27

En la embajada norteamericana, Mary se hallaba en la Burbuja llamando por teléfono a la oficina de Stanton Rogers por la línea de seguridad. Era la una de la madrugada en Bucarest, y las seis de la tarde en Washington.

—Habla la embajadora Ashley. Sé que el señor Rogers viajó a la China con el Presidente, pero tengo urgencia en comunicarme cuanto antes con él. ¿Hay alguna forma de localizarlo?

—Lo siento, señora, pero como su itinerario es muy flexible, no tenemos ningún número donde llamarlo.

El corazón le dio un vuelco.

—¿Y cuándo llamará él ahí?

—No sabría decirle, por la cantidad de compromisos que figuran en su agenda. A lo mejor alguien del Departamento de Seguridad podría ayudarla.

—No. Nadie más puede ayudarme. Gracias.

Allí se quedó sola, con la mirada perdida, rodeada por el instrumental electrónico más moderno del mundo, que sin embargo de nada le servía. Mike Slade estaba tratando de asesinarla y ella debía hacérselo saber a alguien. Pero ¿a quién? ¿En quién podría confiar? La única persona que estaba al tanto de las intenciones de Slade era Louis Desforges.

Marcó nuevamente el número de Louis y tampoco le atendieron. Recordó entonces lo que le había dicho Stanton Rogers: Si quiere enviarme un mensaje y no desea que nadie más lo lea, escriba en el encabezamiento del cable el código tres equis.

Volvió deprisa a su despacho, redactó un cable urgente dirigido a Rogers y agregó las tres equis. Sacó de un cajón con llave el libro de códigos y con sumo cuidado cifró el texto del mensaje. Si algo le pasaba, al menos Stanton Rogers sabría a quién atribuirle la culpa.

Fue luego a la sala de comunicaciones, atendida en esos momentos por Eddie Maltz, el agente de la CIA.

—Buenas noches, señora embajadora. Tuvo que trabajar hasta tarde hoy.

—Sí. Quiero despachar este mensaje, y que salga en el acto.

—Yo mismo lo remitiré.

—Gracias. —Mary le entregó el papel y se encaminó a la puerta. Ansiaba desesperadamente reunirse con sus hijos.

En la sala de comunicaciones, Eddie Maltz terminó de descifrar el mensaje que le entregara Mary. Lo leyó dos veces con rostro de preocupación. Luego se dirigió a la máquina destructora de documentos, arrojó adentro el cable y vio cómo se convertía en papel picado.

Acto seguido llamó a Washington, a Floyd Baker, secretario de Estado. Nombre en clave: Thor.

Dos meses demoró Lev Pasternak en seguir la tortuosa pista que lo condujo hasta Buenos Aires. El Servicio de Inteligencia Británico y otra media docena de organismos de seguridad del mundo habían colaborado para identificar a Ángel como el asesino. El Mossad le suministró el nombre de Elsa Núñez. Todos querían eliminar a Ángel. Para Lev Pasternak, Ángel se había convertido en una obsesión. Por un error suyo Marin Groza había muerto, y eso nunca se lo perdonaría. Podía, eso sí, expiar su culpa y así lo había decidido.

No se puso en contacto directamente con Elsa Núñez. Localizó el departamento donde vivía y comenzó a vigilarlo, en la esperanza de ver aparecer a Ángel. Al cabo de cinco días de infructuosa espera, Pasternak resolvió actuar. Esperó que la mujer se hubiera ido. Quince minutos más tarde subió, abrió la puerta con una ganzúa, entró en el departamento y lo revisó concienzudamente. Sin embargo, no encontró fotos, cartas ni nada que pudiese conducirlo hasta Ángel. Luego descubrió los trajes del armario. Leyó las etiquetas de Herrera, descolgó una chaqueta de su percha y se la calzó debajo del brazo. Segundos más tarde volvía a salir, tan silenciosamente como ingresó.

A la mañana siguiente se presentó en la tienda Herrera con la ropa arrugada, despeinado y oliendo a whisky.

—¿En qué puedo servirlo, señor? —le preguntó el gerente con cara de desagrado.

Lev Pasternak esbozó una sonrisa tímida.

—Mire, anoche me emborraché como un beduino. Estuvimos jugando a las cartas con unos sudamericanos en mi habitación de hotel, y creo que todos nos pasamos con la bebida. Bueno, lo cierto es que uno de esos tipos —no me acuerdo del nombre— se dejó la chaqueta en mi habitación. —La levantó para mostrarla, con mano temblorosa—. Como tenía la etiqueta de Herrera, pensé que ustedes podrían indicarme adonde debo devolverlo.

El gerente examinó la prenda.

—Sí, es de confección nuestra. Tendría que fijarme en nuestros registros. Déjeme su número, así le aviso.

—Imposible —farfulló Lev Pasternak—. Me voy ahora a otra partida de póquer. Si me da una tarjeta suya, lo llamo yo.

—Sí. —El gerente se la entregó.

—No va a robar la chaqueta, ¿no? —preguntó Lev, con acento de borracho.

—Por supuesto que no —se indignó el hombre.

Pasternak le dio una palmada en la espalda.

—Bien —dijo—. Esta tarde le hablo.

Cuando esa tarde llamó desde su hotel, el gerente de Herrera le informó:

—El caballero a quien le confeccionamos el traje es el señor H. R. de Mendoza, que se aloja en la habitación 417 del hotel Aurora.

Lev Pasternak verificó que la puerta de su habitación estuviese trancada. Sacó luego una valija del armario, la colocó sobre la cama y la abrió. Adentro había una pistola SIG Sauer calibre 45 con silenciador, cortesía de un amigo suyo, miembro del servicio secreto argentino. Pasternak controló que el arma estuviese cargada y el silenciador trabado. Volvió a poner la valija en el armario y se fue a dormir.

A las cuatro de la madrugada avanzaba sigilosamente por el desierto pasillo del cuarto piso del hotel Aurora. Al llegar a la habitación 417, miró alrededor para comprobar que no hubiese nadie en las inmediaciones. En silencio introdujo un alambre en la cerradura de la puerta. Al oír que se destrababa el pestillo, sacó en el acto la pistola.

Sintió una corriente de aire en el instante en que se abrió la puerta de en frente, del otro lado del pasillo. Sin darle tiempo de volverse, algo duro y frío lo golpeó en la nuca.

—No me gusta que nadie me siga —murmuró Ángel.

Lev Pasternak oyó el chasquido del gatillo un segundo antes de que le volaran la tapa de los sesos.

Ángel no sabía a ciencia cierta si Pasternak andaba solo o trabajaba con alguien; por eso no estaba de más tomar otras precauciones. Ya le había llegado el aviso telefónico, de modo que era hora de actuar, pero primero había que hacer algunas compras. Había una hermosa lencería en la avenida Pueyrredón. Era cara, pero Elsa se merecía lo mejor.

—Quiero que me muestre algún salto de cama con volados y puntillas —dijo Ángel.

La empleada se quedó boquiabierta.

—Y un slip con abertura en la entrepierna.

Minutos más tarde Ángel entraba en Frenkel’s y contemplaba el despliegue de artículos de cuero en las estanterías.

—Quiero un portafolio. Negro, por favor.

El Aljibe, del Hotel Sheraton, era uno de los mejores restaurantes de Buenos Aires. Ángel se ubicó en una mesa de un rincón, y apoyó el portafolio nuevo sobre la mesa. El camarero se acercó a atenderlo.

—Buenas tardes.

—Voy a empezar con centolla. Después quiero una parrillada con ensalada de berro. El postre se lo pido más tarde.

—Cómo no.

—¿Dónde quedan los baños?

—Pase por aquella puerta de allá, y doble a la izquierda.

Ángel se levantó y se encaminó al fondo del local, dejando el maletín sobre la mesa, a la vista de todos. Había un angosto pasillo con dos puertas pequeñas. En una decía Damas, y en la otra, Caballeros. Al terminar el corredor había una puerta doble que daba a la ruidosa cocina. Ángel empujó una de ellas para entrar y se encontró con una febril actividad: chefs ajetreados, que trataban de cumplir con los urgentes pedidos de la hora del almuerzo; camareros que entraban y salían con bandejas cargadas. Los cocineros les gritaban a los camareros, y éstos hacían lo propio con los ayudantes.

Ángel se abrió paso por la cocina y salió por una puerta del fondo que daba a un callejón. Allí esperó cinco minutos para cerciorarse de que nadie lo hubiese seguido.

Tomó un taxi que había en la esquina, le dio una dirección, se bajó luego de un breve trayecto y subió a otro coche de alquiler.

—¿Adonde, por favor?

—Al aeropuerto de Ezeiza.

Allí lo aguardaba un pasaje para Londres. En clase turista, porque en primera habría llamado mucho la atención.

Dos horas más tarde observaba desaparecer la ciudad de Buenos Aires detrás de las nubes como si fuese un truco de algún mago celestial, y comenzó a pensar en las instrucciones que le habían dado para la próxima misión.

Que los niños mueran con ella. Deben ser muertes espectaculares.

No le hacía ninguna gracia que le indicaran cómo debía trabajar. Sólo los aficionados eran estúpidos como para atreverse a dar consejos a los profesionales. Ángel sonrió. Todos morirán, y será algo más espectacular de lo que esperaban.

Después, se durmió como un lirón.

El aeropuerto londinense de Heathrow estaba colmado de turistas de verano, y el viaje en taxi hasta Mayfair insumió más de una hora. En el hall del Churchill, cantidades de pasajeros entraban y salían.

Un botones se encargó de las tres valijas de Ángel.

—Llévelas a mi habitación. Yo tengo que salir a hacer unas diligencias.

La propina fue modesta, como para que el muchacho no la recordara después. Ángel se dirigió a los ascensores del hotel, esperó que llegara uno vacío, y subió.

Ya dentro del ascensor, apretó el botón del quinto piso, el séptimo, el noveno y el décimo, y se bajó en el quinto para despistar a cualquiera que pudiese estar observando desde el hall.

Había una escalera de servicio al fondo, que bajaba hasta un callejón. Cinco minutos después de haberse registrado en el Churchill, Ángel emprendía el regreso en taxi hasta Heathrow.

El pasaporte estaba emitido a nombre de H. R. de Mendoza. Tenía pasaje a Bucarest por Tarom Airlines. Desde el aeropuerto Ángel envió un telegrama.

LLEGO EL MIÉRCOLES

H.R. DE MENDOZA

Iba dirigido a Eddie Maltz.

A primera hora de la mañana siguiente, Dorothy Stone anunció:

—Hablan de la oficina de Stanton Rogers.

—Ya atiendo. —Mary manoteó el auricular presa de la ansiedad—. ¿Stan?

Al oír que hablaba la secretaria sintió ganas de llorar de la desilusión.

—El señor Rogers me pidió que la llamara, señora embajadora. Él está con el Presidente, y como no puede llegarse hasta un teléfono, desea que se le dé a usted lo que necesite. Si me dice qué problema es…

—No —respondió Mary, tratando de que no se le notara la voz de desaliento—. Tengo… que hablar con él.

—Lamentablemente no podrá ser hasta mañana. El doctor dejó dicho que la llamaría apenas pudiese.

—Muchas gracias. Quedo esperando su llamado. —Cortó. No podía hacer otra cosa que aguardar.

Siguió intentando hablar con Louis, pero no le atendían en su casa. Probó en la embajada de Francia, y nadie supo decirle adonde estaba.

—Por favor, apenas tengan noticias de él, díganle que se comunique conmigo.

—Hay un llamado para usted, señora, pero la mujer se niega a dar su nombre —le avisó Dorothy.

—Páseme con ella. —Mary tomó el auricular—. Hola. Habla la embajadora Ashley.

Una suave voz femenina, con acento rumano, le contestó:

—Soy Corina Socoli.

En el acto reconoció el nombre. Se trataba de una hermosa joven de poco más de veinte años, la primera bailarina de Rumanía.

—Necesito su ayuda porque he decidido desertar.

No puedo ocuparme de esto hoy. Ahora imposible.

—No… no sé si puedo ayudarla. —Procuró recordar velozmente lo que le habían dicho respecto de los desertores.

Muchos de ellos son agentes soviéticos. Nosotros los traemos al país y ellos nos engañan suministrándonos unos pocos datos inocuos, o bien directamente falsos. Algunos se convierten en topos. Los peces gordos son los científicos o los funcionarios de inteligencia de alto rango. Ésos siempre vienen bien. Pero de lo contrario, no concedemos asilo político a menos que exista una muy buena razón.

Corina Socoli sollozaba.

—Por favor, tiene que enviar a alguien a buscarme, porque no estoy en un sitio seguro.

Los gobiernos comunistas utilizan ciertas trampas muy particulares. Alguien que se hace pasar por desertor pide ayuda. Usted lo lleva a la embajada, y luego él protesta aduciendo que lo han secuestrado. Eso les da un pretexto para tomar medidas en contra de los Estados Unidos.

—¿Dónde está usted?

Una pausa.

—Supongo que puedo tenerle confianza. Estoy en la posada Roscow, de Moldavia. ¿Vendrá a buscarme?

—No puedo ir yo personalmente, pero enviaré a alguien. Y no vuelva a llamar a este número. No se mueva de donde está. Yo…

En ese momento se abrió la puerta y entró Mike Slade. Mary lo miró aterrorizada al ver que avanzaba hacia ella.

La voz del teléfono decía:

—Hola, hola.

—¿Con quién está hablando? —preguntó Mike.

—Con… con el doctor Desforges. —Fue el primer nombre que le vino a la mente. Presa del miedo, cortó la comunicación.

No seas ridícula, se dijo. Estás en la embajada. Él no va a intentar hacerte nada aquí.

—¿Con el doctor Desforges?

—Sí. Está… por venir a verme.

¡Cómo hubiese deseado que fuera verdad!

Mike tenía una extraña expresión en los ojos. La lámpara del escritorio estaba encendida, y proyectaba contra la pared su sombra de una forma grotesca, enorme, amenazadora.

—¿Ya se repuso como para volver a trabajar?

Qué desfachatez.

—Sí, gracias. —Ansiaba desesperadamente que se fuera para poder escapar. No debo demostrarle que estoy asustada.

Se le acercaba.

—La veo nerviosa. Tal vez debería irse unos días con los chicos a la zona de los lagos.

Y así convertirme en un blanco más fácil.

El solo hecho de mirarlo la atemorizaba tanto, que hasta le costaba respirar. Sonó el intercomunicador, y para ella fue como si le arrojaran un salvavidas.

—Si me disculpa…

—Cómo no. —Slade se quedó mirándola un instante. Luego dio media vuelta y se fue, llevándose la sombra consigo.

Mary atendió el teléfono casi llorando del alivio.

—¿Sí?

Era Jerry Davis, el encargado de relaciones públicas.

—Perdone que la moleste, señora, pero tengo que darle una noticia muy triste. La policía acaba de informarnos que el doctor Louis Desforges fue asesinado.

Mary sintió que le daba vueltas la habitación.

—¿Está… está seguro?

—Sí, señora. Encontraron su billetera en el cadáver.

La asaltó un tropel de recuerdos y una voz que le anunciaba por teléfono: Habla el comisario Munster. Su marido murió en un accidente de auto. Y se sintió apuñalada, destrozada por los antiguos sufrimientos.

—¿Qué… fue lo que pasó? —preguntó con voz ahogada.

—Lo ultimaron de un balazo.

—¿No se sabe quién fue?

—Todavía no. El organismo de seguridad y la embajada de Francia están investigando.

Soltó el auricular. Con una sensación de embotamiento, se echó hacia atrás sobre el respaldo del sillón y clavó la mirada en el techo, donde notó una grieta. Tengo que hacerla arreglar, pensó. No deberíamos tener grietas en la embajada. Veo otra más. Las hay por todas partes. En nuestra vida también, y por allí nos llega el mal. Edward murió. Louis también. No toleraba pensarlo siquiera. Siguió buscando más rajaduras. No puedo pasar de nuevo por tanto dolor. ¿Quién podría querer matar a Louis?

Inmediatamente después de la pregunta le surgió la respuesta: Mike Slade. Louis había descubierto que Slade estaba envenenándola con arsénico, y Slade supuso que, al morir Louis, nadie podría acusarlo de nada con fundamentos.

Súbitamente tomó conciencia de algo más, que la llenó de terror. ¿Con quién está hablando? Con el doctor Desforges. Y Mike ya debía de saber que el doctor Desforges había muerto.

Permaneció todo el día en su oficina, planeando lo que debía hacer. No voy a escapar sólo porque él lo quiera. No voy a permitir que me asesine. Tengo que impedírselo. Sentía en su interior una indignación como jamás la tuviera. Iba a protegerse a sí misma y a los niños. Y además, destruiría a Mike Slade.

Mary hizo otro llamado urgente a Stanton Rogers.

—Yo le di su mensaje, embajadora. Quédese tranquila, que él va a hablarle apenas pueda.

No podía aceptar la muerte de Louis, un hombre tan tierno, tan bueno, que en esos momentos yacía exánime en alguna morgue. Si yo hubiese regresado a Kansas, Louis estaría vivo.

—Señora embajadora…

Levantó la mirada y vio que Dorothy Stone le alcanzaba un sobre.

—El guardia de la puerta le envía esto. Dice que lo entregó un niño.

En el sobre decía: PERSONAL. PARA QUE LO LEA SÓLO LA EMBAJADORA.

Mary lo abrió. La nota venía escrita en bella caligrafía.

Estimada Señora embajadora:

Disfrute de su último día en la Tierra.

Ángel.

Otra de las tácticas de Mike para amedrentarme, pero no le dará resultado. No voy a acercarme a él en lo más mínimo.

El coronel McKinney observó la nota y meneó la cabeza.

—Hay tantos locos sueltos —opinó—. Usted tenía que asistir esta tarde, señora, al acto de iniciación de las obras de ampliación de la biblioteca. Voy a cancelar…

—No.

—Señora, es muy peligroso que…

—No habrá problemas. —Ella sabía dónde residía el peligro, y pensaba evitarlo—. ¿Dónde está Mike Slade? —preguntó.

—Fue a una reunión en la embajada de Australia.

—Avísele, por favor, que deseo verlo de inmediato.

—¿Deseaba hablar conmigo? —preguntó Slade, en tono despreocupado.

—Sí. Quería encargarle algo.

—Estoy a sus órdenes. —La ironía de su voz le cayó como una cachetada.

—Me llamó alguien que quiere desertar.

—¿Quién es?

No tenía intenciones de decírselo para que no traicionara a la joven.

—Eso no interesa. Quiero que traiga aquí a esa persona.

Mike frunció el entrecejo.

—¿Se trata de alguien que los rumanos deseen conservar?

—Sí.

—Entonces podrían suscitarse innumerables…

Ella lo interrumpió bruscamente.

—Vaya a recogerla a la posada Roscow, de Moldavia.

Él iba a protestar, hasta que vio la expresión del rostro femenino.

—Si eso es lo que desea, enviaré…

—No —se opuso Mary con voz férrea—. Quiero que vaya usted con dos hombres más.

Al ir acompañado por Gunny y otro soldado, no podría jugar ninguna mala pasada. Ella ya le había advertido a Gunny que no debía perder de vista a Slade.

Mike la miraba intrigado.

—Hoy tengo muchas cosas que hacer. Mañana sería…

—Quiero que vaya ya mismo. Gunny está esperándolo en su oficina. Deberá traer aquí a la desertora. —Su tono no dejaba lugar para las discrepancias.

—Está bien —aceptó él por fin.

Mary lo observó partir con una profunda sensación de alivio. Al haberlo eliminado del panorama, se sentía segura.

Marcó el número del coronel McKinney.

—Voy a concurrir a la ceremonia de esta tarde —le avisó.

—Yo le aconsejaría que no fuera, señora embajadora. ¿Para qué exponerse a un riesgo innecesario si…?

—No me queda otra alternativa. Estoy representando a nuestro país. ¿Qué pensarían de mí si me escondiera en un armario cada vez que recibo una amenaza? Si lo hago una vez, nunca más podré dar la cara. Para eso mejor me vuelvo, coronel. Y le aseguro que no tengo la menor intención de regresar.