A la mañana siguiente, a las nueve menos cuarto, Dorothy Stone irrumpió en el despacho de Mary, donde estaba celebrándose una reunión.
—¡Han secuestrado a los niños! —dijo.
Mary se puso de pie de un salto.
—¡Dios mío!
—Acaba de sonar la alarma de la limusina. En estos momentos se está siguiendo la pista del vehículo. No podrán escapar.
Mary salió corriendo por el pasillo en dirección a la sala de comunicaciones. Allí había unos seis hombres alrededor de un tablero de mando. El coronel McKinney hablaba por un micrófono.
—Entendido. Se lo haré saber a la señora embajadora.
—¿Qué sucede? —Apenas si pudo pronunciar las palabras—. ¿Dónde están los chicos?
El coronel la tranquilizó:
—Están bien, señora. Uno de ellos tocó sin querer el botón de la alarma de la limusina. Se encendió entonces la luz de auxilio que lleva el auto en el techo y comenzó a emitirse la señal de SOS en onda corta, y antes de que hubieran avanzado doscientos metros, ya los habían rodeado cuatro patrulleros con sus sirenas ululantes.
Mary se apoyó contra la pared, aliviada. No se había dado cuenta de la enorme tensión que soportaba. Es fácil comprender por qué los extranjeros radicados aquí se vuelcan a las drogas, a la bebida… o a las aventuras amorosas.
Esa noche se quedó con los chicos porque necesitaba sentirlos lo más cerca posible. Mientras los miraba, no cesaba de preguntarse: ¿Estaremos en peligro? ¿Quién puede desear hacernos daño? Pero no halló la respuesta.
Tres días más tarde volvió a cenar con el doctor Louis Desforges. En esa oportunidad lo notó más sereno, y si bien aún daba la impresión de cargar con una enorme tristeza, se notaba que ponía empeño en ser atento y divertido. Mary se preguntó si se sentía tan atraído como ella hacia él. Lo que le envié no fue sólo una pieza de plata, se dijo, sino más bien una invitación.
Me suena tan formal que me llame embajadora. ¿Realmente lo estaría persiguiendo? Lo que pasa es que le debo mucho… posiblemente la vida. Estoy buscando explicaciones, cuando en realidad esto no tiene nada que ver con las ganas que tenía de volver a salir con él.
Cenaron temprano en el comedor que funciona en la azotea del hotel Intercontinental, y cuando Louis la acompañó de regreso a la residencia, Mary le propuso:
—¿No quiere pasar?
—Sí, cómo no. Gracias.
Los chicos estaban abajo, haciendo la tarea escolar. Mary se los presentó a Louis. Éste se agachó para estar a la altura de Beth y dijo:
—¿Me permites? —Enseguida la rodeó con sus brazos, la estrechó fuertemente y luego se enderezó—. Una de mis niñas era tres años menor que tú, y la otra, aproximadamente de tu misma edad. Quisiera pensar que habrían llegado a ser tan bonitas como tú, Beth.
Beth sonrió.
—¿Dónde están…?
Mary intervino rápidamente.
—¿Todos quieren chocolate caliente? —invitó.
Se sentaron en la inmensa cocina a beber el chocolate y conversar.
Los chicos quedaron encantados con Louis, y Mary pensó que nunca había visto a un hombre con semejante expresión de avidez en los ojos. Se había olvidado de ella. Tanto, que centró toda su atención en los niños, les contó historias de sus hijas, anécdotas y chistes, hasta que les arrancó contagiosas risas.
Era casi medianoche cuando Mary se dio cuenta de lo tarde que se había hecho.
—¡Chicos! Ya deberían estar en la cama. Vamos, andando.
Tim se acercó a Louis.
—¿Vendrás a visitarnos otra vez?
—Eso espero, Tim. Depende de tu madre.
Tim interrogó a Mary con la mirada.
—¿Y, mamá?
Ella miró a Louis antes de responder:
—Sí.
Cuando lo acompañó hasta la puerta, Louis le tomó una mano entre las suyas.
—No le digo cuánto ha significado para mí esta noche, Mary, porque no hay palabras.
—Me alegro. —Lo miró fijo y sintió que él se le acercaba. Entonces, levantó los labios.
—Buenas noches, Mary.
Y se marchó.
A la mañana siguiente, al entrar en su despacho, notó que otra de las paredes estaba recién pintada. Mike llegó con las dos habituales tazas de café.
—Buen día —dijo y apoyó una sobre el escritorio.
—¿Volvieron a poner una inscripción?
—Sí.
—¿Qué decía esta vez?
—No importa.
—¡Cómo que no importa! A mí me importa. ¿Qué clase de seguridad hay en esta embajada si cualquiera puede entrar en mi oficina y dejarme amenazas escritas en las paredes? ¿Qué decía?
—¿Se lo digo textualmente?
—Sí.
—«Si no se va ahora, morirá».
Mary se desplomó en el sillón, furiosa.
—¿Puede explicarme cómo es posible que alguien entre en esta embajada sin que nadie lo vea, y me pinte mensajes en la pared?
—Ojalá pudiera. Estamos haciendo lo posible por investigar quién fue.
—Bueno, «todo lo posible» no alcanza —le retrucó Mary—. Quiero que quede un soldado apostado a mi puerta por la noche. ¿Entendido?
—Sí, señora embajadora. Le pasaré el mensaje al coronel McKinney.
—No se moleste. Yo misma se lo daré.
Mientras lo observaba retirarse de la oficina, pensó si Slade no sabría ya quién era el autor.
Y si no sería él mismo.
El coronel McKinney trató de disculparse.
—Créame, señora, que esto me tiene tan mortificado como a usted. Voy a reforzar la guardia en el pasillo y pondré un custodio junto a su puerta durante las veinticuatro horas.
No por ello se sintió Mary más tranquila: el responsable era, obviamente, alguien de adentro de la embajada.
El coronel McKinney era de adentro de la embajada.
Mary invitó al doctor Desforges a una cena en la residencia. Había otros doce invitados, y cuando al final de la noche los demás se retiraron, dijo Louis:
—¿Puedo subir a ver a los niños?
—Ya deben de estar dormidos, Louis.
—No voy a despertarlos. Sólo quiero mirarlos.
Lo acompañó a la planta alta y se quedó parada mientras él se acercaba a contemplar la silueta dormida de Tim.
Al cabo de un ratito, Mary susurró:
—El cuarto de Beth queda por aquí.
Lo llevó a otro dormitorio que había al fondo del pasillo, y abrió la puerta. Beth estaba hecha un ovillo abrazando la almohada y enroscada en el cubrecama. Louis se aproximó despacito y con suavidad se lo acomodó. Allí permaneció un largo instante con los ojos fuertemente cerrados. Luego dio media vuelta y salió.
—Son unos niños preciosos —dijo, con voz ronca.
Se quedaron de pie, mirándose de frente, sintiendo que el aire que los separaba se había cargado de electricidad.
Ahora va a suceder, pensó Mary. Ninguno de los dos puede impedirlo.
Se aferraron estrechamente y juntaron sus labios con fuerza.
Luego él se retiró.
—No debí haber venido. Te das cuenta de lo que estoy haciendo, ¿no? Pretendo revivir mi pasado. —Se calló un instante—. O quizá sea mi futuro. ¿Quién sabe?
—Yo lo sé —respondió ella dulcemente.
David Víctor, encargado de asuntos comerciales, entró precipitadamente en la oficina de Mary.
—Lamento traerle muy malas noticias. Acaban de informarme que el presidente Ionescu va a suscribir un contrato con la Argentina por un millón y medio de toneladas de maíz y con Brasil por quinientas mil toneladas de soja. Nosotros contábamos con esos convenios.
—¿Hasta dónde han llegado las negociaciones?
—Están casi concluidas, y lo concreto es que nos han excluido. Yo estaba por enviar un cable a Washington… con su autorización desde luego —añadió.
—Postérguelo un poco. Deme tiempo para pensar.
—No conseguirá que Ionescu cambie de opinión. Créame que yo ya procuré persuadirlo con todos los argumentos.
—Entonces no tenemos nada que perder si lo intento yo. —Llamó por el intercomunicador a su secretaria—. Dorothy, pídame una entrevista con el presidente Ionescu lo más pronto posible.
Alexandros Ionescu la invitó a almorzar al palacio de gobierno. Al llegar, la recibió Nicu, el hijo de catorce años del Presidente.
—Buenas tardes, señora embajadora. Soy Nicu. Bienvenida al palacio.
—Gracias.
Era un muchacho alto para su edad, de hermosos ojos negros y un cutis perfecto. Tenía, además, el porte de un adulto.
—Me han contado muchas cosas buenas de usted, señora.
—Me alegro de oírlo, Nicu.
—Le avisaré a mi padre que ya está aquí.
Se ubicaron uno frente al otro, los dos solos, en el comedor.
Mary se preguntó dónde estaría la esposa del Presidente, quien muy rara vez aparecía, ni siquiera en las recepciones oficiales.
Como Ionescu había estado bebiendo, se lo notaba meloso. Encendió un Snogov, el cigarrillo nacional de espantoso olor.
—Tengo entendido que ha andado de paseo con sus niños.
—Sí, Excelencia. Rumanía es un país tan bello, y hay tanto por ver.
Él le dirigió una sonrisa que quiso ser seductora.
—Uno de estos días debe permitirme mostrarle mi propio país. —Esbozó una suerte de mueca al querer hacer más insinuante su sonrisa—. Soy un guía excelente, y podría enseñarle cosas muy interesantes.
—No me cabe duda. Señor, hoy tenía necesidad de reunirme con usted porque hay algo muy importante que deberíamos conversar.
Ionescu casi suelta una risotada. Sabía perfectamente a qué se refería. Los norteamericanos quieren venderme maíz y soja, pero es demasiado tarde. Esa vez la embajadora de los Estados Unidos se iría con las manos vacías. Qué pena. Una mujer tan hermosa…
—¿Sí? —dijo, con aire inocente.
—Quiero hablarle sobre las ciudades hermanas.
Ionescu parpadeó.
—Perdón, no le entendí.
—Las ciudades hermanas. Usted sabe… como San Francisco y Osaka, Los Angeles y Bombay, Washington y Bangkok…
—No…; no comprendo. ¿Qué tiene que ver eso con…?
—Se me ocurrió que usted podría ocupar los titulares periodísticos del mundo entero si nombrara a Bucarest ciudad hermana de alguna ciudad norteamericana. A esa noticia se le brindaría casi tanta atención como al programa de acercamiento entre los pueblos del presidente Ellison. Sería un paso importante en aras de la paz mundial. ¡Un verdadero puente tendido entre nuestros países! No me sorprendería incluso que lo nominaran para el Premio Nobel.
Ionescu trataba de ordenar sus pensamientos.
—¿Una ciudad hermana en los Estados Unidos? La idea me resulta interesante. ¿Y eso qué implicaría?
—Fundamentalmente una enorme publicidad para usted, que se transformaría en un héroe. La idea sería suya. Usted visitaría la ciudad, y una delegación de Kansas City vendría aquí.
—¿Kansas City?
—No es más que una sugerencia, desde luego. No creo que usted se incline por una ciudad grande como Nueva York o Chicago… demasiado comerciales. Kansas City queda en el centro del país. Allí viven agricultores, como los de aquí, gente con valores de arraigo al suelo, como su gente. Sería el acto de un gran estadista. Todo el mundo hablaría de usted. A nadie en Europa se le ha ocurrido hacer algo semejante.
Él permaneció unos instantes callado.
—Yo… naturalmente tendría que pensarlo en profundidad.
—Desde luego.
—Kansas City y Bucarest. —Hizo un gesto afirmativo—. La nuestra es una ciudad mucho más grande, por supuesto.
—Sí, claro. Bucarest sería la hermana mayor.
—Reconozco que la idea tiene su atractivo.
De hecho, cuanto más la pensaba, más le gustaba. Mi nombre estará en boca de todos. Y servirá para que el abrazo de oso de los soviéticos no nos sofoque.
—¿Hay alguna posibilidad de rechazo por parte de los Estados Unidos?
—Absolutamente ninguna; se lo garantizo.
—¿Y cuándo entraría en vigor?
—Apenas esté dispuesto a efectuar el anuncio. Usted ya es un gran estadista, pero esto le daría más prestigio aún.
Ionescu pensó en otra cosa.
—Podríamos establecer un sistema de intercambio comercial con nuestra ciudad hermana. Rumanía tiene mucho para vender. Cuénteme, ¿qué se cultiva en Kansas?
—Entre otras cosas —respondió Mary, con aire inocente—, maíz y soja.
—¿De veras suscribió el convenio? ¿Logró embaucarlo? —preguntó, incrédulo, David Víctor.
—Ni por un instante. Ionescu es demasiado astuto como para que lo engañen. Él sabía cuál era mi propósito, pero simplemente le gustó el celofán en que se lo di envuelto. Ahora vaya usted y cierre el trato. Ionescu ya está preparando el discurso para la televisión.
Cuando Stanton Rogers se enteró de la novedad, enseguida llamó a Mary por teléfono.
—Usted consigue milagros. Ya creíamos haber perdido esa venta. Cuénteme cómo hizo.
—Todo se lo debo al ego… de él.
—El Presidente me pidió que la felicitara por la encomiable labor que está desarrollando allá, Mary.
—Agradézcaselo de mi parte, Stan.
—Cómo no. Dicho sea de paso, dentro de unas semanas el Presidente y yo partimos hacia la China. Si por cualquier motivo me necesita puede comunicarse conmigo por intermedio de mi oficina.
—Que tenga muy buen viaje, Stan.
En el curso de las semanas siguientes, los impetuosos vientos de marzo cedieron paso a la primavera y luego al verano. Plantas y árboles florecieron por doquier, al tiempo que los parques adquirían un parejo tono verde. Junio casi tocaba a su fin.
En Buenos Aires era invierno. Cuando Elsa Núñez regresó a su departamento, ya era más de medianoche y el teléfono estaba sonando.
—¿Sí?
—¿La señorita Núñez? —Era el gringo de los Estados Unidos.
—Sí.
—¿Puedo hablar con Ángel?
—Ángel no está aquí, señor. ¿Qué quiere?
El organizador se ponía más furioso a cada instante. ¿Qué clase de hombre es que puede andar con semejante mujer? Según se la describiera Harry Lantz antes de que lo asesinaran, ella no sólo era obtusa sino también feísima.
—Quiero que le transmita un mensaje mío.
—Un momentito.
El hombre oyó que soltaba el teléfono, y esperó.
Finalmente volvió a oír la voz femenina.
—Adelante.
—Dígale que lo necesito para un trabajo en Bucarest.
—¿Budapest?
¡Santo cielo! Qué insoportable era.
—Bucarest, Rumanía. Adviértale que el contrato es por cinco millones de dólares, y que tiene que estar en Bucarest a fin de mes, o… sea dentro de tres semanas. ¿Entendió?
—Un momento, que estoy escribiendo.
El hombre aguardó.
—Muy bien. ¿Y a cuántas personas tiene que matar Ángel por cinco millones de dólares?
—A muchas…
Las largas colas que se formaban a diario frente a la embajada seguían angustiando tanto a Mary, que resolvió volver a tratar el tema con Mike Slade.
—Algo tenemos que hacer para que a esa gente se le permita salir del país.
—Ya se intentó todo. Presionamos al gobierno, ofrecimos ser más generosos con los créditos… y la respuesta fue siempre no. Ionescu se niega a la menor tratativa. Esa pobre gente está clavada aquí porque él no tiene intenciones de dejarlos ir. La cortina de hierro no sólo rodea el país sino que está dentro del país mismo.
—Voy a conversar de nuevo con él.
—Buena suerte.
Le pidió a Dorothy Stone que solicitara una audiencia con el dictador.
Cinco minutos más tarde la secretaria entró en su despacho.
—Lo siento, embajadora, pero se han suspendido las audiencias.
Mary la miró intrigada.
—¿Eso qué significa?
—No estoy segura. Algo raro está pasando. Ionescu no recibe a nadie. De hecho, nadie puede entrar siquiera en el palacio.
Mary se quedó pensando en los posibles motivos. ¿Estaría Ionescu preparándose para hacer algún anuncio de trascendencia? ¿Había algún inminente golpe de Estado? Algo importante debía de estar sucediendo, y fuese lo que fuere, era imprescindible saberlo.
—Dorothy, usted tiene ciertos contactos en el palacio presidencial, ¿verdad?
Dorothy sonrió.
—Sí. Soy amiga de algunas secretarias.
—¿Por qué no me averigua qué está ocurriendo…?
Una hora más tarde le llegó el informe.
—Ya investigué lo que quería saber. Están manteniéndolo en el más estricto secreto.
—¿Qué cosa?
—El hijo de Ionescu se halla al borde de la muerte.
Mary quedó estupefacta.
—¿Nicu? ¿Qué le pasó?
—Es un caso de botulismo.
—¿Qué? ¿Hay alguna epidemia aquí, en Bucarest?
—No, señora. ¿Recuerda los casos que hubo hace poco en Alemania oriental? Al parecer, Nicu estuvo allí y alguien le regaló una lata de alimento, que probó ayer.
—¡Pero para eso existe un suero!
—Se acabaron las existencias en los países europeos con el brote que hubo en Alemania.
—Dios mío.
Dorothy se marchó de la oficina, y Mary permaneció cavilando. Tal vez fuese demasiado tarde, pero… Recordó lo simpático y alegre que era Nicu, un niño de catorce años, apenas dos más que Beth.
Apretó entonces el botón del intercomunicador.
—Dorothy, consígame con el Centro para el Control de Enfermedades, de Atlanta, Georgia.
Cinco minutos más tarde hablaba con su director.
—Sí, señora embajadora, tenemos un suero para tratar el botulismo, pero no me había enterado de que hubiese casos en los Estados Unidos.
—Yo no estoy en el país sino en Bucarest, y necesito ese suero inmediatamente.
Se produjo una pausa.
—Con gusto, pero la infección botulínica actúa en muy poco tiempo, por lo cual no sé si cuando el suero le llegue…
—Yo me encargo de arreglar la forma de envío. Usted téngalo listo, nada más. Muchas gracias.
Diez minutos después, Mary hablaba con el brigadier Ralph Zukor, que se hallaba en Washington.
—Buenos días, embajadora. Bueno, éste sí que es un placer inesperado. Mi mujer y yo somos grandes admiradores suyos.
—Brigadier, necesito un favor.
—Desde luego. Lo que sea.
—Preciso su jet más veloz.
—¿Cómo dijo?
—Necesito que un jet traiga un medicamento a Bucarest ya mismo.
—Entiendo.
—¿Puede encargarse usted?
—Bueno, sí, pero primero deberá conseguir autorización del secretario de Defensa, para lo cual habrá que llenar ciertos formularios. Después, una copia queda para mí y otra para el Departamento de Defensa…
Mary echaba chispas de la indignación.
—Brigadier, permítame decirle lo que usted debe hacer. Primero, deje de hablar y mande de una vez ese maldito jet. Si…
—Yo no puedo…
—Está en juego la vida de un niño. Y sucede que ese chico es el hijo del Presidente de Rumanía.
—Lo siento, pero no puedo autorizar…
—Brigadier, si esa criatura muere porque no se llenó algún formulario, le prometo que voy a convocar a la mayor conferencia de prensa que haya visto jamás, y allí explicará usted por qué permitió que muriera el hijo de Ionescu.
—De ningún modo puedo autorizar semejante operativo sin contar con el aval de la Casa Blanca…
—Entonces consígalo. El suero estará esperándolo en el aeropuerto de Atlanta. Y le reitero: cada minuto que pasa es vital.
Cortó y permaneció quieta, orando en silencio.
El edecán del brigadier Zukor le preguntó:
—¿Qué sucede, señor?
—La embajadora pretende que fletemos un SR-71 para enviar un medicamento a Rumanía.
El edecán esbozó una sonrisita.
—Seguramente no tiene ni idea de lo que eso involucra.
—Es obvio, pero de todos modos nos conviene cubrirnos las espaldas. Comuníqueme con Stanton Rogers.
Cinco minutos más tarde, el brigadier hablaba con el asesor presidencial sobre asuntos extranjeros.
—Sólo quería comunicarle que recibí este pedido, y naturalmente me negué…
—Brigadier —lo interrumpió Rogers—, ¿cuánto tiempo necesita para que esté en vuelo el SR-71?
—Diez minutos, pero…
—Entonces hágalo. Es una orden.
Se habían producido lesiones en el sistema nervioso de Nicu Ionescu. El niño yacía postrado en cama, pálido y sudoroso, conectado con un respirador. Tres médicos lo observaban junto a la cabecera.
De pronto entró en el cuarto el presidente Ionescu.
—¿Qué novedades hay? —preguntó.
—Excelencia, nos hemos comunicado con nuestros colegas de toda Europa del este y el oeste, y no quedan más existencias de suero antibotulísmico.
—¿No averiguaron si había en los Estados Unidos?
El médico se encogió de hombros.
—Si consiguiéramos hacerlo enviar, cuando llegara aquí lamentablemente sería demasiado tarde.
Ionescu se acercó a la cama y tomó la mano de su hijo. La notó húmeda, fría.
—No vas a morir —sollozó—. No vas a morir.
Cuando la máquina aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Atlanta, una limusina de la Fuerza Aérea aguardaba el suero antibotulísmico, que llegó envasado en hielo. Tres minutos más tarde el jet volvía a despegar, esa vez con rumbo al nordeste.
El SR-71 —el jet supersónico más veloz de la Fuerza Aérea— desarrolla una velocidad tres veces superior a la del sonido. Aminoró la marcha una sola vez sobre el Atlántico para reabastecerse de combustible. Cubrió el trayecto de siete mil kilómetros hasta Bucarest en poco más de dos horas y media.
El coronel McKinney estaba esperando en el aeropuerto. Una escolta armada le abrió paso hacia el palacio presidencial.
Mary no se había movido en toda la noche de su oficina para recibir informes al minuto de la situación. El último le llegó a las seis de la mañana.
—Se le aplicó el suero al niño —le comunicó el coronel McKinney—. Los médicos aseguran que sobrevivirá.
—¡Gracias a Dios!
Dos días después, llegaba a la oficina de Mary un collar de brillantes y esmeraldas, con una notita:
Nunca podré agradecerle lo suficiente.
Alexandros Ionescu.
—¡Mire esto! —exclamó Dorothy Stone—. ¡Debe de costar medio millón de dólares!
—Por lo menos —estimó Mary—. Devuélvalo.
A la mañana siguiente, Ionescu la mandó llamar.
—El Presidente la espera en su despacho —le informó a Mary un edecán.
—¿Puedo ver a Nicu primero?
—Sí, por supuesto. —La acompañó a la planta alta.
Nicu estaba acostado leyendo, y levantó la mirada al ver que entraba Mary.
—Buenos días, señora embajadora.
—Buenos días, Nicu.
—Mi padre me contó lo que hizo usted. Le agradezco muchísimo.
—No podía permitir que murieras. Estoy reservándote para Beth.
Nicu se rio.
—Tráigala aquí y después hablamos.
El Presidente la aguardaba en la planta baja.
—Envió de vuelta mi regalo —dijo, sin ambages.
—Sí, Excelencia. Ionescu le señaló un sillón.
—Tome asiento. —La estudió unos instantes—. ¿Qué es lo que quiere?
—Yo no comercio con la vida de los niños.
—Le salvó la vida a mi hijo, y por lo tanto debo retribuirle con algo.
—No me debe nada, Excelencia.
Ionescu dio un fuerte puñetazo sobre el escritorio.
—¡No voy a quedar en deuda con usted! Dígame su precio.
—Excelencia, no hay tal precio. Como yo también tengo hijos, comprendo lo que debe de haber sufrido.
El hombre cerró los ojos un momento.
—¿Sí? Nicu es mi único hijo. Si le hubiese pasado algo… —No pudo terminar la frase.
—Fui arriba a verlo y lo encontré muy bien. —Se puso de pie—. Si no se le ofrece nada más, Excelencia, me retiro. Tengo una reunión en la embajada. —Hizo ademán de marcharse.
—¡Espere!
Mary se volvió.
—¿No aceptará un obsequio?
—No. Ya le expliqué…
Ionescu levantó una mano.
—Está bien, está bien. —Pensó un instante—. Si se le concediera un deseo, ¿qué pediría?
—No hay nada…
—¡Debe de haber algo! ¡Insisto! Un solo deseo. Lo que quiera.
Mary escrutó ese rostro y finalmente dijo:
—Desearía que se levantara la prohibición que impide a los judíos abandonar Rumanía.
Ionescu la escuchó tamborileando los dedos sobre el escritorio.
—Ah —musitó. Largo rato permaneció inmóvil—. Así se hará —aceptó, por fin—. No se les permitirá salir a todos, por supuesto, pero… facilitaré el trámite.
Cuando dos días después, se efectuó el anuncio, Mary recibió un llamado del propio presidente Ellison.
—Yo creí que enviaba allí a una diplomática, y resulta que se convierte en una hacedora de milagros.
—Tuve suerte, nada más, señor.
—Es la clase de suerte que ojalá tuvieran todos mis embajadores. Permítame felicitarla, Mary, por su notable actuación.
—Gracias, señor Presidente. Cortó, invadida por una profunda complacencia.
—Ya estamos a un paso de julio —dijo Harriet Kruger—. Antes los embajadores organizaban siempre una fiesta el 4 de Julio para los norteamericanos radicados en Bucarest. Si usted prefiere no…
—No. Me encanta la idea.
—Bien. Yo me encargo de todo, entonces. Muchas banderas, globos, una orquesta… que no falte nada.
—Excelente. Gracias, Harriet.
Se reduciría notablemente la asignación para gastos de la residencia, pero bien valía la pena. La verdad, pensó Mary, es que extraño mucho.
Florence y Douglas Schiffer la llamaron sorpresivamente.
—Estamos en Roma —gritó Florence—. ¿Podemos ir a verte?
A Mary le pareció una idea apasionante.
—¿Cuánto pueden demorar en llegar aquí?
—¿Te viene bien mañana?
Cuando los Schiffer llegaron al día siguiente al Aeropuerto Otopeni, Mary estaba esperándolos con el coche de la embajada. Hubo un emocionado intercambio de besos y abrazos.
—¡Estás fantástica! —exclamó Florence—. El puesto de embajadora no te ha cambiado en absoluto.
Te sorprenderías, pensó Mary.
En el trayecto hasta la residencia Mary fue mostrándoles los sitios de interés, los mismos que ella misma había conocido apenas cuatro meses antes. ¿Sólo cuatro meses? Le parecía que había pasado una eternidad.
—¿Aquí es donde vives? —preguntó la amiga al trasponer los portones de la residencia custodiada por un infante de marina—. Esto es impresionante.
Mary llevó al matrimonio a recorrer la casa.
—¡Caramba! —se maravilló Florence—. ¡Piscina, teatro, mil habitaciones, un parque propio!
Estaban almorzando en el amplio comedor, contando chismes sobre los vecinos de Junction City.
—¿Extrañas el pueblo? —quiso saber Douglas.
—Sí. —Y al reconocerlo, tomó conciencia de lo mucho que se había alejado. Junction City significaba paz y seguridad, una vida fácil, el contacto con amigos. Allí en Rumanía, sin embargo, había miedo, el terror que le inspiraban las amenazas garabateadas en las paredes de su oficina con pintura roja. Rojo, el color de la violencia.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Florence.
—No, en nada. Soñaba despierta. Bueno, ¿y a qué han venido a Europa?
—Yo tenía un simposio médico en Roma —respondió Douglas.
—Vamos, dile toda la verdad —lo apuró su mujer.
—Bueno, en realidad no tenía muchas ganas de asistir, pero como estábamos preocupados por ti, decidimos venir a verte. Y aquí estamos.
—Me alegro tanto.
—Nunca pensé que llegaría a conocer a una estrella tan importante —suspiró Florence.
Mary se rio.
—Florence, el hecho de ser embajadora no me convierte en estrella.
—No, no hablo de eso.
—Entonces, ¿de qué hablas?
—¿Acaso no lo sabes?
—¿Qué cosa?
—El Time de la semana pasada publicó un largo artículo sobre ti, y apareces en una foto con los chicos. Todos los diarios y revistas del país sacan algo sobre ti. Cuando Stanton Rogers realiza conferencias de prensa vinculadas con asuntos extranjeros, te menciona como ejemplo y modelo. El Presidente también habla de ti. Créeme: tu nombre está en boca de todo el mundo.
—Supongo que he estado un poco desconectada. —Mary recordó lo que le dijo Stanton: que el Presidente había ordenado esa campaña de publicidad—. ¿Hasta cuándo pueden quedarse?
—Ojalá no tuviéramos que irnos nunca, pero pensábamos pasar tres días aquí y después volvernos.
Douglas preguntó:
—¿Cómo andas sinceramente, Mary? Me refiero a… lo de Edward…
—Estoy mejor —expresó—. Hablo con él todas las noches. ¿Te parece una locura?
—No.
—Todavía sufro enormemente, pero hago todo lo posible por superarlo.
—¿No has… salido con nadie? —preguntó Florence con delicadeza.
Mary le sonrió.
—Casualmente sí. Esta noche van a conocerlo en la cena.
Los Schiffer congeniaron de inmediato con el doctor Louis Desforges. Pese a la fama que tenían los franceses de reservados y antipáticos, Louis les pareció agradable, extravertido, cálido. Louis y Douglas se enfrascaron en largas charlas de medicina. Para Mary, fue una de las noches más felices que tuvo desde su llegada al país. Por un rato, al menos, se sintió segura, tranquila.
A las once los Schiffer subieron a acostarse en el cuarto de huéspedes que se les había preparado y Mary se quedó abajo para despedir a Louis.
—Me gustaron mucho tus amigos. Espero volver a verlos.
—A ellos también les caíste muy bien. Se vuelven dentro de dos días a Kansas.
—Mary, no estarás pensando en irte, ¿verdad?
—No. Yo me quedo.
—Me alegro. —Titubeó, pero luego dijo con voz pausada—: Este fin de semana me voy a las montañas y me encantaría que vinieras conmigo.
—Sí.
Fue así de sencillo.
Esa noche se quedó despierta largo rato, conversando con Edward. Querido, siempre, siempre, voy a quererte, pero no debo necesitarte más. Ya es hora de que empiece una vida nueva. Tú siempre formarás parte de esa vida, pero debe existir otra persona también. Louis no eres tú, pero es un hombre fuerte, bueno, valiente. Es lo que más se aproxima a tenerte a ti. Compréndeme, Edward, por favor…
Se incorporó y encendió la luz del velador. Largo rato estuvo mirando su anillo de bodas. Después, muy despacito, se lo quitó. Era un círculo que simbolizaba un fin, y un comienzo.
Llevó a los Schiffer en alocada gira por Bucarest, y trató de organizarles actividades para los tres días. El tiempo se pasó volando, y cuando ellos finalmente se fueron, se sintió tremendamente sola, separada de sus raíces, una vez más un náufrago a la deriva en medio de un mar extraño y proceloso.
Estaba tomando el habitual café de la mañana con Mike Slade, conversando sobre las actividades de ese día.
Al terminar, dijo Mike:
—Me han llegado ciertos rumores.
Mary también los había oído.
—¿Sobre Ionescu y su nueva amante? Él parece…
—Sobre usted.
Se puso tensa.
—¿De veras? ¿Qué clase de rumores?
—Dicen que se ve frecuentemente con el doctor Louis Desforges.
Mary se indignó.
—Mi vida social es asunto exclusivamente mío.
—Lamentablemente no concuerdo con usted, embajadora. Es asunto de todos los de esta delegación. Tenemos una norma estricta que nos prohíbe relacionarnos con extranjeros, y el doctor lo es. Además, sucede que es un agente enemigo.
Mary quedó demasiado azorada como para contestarle.
—¡Eso es absurdo! —polemizó—. ¿Qué sabe usted del doctor Desforges?
—Piense en qué forma lo conoció. La damisela en apuros y el caballero de brillante armadura. Es el truco más viejo del mundo, que yo mismo he utilizado alguna vez.
—Me importa un bledo lo que haya hecho o dejado de hacer. Él vale diez veces más que usted. Luchó contra los terroristas en Argelia, y ellos le mataron a la mujer y las hijas.
—Qué interesante. Estuve examinando el legajo de él: su amigo no tuvo nunca mujer ni hijos.