mujer reaccionaria, de derechas. Yo calculo que fue ella quien lo dio vuelta.
—¿Ya lo encontraron?
—No. Desapareció. Pero no podrá ocultarse mucho tiempo.
Dos días después se halló la cabeza de Stanton Rogers en un vaciadero de basura de Washington. Le habían arrancado los ojos.