La ceremonia iba a realizarse a las cuatro de la tarde en el amplio predio desocupado que había junto al edificio de la biblioteca norteamericana, ubicado en la plaza Alexandru Sahia. A las tres ya se había congregado una multitud. El coronel McKinney se había reunido antes con el capitán Aurel Istrase, jefe del organismo rumano de seguridad.
—Brindaremos a su embajadora el máximo de protección —aseguró Istrase.
Fiel a su palabra, ordenó que se retiraran todos los vehículos de la plaza, de modo que no existía el peligro de que estallase un coche-bomba. Se apostaron policías en toda la zona y un tirador certero en los techos de la biblioteca.
Pocos minutos antes de las cuatro ya estaba todo listo. Los técnicos habían revisado la zona con dispositivos electrónicos sin encontrar explosivos. Al concluir todas las verificaciones, el capitán Istrase le informó al coronel McKinney que todo estaba en orden.
—Muy bien. —McKinney se volvió para hablar con un ayudante—. Avísele a la embajadora que ya puede venir.
Cuatro infantes de marina la escoltaron para subir al coche de la embajada.
Florian le sonrió con agrado.
—Buenas tardes, señora embajadora. Vamos a tener una biblioteca grande y hermosa, ¿verdad?
—Sí.
El chofer siguió dándole charla en el trayecto, pero Mary no le prestaba atención. Pensaba en la expresión risueña que tenía Louis en los ojos, en la ternura con que le había hecho el amor. Se clavó las uñas en las muñecas para que el dolor físico le quitara la enorme angustia interior. No debo llorar. Pase lo que pase, no debo llorar. No existe más el amor; sólo el odio. ¿Qué está sucediéndole al mundo?
Cuando la limusina arribó al predio, dos infantes de marina se acercaron, miraron cautelosamente alrededor y le abrieron la puerta a Mary.
—Buenas tardes, señora embajadora.
Al encaminarse hacia el sitio donde se llevaría a cabo la ceremonia, dos custodios armados caminaban delante de Mary y otros dos detrás, protegiéndola con sus cuerpos. Desde el techo, el francotirador controlaba toda la zona.
El público aplaudió cuando la embajadora llegó al pequeño círculo que habían despejado para ella. Entre los presentes había rumanos, estadounidenses y agregados diplomáticos de otras embajadas. Mary vio algunas caras conocidas, pero casi todos los demás le resultaron extraños.
Paseó la vista por la multitud y pensó: No voy a poder pronunciar un discurso. El coronel McKinney tenía razón. No debí haber venido. Estoy deshecha y aterrorizada.
—Damas y caballeros —decía McKinney en ese instante—, tengo el honor de presentarles a la representante diplomática de los Estados Unidos.
La muchedumbre aplaudió.
Mary respiró hondo y tomó la palabra.
—Gracias. —Tanto se había dejado atrapar por la vorágine de los acontecimientos que no había preparado el discurso. No obstante las palabras le surgieron de una suerte de manantial interior—. El motivo que hoy nos congrega puede parecer insignificante. Sin embargo tiene una gran importancia pues constituye otro puente más que se tiende entre mi país y todas las naciones de Europa oriental. El nuevo edificio que inauguramos hoy estará colmado de información relativa a los Estados Unidos de Norteamérica. Aquí se podrá aprender la historia de mi patria, tanto en sus aspectos positivos como en los que no lo son. Podrá el público ver fotos de nuestras ciudades, fábricas, granjas…
El coronel McKinney se abría paso lentamente entre la multitud. La nota decía: Disfrute de su último día en la Tierra. ¿A qué hora terminaría el día para el asesino? ¿A las seis? ¿A las nueve? ¿A medianoche?
»… pero hay algo más importante que conocer el aspecto de mi país. Cuando este nuevo edificio esté concluido, finalmente podrán ustedes saber cómo son realmente los Estados Unidos. Vamos a mostrarles el espíritu de la nación.
En el extremo más lejano de la plaza, un auto burló en ese instante una barrera policial y frenó bruscamente junto al cordón. Cuando un azorado agente iba a acercarse, el conductor se bajó del vehículo, echó a correr, sacó un aparatito del bolsillo y lo accionó. El coche explotó lanzando al aire una lluvia metálica. Las astillas no alcanzaron a llegar hasta donde se encontraba Mary, pero los espectadores comenzaron a arremolinarse y tratar de huir, dominados por el pánico. El francotirador apuntó con su rifle y apretó el gatillo hiriendo al terrorista en el corazón. Para mayor seguridad hizo dos disparos más, igualmente certeros.
Una hora demoró la policía rumana en despejar la plaza y retirar el cadáver del aspirante a asesino. Los bomberos apagaron el incendio que estalló en el auto. A Mary la llevaron de regreso a la embajada, terriblemente conmovida.
—¿No preferiría ir a descansar a la residencia? —le propuso el coronel McKinney—. Acaba de pasar por una horrible experiencia…
—No. A la embajada.
Ése era el único sitio desde donde podía hablar sin peligro con Stanton Rogers. Debo comunicarme pronto con él, porque de lo contrario voy a terminar deshecha.
La tensión que le provocaba todo lo que estaba sucediendo era intolerable. Pese a que consiguió sacar de en medio a Mike Slade, igualmente habían atentado contra su vida; eso quería decir que Slade no actuaba solo.
Deseó ardientemente que la llamara Stanton Rogers.
A las seis de la tarde Mike se presentó, furioso, en el despacho de Mary.
—Instalé a Corina Socoli en un cuarto de la planta alta —informó—. Maldita sea, usted debió haberme dicho a quién me mandaba a buscar. Cometió un craso error. Tenemos que devolver a esa mujer porque es un monumento nacional. El gobierno rumano jamás le permitirá salir del país. Si…
El coronel McKinney entró deprisa en la oficina.
—Ya hemos identificado al muerto. Efectivamente, es Ángel. Su verdadero nombre es H. R. de Mendoza.
Mike lo miraba sin comprender.
—¿Qué dice?
—Ah, me olvidaba que usted se perdió lo mejor del programa —expresó McKinney—. ¿No le contó la señora que hoy intentaron matarla?
Mike se volvió para indagar a Mary con la mirada.
—No.
—Ángel le mandó un anónimo amenazándola de muerte y esta tarde trató de matarla en la ceremonia inaugural, pero uno de los francotiradores de Istrase le dio muerte.
Mike permaneció de pie en silencio, con los ojos fijos en Mary.
—Parece ser —continuó McKinney— que todo el mundo tenía a este tal Ángel en su lista de personas más buscadas.
—¿Dónde está el cadáver? —preguntó Slade.
—En la morgue del cuartel de policía.
El cuerpo yacía, desnudo, sobre una losa. Correspondía a un hombre de aspecto común, estatura mediana, facciones corrientes, un tatuaje en un brazo, nariz fina que no desentonaba con la boca de labios apretados, pies muy pequeños y pelo algo ralo. Su ropa y sus pertenencias estaban apiladas sobre una mesa.
—¿Puedo echarle un vistazo?
El funcionario policial se encogió de hombros.
—Adelante. Estoy seguro de que a él no va a importarle. —Festejó con una risita su propio chiste.
Mike tomó la chaqueta y examinó la etiqueta, que indicaba una sastrería de Buenos Aires. Los zapatos de cuero también tenían marca argentina. Al lado de las prendas, había pilitas de dinero: lei rumanos, francos franceses, unas libras esterlinas y por lo menos diez mil dólares en pesos argentinos, una parte en los nuevos billetes de diez pesos, y el resto en los de un millón, ya devaluados.
—¿Qué averiguaron sobre él? —preguntó Mike.
—Llegó a Londres en Tarom Airlines hace dos días. Se anotó en el hotel Intercontinental bajo el nombre de Mendoza. El pasaporte menciona un domicilio en Buenos Aires, pero es un documento falso. —El policía se adelantó para observar el cadáver más de cerca—. No parece un asesino internacional, ¿verdad?
—No —convino Mike—. En absoluto.
A unas veinte cuadras de distancia, Ángel pasaba caminando frente a la residencia. Iba lo suficientemente rápido como para no llamar la atención de los cuatro soldados que custodiaban la entrada principal, y lento como para poder captar hasta el más mínimo detalle de la fachada del edificio. Las fotos que le enviaron eran excelentes, pero así y todo él tenía por costumbre verificar todos los pormenores. Cerca de la puerta de acceso había un quinto centinela de civil, que sostenía dos ejemplares de Doberman de sus correas.
Ángel esbozó una sonrisa al recordar el espectáculo que se había desarrollado en la plaza de la ciudad. Fue un juego de niños contratar a un drogadicto por el precio de una dosis de cocaína. Tomó a todos desprevenidos. Pero el gran acontecimiento no se había producido aún. Por cinco millones de dólares les organizaré un programa que jamás olvidarán. ¿Cómo es que los llaman en la televisión? Espectaculares. Tendrán un espectacular en vivo.
En la residencia va a haber una fiesta en conmemoración del 4 de Julio, le había dicho la voz. Habrá globos, una banda naval, animadores. Ángel sonrió y agregó mentalmente: Y un espectacular de cinco millones de dólares.
Dorothy Stone entró corriendo en el despacho de Mary.
—Señora, debe ir de inmediato a la Burbuja. El señor Stanton Rogers la llama desde Washington.
—Mary, no entiendo nada de lo que me dice. Tranquilícese. Respire hondo y empiece de nuevo.
Dios mío, estoy balbuceando incoherencias como una demente. Era tal el remolino de emociones violentas que se agitaban en su interior, que casi no podía hablar. Se sentía asustada, aliviada, furiosa, todo a un mismo tiempo, y se expresaba con una sarta de palabras inconexas.
—Perdóneme, Stan… ¿No recibió mi cable?
—No. Acabo de regresar y no había ningún cable suyo. ¿Qué anda pasando por ahí?
Mary procuró dominar su histeria. ¿Por dónde empiezo?
—Mike Slade está tratando de asesinarme.
Un silencio como de espanto.
—Mary… no irá a creer que…
—Es verdad; yo sé que lo es. Conocí a un médico de la embajada francesa, el doctor Desforges. Me enfermé, y este amigo averiguó que han estado envenenándome con arsénico. Lo hizo Mike.
En esta oportunidad la voz de Rogers fue más enérgica.
—¿Por qué lo dice?
—Louis… el doctor Desforges llegó a esa conclusión. Mike Slade me servía todas las mañanas un café con arsénico. Tengo pruebas de que efectivamente él consiguió el veneno. Anoche asesinaron a Louis, y esta tarde alguien que trabaja para Slade intentó darme muerte a mí.
Se produjo un silencio más largo que el anterior.
Al retomar la palabra, Stanton Rogers habló con voz imperiosa.
—Lo que voy a preguntarle es muy importante, Mary, de modo que piénselo con cuidado. ¿No podría haber sido otro que Mike?
—No. Él ha intentado hacerme ir de Rumanía desde el primer momento.
—De acuerdo. Voy a informar al Presidente. Nos encargaremos de Slade. Entretanto, daré orden de que se le suministre protección adicional.
—Stan… el domingo tenemos una fiesta en la residencia en conmemoración del 4 de Julio, y ya se han cursado las invitaciones. ¿Le parece que debo cancelarla?
Rogers se tomó unos segundos para pensar.
—Al contrario. Quizá sea una buena idea que esté rodeada por mucha gente. Mary, no quisiera atemorizarla más de lo que ya está, pero le sugeriría que no pierda de vista a los niños ni un instante. Slade es capaz de querer llegar a usted a través de ellos.
Sintió que la recorría un estremecimiento.
—¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Por qué lo hace?
—Ojalá supiera la respuesta. Yo no le encuentro sentido, pero tenga la certeza de que voy a averiguarlo. Usted trate de estar lo más alejada de él que le sea posible.
—No se preocupe.
—Me mantendré en contacto con usted.
Después de cortar, Mary tuvo la sensación de que le habían quitado un inmenso peso de los hombros. Todo va a salir bien, se dijo. No nos pasará nada a los chicos y a mí.
Eddie Maltz atendió al primer campanillazo. La conversación duró diez minutos.
—Yo me encargo de que todo esté ahí —prometió.
Ángel colgó, y Maltz no pudo menos que preguntarse: Para qué diablos querrá Ángel todo eso. Miró su reloj. Faltan cuarenta y ocho horas.
No bien terminó de hablar con Mary, Stanton Rogers se comunicó con el coronel McKinney.
—¿Bill? Stanton Rogers.
—Cómo le va, señor. ¿En qué puedo serle útil?
—Quiero que arreste a Mike Slade y lo tenga detenido hasta que reciba nuevas órdenes mías.
El coronel respondió con voz de incredulidad.
—¿A Mike Slade?
—Sí. Que quede incomunicado. Probablemente porte armas o sea que es peligroso. No le permita hablar con nadie.
—Sí, señor.
—Llámeme a la Casa Blanca apenas lo haya detenido.
—Sí, señor.
Dos horas más tarde sonó el teléfono de Stanton Rogers, y éste manoteó el auricular.
—Hola.
—Habla el coronel McKinney, señor.
—¿Ya tiene a Slade?
—No, señor. Hay un problema.
—¿Cuál?
—Que Slade ha desaparecido.