25

Pararon a almorzar en Timisoara cuando iban rumbo a los Montes Cárpatos. La posada se llamaba El Viernes del Cazador, y estaba decorada como una bodega de la época medieval.

—Te recomiendo el venado, que es la especialidad de la casa.

—Bueno. —Mary nunca lo había comido, y le pareció muy sabroso.

Pidieron una botella de Zghihara, el vino blanco de la zona. Louis irradiaba una sensación de fuerza, de confianza, que la hacía sentir protegida.

Él había pasado a recogerla en la ciudad, lejos de la embajada.

—Es mejor que nadie se entere adonde vas, porque de lo contrario correrán los chismes por todo el ambiente diplomático.

Demasiado tarde, pensó Mary.

Louis le había pedido prestado el coche a un amigo de la embajada francesa. El vehículo tenía una patente blanca y negra, ovalada, con las iniciales CD.

Mary sabía que las chapas patentes eran para utilidad de la policía. A los extranjeros se les emitían placas cuyo número empezaba con doce. Las de color amarillo eran para los funcionarios.

Cuando terminaron de almorzar, reanudaron la marcha. Pasaron junto a campesinos que conducían primitivos carros hechos con ramas de árboles enroscadas unas con otras, y caravanas de gitanos.

Louis era un diestro conductor. Mary lo observaba de costado mientras recordaba las palabras de Mike Slade: Estuve examinando su legajo. Su amigo no tuvo nunca mujer ni hijos. Es un agente enemigo.

No creía esas acusaciones. El instinto le indicaba que Mike Slade mentía. No era Louis quien entró subrepticiamente en su oficina para pintarrajearle las paredes. Era otra persona quien la amenazaba. Louis le inspiraba confianza. Nadie puede fingir tanta emoción como vi en su rostro cuando jugaba con los chicos. No se puede ser tan buen actor.

El aire iba volviéndose más fresco, y los bosques de robles cedían paso a fresnos y abetos.

—Esta zona es excelente para la caza —le contó Louis—. Hay jabalíes, corzos, lobos y gamuzas negras.

—Nunca he ido de caza.

—A lo mejor algún día puedo llevarte.

Las montañas que se alzaban ante sus ojos parecían esas fotos que suelen verse de los Alpes suizos, con sus cimas cubiertas de nieve y bruma. El camino atravesaba bosques y verdes praderas donde pastaban las vacas. Las nubes del firmamento tenían color de acero, y Mary tuvo la sensación de que, si levantaba una mano y las tocaba, se le quedarían adheridas a los dedos como metal frío.

Había atardecido cuando llegaron a Sioplea, un minúsculo chalé que se alquilaba como sitio de descanso. Mary esperó en el auto mientras Louis se bajaba para dar los datos de ambos.

Un anciano conserje los acompañó hasta su suite formada por un living amplio y cómodo y de sencillo mobiliario, un dormitorio, baño y una terraza con una imponente vista de las montañas.

—Por primera vez en la vida me gustaría ser pintor.

—Realmente es un paisaje precioso.

—No —dijo él, acercándosele—. Pensaba que sería muy lindo pintarte a ti.

Me siento nerviosa como una quinceañera en su primera cita.

La tomó en sus brazos y la estrechó con fuerza. Mary hundió la cabeza contra el pecho masculino y sintió luego los labios que rozaban los suyos, que exploraban su cuerpo. Mary olvidó todo, salvo de lo que estaba ocurriéndole.

Experimentó una necesidad desesperada que iba mucho más allá del sexo. Era la necesidad de que alguien la abrazara, la protegiera, le dijese que nunca más iba a estar sola. Necesitaba a Louis dentro de ella, estar ella dentro de él, ser uno los dos.

Tendida en la enorme cama, sintió esa lengua que recorría su cuerpo desnudo, que llegaba hasta la profunda suavidad y cuando muy pronto lo sintió en su interior, no pudo menos que lanzar un grito salvaje, apasionado, antes de estallar y convertirse en miles de gloriosos trozos de mujer. Y de nuevo, y otra vez, hasta que la felicidad fue tanta que casi no podía resistirla.

Louis era un amante increíble, exigente y tierno al mismo tiempo. Al cabo de un rato largo, larguísimo, quedaron exhaustos, llenos de felicidad. Ella se acurrucó en sus brazos fuertes, y así conversaron.

—Qué extraño —confesó Louis—. Vuelvo a sentirme entero. Desde que murieron Renée y las chicas, he sido una especie de fantasma que deambulaba, perdido.

Yo también, pensó Mary.

—La echaba de menos en las cosas importantes, y en otras que nunca se me habían ocurrido. Me sentía desamparado sin ella. Me refiero a cosas tontas, triviales. No sabía cocinar, por ejemplo, o lavarme la ropa, o tender bien la cama. Los hombres damos tantas cosas por sentado.

—Louis, yo también me sentía desamparada. Edward era para mí como un paraguas protector. Cuando empezó a llover y él ya no estaba a mi lado para cubrirme casi me ahogo.

Se quedaron dormidos.

Volvieron a hacer el amor, pero esa vez lenta, dulcemente, con un fuego menos intenso, más exquisito.

Fue casi perfecto. Casi, porque había una pregunta que Mary deseaba formular pero no se atrevía: ¿Tenías esposa e hijas, Louis?

Sabía que, apenas pronunciara esas palabras, terminaría todo lo que los unía. Louis jamás le perdonaría la falta de confianza. Maldito Mike Slade. Maldito sea.

Louis la estudiaba.

—¿En qué piensas?

—En nada, querido.

¿Qué hacías en ese callejón oscuro cuando aquellos hombres intentaron secuestrarme, Louis?

Esa noche cenaron en la terraza, y Louis pidió Cemurata, el licor de frutillas que se fabricaba en los montes de la zona.

El sábado subieron en un trencito hasta la cima de la montaña. Al regresar se bañaron en la piscina cubierta, hicieron el amor en la sauna privada y jugaron al bridge con una pareja de ancianos que estaba de luna de miel.

Por la noche fueron en auto hasta Eintrul, un restaurante rústico en medio de las montañas. Allí cenaron en un amplio salón con un hogar donde crepitaba un hermoso fuego. Bellas arañas de madera colgaban del techo, y alrededor del hogar, varios trofeos de caza. La habitación estaba iluminada con velas, y por las ventanas se apreciaba el paisaje cubierto de nieve. Un ambiente perfecto, en la perfecta compañía.

Y por fin, demasiado pronto, llegó la hora de regresar.

Hora de volver al mundo real, pensó Mary. ¿Y cómo era ese mundo verdadero? Un lugar de amenazas, de secuestros, de horribles graffitis en las paredes de su oficina.

El trayecto de vuelta fue muy agradable. La tensión sexual que existía a la ida cedió paso a una sensación de paz, de comodidad en la mutua compañía. Louis era una de esas personas con quienes uno siempre se siente a gusto.

Cuando se aproximaban a Bucarest, pasaron por campos sembrados de girasoles, que movían su cara hacia el sol.

Ésa soy yo, que finalmente salgo a la luz del día.

Beth y Tim aguardaban ansiosos el regreso de su madre.

—¿Vas a casarte con Louis? —preguntó Beth.

Se sintió azorada. Su hija había expresado con palabras lo que ni ella misma se había atrevido a pensar.

—¿Y, mamá?

—No lo sé —respondió, cauta—. ¿A ustedes no les gustaría la idea?

—Louis no es papá —afirmó lentamente Beth—, pero estuvimos conversando del tema con Tim y llegamos a la conclusión de que nos gusta mucho.

—A mí también —expresó Mary, feliz—. A mí también.

Recibió una docena de rosas con una notita: Gracias por ser como eres.

Se preguntó entonces si antes le habría mandado flores a Renée y si de veras habría existido una Renée y dos hijas. Se odió a sí misma por plantearse la duda. ¿Por qué habría de inventar Mike Slade una mentira tan terrible? Además, no había forma de verificarla. Y justo en ese momento Eddie Maltz, el asesor político y agente de la CIA, entró en su despacho.

—Se la ve muy bien, señora embajadora. ¿Tuvo un buen fin de semana?

—Sí, gracias.

Conversaron un rato acerca de un coronel rumano que se había puesto en contacto con Maltz respecto de la posibilidad de desertar.

—Para nosotros sería muy valioso puesto que traería información útil. Esta misma noche envío un cable negro a Washington, pero quería ponerla sobre aviso porque seguramente Ionescu va a reaccionar indignado.

—Gracias, señor Maltz.

El hombre se puso de pie.

—Espere —le indicó Mary, por impulso—. ¿Puedo pedirle un favor?

—Sí, cómo no.

De pronto le costaba un enorme esfuerzo continuar.

—Se trata… de algo personal, confidencial.

—Casualmente ése es nuestro lema —acotó Maltz con una sonrisa.

—Necesito información relativa al doctor Louis Desforges. ¿Sabe quién es?

—Sí. Está adscripto a la embajada de Francia. ¿Qué es lo que quiere saber de él?

Responderle eso iba a ser más difícil aún de lo que suponía porque implicaba una traición.

—Fundamentalmente, si alguna vez estuvo casado y si tuvo dos hijas. ¿Cree que podrá averiguarlo?

—¿Puede esperar veinticuatro horas?

—Sí, por supuesto.

Perdóname, Louis, por favor.

Al ratito entró Mike Slade en la oficina de Mary.

—Buenos días.

—Buenos días.

Apoyó el pocillo de café sobre el escritorio. Había algo en su actitud que había cambiado sutilmente. Si bien no estaba segura de lo que era, tenía la sensación de que Mike sabía lo de su fin de semana en la montaña. Se preguntó si él no la haría seguir con espías, que luego le informaban sobre sus actividades.

Mary bebió un sorbo de café. Excelente, como era habitual. Esto sí que es algo que sabe hacer bien, pensó.

—Tenemos algunos problemas, señora.

Todo el resto de la mañana estuvieron intercambiando opiniones sobre otros rumanos que deseaban emigrar a los Estados Unidos, acerca de la crisis económica de Rumanía, de un soldado norteamericano que dejó embarazada a una chica del país, y varios asuntos más.

Al finalizar la reunión, Mary se sentía más cansada que de costumbre.

—Esta noche hay estreno de ballet y baila Corina Socoli —anunció Mike.

Mary reconoció el nombre. Se trataba de una de las principales bailarinas del mundo.

—Tengo entradas, por si le interesa ir —agregó Slade.

—No, gracias. —Recordó lo que le sucedió la vez anterior, cuando Mike le dio entradas para el teatro. Además, estaba invitada a cenar en la embajada de China, y posteriormente se reuniría con Louis en la residencia. No les convenía que los vieran demasiado a los dos juntos en público. Sabía que estaba violando las normas al tener una relación con un miembro de otra embajada. Pero no era una aventura amorosa cualquiera.

Cuando se preparaba para la cena, fue a buscar un vestido de fiesta al armario y se encontró con que la empleada lo había lavado en vez de hacerlo limpiar, y en consecuencia, lo había arruinado. Voy a despedirla, se dijo, indignada. Pero no puedo, por los malditos reglamentos.

De pronto se sintió extenuada y tuvo que recostarse en la cama. Ojalá no tuviera que salir esta noche. Sería tan lindo quedarme aquí acostada y poder dormir. Pero no tienes otra alternativa, señora embajadora. El país depende de ti.

Se quedó tendida en la cama, fantaseando. Como no pensaba levantarse, no iría a la fiesta. El embajador de la China saludaría a los demás invitados, pero la esperaría a ella con suma ansiedad. Por fin se anunciaría que estaba servida la cena. La embajadora norteamericana no había llegado, lo cual debía tomarse como una afrenta premeditada. China perdería prestigio. El embajador enviaría entonces un cable negro, y cuando su Primer Ministró lo leyera, se pondría tan furioso que en el acto llamaría al Presidente de los Estados Unidos para protestar. «Ni usted ni nadie puede obligar a mi embajadora a concurrir a sus cenas», exclamaría el doctor Ellison. «A mí nadie me habla en ese tono» gritaría el Primer Ministro «porque ahora nosotros también tenemos bombas atómicas, señor Presidente». Ambos líderes apretarían juntos el botón nuclear, condenando a la destrucción a sus respectivos países.

Mary se incorporó en la cama.

Más vale que vaya a esa maldita cena, se dijo.

En la recepción se encontró con las mismas caras de siempre, pero las veía como una masa borrosa. Apenas si tomó conciencia de quiénes estaban en su mesa. No veía la hora de volver a su casa.

Cuando Florian la llevaba de regreso a la residencia, Mary pensó medio entre sueños: ¿Se dará cuenta el presidente Ellison de que esta noche impedí una guerra atómica?

A la mañana siguiente, cuando fue a trabajar, se sentía más descompuesta. Le dolía la cabeza y tenía náuseas y lo único que la hizo sentir mejor fue la visita de Eddie Maltz.

—Tengo la información que me pidió —dijo el agente de la CIA—. El doctor Louis Desforges estuvo casado durante catorce años. Nombre de la esposa: Renée. Dos hijas, de diez y doce años —Phillipa y Genevieve—, fueron asesinadas en Argelia por los terroristas, probablemente como venganza contra el doctor, que combatía en la clandestinidad. ¿Algún otro dato desea saber?

—No —exclamó ella, feliz—. Eso es todo. Gracias.

Mientras bebían el café de la mañana, Mary y Mike comentaron la inminente visita de un grupo universitario.

—Quieren que los reciba el presidente Ionescu.

—Veré lo que puedo hacer —ofreció Mary, con voz confusa.

—¿Se siente bien?

—Estoy cansada, nada más.

—Entonces lo que necesita es otra taza de café que la reanime.

A media tarde se sentía mucho peor. Llamó a Louis y puso un pretexto para cancelar la salida a cenar esa noche. El malestar físico le quitaba las ganas de ver a nadie. Deseó que el médico norteamericano estuviese en Bucarest. A lo mejor Louis podía darse cuenta de lo que le pasaba. Si no me compongo, lo llamaré.

Dorothy Stone le hizo enviar un analgésico de la farmacia, pero no le sirvió de nada.

—Realmente tiene mal aspecto, señora —expresó, afligida, la secretaria—. Debería irse a la cama.

—Ya voy a mejorar —murmuró Mary.

El día parecía tener mil horas. Mary se reunió con los estudiantes, algunos funcionarios rumanos, un banquero norteamericano y un oficial del Servicio de Informaciones de los Estados Unidos, y soportó una interminable cena en la embajada de Holanda. Cuando por fin llegó a su casa, se desplomó en la cama.

No pudo dormir. La alta temperatura le provocaba pesadillas. Se imaginaba corriendo por un laberinto de pasillos, y cada vez que doblaba hacia cualquier lado, se topaba con alguien que escribía inmundicias con sangre. Sólo podía ver la cabeza del hombre desde atrás. Luego aparecía Louis, y unos diez individuos trataban de meterlo por la fuerza dentro de un auto. Mike Slade llegaba corriendo por la calle, gritando: «¡Mátenlo! ¡No tiene familia!».

Se despertó bañada en un sudor frío pese al calor insoportable que había en la habitación. Se quitó las mantas y de pronto sintió frío. Comenzaron a castañetearle los dientes. Dios mío, ¿qué me pasa?

El resto de la noche lo pasó despierta. Tenía miedo de dormirse y volver a soñar.

Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para levantarse a la mañana siguiente e ir a la embajada. Mike Slade estaba esperándola y la observó con rostro de preocupación.

—No se la ve nada bien. ¿Por qué no se toma un avión hasta Francfort para que la revise nuestro médico?

—No, estoy bien. —Tenía los labios secos, paspados, y se sentía totalmente deshidratada.

Mike le entregó el pocillo de café.

—Aquí tengo las nuevas cifras de comercio. Los rumanos van a necesitar más cereales de lo que creíamos, situación que podríamos capitalizar…

Procuró prestar atención, pero la voz de Mike aparecía y se esfumaba.

A fuerza de tesón consiguió ir pasando el día. Louis llamó dos veces y le hizo contestar que estaba en reuniones. Necesitaba conservar hasta el último ápice de fortaleza para seguir trabajando.

Cuando por fin esa noche fue a acostarse, sentía que le había subido la fiebre y le dolía todo el cuerpo. Estoy verdaderamente enferma. Me siento morir. Fue un esfuerzo supremo levantar un brazo para tirar del timbre. Al instante apareció Carmen.

—¡Señora! —exclamó la muchacha, preocupada. ¿Qué…?

La voz de Mary fue apenas un susurro.

—Pídale a Sabina que llame a la embajada de Francia. Necesito al doctor Desforges.

Abrió los ojos, parpadeó y vio dos imágenes borrosas de Louis que se acercaba a la cama y se inclinaba para mirarle de cerca el rostro enrojecido.

—Por Dios, ¿qué te pasa? —Le tocó la frente y la sintió hirviendo—. ¿Te tomaste la temperatura?

—No quiero ni enterarme. —Hasta el hablar le dolía.

Louis se sentó en el borde de la cama.

—Querida, ¿desde cuándo estás así?

—Hace unos días. Probablemente sea algún virus.

Louis le tomó el pulso y lo notó débil. Cuando se inclinó sobre ella, percibió su aliento.

—¿Comiste algo con ajo hoy?

Mary meneó la cabeza.

—Hace dos días que no pruebo bocado.

Él le levantó los párpados.

—¿Tenías mucha sed?

Mary asintió.

—¿Dolores, calambres musculares, náuseas, vómitos?

Todo eso, pensó ella, exhausta, pero en voz alta dijo:

—¿Qué es lo que me pasa, Louis?

—¿Estás en condiciones de responder algunas preguntas?

Ella tragó saliva.

—Trataré.

Louis le tomó la mano.

—¿Cuándo empezaste con estos síntomas?

—Al día siguiente que volvimos de las montañas. —Su voz era un débil murmullo.

—¿Recuerdas haber comido o bebido algo que te haya descompuesto después?

Respondió que no con la cabeza.

—¿Simplemente fuiste sintiéndote cada día peor?

Asintió.

—¿Sueles desayunar aquí, en la residencia, con los niños?

—Por lo general, sí.

—¿Y ellos están bien?

Asintió.

—¿Almuerzas siempre en el mismo lugar?

—No. A veces como en la embajada; en ocasiones en algún restaurante.

—¿Hay algún lugar donde vayas regularmente a comer, o algún alimento que ingieras en forma habitual?

Estaba demasiado cansada como para continuar con la conversación y deseaba que él se fuera.

Al ver que cerraba los ojos, Louis la movió suavemente.

—Mary, no te duermas. Escúchame. —Había un tono de urgencia en su voz—. ¿Hay alguna persona con quien suelas comer constantemente?

Ella parpadeó, adormilada.

—No. —¿Por qué me pregunta todo esto?— Es un virus —farfulló—. ¿No es cierto?

El médico respiró hondo.

—No. Alguien está envenenándote.

Al oír esas palabras sintió que una corriente eléctrica recorría su cuerpo.

—¿Qué? —exclamó, abriendo desmesuradamente los ojos—. No puedo creerlo.

Él tenía el entrecejo fruncido.

—Casi podría asegurarte que es envenenamiento por arsénico, si no fuera que el arsénico no se vende en Rumanía.

—¿Y quién… quién puede querer asesinarme?

—Querida —dijo él, apretándole una mano—, tienes que pensar. ¿Estás segura de que no tienes ninguna rutina fija, que alguien te dé todos los días algo de comer o beber?

—No, claro que no —protestó ella débilmente—. Ya te dije que… —Café. Mike Slade. Hecho por mí—. ¡Dios mío!

—¿Qué?

Mary carraspeó y atinó a murmurar:

—Mike Slade me trae café todas las mañanas. Me espera siempre con un café.

Louis no le quitaba los ojos de encima.

—No. No puede ser Slade. ¿Qué motivo tendría Mike para matarte?

—Quiere… quiere desligarse de mí.

—Eso vamos a conversarlo más tarde. Ahora lo primero es curarte. Me gustaría que te internaras en un hospital, pero tu embajada no lo permitirá. Voy a buscar un remedio y vuelvo dentro de unos minutos.

Mary trató de comprender cabalmente las palabras de Louis. Alguien está dándome arsénico. Lo que necesita es otra taza de café que la reanime. Yo mismo lo preparo.

Volvió a entrar en estado de inconsciencia hasta que la despertó la voz de Louis.

—¡Mary!

Con esfuerzo consiguió abrir los ojos y lo vio junto a la cama, en el momento en que sacaba una jeringa de una bolsita.

—Hola, Louis. Me alegro de que hayas podido venir —masculló.

Louis le buscó una vena en el brazo y le clavó luego la aguja.

—Te estoy poniendo una inyección de BAL, un antídoto para el arsénico, que voy a ir alternando con penicilamina. Por la mañana te aplicaré otra. ¿Mary?

Estaba dormida.

A la mañana siguiente recibió otra inyección, y una más por la noche. Los efectos de las drogas fueron milagrosos. Uno a uno fueron desapareciéndole los síntomas. Al otro día ya le había bajado la fiebre, y los demás signos vitales habían vuelto casi a su valor normal.

Louis estaba en el cuarto de Mary guardando la jeringa en una bolsita de papel para que no pudiera verla nadie del personal. Mary se sentía agotada y débil como si hubiese soportado una larga enfermedad, pero ya no la aquejaba dolor ni malestar alguno.

—Es la segunda vez que me salvas la vida.

—Convendría saber quién está tratando de quitártela.

—¿Y cómo puede hacerse?

—Yo anduve averiguando en diversas embajadas, y en ninguna hay arsénico. No sé en la embajada de ustedes… Deberías hacer una cosa. ¿Crees que tendrás fuerza como para ir a trabajar mañana?

—Pienso que sí.

—Quiero que vayas a la farmacia de tu embajada y digas que necesitas un pesticida porque hay muchas hormigas en tu jardín. Pide la marca Antrol, que tiene un alto contenido de arsénico.

Mary lo miró intrigada.

—¿Y para qué todo eso?

—Porque tengo el presentimiento de que el arsénico tuvo que ser traído a Bucarest. Si es que está en alguna parte, seguramente es en la farmacia de la embajada. Cualquier persona que solicita un veneno debe firmar al recibirlo, de modo que, cuando te lo den y debas firmar fíjate qué otros nombres figuran antes que el tuyo…

Gunny la escoltó desde la puerta de la embajada. Mary se dirigió a la farmacia, donde la enfermera trabajaba detrás de una reja.

—Buenos días, señora embajadora. ¿Se siente mejor?

—Sí, gracias.

—¿En qué puedo servirla?

Mary respiró hondo, sumamente nerviosa.

—Él… el jardinero se queja de la cantidad de hormigas que hay en el jardín. ¿No tendrían ustedes algo para combatirlas… como por ejemplo Antrol?

—Sí, sí. Casualmente nos queda algo de Antrol. —La enfermera se volvió y tomó de un estante una lata con una etiqueta de veneno.

—Es muy raro que haya hormigas en esta época del año. —Le alcanzó a Mary un formulario.

—Perdone, pero tiene que firmar, señora embajadora, porque el insecticida contiene arsénico.

Mary no podía apartar la mirada del papel, donde figuraba un solo nombre: Mike Slade.